Dos semanas después del golpe de Estado del 1 de febrero de 2021 en Birmania, los militares sacaron los tanques a las calles de Rangún. El pretexto para el golpe fue la supuesta manipulación de las elecciones celebradas en noviembre de 2020 que dieron la victoria al partido liberal Liga Nacional por la Democracia, LND, acusación que rechazó la Comisión electoral y que los militares no han podido sostener con ninguna prueba.
Aung San Suu Kyi, la señora, Consejera de Estado y de facto jefa del gobierno derrocado, fue detenida, como el presidente U Win Myint, junto a otros ministros y diputados: según el comunicado del Partido Comunista de Birmania que llamaba a organizar la huelga general y a impulsar el movimiento de desobediencia contra los golpistas, los dirigentes de la LND fueron “capturados como pollos” por el ejército. Desde entonces, las manifestaciones de protesta y huelgas se han sucedido en todo el país, pese a que los decretos de la Junta militar impusieron la ley marcial y el toque de queda, bloquearon internet, rodearon con tanques el Parlamento en Naypyidaw, y permiten que el ejército, Tatmadaw, pueda registrar cualquier domicilio. En Mandalay, la vieja corte, hasta los monjes budistas de Mya Taung salieron a manifestarse, como hicieron en los días de azafrán de 2007, y en otras localidades la policía confraternizó con las protestas. La situación se complica para la Junta: a los muertos por disparos del ejército en Mandalay, las sanciones de Estados Unidos y Gran Bretaña y las constantes manifestaciones, se ha añadido el comunicado de doce empresas multinacionales donde expresaban su preocupación por la crisis en el país: fueron Carlsberg, Heineken, Coca-Cola, Nestlé, H&M; las compañías de telecomunicaciones Telenor y Ooredoo; las petroleras y gasistas Total, Unocal Myanmar y Woodside; la de telefonía, Ericsson, y la naviera Maersk, que cuentan con más de cien mil trabajadores en Birmania, pedían un “entorno empresarial estable” y defendían el estado de derecho y los derechos humanos. La huelga general convocada para el 22 de febrero de 2021 (denominada “cinco dos” por 22.2.2021) tuvo gran seguimiento y consiguió paralizar por completo el país, pese a las amenazas del ejército advirtiendo de que muchos manifestantes “podrían morir”.
En los días posteriores al golpe, la cancillería norteamericana filtró a los medios de comunicación que China conocía los planes del ejército birmano, acusación que fue desmentida por el embajador chino en Naypyitaw, Chen Hai, que manifestó además que la situación creada por el golpe de Estado “no es en absoluto lo que China quiere ver”, al tiempo que un portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores chino, Wang Wenbin, negaba las noticias de que China hubiese apoyado o consentido el golpe. Estados Unidos filtró también los documentos que se debatían en el Consejo de Seguridad con el objetivo de poner a China en una delicada posición sugiriendo que el Consejo de Seguridad no consiguió llegar a un acuerdo para condenar el golpe de Estado porque China lo rechazó. En realidad, China y Rusia suscribieron el comunicado del 4 de febrero del Consejo de Seguridad que mostraba la «profunda preocupación» por la situación en Birmania, pedía la libertad de los detenidos, y apoyaba la apertura de negociaciones para una solución democrática. Biden abordó la crisis en conversaciones con Xi Jinping y Narendra Modi. Japón, con una posición semejante a la de China, llamaba también a resolver la crisis con el diálogo entre las partes. Pocos días después, otras filtraciones norteamericanas acusaban a China de estar tras los disturbios producidos en las manifestaciones de protesta contra el golpe: así, se acusaba a Pekín de una cosa y la contraria, y la portavoz del Ministerio de Exteriores chino señaló que todas esas filtraciones tenían un objetivo: sembrar la discordia entre China y Birmania. El 17 de febrero, el embajador Chen Hai declaraba en la prensa birmana que Pekín no tenía conocimiento previo del pronunciamiento militar y que las informaciones sobre aviones chinos trasladando técnicos al país junto a la supuesta presencia de soldados chinos en las ciudades birmanas eran rumores interesados y ridículos.
