El terrible tsunami que golpeó los países ribereños del océano Índico enlutó todo el planeta en los últimos días del año 2004. La cifra de víctimas se iba engrosando cada día e indudablemente se ha sobrepasado la cifra de 150.000 víctimas directas de esta catástrofe. Supera -en términos de número de muertos- a los efectos […]
El terrible tsunami que golpeó los países ribereños del océano Índico enlutó todo el planeta en los últimos días del año 2004. La cifra de víctimas se iba engrosando cada día e indudablemente se ha sobrepasado la cifra de 150.000 víctimas directas de esta catástrofe. Supera -en términos de número de muertos- a los efectos de la guerra de Iraq en el 2003, más de 45 veces los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York el 11-S en el 2001 o 30 veces la cifra de víctimas debidas al conflicto palestino-israelí desde el verano del año 2000. Se comprende que la conmoción haya sido inmensa, en sintonía con la magnitud de las pérdidas humanas. Se trata de una auténtica catástrofe humanitaria mundial. Ha afectado el territorio de más de una decena de estados. Las víctimas, por efecto de la globalización del turismo, son ciudadanos de 70 países distintos. Confiemos en que la ayuda internacional no defraude la magnitud e intensidad de las emociones suscitadas por el acontecimiento… Téngase en cuenta que la ayuda internacional a los países del Sur es cada vez más reducida. Es de lamentar, desde hace un cierto tiempo, que los proyectos a largo plazo -de desarrollo sostenible-, eficaces pero escasamente espectaculares, se hayan abandonado en beneficio de la ayuda urgente, de difusión televisiva más fácil y expeditiva. Si en parecidas circunstancias incluso la ayuda urgente fuera insuficiente, habría que plantear preguntas de gran calado sobre el concepto de comunidad internacional… Es menester no limitarse únicamente a evitar el brote de epidemias, sino acudir rápidamente en auxilio de los países víctimas del maremoto para reconstruir sus infraestructuras de modo que los supervivientes no se vean atrapados en una espiral de miseria.
Es menester no darse por satisfecho con el anuncio del envío de ayuda. Tras el temblor de tierra que destruyó la población iraní de Bam a finales del 2003, se anunció el envío de ayuda internacional por un monto de mil millones de dólares. ¡En realidad, Irán sólo ha recibido 17 millones de dólares!
Parece, por desgracia, más fácil desbloquear la ayuda de los países ricos cuando media un interés estratégico. ¿Cómo se explica que la ayuda prometida por EE.UU. los primeros días tras la catástrofe se situara en 40 millones de dólares, en comparación con los 80.000 millones de dólares solicitados en concepto de alargamiento presupuestario para sufragar la invasión de Iraq? La segunda reflexión se refiere a la protección del medio ambiente. Desde luego no puede afirmarse que el tsunami que ha devastado los países ribereños del océano Índico constituya un efecto accesorio o concomitante de la degradación del medio ambiente; sin embargo, ¿cómo cabe eludir reflexionar seriamente en esta ocasión sobre los desafíos que plantea la salvaguarda medioambiental del planeta? La globalización remite también a la realidad de una catástrofe ecológica cuyos efectos se hacen sentir en todo el planeta.
Recuérdese, por cierto, la celebración de la conferencia de las Naciones Unidas sobre el clima de los días 6 a 17 de diciembre pasado, que lamentablemente no arrojó progresos palpables.
El protocolo de Kioto que establece como objetivo en una primera fase la limitación y, posteriormente, la reducción de las emisiones de gases efecto invernadero entrará en vigor en febrero de este año gracias a su ratificación por parte de Rusia. Sin embargo, EE.UU. sigue negándose a adherirse al tratado, de modo que, aunque entre en vigor, su eficacia se verá limitada. Las consecuencias de las emisiones de gases de efecto invernadero son múltiples y pueden repercutir en la elevación del nivel del mar, el desplazamiento de áreas climáticas, la extinción de ciertas especies, la escasez de recursos hídricos, etcétera, etcétera.
En el año 2003, un informe del Pentágono llegaba a afirmar que el calentamiento climático podría constituir uno de los grandes desafíos a la seguridad nacional de EE.UU.; grito de alarma, por cierto, ante el que la Casa Blanca ha hecho oídos sordos. El desafío planteado actualmente a la comunidad internacional no estriba en volver al crecimiento cero (difícilmente justificable a la vista de la indigencia de una gran parte del planeta), sino en garantizar un desarrollo respetuoso con el medio ambiente. El desarrollo no debe privar al planeta de sus recursos ni destruir el ecosistema, lo que echaría por tierra las propias condiciones que posibilitan el desarrollo. No obstante, la lucha por la protección del medio ambiente conlleva una dimensión Norte-Sur de la que es menester ser plenamente consciente.
El desarrollo de los países del Sur constituye una verdadera necesidad. Ahora bien, si adoptan los mismos métodos de consumo que los países del Norte, harían falta 4 o 5 planetas como el nuestro para satisfacer las necesidades de la población mundial. Sin embargo, ¿en nombre de qué puede rehusarse al Sur lo que se permite al Norte? Éste no debe contentarse con predicar a los demás lo que él mismo se abstiene de hacer. Ha de dar ejemplo.
Resulta una realidad plausible que el calentamiento terrestre y los atentados a la capa de ozono no se limitarán a efectos y consecuencias de ámbito local, sino que se harán notar a escala mundial. De poco sirve que los países europeos reduzcan sus emisiones de gases clorofluoruros (CFC) si los bosques tropicales latinoamericanos o asiáticos no se protegen o si el desierto sigue ganando terreno en África. Es evidente que una posible solución a este problema vital de la humanidad sólo puede aplicarse a escala mundial. La globalización no sólo concierne a los flujos económicos, sino también a la salvaguarda del planeta.
P. BONIFACE, director del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas de París
Traducción: José María Puig de la Bellacasa