Con el fin de racionalizar aún más su hegemonismo, como parte de sus estrategias de subversión y desestabilización, Washington ha descubierto durante décadas el uso sistemático de las sanciones, tanto generales como selectivas, diseñadas para golpear a los países que no brindan su soberanía y sus recursos a Estados Unidos. A éstos se les denomina países hostiles, con la fabricación ad hoc de acusaciones que nunca se hacen o que son descaradamente falsas; de Nicaragua a Cuba, de Irak a Siria, de Irán a Rusia, la historia abunda en ejemplos.
Desde la caída del campo socialista, que inició la globalización, el uso de sanciones ha aumentado exponencialmente con la apertura de la economía mundial, alcanzando el 121% de las vigentes en el mundo bipolar. Hoy afectan a 9765 personas con medidas seleccionadas, a 17 países con medidas selectivas y a 6 con medidas generales; un total de 23 países, cerca del 72% de la población, más del 30% del PIB del planeta. Un elemento de injerencia injusta, ilegal e ilegítima en las economías de terceros países que resume bien la visión del mundo en Washington: apoyamos a los que nos obedecen, golpeamos a los que nos desobedecen.
El embrollo ideológico sobre las sanciones narra que son una alternativa a la guerra, cuando ahora se demuestra que, en muchos casos, sólo son el preludio de la misma. En las guerras de 4ª y 5ª generación, las sanciones son, como la comunicación y la diplomacia, una herramienta complementaria de las operaciones militares y la jerarquía de su uso no es rígida, sino que está sujeta a las condiciones sobre el terreno.
Las sanciones son de dos tipos: generales (afectan a países) y personales (afectan a personas). Las generales son básicamente una especie de «guerra económica», el medio por el que se obstaculiza el crecimiento de otros países mediante la aplicación de mayores aranceles, barreras comerciales y restricciones a las transacciones financieras. Se cree que al reducir el margen de maniobra en la economía internacional, el país sancionado sufre una recesión económica que se convertirá en un conflicto político desestabilizador.
Pretenden provocar una capitulación de los gobiernos o un cambio de régimen (esperando una revuelta interna de la población exasperada por la difícil situación económica que se supone que provocan las sanciones). El objetivo final es la capitulación ante las exigencias estadounidenses o la caída de los gobiernos que Washington considera no alineados con sus intereses.
Las sanciones personales, al igual que las sanciones generales, son también una herramienta destinada al cambio de régimen mediante la organización de un golpe cívico o militar, intentando construir un aura de riesgo en torno a la figura del sancionado. Las sanciones personales tienen dos objetivos: golpear directamente los intereses de los grupos dirigentes para hipotecar negativamente su capacidad de gobernar. Al dar a entender que la hostilidad es con elllos y no con el país, tratan de influir en la posible rotación del grupo gobernante.
Se dirigen tanto a los adversarios como a todos aquellos, incluso amigos, que mantienen intercambios con esos adversarios. Un ejemplo llamativo es la Ley Helms-Burton de 1996, destinada a hundir a Cuba y considerada la piedra angular de la extensión de la jurisdicción estadounidense a todo el mundo. Se trata de una extraterritorialidad que carece de base legal, y los propios EEUU niegan la legitimidad de las medidas extraterritoriales cuando se les acusa de conductas ilegítimas en los mercados y de la numerosa serie de crímenes de guerra, que en Washington denominan «Doctrina de Seguridad Nacional».
La extraterritorialidad de Helms-Burton hace que los países que comercian o realizan transacciones financieras, inversiones o asistencia técnica con la isla sean considerados «cómplices» de Cuba y, por ello, receptores de sanciones no menos duras. Para un banco, sea europeo o asiático, africano o latinoamericano, acabar sometido a sanciones por realizar transacciones con un país o un sujeto incluido en la lista negra estadounidense supone la prohibición de operar en dólares en el sistema Swift (con sede en Bélgica pero controlado por EEUU). Por eso las sanciones de Washington tienen el don de la «extraterritorialidad»: su impacto va mucho más allá del territorio estadounidense, ya que también deben ser aplicadas, voluntaria o involuntariamente, por muchos otros países que pueden no compartir sus razones.