La condena de Washington era una aviesa escenificación: no solo porque en los últimos años ha seguido apoyando golpes de Estado en el mundo (contra Lugo en Paraguay, en 2012; Obama se abstuvo de condenar el pronunciamiento del general Al-Sisi en Egipto en 2013; además, impulsó el golpe del Maidán en Ucrania en 2014; y el lawfare en Brasil en 2016 contra Dilma Rousseff, el golpe de Estado de los militares en Thailandia, en 2014; y la asonada militar en Bolivia contra Evo Morales en 2019, entre otros) sino porque su propósito en Birmania busca estimular la ruptura de su cooperación con China y aumentar las disputas con la ASEAN. El Departamento de Estado cree que apoyar la opción de Aung San Suu Kye es, de momento, la más favorable a sus intereses, pero no tiene nada que ver con la “defensa de la democracia”, no solo porque esa “democracia” deja fuera al Partido Comunista (que antes de 1953, cuando pudo ser legal, fue el más importante del país), sino porque ese discurso de “defensa de la libertad y la democracia” convive plácidamente con la alianza de Estados Unidos con siniestras dictaduras en todo el planeta.
Los países de la ASEAN han mostrado gran prudencia: Thailandia, Camboya, Filipinas, Singapur, han preferido considerar el golpe como un “asunto interno”, porque temen la desestabilización del país y sus consecuencias en la región. Por su parte, Indonesia intenta mediar entre el ejército y el gobierno derribado, y Vietnam, que siempre ha mantenido relaciones con la Birmania de los militares o de Aung San Suu Kye, teme que la crisis haga aumentar la inestabilidad en el sudeste asiático y dificulte la contención de la pandemia y la resolución de las diferencias sobre el Mar de China meridional. Pekín, ante el bloqueo en Birmania, considera que deben iniciarse negociaciones entre todos los sectores políticos para alcanzar un compromiso y solucionar pacíficamente la crisis, e impugna el modelo occidental que Estados Unidos quiere imponer, y su intervención, que considera puede agravar las tensiones. De hecho, el golpe de Estado perjudica a China, que puede ver afectados sus intereses en el país si se aplican las sanciones internacionales con que amenaza Estados Unidos, objetivo obvio e inconfesable del gobierno norteamericano. Inmediatamente después del golpe de Estado, el portavoz oficioso del gobierno chino, Global Times, publicaba un editorial llamando a que “Estados Unidos se abstenga de echar leña al fuego”.
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La dictadura militar se prolongó en Birmania durante medio siglo, entre 1962 y 2011. En ese último año, los militares birmanos apostaron por mejorar las relaciones con Estados Unidos y por el reparto del poder con Aung San Suu Kye y la LND. Antes, Estados Unidos había enviado varias discretas delegaciones para sondear y negociar con la dictadura militar, y en noviembre de 2011 Hillary Clinton viajó al país para entrevistarse con el general Thein Sein, hombre fuerte del régimen. Tras ello, Obama visitó Birmania en 2012, además de Thailandia y Camboya: era la aplicación del giro a Asia diseñado en el Pentágono y el Departamento de Estado en busca de la contención de China. Obama volvió en noviembre de 2014: levantó las sanciones, y apoyó entonces al general Thein Sein, anterior secretario de la Junta Militar y presidente del país, que impulsaba las reformas; el objetivo de su viaje era limitar la influencia que China había conseguido en el país durante los años de aislamiento birmano. La operación carecía de riesgos para Thein Sein: buscaba la benevolencia norteamericana, contaba con el apoyo de los militares que se enfrentaron a la guerrilla comunista respaldada por Pekín, disponía de una constitución que reservaba un relevante espacio de poder para el Tatmadaw y sabía que la dirigente de la LND, Aung San Suu Kye, defendía un programa neoliberal que permitiría mantener las corporaciones del ejército en la economía del país. En 2016, tras las elecciones, en el marco de esa reforma controlada, el general Thein Sein es sustituido en la presidencia por Htin Kyaw, mano derecha de Aung San Suu Kye, que no puede acceder a esa responsabilidad por la constitución impuesta por los militares. Al mismo tiempo, la NED (National Endowment for Democracy) estadounidense opera en el país a través del Institute for Strategy and Policy de Myanmar, ISP, y aumenta el protagonismo y la actividad de la embajada norteamericana. La NED, que simula ser una ONG, en realidad fue fundada por decisión del gobierno estadounidense, está supervisada por el Congreso y controlada por la CIA. También la USAID trabaja en el país, con programas dotados con millones de dólares para “fortalecer a la sociedad civil y apoyar a medios independientes y al sector privado”. Estados Unidos se emplea a fondo para atraerse el país.
