No hay dudas que muchas veces la televisión es excesivamente violenta, hasta orillar con la apología. Sin embargo, la realidad es mil veces peor y esto parece no tener visos de parar. Y lo más grave es que se la naturaliza. Un país tira bombas a otro sin declararle la guerra. O propicia un golpe […]
No hay dudas que muchas veces la televisión es excesivamente violenta, hasta orillar con la apología. Sin embargo, la realidad es mil veces peor y esto parece no tener visos de parar. Y lo más grave es que se la naturaliza. Un país tira bombas a otro sin declararle la guerra. O propicia un golpe de estado. O se mandan a matar a minorías d e cualquier tipo. La impunidad es total. ¿No influye eso con el quiebre de valores, con el que se ataque y mate a ancianas, o que se arruinen vidas por robar un celular o unos ahorros?
En ese proceso de naturalizar lo injustificable e intolerable, aparece la necesidad de nominar, de dar o cambiar el nombre a las cosas o quitarle al nombre su contenido o parte de él. Un chico de 14 años asesinado por robar un autoestereo es un «delincuente abatido». Un espionaje ilegal usando los aparatos del Estado para provecho propio es «pinchadura telefónica» o «travesura».
Así ocurre también con la palabra genocidio o con «crímenes de lesa humanidad». Quien domina, denomina. Quien denomina, domina. No es un juego de palabras. Tampoco es un problema de palabras.
La historia de la humanidad conoce de hechos genocidas desde hace miles de años, pero recién en 1944 se inventó la palabra genocidio. Un judío p olaco, Lemkin, uniendo del griego genos, familia, con cidio, del latín cídere, caedere, matar, lo hizo para denunciar lo que estaba pasando con su pueblo, en base a sus estudios sobre lo que hizo el estado Turco contra los armenios en 1915.
Sin embargo, la expresión toma dimensión el 8 de agosto de 1945, con la Carta de Londres, que establece el Estatuto del Tribunal Militar Internacional de Nuremberg, que define y condena los «crímenes contra la humanidad». Es clave ese Estatuto firmado entre EEUU. Reino Unido, Alemania, Francia y la URSS. Quien domina, denomina. Quien denomina, domina. Presten atención a la fecha del documento.
Pocas horas después de presentarlo a la prensa, como bandera de la defensa de la humanidad y de condena a los crímenes cometidos contra ella, EEUU, uno de los firmantes, con la complicidad o silencio de los demás, arrojaba una bomba atómica a Nagasaki. Dos días antes había arrojado otra a Hiroshima…
Los nazis encerraban a grupos de judíos y los asesinaban con gas. El Estado norteamericano transformó en gas a decenas de miles de japoneses… hombres, mujeres, niños, ancianos. No es genocidio….
Un fragmento de ruina de pared muy apartada del centro de la explosión tiene estampado como una pintura el contorno de un ser humano, único rastro de que antes había allí un hombre. En menos de un instante la temperatura se elevó a más de un millón de grados centígrados por lo que en segundos ya no queda nada sólido de ningún material. ¿Qué es la inmensa nube en forma de hongo sino los edificios, cemento, hierros, muebles, animales y personas que estaban en el radio más cercano de la bomba?
Unas 60.000 personas fueron vaporizados en el acto, otras tanto murieron atrozmente y ni hablar de los heridos. Y las que aún hoy, a 65 años, son víctimas de los efectos radioactivos sobre ellas o sus progenitores.
El espanto de Albert Einstein y de miles de personas de todo el mundo es abrumador. Nada lo justificaba. La guerra estaba prácticamente terminada. Italia se había rendido en el 43. Alemania había caído en abril y Hitler estaba muerto. Japón diezmada y sola, lista a rendirse.
Ingenuo Einstein había escrito en 1939 al presidente de EEUU pidiéndole desarrollar un programa para tener antes que los alemanes una bomba basada en la reacción en cadena. Tenerla, no usarla. Pero el espanto es mayor cuando tres días después de aquel terrible asesinato masivo, lanzan otra bomba, sobre otra ciudad, también civil e indefensa, Nagasaki. Claro, la primera era en base a uranio, había que ver cómo andaba la que se basaba en plutonio…
Más de 250.000 asesinados por esas dos bombas, en los momentos que ellos estaban definiendo, condenando, juzgando «los crímenes de lesa humanidad»…
No es de extrañar entonces que no sea genocidio lanzar bombas «comunes» cont ra Afganistán, aún sin haberle declarado la guerra. O sobre Irak, O sobre otros países. O que otros países utilicen el mismo principio y tengan la misma impunidad.
