Las consecuencias de la II Guerra Mundial –de cuyo final se conmemora este año el 75 aniversario- afectaron con especial dureza los territorios de Europa central y oriental. Además de los enormes daños desencadenados por la dictadura nazi, se produjo la destrucción de un importante y complejo conjunto humano, social y cultural, que desempeñó un papel de primer orden en la historia europea. Esta experiencia afectó, entre otras tantas zonas, a Königsberg, la ciudad del filósofo prusiano Immanuel Kant, en la que nació, estudió, enseñó y en la que también falleció (sin que, posiblemente, nunca la abandonara por un periodo prolongado). Tras la II Guerra Mundial la ciudad, junto con la parte septentrional de su provincia, fue anexionada a Rusia y bautizada como Kaliningrado, en honor de Mijaíl Kalinin, presidente del Soviet Supremo de la URSS en la época de Stalin.
Königsberg, capital de la provincia de Prusia Oriental, ciudad comercial y universitaria, con una tradición liberal, fue muy duramente afectada por los bombardeos de la aviación británica, en el verano de 1944. Los meses posteriores de asedio y la toma de la ciudad por parte del Ejército Rojo de la URSS, en la primavera de 1945, fueron vividos por el médico, perteneciente a una familia noble, Hans von Lehndorff, quien, dos décadas después, reelaboró y publicó las “anotaciones” que tomó entonces. Las hizo públicas, según escribió, “para ayudar a entender un trozo del pasado y ponerlo al servicio de la vida, que cada día nos coloca ante sus retos”.
El conde Hans von Lehndorff formaba parte de una muy destacada familia de la nobleza terrateniente prusiana, estrechamente vinculada a la agricultura y la cría de caballos, la judicatura, la política y el ejército. Su mayorazgo de Steinort, en una pintoresca zona de bosques y lagos, fue propiedad de la familia desde fines del siglo XV hasta 1945. En su amplio círculo familiar se reflejaban valores conservadores, identificables con el criterio de “noblesse oblige” y el cristianismo protestante. Hans Graf von Lehndorff fue primo de la periodista y política Marion Gräfin Dönhoff (1909-2002), que ejerció una gran influencia en la sociedad alemana de la segunda mitad del siglo XX.
Al igual que otras familias Junker, como los Tresckow o los Dohna, estos personajes vivieron unas complejas y contradictorias relaciones con el nazismo, inicialmente de consentimiento, para pasar a un distanciamiento creciente, que a veces acabó en la confrontación directa. De este contexto surgió el atentado a Hitler del 20 de julio de 1944, en su Cuartel General de Rastenburg, muy cerca de Steinort (cuyo palacio había sido requisado para alojar al ministro de Exteriores, Joachim von Ribbentrop). El dueño de Steinort, Heinrich von Lehndorff, oficial de la Wehrmacht en Rusia y primo del autor de estas notas, se implicó en el complot contra Hitler, por lo que sería ejecutado en Berlin. La madre del autor fue encarcelada durante un tiempo por la Gestapo y murió, junto con su hijo mayor, cuando ambos marchaban hacia el oeste, huyendo de la ciudad asediada de Königsberg.
Después de la toma y destrucción de la ciudad, Hans von Lehndorff fue llevado a un campo de concentración soviético, del que pudo huir. Vivió oculto en el territorio devastado entre Königsberg y Danzig, hasta que logró escapar al oeste. Volvió a trabajar en Alemania Federal como médico y escritor (compuso un conocido canto litúrgico “Gott komm in unsre stolze Welt” / Señor, ven a este mundo tan orgulloso), al tiempo que se implicaba en proyectos de reconciliación entre los pueblos. Falleció en Bad Godesberg (Renania del Norte), en 1987. En el palacio restaurado de Steinort / Sztynort (Polonia) tiene hoy su sede una fundación, en la que participa la familia, para intensificar las relaciones y el entendimiento entre Alemania y Polonia.