El régimen convocó las elecciones de 2015, que ganó la LND y dieron paso a la cohabitación y aproximación de Aung San Suu Kyi con los militares, mientras los difíciles equilibrios políticos de la Consejera de Estado le llevaron también a mejorar las relaciones con Pekín para asegurar su ayuda al desarrollo de Birmania. Al mismo tiempo, acompañó a los militares en la represión a los rohinyás que se acentuó en 2017, hasta el extremo de defender su actuación en los foros internacionales y, en 2019, ante la Corte Internacional de Justicia, el órgano judicial de la ONU que tiene sede en La Haya; además, elogió en diferentes ocasiones al ejército. Sus declaraciones de apoyo al Tatmadaw en la represión a los rohinyás fueron apoyadas, sorprendentemente, por algunos grupos guerrilleros, como los del estado Shan y el estado Wa. Aunque se considere que la Consejera de Estado hacía un arriesgado ejercicio de pragmatismo para afianzar el cambio político, no le ha servido de mucho.
El Partido Unión, Solidaridad y Desarrollo, USDP, es el instrumento de los militares, y la crisis política actual tiene sus antecedentes en los años de la colonización británica, cuando Londres azuzó los enfrentamientos entre minorías para asegurar su dominio, porque la actual Birmania es un mosaico de pueblos unidos de forma precaria, muchos de los cuales siguen enfrentándose al ejército y al poder central. La larga dictadura militar se centró en combatir a los comunistas y a las minorías nacionales que disponen de sus propios ejércitos. Los militares, acostumbrados a gobernar Birmania, envueltos en el azafrán budista aunque hayan chocado con los monjes, beneficiarios de una corrupción sistémica y persistente, feroces represores de las minorías nacionales, temen la pérdida de su cuota de poder, y esa ansiedad se añade al extremismo budista (espoleado por el fanatismo nacionalista del Ma Ba Tha del monje Ashin Wirathu), y su negativa a aceptar las demandas de las minorías, que componen más del treinta por ciento de la población. El gobierno de la LND apoyó a los militares en las operaciones de castigo, como en el estado de Rajine, donde incluso limitaron el derecho a voto de buena parte de la población, que no pudo participar en los comicios de noviembre de 2020. Pese a su reputación, Aung San Suu Kyi es una dirigente autoritaria que articula un partido conservador y neoliberal, y durante su gobierno no ha dudado en censurar voces críticas, detener a periodistas y denunciar a ciudadanos ante los tribunales por criticar al gobierno o a dirigentes de la LND en las redes sociales. El programa económico de la LND consiste en un programa de privatizaciones y apertura al exterior para consolidar una economía capitalista, que entra en colisión con las corporaciones propiedad del ejército no porque rechacen el capitalismo sino porque puede reducir o anular su control sobre muchas empresas: los militares son los propietarios accionistas de las corporaciones.
En agosto de 2020, Aung San Suu Kye convocó una conferencia de paz con las guerrillas armadas, aunque las más relevantes se negaron a asistir (entre ellas siete organizaciones que no han suscrito la tregua nacional) a causa de la exclusión del Ejército de Arakán (milicianos nacionalistas de Rajine, budistas y mayoritarios en Arakán). Las dos milicias más importantes son el Ejército Unido del Estado Wa, UWSA, que se formó a partir de la guerrilla del Partido Comunista y que mantiene un territorio independiente en la práctica, y el Ejército de Independencia de Kachin, KIA, que continúa los combates con el Tatmadaw.
La LND pretendía introducir reformas en la constitución de 2008, impuesta por los militares, para limitar su poder, porque esa carta magna reserva la cuarta parte de los escaños del parlamento al ejército, y para aprobar cambios constitucionales se precisa una mayoría parlamentaria de más del setenta y cinco por ciento, de manera que cualquier modificación que no tenga el acuerdo de los generales es imposible. Además, el ejército tiene reservados los ministerios de Defensa, Interior y Fronteras. Ese intento de reforma de Aung San Suu Kye, que de aplicarse supondría inevitablemente la desaparición del poder de veto del ejército, es una de las claves del golpe de Estado del 1 de febrero.