Los franceses del BNP, multados por realizar transacciones financieras con La Habana, saben algo de esto. BNP Paribas, en 2014, tras admitir haber ejecutado miles de transacciones con países incluidos en la lista negra estadounidense, aceptó pagar una multa de 8.900 millones de dólares y se vio obligado a suspender durante un año sus operaciones de compensación de dólares en Nueva York. ¿Podrían no haber pagado? No es tan sencillo. Si no hubieran pagado, ya no se les habría permitido operar en el mercado estadounidense, sus activos en Estados Unidos (incluida su sede) habrían sido embargados y se habrían presentado cargos penales contra accionistas, consejos de administración y ejecutivos. Ni siquiera el pirata Francis Drake operaba así.
Sin embargo, cada vez más, las sanciones tienen también otra finalidad: la de intervenir directamente en la competencia en los mercados internacionales de diversos productos para ayudar al comercio estadounidense. Desde que el crecimiento de las economías china y rusa y el respectivo aumento de su influencia política empezaron a desafiar la posición dominante de EE.UU. en los mercados, las sanciones también parecen dirigirse a los competidores más que a los adversarios políticos. El procedimiento es siempre el mismo: a raíz de expedientes sobre supuestas violaciones de los derechos humanos o de cualquier otra tesis, Estados Unidos decide emitir sanciones contra los países que perjudican su posición en los mercados y, más en general, su gobernanza internacional. Estos, incapaces de comerciar porque no pueden utilizar el dólar y el sistema Swift en las transacciones bancarias, verán caer en picado el valor de sus productos. Lo cual, automáticamente verá aumentar el valor de los EE.UU. que compiten con ellos.
Al impedir que sus competidores comercien, Estados Unidos se convierte en el líder del mercado por la fuerza. Este segundo objetivo es incluso independiente de la alineación internacional: prueba de ello es que incluso los países políticamente aliados de Washington pueden sufrir sanciones estadounidenses, como ocurrió en el caso de Alemania por el North Stream 2. Al fin y al cabo, Alemania era la única economía que -debido a su peso político y al tamaño de su economía- amenazaba el dominio estadounidense. En resumen, el mercado es como las elecciones: libre sólo si gana Estados Unidos. Y, si los EE.UU. no ganan, habrá que crear las condiciones para que ganen de todos modos, véase golpes de estado, ya sean “blandos” o clásicamente virulentos.
El efecto boomerang
El fracaso sustancial de las sanciones occidentales contra Rusia está viendo crecer las objeciones en los círculos financieros de Washington. En efecto, analistas y participantes en el mercado consideran que la política de sanciones hacia la mayor parte del planeta no sólo no produce resultados apreciables con respecto a sus objetivos declarados (ningún gobierno ha caído jamás bajo los golpes de las sanciones estadounidenses), sino que además repercute negativamente en la propia economía de los EE.UU. Por eso plantean la cuestión de forma alarmada e invitan a las obsesiones ideológicas de las administraciones estadounidenses a ser más prácticas revisando las extravagantes tesis de carácter desestabilizador que creen, en un mundo cada vez más interdependiente, que pueden utilizar la economía para golpear a otros sin sufrir a su vez graves daños colaterales.
Las sanciones, de hecho, impiden que los propios productos estadounidenses accedan a mercados estratégicos. Rusia, China, Irán y Venezuela son mercados muy importantes, necesarios para las mercancías estadounidenses, que sin embargo permanecen en los almacenes precisamente por la imposibilidad de comerciar con los países sancionados. Un boomerang que perjudica gravemente la balanza comercial.
La crítica más reciente apareció en la revista geopolítica Foreign Policy, donde Christopher Sabatini, investigador principal para América Latina del centro de estudios londinense Chatham House, escribió que «para Washington, es hora de reconocer que su afición a las sanciones puede derribar su propio poder económico y diplomático en todo el mundo».
Es precisamente la insostenibilidad de las sanciones lo que está impulsando a tantos países a unirse a los BRICS, que quieren un modelo de relaciones internacionales y políticas de mercado comercial mundial libre del uso ilegítimo y fraudulento de las sanciones. China, Rusia e Irán se ven afectados por las medidas occidentales, pero Brasil, India y Sudáfrica y todo el Sur global comparten la urgencia de una nueva arquitectura económica, política y financiera mundial que derrote la arrogancia occidental. La peor pesadilla para Washington y Wall Street y la única salida para sus víctimas.
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