Königsberg bajo los rusos. Del 9 al 24 de abril de 1945
Una vez estaba yo viendo a un gato que jugaba con un ratón. El ratón estaba aún muy vivo y parecía hacerle gracia al gato. Una y otra vez trataba de escaparse y más de una vez creí que se había librado. Pero cuando miré más de cerca al gato que, de forma aburrida, seguía concentrado, no tuve más remedio que comprobar que el animalito seguía estando entre sus dientes. Muchas horas después aún había vida en el ratón. El animal, completamente hecho trizas, ya no tenía ganas de salir corriendo, sino que se deslizaba sin rumbo hacia un lado u otro, siempre que el gato daba lugar para ello. El gato se imponía el deber de seguir encontrando entretenido aquel juego tan desigual. Esa atención, a la vista de la situación en que se encontraba el ratón, parecía claramente exagerada.
Habría podido dar un salto y matar al ratón, para quedarme en paz. ¿Pero de qué serviría eso, pensé, a los muchos miles de ratones que caen en el mismo trance sin que nadie se ocupe de ellos? ¿No se trata aquí de hacer frente a una cuestión que siempre se repite de forma parecida? ¿Y puedo encontrar el remedio en otro lugar que no sea aquel en el que yo mismo me encuentre en la misma situación que ese ratón?
Königsberg, 9 de abril de 1945
A las cinco de la madrugada me despierto con un revuelo de voces y pasos apresurados ante mi puerta. Despierto a Doktora[1] y le pido que se prepare. “¿Qué pasa?”, pregunta medio dormida. “Supongo que están aquí los rusos. Quiero verlo deprisa”. “¿Los rusos? ¿Ah, vienen ya? Me había olvidado por completo”. “¿Qué hacemos?”, le digo, “Tú no querías otra cosa”. Me hace un gesto de asentimiento. Me pongo la bata blanca y salgo al pasillo.
Czernecki, mi asistente ucraniano, viene a recogerme para recibir a los rusos. Los enfermos, por los que voy pasando, alargan la cabeza: “Ya han pasado dos y nos han quitado los relojes y Wally ya se ha llevado lo suyo”. Wally, la valiente chica rusa, está en el suelo entre los heridos, con el rostro manchado de sangre y sin moverse. Un ruso, al interponerse ella en su camino, la ha cogido por el pelo y le ha hecho que golpee el suelo con el rostro. Tiene rota la mandíbula superior, le han saltado algunos dientes. Está consciente, pero no dice nada.
En el edificio principal hay dos rusos y rebuscan en una maleta. Verlos da algo de sobresalto. Me siento como quien ha ido a cazar osos y ha olvidado su arma. Vamos hacia ellos, con lo que abandonan la maleta y se interesan por nosotros. Con el cañón de la metralleta en el cuerpo, nos dedican un registro a fondo. El intento de mi compañero por hablarles fracasa. Solo responden con cortos gruñidos y siguen sistemáticamente su labor. Entre tanto, llegan más rusos del edificio principal, llevando colgados, como si fueran caballos de un trineo, los objetos más variopintos. También nos registran un momento, mi estilográfica desaparece, dinero y papeles revolotean alrededor de donde estamos. Mis zapatos son demasiado malos para ellos. Luego se precipitan, doblando las piernas, por las ruinas y los hoyos de las bombas hacia los otros bloques de casas, sumergiéndose en sus entradas. Su manera de moverse está organizada, de manera sorprendente, solo para alcanzar objetivos. En caso necesario, se ayudan con las manos y caminan a gatas.
En el edificio principal trabajan intensamente. Como una y otra vez, debo pararme y dejar que me registren, voy avanzando por los pasillos de nuestro sótano como si fuera a través de un matorral. De todas las salas surgen gritos de protesta reprimida. Los heridos son echados rodando de sus camas, les quitan los vendajes, aquí y allá arden grandes cantidades de papeles para mejorar la iluminación. En todas partes se trata desesperadamente de apagar el fuego. Nos quedamos mirando en vano a un oficial, pues si esto sigue así no va a quedar mucho de nosotros.
En el ambulatorio las enfermeras jóvenes se defienden contra algunos especialmente impertinentes. No me atrevo a pensar en todo lo que va a venir cuando empiecen a estar más seguros. Ahora van especialmente deprisa y están obsesionados por acaparar cosas. Lo más impresionante es lo que se ve en el edificio del almacén. Me quedo sin habla al ver allí las grandes cantidades de víveres de las que nos habían privado durante los meses en que la ciudad estaba declarada plaza fuerte. Me entra un ataque de ira por mi credibilidad y por el hambre que hemos pasado nosotros y nuestros enfermos todo este tiempo. Ahora, una multitud salvaje y vociferante se pelea por las mejores conservas. Esas reservas, con las que cientos de personas hubieran podido vivir un año entero, desaparecen en pocas horas.