La ambición del general Min Aung Hlaing se añade a la función del ejército como columna vertebral del país: les une a la LND y a Aung San Suu Kye la defensa común de una economía capitalista, pero les separa el deseo de controlar los mecanismos del poder político, que asegura concesiones y contratos ventajosos: es la palanca para enriquecerse. El ejército quiere seguir controlando la vida del país y mantener sus lucrativos negocios (Myanma Economic Holdings, MEHL, y Myanmar Economic Corporation, MEC, creados en 1990 privatizando decenas de empresas públicas, y las subsidiarias Myanmar Ruby Enterprise y Myanmar Imperial Jade Co., LTD), y si aceptaron que la LND y la señora dirigieran el gobierno y la gestión de la economía fue reservándose el derecho a controlar el rumbo político del país y los ministerios más relevantes. El nuevo presidente interino, el general golpista Myint Swe, fue quien aplastó la revuelta azafrán de 2007, cuenta con excelentes relaciones con el general Thein Sein (presidente birmano entre 2011 y 2016, con gran influencia en el ejército) y es partidario de estrechar lazos con la India en detrimento de China y de Estados Unidos.
La posición ante la cuestión rohinyá define a todas las fuerzas políticas. La marginación de los rohinyás ha sido constante en la historia de Birmania: no tienen derechos de ciudadanía y están condenados a no poseer tierras. La terrible represión contra ellos fue dirigida por el nuevo espadón birmano, Min Aung Hlaing. En 2017 y 2018 la campaña militar contra esos musulmanes birmanos cometió atrocidades, quemó aldeas, violó a mujeres y niñas, protagonizó matanzas como las de Chut Pyin y Min Gyi donde los soldados asesinaron a centenares de personas incluidos decenas de niños, e hizo huir a más de setecientas mil personas que hoy malviven en los campos de Bangla Desh: solamente en Kutupalong se agrupan casi un millón de rohinyás, convirtiéndolo en el mayor campo de refugiados del mundo, y miles huyen cada año en pequeñas embarcaciones botadas por traficantes de seres humanos para llegar a Malasia. Muchos mueren en el intento, otros son condenados a trabajar en condiciones de esclavitud, y las mujeres jóvenes son con frecuencia forzadas a la prostitución. Quienes siguen viviendo en el estado de Rajine (o Arakán), más de quinientos mil rohinyás, temen que se recrudezca la represión. China mediaba entre Bangla Desh y Birmania para hacer posible el retorno de los rohinyás a su tierra, pero el golpe de Estado ha dejado todo en suspenso.
Si la crisis de los rohinyás minó el prestigio de Aung San Suu Kye en occidente, sin embargo, fue utilizada en el interior del país para fortalecer su posición como defensora de la identidad birmana (aunque basada exclusivamente en la mayoría bamar) y de la unidad nacional, al tiempo que se aproximaba a China para atraer inversiones y cobertura diplomática: el ejército celebró su cerrada defensa de la persecución a los rohinyás, pero sigue desconfiando de China, a quien achaca su apoyo histórico a la guerrilla del Partido Comunista y su supuesta complicidad con otros grupos guerrilleros en las regiones fronterizas.
