«El caos, como la involución, el autoritarismo o el integrismo no son un problema, sino el objetivo. Murieron para que otros ganasen dinero, como siempre», reflexiona Jorge Dioni.
Un grupo de soldados saca a hombros un ataúd con la bandera de Reino Unido. La portada del diario, un día después de la toma de Kabul por los talibanes, se completa con un titular contundente: “¿Para qué demonios murieron?”. Cabe una respuesta cínica: ustedes sabrán, que se puede completar con las palabras de Stefan Zweig: “Era la pandilla de siempre, eterna a lo largo de los tiempos, que llama cobardes a los prudentes, débiles a los humanitarios, para luego no saber qué hacer, desconcertada, en la hora de la catástrofe que ella misma irreflexivamente había provocado”.
Hace veinte años, ese mismo diario era uno de los defensores de las intervenciones militares conocidas como Guerra contra el Terror, una iniciativa que, como tantas otras, glorificaba el falso heroísmo de enviar a los demás al sufrimiento y la muerte en medio de loas de optimismo barato. Volvamos a Stefan Zweig, sobre la Primera Guerra Mundial: “Casi todos los escritores alemanes se creían obligados, como los bardos en épocas protogermánicas, a enardecer a los guerreros con canciones e himnos rúnicos para que entregaran sus vidas con entusiasmo. Llovían en abundancia los poemas que rimaban krieg (guerra) con sieg (victoria) y not (penumbra) con tod (muerte)”. En el caso de la Guerra contra el Terror, las palabras que solían usarse en los artículos eran libertad y democracia. Eran las habituales de la Guerra Fría porque cabe interpretar esos movimientos dentro de aquel conflicto.
¿Por qué ha fracasado la democracia en Afganistán? ¿A qué se debe el caos? ¿Cómo es posible que un grupo como los talibanes se haga con el poder? Es interesante no pensar en el caos, la violencia, el autoritarismo, la involución o la represión como un efecto inesperado, sino como los objetivos buscados, ya que se han repetido en otras ocasiones, como Centroamérica o el mundo árabe. El resultado aparentemente infructuoso de la Guerra contra el Terror, como de la anterior Guerra contra las Drogas, deja de serlo si no se toma el nombre en serio y se entiende que ambas iniciativas no eran nuevas, sino una continuación de la Guerra Fría e, incluso, del modelo colonial. Es decir, el plan inicial era el control de los recursos naturales y la hegemonía de un sistema económico. Todo lo demás era –y es– irrelevante.
El actual presidente, Joe Biden, lo explicó con claridad: el objetivo nunca fue la democracia, mucho menos la libertad o el avance social, sino proteger a Estados Unidos. Es decir, nunca hubo otros intereses que los propios como gran potencia colonial. Un modelo de control indirecto de ordenanza global, con el menor coste económico y político posible, basado en las escuelas neoliberales. De lo sucedido en Afganistán, es interesante cómo se ha asumido sin trabas al nuevo poder gobernante, algo que contrasta con la situación de otros países, donde incluso se reconocen gobiernos alternativos. Si pensamos en los derechos humanos como esas rimas forzadas de los poetas, todo se entiende mejor.
Un cierto caos
Como explica Quinn Slobodian en Globalistas, el proyecto neoliberal busca una reordenación del mundo tras el fin de los imperios en la Primera Guerra Mundial y, sobre todo, tras el cuestionamiento del capitalismo clásico en la Gran Depresión. Es decir, es importante tener en cuenta que no se trata de un sistema económico para un país determinado, sino un modelo global que garantice las cuestiones clave: la propiedad privada, la circulación del capital o el comercio. El neoliberalismo no cree en la utopía del mercado autorregulado, puesto en cuestión en 1929, sino en la necesidad de protegerlo a través de una estructura institucional segregada de la capacidad de acción de los estados.
Se trata de proteger al capitalismo financiero de la amenaza de la política. Las ideas de democracia, voluntad popular o soberanía nacional, el liberalismo clásico, eran una amenaza y había varias formas de resolverla. Primero, la violencia, el golpe de estado o la represión directa. Sin embargo, aquella dejaba de ser necesaria cuando se podía influir en la estabilidad de un país a través de elementos como la inflación, el desabastecimiento o, sobre todo, la deuda. Es decir, presionar incruentamente. El proyecto neoliberal es crear una infraestructura de instituciones supranacionales que haga que los estados estén incrustados dentro de un orden internacional que rediseñe desde fuera su propia organización. Si no es posible, se regresa a la primera opción. Entre democracia y barbarie, lo segundo podía ser una buena opción. Es preferible un cierto caos que permita el funcionamiento del modelo económico a un orden que lo ponga en cuestión. Así, es entendible lo que ha sucedido con países que situaban hace medio siglo en la órbita socialista, como Siria, Iraq, Yemen, Somalia o Libia. Entre socialismo y barbarie, barbarie.