En el centro de la sala principal se levanta un montón de vasos rotos y latas abiertas. Se vacían sacos y sacos de harina, azúcar, café. Al lado, medio tapado, yace un muerto. Subiéndose encima, los rusos –soldados y civiles- siguen escarbando las valiosas reservas en las estanterías. Mientras tanto, hay disparos, gritos, empujones. Intento pescar un par de vasos enteros, un ruso me los arrebata del brazo con un golpe.
En la sala de operaciones, Doktora está vendando enfermos. Un enjambre de enfermeras ha venido aquí huyendo y aparenta estar ayudando con diligencia. En el fondo, los rusos van pasando por los soldados heridos, registrándolos por si tienen relojes y botas aprovechables. Uno de ellos, un tipo joven, estalla de pronto en lágrimas, porque no ha encontrado aún ningún reloj. Levanta hacia el techo tres dedos: quiere pegarle un tiro a tres hombres, si no recibe pronto un reloj. Su desesperación proporciona el primer contacto personal. Czernecki se mete en un largo rollo con él y, por fin, de alguna parte aparece un reloj para él, con el que desaparece radiante de alegría.
La aparición de los primeros oficiales destruye mis últimas esperanzas de que saldremos de manera soportable. Todos los intentos de hablarles salen mal. Para ellos, no soy más que un perchero con bolsillos. Sólo me miran por encima del hombro. Un par de enfermeras que se tropiezan al paso son agarradas y tiradas violentamente para atrás y, antes de que ellas entiendan lo que pasa, las despeinan del todo y las sueltan de nuevo. Las de más edad tienen que imaginárselo. Andan sin rumbo por los pasillos, de allá para acá. Y constantemente nuevos pelmas van hacia ellas.
Voy despacio, como en un sueño, por nuestro sótano y trato de entender qué es lo que Dios requiere de mí aquí. Czernecki se ha enterado, por un ruso con el que se podía hablar, que hasta que pasen seis u ocho días no se puede esperar que haya algo de orden. La ciudad ha sido entregada a los soldados. Me doy cuenta de que aquí, por primera vez en toda su campaña, ha caído en sus manos un gran número de mujeres, una idea que me había pasado desapercibida y que ahora me devuelve a la pura realidad.
¿Acaso no hemos vuelto a poner en manos de Dios la responsabilidad que podíamos tener durante la época del asedio, al mandárnoslo a nosotros y a los que nos había confiado por su gracia? Ahora esa responsabilidad, bajo una figura insoportable, ha sido lanzada a nuestros pies. Yo había esperado que una gente violenta y, con razón, sedienta de venganza irrumpiría sobre nosotros y, al hacerlo, en el primer momento destruiría tantas cosas que uno no podría ponerse a pensar. Para quien llegara a seguir con vida la situación sería tan nueva que su conducta se produciría por sí misma. Podría en cierta forma comenzar una nueva vida. Debajo de lo anterior habíamos puesto –con mucha precipitación- un punto final.
¿Qué pasa ahora con nosotros? En realidad, no ha cambiado nada, solo que el proceso de hundimiento que había empezado con las casas prosigue con la gente. La decisión definitiva sobre nosotros no se ha producido. Estoy tan abatido que ni siquiera puedo rezar.
Al mismo tiempo crece, con gran disgusto por mi parte, una nueva actitud, una especie de curiosidad fría. ¿Qué es realmente, me pregunto, lo que estamos viviendo aquí? ¿Tiene esto algo que ver con un salvajismo natural o con la venganza? Quizás con la venganza, pero en otro sentido. ¿No es, en la misma persona, la criatura la que se venga del hombre; no se venga la carne de la inteligencia que se le había impuesto? ¿De dónde vienen estos tipos, personas como nosotros, presas de impulsos que están en una cruel y perversa correspondencia con su aspecto exterior? ¡Qué esfuerzo, tener que soportar la visión del caos! Además, esa lengua que ladra áspera, de la que parece que las palabras se hayan retirado hace tiempo. Y esos niños rabiosos, de quince y dieciséis años, que se lanzan como lobos sobre las mujeres, sin saber exactamente de qué se trata. Esto no tiene nada que ver con Rusia, nada con un pueblo o una raza determinados. Aquí está el hombre sin Dios, el espectro del individuo. De otra forma, esto no podría afectarme de forma tan desagradable, como si fuera mi propia culpa.