El protagonista y principal organizador del golpe de Estado es el general Min Aung Hlaing, un veterano de las criminales operaciones y matanzas que casi exterminaron al Partido Comunista de Birmania. De hecho, los militares birmanos fueron adiestrados por el Pentágono, y Min Aung Hlaing protagonizó las campañas de castigo en la región de Kokang (en el Estado Shan, un territorio más extenso que Grecia, que estuvo controlado durante treinta años, hasta 1989, por el Partido Comunista) que culminaron en 2015 con un éxodo de miles de personas hacia China. Pekín sigue mediando entre el gobierno birmano y el Estado Wa (una región de más de 30.000 kilómetros cuadrados que se declara estado socialista y que, en la práctica, es independiente, aunque siga bajo la soberanía virtual de Birmania; y mantiene un ejército de unos treinta mil soldados y buenas relaciones con China). En el endiablado conflicto interno birmano, los militares no dudaron en permitir a algunos grupos guerrilleros de las minorías traficar con drogas (comercio del que también se benefició el Tatmadaw) a cambio de apoyos ocasionales para luchar contra otros grupos armados y contra el Partido Comunista. Personajes como Pheung Kya-shin, traficante de opio y heroína en Kokang y dirigente de la Alianza Democrática Nacional, además de turbio negociador con el ejército birmano, ilustran esa compleja relación de enfrentamientos y complicidades, que alcanza también a fulleros empresarios thailandeses en negocios de casinos, prostitución y drogas a lo largo de la extensa frontera con Thailandia. Además, el ejército birmano ha estimulado escisiones durante años en las milicias de las minorías creando con ellas las BGF (Border Guard Force) que conservan sus armas y las utilizan para atacar a sus antiguos compañeros a cambio de que el ejército les permita todo tipo de negocios sucios, contrabando de vehículos y combustibles, casinos, tráfico de drogas y extorsiones. Pocos días antes del golpe de Estado de 2021, estallaron disputas entre el BGF y el ejército en el Estado de Kayin.
El destino de Birmania interesa a China, Estados Unidos, India y Japón. India, tercera potencia en escena, tiene un complicado expediente: teme que aumente la actividad de los grupos armados birmanos en su frontera y le inquieta que un mayor acercamiento suyo al Tatmadaw empuje al movimiento democrático hacia China: Delhi y Tokio temen que la resolución de la crisis aumente la influencia china. Además, Pekín y Delhi están interesadas en los yacimientos de gas birmanos. Por su parte, Estados Unidos y la India quieren atraerse a Birmania para limitar la influencia china en toda la región. Delhi, aunque tiene disputas fronterizas con Birmania, ha conseguido establecer sólidos lazos con los militares: es consciente de su recelo hacia China, y el ejército indio se ha convertido en el principal suministrador de armas para el Tatmadaw, y colabora en la lucha contra las guerrillas de las minorías birmanas. Si Aung San Suu Kye se aproximaba a China, Delhi acaricia la idea de desplazar a Pekín en influencia en el país, y cuenta con cartas considerables para ello: toda la frontera occidental birmana, excepto la pequeña franja bangladesí al sur de Chittagong, se encuentra junto a la India, que dispone de un creciente poder económico.
Estados Unidos diseñó una nueva política hacia Birmania con la visita de Obama en 2012, que fue otra argolla en la cadena que construye el Pentágono en el Índico y el Pacífico, estrategia que continuó con Trump y que, sin duda, proseguirá con Biden. Las bases estadounidenses en Corea del Sur, Japón, Filipinas, Singapur e isla de Guam, cierran el litoral chino, a las que hay que añadir las instalaciones en Thailandia y la importante base de Diego García, que se halla a dos mil kilómetros al sur de la India, además del esquema QUAD impulsado por el Pentágono. La tramoya que se oculta tras el interés norteamericano por Birmania es la activación de la crisis en el Mar de la China meridional, escenario que se ha ido convirtiendo en una de las zonas más tensas del planeta, de la mano de la venta de armas a Taiwán, de los patrullajes aéreos y marítimos de Estados Unidos y de la creciente presión diplomática a los miembros de la ASEAN, con el triple objetivo de dificultar los flujos económicos chinos, mantener el acoso militar en sus costas obligando a Pekín a desatender otros escenarios, y sabotear la relación de Pekín con los países de la región. Ese plan tiene otro recurso en el Pacífico, no por secundario ahora menos importante: Washington seguirá manteniendo la crisis abierta en la península de Corea, que cierra los mares chinos, implicando a Japón y Corea del Sur. Así, Estados Unidos pretende subordinar a Birmania a su sistema de alianzas antichino, forzando para ello a Aung San Suu Kye o a los militares, o bien, si no consigue ese objetivo, buscando la desestabilización del país porque crearía grandes dificultades en el ramal birmano de la nueva ruta de la seda, que tiene en el puerto de Kyaukpyu una vía de entrada de hidrocarburos para China y de comunicación con la ruta comercial del océano Índico. Para complicar el laberinto, el Ejército de Salvación Rohinyá de Arakán, ESRA, un movimiento nacionalista e islamista armado, con vínculos con Arabia saudita y Pakistán y que han sido entrenados por los talibán, se ha convertido en un recurso de los servicios secretos norteamericanos para sabotear los proyectos chinos en Birmania. Obviamente, Estados Unidos prefiere un gobierno cliente en Naypidaw, pero una Birmania adentrándose en el caos no dejaría de ser una victoria parcial de la estrategia norteamericana en el sudeste asiático.
