Si un papa anciano y enfermo -el anterior- aguanta hasta el final en medio de una dura agonía, se le trata de mártir heroico. Si otro papa anciano y enfermo -el actual- renuncia invocando falta de fortaleza física, se le llama valiente y honrado. ¿Qué tiene esa institución para salir siempre bien parada? ¿Por qué […]
Si un papa anciano y enfermo -el anterior- aguanta hasta el final en medio de una dura agonía, se le trata de mártir heroico. Si otro papa anciano y enfermo -el actual- renuncia invocando falta de fortaleza física, se le llama valiente y honrado. ¿Qué tiene esa institución para salir siempre bien parada? ¿Por qué abandona Benito 16? ¿Y qué nos espera a partir de ahora?
«Porque vino Juan que no comía ni bebía, y dicen: «Tiene un demonio.» Vino el Hijo del Hombre, que come y bebe, y dicen: «Mirad, un hombre glotón y bebedor de vino, amigo de recaudadores de impuestos y de pecadores.» Pero la sabiduría se justifica por sus hechos» (Mateo Leví).
¿Que un papa renuncia al puesto? Qué raro… No se ajusta a la tradición histórica. Los precedentes apenas existen y en su mayoría se asemejan bastante a destituciones de facto. Solo Celestino V, el ermitaño que accedió al solio por llenar un vacío que ya duraba dos años, renunció al parecer libremente a los cinco meses de ocupar el cargo (ver p. ej. el Diccionario de los papas de César Vidal). No se trataba, por supuesto, de alguien previamente poderoso ni con influencia en la Curia.
El máximo jerarca vaticano alcanza ese grado tras la invocación cardenalicia al Espíritu Santo. A partir de ahí, su potestad es internamente reconocida como suprema. Pero la influencia y el poder externos también son conocidos, aunque no siempre bien valorados. Un bocado demasiado apetitoso para que almas ambiciosas renuncien a él.
Una renuncia preparada con tiempo
Nuestro mayor respeto hacia Joseph Ratzinger en cuanto persona. Hermano nuestro, a fin de cuentas, por nuestra común condición humana. Aquejado, sin duda, por problemas de salud en buena parte asociados a su ancianidad. Los cuales harían más fácil entender que cualquiera dejase un cargo como el suyo… Salvo si recordamos que el suyo es el de papa. Y que los papas suelen morir con la tiara puesta.
Parece que llevaba tiempo preparando el terreno. En un libro suyo de 2010 advertía que «si el Papa se da cuenta claramente de que ya no es física, psicológica y espiritualmente capaz de manejar los deberes de su cargo, entonces tiene el derecho, y bajo ciertas circunstancias la obligación, de renunciar». Palabras similares a las que usó para expresar su renuncia hace una semana, cuando aludió a su «incapacidad para cumplir adecuadamente el ministerio» debido al deterioro de su «fortaleza», en particular «la del cuerpo».
Hay, sin embargo, otro hecho que llama la atención. Hace ahora treinta años que fue reformado el Código de Derecho Canónico (promulgado el 25 de enero de 1983). Reinaba entonces Juan Pablo II. Para entonces Ratzinger llevaba más de un año como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (la moderna «Santa Inquisición»). Mencionamos esto porque el nuevo Código, por primera vez, recoge la posibilidad de que un papa abandone el puesto: «Si el Romano Pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente, pero no que sea aceptada por nadie.» No sería el entonces papa, Wojtyla, quien pusiese en práctica esa opción (sabemos que la suya fue la opuesta). En aquel tiempo, no habría muchos que sospecharan que lo haría su sucesor, segundo de Juan Pablo II durante buena parte del reinado de este.