Nada del proyecto ilustrado. La democracia había sido ineficiente para la salvaguarda de los mercados y tanto la voluntad popular como la soberanía nacional eran un peligro para la defensa de la propiedad privada o la circulación del capital. El neoliberalismo es un proceso que no incluye civilización o ilustración, al contrario de su antecesor. Por eso, el modelo puede apoyarse en elementos autoritarios, incluso si son preilustrados, como los estados teocráticos. La religión, el nacionalismo o la tradición podían ser símbolos frente a los modelos redistributivos y figuras como la monarquía o las juntas militares garantizaban esos pilares básicos. La extensión del islamismo como proyecto político dentro de Asia y del mundo árabe se entiende mejor como fuerza de choque sobre el terreno frente a los proyectos alternativos. Sucede lo mismo con las iglesias evangélicas en América Latina o con el integrismo católico en el Este de Europa.
Ciclón, Ajax, Cóndor
La situación en Afganistán ha hecho recordar la Operación Ciclón, el programa gubernamental para reclutar y entrenar a fundamentalistas islámicos para derribar el gobierno de la República Democrática de Afganistán, pero nada comparado con el uso de organizaciones religiosas en Indonesia, como Muhammadiyah, durante las masacres de 1965-1966. El Partido Comunista de Indonesia (PKI) tenía dos millones de miembros y, en 1962, había entrado en el gobierno, donde había comenzado una política de confiscaciones de propiedades occidentales. El PKI fue acusado de querer dar un golpe de Estado y los escuadrones de la muerte, donde se integraron las organizaciones religiosas que habían declarado la Guerra Santa, asesinaron a un número aún hoy incontable de personas: entre medio millón y millón y medio.
Décadas antes, la Operación Ajax había derrocado al gobierno de Mossadegh, el primero elegido democráticamente en Irán y que había tomado la decisión de nacionalizar la Anglo-Persian Oil Company en 1951. La inestabilidad del gobierno del Sha y la represión hacia el socialista Tudeh, el Partido de las Masas, provocó que la estructura religiosa fuera la única con capacidad de hacerse con el poder. Teóricamente, el gobierno del ayatollah Jomeini era enemigo de Estados Unidos, pero el Irangate mostró otra cosa: altos cargos de la administración Reagan facilitaban la venta de arman a Irán y utilizaban el narcotráfico para financiar a los grupos insurgentes que se enfrentaban al gobierno sandinista de Nicaragua. La Guerra contra las Drogas, como la Guerra contra el Terror, se entienden mejor si se elimina la preposición y se interpretan como conflictos que usan esos elementos.
Tres años después de la Operación Ajax, Jacobo Arenz, otro presidente elegido democráticamente, fue derrocado por otro golpe de Estado con participación estadounidense. En este caso, la multinacional agraviada era la United Fruit Company. Como en Irán, el gobierno depuesto había iniciado una reforma agraria, cuestionado el poder de las multinacionales extractivas y destinado más fondos para servicios públicos. Como en Irán, la actuación no dio paso a una etapa de estabilidad, sino todo lo contrario. En el caso de Guatemala, sucesivos gobiernos militares hasta los años 80 y un enfrentamiento interno que concluyó en los años 90, una situación similar a otros países centroamericanos.
En Sudamérica, la Operación Cóndor se completó décadas después con la actuación del entramado neoliberal. La violencia, el golpe de Estado, deja de ser necesaria cuando se puede influir en un país a través de una infraestructura de instituciones supranacionales que rediseñen el funcionamiento de los Estados. No se trata de hacer un recorrido exhaustivo, sino proponer otro punto de vista para evitar sorpresas y golpes en el pecho. Cuando algo sucede en muchas ocasiones, ya hay que dejar de verlo como un efecto inesperado. El caos, como la involución, el autoritarismo o el integrismo no son un problema, sino el objetivo. Murieron para que otros ganasen dinero, como siempre.
Fuente: https://www.lamarea.com/2021/10/01/socialismo-o-barbarie-barbarie-por-supuesto/