Tras la independencia de Gran Bretaña en 1948 y el triunfo de la revolución comunista en China en 1949, Birmania mantuvo buenas relaciones con Pekín, que se truncaron con el golpe de Estado del general Ne Win en 1962. Los enfrentamientos con las minorías nacionales, que son más de un centenar, se originaron en los años de la independencia, y no se han detenido desde entonces. China apoyó al Partido Comunista birmano, aunque su nueva política desde la reforma económica iniciada en 1978 dio prioridad a la no injerencia y a la cautela en las relaciones internacionales, considerando de importancia estratégica su relación con Birmania. Pese a ello, el ejército birmano siguió desconfiando de China, temiendo su dependencia del gigantesco vecino, y canceló proyectos como la presa en el río Irawadi y el ferrocarril que debía unir la china Kunming con la birmana Kyaukpyu, en el golfo de Bengala. El gobierno de Aung San Suu Kye mantuvo mejores relaciones con Pekín y suscribió la incorporación a la nueva ruta de la seda, además de ampliar el puerto de Kyaukpyu y comprometerse a estudiar de nuevo la línea férrea que lo uniría a China. De hecho, tanto los militares como la LND apoyan proyectos con China que contribuirán al desarrollo del país, entre ellos el ambicioso New Yangon City, impulsado por Pekín a través de la empresa pública China Communications Construction Company, CCCC, que tiene prevista la construcción de polígonos industriales, viviendas e infraestructuras en más de ocho mil hectáreas de la antigua capital y ciudad más importante del país.
China quiere estabilidad en toda la región, y que Birmania aumente su participación en la nueva ruta de la seda con el desarrollo del Corredor Económico China-Myanmar, CMEC; y también para evitar un hipotético colapso del estrecho de Malaca, por donde pasa la mayor parte de sus suministros de hidrocarburos, aunque utiliza los oleoductos y gasoductos que atraviesan el país desde el puerto deKyaukpyupara llegar a Kunming, una ciudad de siete millones de habitantes del sur de China. Además, ese puerto le permite una salida abierta al golfo de Bengala. Al otro lado de la India, Pekín utiliza el puerto paquistaní de Gwadar del Corredor Económico China-Pakistán (CPEC) para unir Xinjiang con el Mar Arábigo.
En un complejo juego de influencias e iniciativas, los militares birmanos pretenden que su país desempeñe un papel equidistante entre Estados Unidos y China, conscientes de que son las dos principales potencias del planeta, e incluso coquetean con conseguir beneficios de su enfrentamiento. A Estados Unidos no le molesta esa eventualidad, porque en la práctica es la ratificación de su nuevo protagonismo en Birmania, aunque no puede competir con las inversiones chinas. De la importancia que Estados Unidos da a sus relaciones con Birmania da idea el hecho de que designase como nuevo embajador en el país a Scot Marciel, jefe de la sección de Asia oriental y el Pacífico en el Departamento de Estado, y que ha trabajado en Indonesia, Hong Kong, Filipinas y Vietnam.