Especulaciones engañosas sobre los motivos del abandono
Los anteriores son datos interesantes. Por otra parte, pese a las especulaciones de los últimos días (o a otras que se remontan más atrás), no parece que estemos ante un papa políticamente débil, ni en el ámbito interno ni en el externo al Vaticano. Se habla mucho de los obstáculos que habría venido encontrando B16 en su supuesta lucha por la transparencia en los asuntos económicos vaticanos (ver p. ej.). Como «un pastor rodeado de lobos feroces», lo describe algún medio. El periodista Eric Frattini publicó el año pasado un libro, Los cuervos del Vaticano, que ofrecía la típica imagen de un papa rehén de las luchas intestinas de la Curia. Además se recuerda, una y otra vez, que B16 se habría empeñado en resolver al fin los escándalos de pederastia en el seno de la ICR. Con tal misión, llegó a afirmar que «las víctimas son nuestra prioridad». Afrontar ese problema le habría ocasionado cuando menos un importante desgaste personal.
Se nos pinta así a un Ratzinger que encarnaría a una especie de solitario luchador ante el peligro; incluso a un «Robin Hood de los papas», defensor de la justicia y de los oprimidos. «Ha sido un Papa revolucionario y limpiador», afirma Frattini a raíz de la renuncia papal. No parece un aserto muy serio, viniendo de alguien que parece haber estudiado de cerca el presente y el pasado del Vaticano (véase su interesante libro La Santa Alianza, cinco siglos de espionaje vaticano). La imagen cuadra poco con la trayectoria conocida del personaje. Da a entender que, en sus siete años de reinado, B16 ha procurado arreglar cosas que otros antes no enfrentaron. El problema es que Ratzinger era uno de esos otros.
Recordemos que el todavía papa es desde hace no pocas décadas un hombre destacado de la ICR. Ya tuvo un papel activo en el Concilio Vaticano II (años sesenta). En 1977 fue nombrado cardenal por Pablo VI. En 1981, como hemos indicado, Juan Pablo II le designó «Gran Inquisidor» (cargo que ocuparía hasta 2005, cuando ascendió a «Romano Pontífice»). Luego le encargó la elaboración del Nuevo Catecismo, misión que cumplió entre 1986 y 1992. Suya es también la extensa declaración Dominus Iesus (2000), en la que con lenguaje estudiadamente «ecuménico» (?) se reafirma la tradicional doctrina romanista de que la ICR es la «única Iglesia de Cristo» en sentido estricto y se condena el relativismo tal como lo entiende esa entidad político-religiosa.
No hablamos de tareas triviales. Durante casi 24 años, Ratzinger fue percibido como el número dos del Vaticano. No es inusual que se afirme que él y Wojtyla eran «almas gemelas» (ver 1 y 2), e incluso ver al primero como «cerebro» del reinado del segundo (1, 2 y 3). Alguien así es difícilmente asimilable a esta afirmación que encontramos en una sinopsis del citado libro de Frattini: «No sabía entonces [al ser elegido papa] que, al igual que sus predecesores, iba a encontrarse con un hueso duro de roer: el IOR (Instituto para las Obras de Religión) o Banco Vaticano.» Se trataba más bien de un estrecho conocedor de los entresijos de la Curia Romana, en la que su Congregación para la Doctrina de la Fe ocupa un lugar prominente. Era un personaje que controlaba el aparato. Eso incluye, sin duda (es inconcebible lo contrario), estar al tanto de las enormes irregularidades asociadas a las finanzas vaticanas. Recordemos que además estas vienen de lejos y que, como documentó David Yallop en su libro En el nombre de Dios, le costaron la vida a Juan Pablo I, tras lo cual nunca se ha procedido a una limpieza a fondo dentro del Vaticano. Todo lo cual es imposible que no lo tuviera en cuenta B16 desde el comienzo de su reinado (desde mucho antes, en realidad).
Pero es que además quienes presentan a Ratzinger como ese «Robin Hood» no aducen nada concreto que haya hecho y que sea realmente revolucionario. Todo lo más, mencionan cuestiones menores como algún cambio de nombres al frente de la Banca Vaticana (¿poner a un directivo opusdeísta procedente del Banco Santander al frente del IOR, como hizo B16 en 2009, puede tranquilizar a quien espera que se acabe con el blanqueo de dinero?). Nada rompedor de verdad, como hubiera sido sacar todos los trapos sucios e investigar hasta el final todos los chanchullos ya denunciados de antiguo por Yallop y muchos otros. No ha habido nada ni remotamente comparable a eso. Más que de valentía, como han hablado tantos, ¿no se podría hablar como mínimo de cobardía? Máxime si al renunciar ni siquiera es capaz de proclamar que lo hace porque no le dejan otra opción.