Como lo hizo Francia en Vietnam, y lo siguió haciendo EEUU incluso arrojando las terribles Napalm, y eso que nunca le declarar on la gu erra a ese país. Y sólo aparece años después algún «crimen de guerra» cuando tomó estado público mundial algún acto de inusitado salvajismo y había algún perejil para condenar. Parece que las armas químicas y la napalm que utilizaron en Vietnam no eran de inusitado salvajismo…
Y volvemos siempre al mismo punto de partida: agosto de 1945, en aquellos días en que al mismo tiempo que definían el genocidio, cometían dos de los peo res genocidios d e la historia de la humanidad.
Un genocidio instantáneo, pues la mayoría ni siquiera tuvo que ser engañada diciéndoles que se iban a bañar. Pero pensado con meticulosidad y por mucho tiempo. No eligieron un objetivo militar o el palacio del emperador. Además entre bueyes no hay cornadas.
«Dios mío, ¿Qué hemos hecho?» dijo el comandante del bombardero mientras se alejaba a toda velocidad del gigantesco hongo.
Einstein se arrepiente de aquella carta y a partir de entonces manifiesta que la única arma capaz de contrarrestar la bomba atómica es el arma de la paz.
El conflicto entre cualquier país de los nuestros, es decir, de los que no son hegemónicos, nos preocupa y mucho. Ayer Colombia y Ecuador. Hoy Colombia y Venezuela. Y asusta no por el mero conflicto en sí, sino por lo que está atrás, por lo que es posible. Era aterrador ver aquellas imágenes de Afganistán en nuestros televisores, de noche, en vivo y en directo, como relámpagos, pero todos sabíamos que eran bombas que estaban estallando, y abajo gente muriendo, sobreviviendo, aterrada, herida, mutilada o al lado de seres humanos y mascotas muertos, sufriendo tal vez más por lo que venían y oían, que por lo que les podría ocurrir.
Einstein murió sintiendo una gran responsabilidad y en cierta manera una culpa que no logró acallar con su lucha en favor de la paz. Y hoy lo vemos. No alcanza con luchar sólo por la paz. Mientras exista impunidad, mientras no se incluyan en la denominación «crímenes de lesa humanidad» a los crímenes de Hiroshima y Nagasaki, ni se siente n en el banquillo de los acu sados los Estados responsables, estamos expuesto a que cualquier Estado con poder o apoyo del poder mundial, en cualquier momento, y en cualquier lugar, bombardeen y maten con total impunidad. Las Primera y Segunda Guerra mundial empezaron por menos que lo que se está diciendo en estos días respecto a Irán o Corea del Norte.
Sus guerras de rapiña y sus acciones para apoderarse de recursos estratégicos tendrán otra denominación: lucha contra el terrorismo, lucha por la libertad, la democracia y la paz. Y seguirán con su accionar verdaderamente terrorista, totalitario y asesino con total impunidad no sólo por su poder económico y militar, sino porque aún la masa de la población del mundo, sus organizaciones y dirigentes, consideran natural que se hayan tirado esas bombas y nadie reclama contra la impunidad. Y si aquello no merece condena y ellos pueden hacer lo que quieran, qué nos podremos quejar de unas bombitas tradicionales aquí y allá, un golpe de estado aquí o allá. Es lo natural, ¿no?
Los crímenes de lesa humanidad son imprescriptibles. Hiroshima y Nagasaki son la puerta abierta para que ejerzan y promuevan tanta violencia aterradora y el quiebre de valores consecuente. Lograr el fin de esa impunidad no es simplemente por el castigo. Es cuestionar su derecho a denominar y empezar a limitarlos, quienes quiera que sean que se amparen en ello. Hiroshima y Nagasaki pue den ser el punto de partida para parar tanto desprecio por la vida humana y la soberanía de los pueblos. Y para empezar a construir otra escala de valores y a ser coherentes con ella.
Fernando J. Pisani
Rosario – Argentina
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