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El futuro se presenta inquietante y difícil: las precarias condiciones de vida de la clase obrera birmana exigen nuevos puestos de trabajo, con salarios dignos, nuevas viviendas, una sanidad universal, la resolución de los problemas de las minorías nacionales, la firma de la paz con las guerrillas, pero ni los militares ni la LND son la palanca del cambio social, y la promesa hecha por los golpistas de convocar nuevas elecciones dentro de un año apenas aplaza la crisis política. Además, el Tatmadaw ha captado a dirigentes opositores, integrándolos en el gobierno golpista: es una forma de introducir la división entre quienes se oponen al general Min Aung Hlaing: es el caso de Thet Thet Khine, anterior diputada de la LND, que se ha convertido en ministra de Bienestar social y encargada de la cuestión rohinyá, y de Padoh Mahn Nyein Maung, ex preso político y antiguo dirigente de la Unión Nacional Karen (conocido como el Papillon de Birmania porque consiguió fugarse del penal de las islas Coco), nuevo ministro. También se han incorporado al gobierno militar U Thein Nyunt, presidente del Partido de la Nueva Democracia Nacional; y U Khin Maung Swe, dirigente de la Fuerza Nacional Democrática. La defección alcanza también a U Ko Ko Gyi, uno de los dirigentes de las masivas protestas de 1988, que pasó después casi veinte años en las mazmorras de la dictadura y se convirtió en uno de los principales dirigentes de la LND, hasta que creó el Partido Popular en vísperas de las elecciones de noviembre de 2021 para intentar recoger el voto de protesta que no se identifica con la Liga, afirmando que con el gobierno de la señora ha habido más represión y más presos políticos que bajo el régimen del general U Thein Sein, y que la LND utiliza los resortes del poder en su beneficio.
El ejército birmano es el mismo de 1988, aunque el mundo haya cambiado tanto. Entonces, la Junta Militar aplastó el levantamiento 8888 (iniciado el 8 de agosto de 1988, del que acusaron al Partido Comunista) causando miles de muertos: como si fuera una siniestra broma de la historia, en la misma calle Barr de Rangún donde se había fundado el Partido Comunista Birmano en agosto de 1939, los militares causaron una escalofriante matanza de manifestantes en agosto de 1988. El Partido Comunista es ilegal desde 1953, y padeció una feroz persecución, como la que se produjo en Arakán en 1978, cuando el ejército forzó a los comunistas a retirarse hacia Bangla Desh. Ahora, el clandestino e ilegal Partido Comunista de Birmania rechaza la constitución impuesta de 2008 y desconfía de la LND, que la defendió, y considera limitada su reacción al golpe militar. Los comunistas llaman a abolir esa constitución, a derrocar la Junta militar, defender los derechos de todas las minorías, y a luchar contra la corrupción, que no se ha detenido durante los años de gobierno de la LND. Pero la influencia de la izquierda, tras décadas de represión y de condena a la clandestinidad, es limitada.
Las consecuencias de la debilidad de la izquierda se han visto también en Thailandia, donde desde 1932 ha habido más de treinta golpes de estado, y ese país podría ser un espejo donde se miren los militares del Tatmadaw. El general thailandés del golpe de Estado de 2014, Prayuth Chan-o-cha,convocó en 2019 unas elecciones sin presencia de la izquierda y consiguió que su partido fuera el más votado: así, continúa como primer ministro con el siniestro monarca Maha Vajiralongkorn, mientras la oposición se articula alrededor del centrista Puea Thai (heredero de los camisas rojas) y de Futuro adelante, nuevo partido fundado por un rico empresario, sin que las protestas contra la monarquía consigan abrir un nuevo escenario político.
Los manifestantes birmanos protestan por el golpe, los trabajadores han impulsado una masiva huelga general, pero no todos respaldan a Aung San Suu Kye, y aunque la LND quiere protagonizar el descontento y su presencia en las calles es predominante, el movimiento democrático carece de dirección, más allá de la demanda de libertad y del retorno del gobierno de Aung San Suu Kye. La evolución de la crisis birmana es imprevisible, pero solo una sostenida movilización popular con huelgas que paralicen el país hará retroceder a los militares. Si las protestas y las huelgas continúan bajo el paraguas de la LND, que carece de un plan concreto para derrotar a la Junta militar, el futuro seguirá siendo sombrío porque sus objetivos apenas pasan por recuperar el gobierno aceptando una democracia vigilada, débil, demediada, que asegure una economía capitalista, y la debilidad de la izquierda, consecuencia de décadas de represión y muerte, no permite esperar a corto plazo un cambio social. El 28 de febrero, los militares asesinaron a dieciocho personas en las calles birmanas; tres días después otras cuarenta personas murieron a balazos, y la Junta, que no tiene intención de ceder, respondió con el toque de queda a la huelga general de diez días convocada a partir del 8 de marzo. Los tanques patrullan Rangún.