Daniel Estulin, todo un «crítico» del Sistema (incluso del Vaticano), tampoco se ha quedado atrás a la hora de encomiar el gesto de renuncia papal. Atribuye esta a una «lucha a muerte entre la masonería y la fe católica» y añade que el Vaticano es «uno de los principales enemigos de algunas de las sociedades secretas más poderosas del mundo». Abona así la vieja idea victimista de que los masones odian a muerte a la ICR, tesis cultivada a menudo por los propios portavoces de esta (ver aquí un análisis basado en ejemplos aún recientes). Por supuesto, Estulin no ofrece la más mínima prueba de sus afirmaciones.
Al margen de ello, es conocido que la masonería vaticana constituye una de las corrientes de la Curia desde hace muchos años (otra, poderosa sobre todo desde Juan Pablo II, es el Opus Dei). El hecho está bien documentado en los libros de los «Discípulos de la Verdad» (etiqueta usada por autores que sin duda conocen esos ambientes por dentro) Mentiras y crímenes en el Vaticano y A la sombra del papa enfermo. Pero no sería tanto una corriente infiltrada como una tendencia perfectamente asimilada (o sea, que sus miembros serían tan vaticanos con todas las de la ley como los ajenos a la misma) y tenida en cuenta a la hora de llegar a consensos decisorios y electivos. De hecho, hay en tiempos cercanos antecedentes de dirigentes masones de la Curia vinculados al papa. Tal fue seguramente el caso del arzobispo y delincuente Marcinkus (ver 1, 2 y 3), por quien veló nada menos que el propio Wojtyla, el mismo que había nombrado al Opus «prelatura personal» suya.
No más creíble es la leyenda de B16 como «limpiador» de los escándalos de pederastia. Está sobradamente probado, pese a los esfuerzos censores de la ICR (reflejados p. ej. en la Wikipedia), que el propio Ratzinger, junto con JPII, se dedicó a encubrir tales casos, cumpliendo así el derecho canónico de la ICR. Especial interés tiene el artículo del filósofo y periodista italiano Paolo Flores d’Arcais, publicado hace escasos años, en el que resumía la responsabilidad de Wojtyla y Ratzinger en dicho encubrimiento, y además lo hacía citando (involuntarios) reconocimientos vaticanos (ver también). Una responsabilidad que habría necesitado que Obama, el emperador, garantizase la inmunidad de B16 para que este no fuese llamado a declarar, al menos como testigo, por un tribunal estadounidense.
Primeras conclusiones
Con semejante currículum, B16 solo habría sido realmente «revolucionario y limpiador», como lo pinta Frattini, si hubiera empezado por confesar sus propias culpas. Pero no lo hizo -¡aunque todavía está a tiempo!-, y tal omisión constituye la auténtica medida de su sinceridad en este asunto, así como una señal de hasta dónde está dispuesto a llegar el Vaticano en las reparaciones correspondientes (lo que no obsta para que se hayan pagado cuantiosas indemnizaciones, forzadas por la enorme magnitud adquirida por los escándalos). ¿De veras se ha priorizado a las víctimas?
Nuestras reflexiones previas delatan la superficialidad de muchos «análisis periodísticos» a la hora de enjuiciar a B16 en el ocaso de su reinado, así como al indagar en las claves de su renuncia al puesto. Esos textos parecen motivados más por una reverencia mal entendida que por el respeto a la verdad y la justicia. Aún hemos de ver, sin embargo, cuál puede ser la verdadera razón de la renuncia de Ratzinger. Lo haremos, Dios mediante, en la segunda y última parte de este artículo (donde habrá que hablar de la importancia de B16 en la política internacional de nuestros días; un factor sorprendentemente relegado -en el mejor de los casos- por los «análisis» susodichos).
Blog del autor: http://lacomunidad.elpais.com/periferia06
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