¡Si todavía fueran mongoles! Con ellos me aclaro mejor. Son más normales, se llevan mejor y, por tanto, en el fondo están menos expuestos a la mentalidad occidental. Su carácter rudo no actúa de manera infamante. Entre ellos hay figuras fuertes, con rasgos agradables y con actitudes naturales.
Con un suboficial de este tipo logro el primer contacto humano, gracias a la mediación de Czernecki. Este suboficial quiere ver si encuentra algún puesto de mando y hacer que se interesen allí por nuestros enfermos. Entre ellos hay un montón de extranjeros. Pongo en él las esperanzas que me quedan. Si lo logra y vuelve después, quizás aún se pueda salvar algo. Hasta entonces, tenemos que ver la manera de salvar lo que se pueda salvar.
Por la tarde, las distintas ramas de nuestras instalaciones se convierten en un gigantesco campamento de gitanos. Centenares de pequeños carros con caballitos de cerdas hirsutas se acercan en desorden. Por todas partes se sientan en cuclillas tipos indefinibles, entre ellos también civiles, también algunas mujeres, en torno a pequeñas hogueras, sobre las cuales se afanan en cocinar encima de dos ladrillos. Es como si uno estuviera en lo más profundo de Asia y como si también aquí estuviese todo dispuesto para eso desde hace tiempo. Todo es tan enormemente real como la confirmación de un sueño que siempre se repite. Todos están ocupados clasificando las cosas robadas. En medio, están nuestros heridos, sin que nadie los atienda y en callado desamparo, con sus pertenencias alrededor, y contemplan cómo se reparte el contenido de sus maletas. Me entra mareo cuando pienso en la noche. Me recupero transitoriamente cuando ese enjambre levanta de pronto el vuelo y se pierde por el parque Roβgarten hacia el centro de la ciudad.
Se cierne la noche, sin que vuelva nuestro mongol. Hasta donde es posible, intentamos seguir atendiendo a los heridos. Los franceses siguen aquí aún y ayudan donde pueden. A ellos también se lo han quitado todo. Aquí y allá alguno ha salvado algo de comida, un par de latas de carne, algo de pan. Lo repartimos entre nosotros.
Por la noche, en la sala de operaciones reina una agitación fantasmal. Con una pobre iluminación, entre quince y veinte figuras embozadas, la mayoría enfermeras jóvenes, trabajan en torno a un paciente que yace en la mesa de operaciones. De cuando en cuando, recurriendo a mucho personal, recogen a un nuevo paciente para curarlo. Pero muchos yacen cerca sin vendas, con heridas que ya tienen dos o tres días. Para los rusos esta sala es algo inquietante. Se quedan un rato en la sala de al lado, a veces meten la mano en el instrumental, para llevarse unas tijeras. Pero las enfermeras corren aquí un poco menos de peligro.
Más tarde, nos trae una tranquilidad inesperada un mayor, que nos mira un rato y finalmente me dice que le quite de la cara una verruga pequeña. Se sienta en la mesa de operaciones. Con gestos teatrales le ponen grandes paños blancos alrededor, lo que le impresiona visiblemente. De pronto se levanta y ordena a su ordenanza, con la metralleta encañonada, que se ponga a mi lado. Luego vuelve más tranquilo a su sitio y ordena que empiece la operación, cuya necesidad nos resulta muy exagerada. Sin embargo, la operación obtiene el éxito deseado: el mayor está entusiasmado y durante bastante tiempo nos defiende contra los que quieren volver a entrar. Una vez que le hemos ganado a nuestro favor, se descubre que es una persona bonachona.
Por turnos nos echamos en el suelo y dormimos lo que se puede, las enfermeras distribuidas entre los heridos. Hasta la mañana no aparece ningún ruso.
Nota:
[1] Al inicio de la obra (p. 14) el autor se refiere a ella como una “joven médica asistente”, natural de Königsberg, donde había vivido con sus padres (que se suicidaron hacia el final del asedio, poco antes del 9 de abril de 1945). N. del T.