El Reino Unido de Gran Bretaña y Norte de Irlanda es un país muy raro: exporta republicanismo, pero vela por la monarquía; al cristianismo puro debe su democracia impura; buena parte de sus reyes fueron o son zurdos; sus políticos conducen por izquierda, pero se adelantan por derecha; y la Iglesia anglicana (nacida en el […]
El Reino Unido de Gran Bretaña y Norte de Irlanda es un país muy raro: exporta republicanismo, pero vela por la monarquía; al cristianismo puro debe su democracia impura; buena parte de sus reyes fueron o son zurdos; sus políticos conducen por izquierda, pero se adelantan por derecha; y la Iglesia anglicana (nacida en el siglo XVI de los despechos conyugales de un rey) hizo que el matrimonio fuese, como el gobierno del Estado, una serie de acontecimientos.
En la abadía de Westminster, junto a los restos de los reyes, reinas y glorias de Inglaterra, descansan poetas como Chaucer y Tennysson, científicos como Newton y Darwin, escritores como Dickens y Kipling y hasta una placa recuerda desde 1995 a Oscar Wilde, quien sufrió persecución y prisión a causa de su homosexualismo. Sin embargo, los restos del almirante Horacio Nelson, el más amado de los héroes navales, reposan en la catedral de San Pablo. Nelson era divorciado y mantuvo una relación de amor épico con Ema Hamilton, quien murió en la miseria.
Londres da por sentado que el Reino Unido es una «monarquía constitucional parlamentaria» en la que los reyes sólo ejercen funciones ceremoniales. En Escocia (poblada por irlandeses de origen vikingo a los que el imperio romano nunca dominó) y en Gales (de origen celta) piensan distinto. Y si usted cree que ser «nacionalista» o hablar de «500 años de opresión en América» equivale a ser anacrónico, dígale «inglés» a un escocés o a un galés, y una botella de whisky galés o escocés se partirá sobre su cabeza.
¿»Constitucionalismo parlamentario» más «monarquía hereditaria»? Desde la Carta Magna de 1215 hasta la Ley de Representación Popular de 1918, el Reino Unido se rige por un conjunto de estatutos, decisiones judiciales, costumbres y tradiciones de siglos. Pero el país carece de esa «ley fundamental del Estado» que las democracias modernas llaman «constitución».
Casi todo lo que se cree sobre la monarquía inglesa proviene de The English Constitution, libro escrito en 1867 por Walter Bagehot, devoto de la reina Victoria.
Bagehot definió los atributos del monarca como «el derecho a ser consultado, el derecho de alentar lo que considera justo y el derecho a prevenir acerca de lo que considera malo». Muy constitucional y democrático. Pero Baghelot observa: «el misterio es la magia de la monarquía».
En tiempos de la puritana Victoria corrió la voz de que la reina dormía abrazada al camisón del príncipe Alberto (1819-61). Y durante 40 años el pueblo inglés supo por los sirvientes que el finado disponía a diario de ropa limpia, como si aún estuviera vivo. Pero en 1936, cuando Eduardo VIII, el pro nazi duque de Windsor, anunció que abdicaba a la corona por amor a Wallis Simpson, la vampírica, divorciada, extranjera y plebeya mujer tuvo tal arrebato de ira que estrelló varios jarrones contra las paredes.
La premisa de Baghelot («no debe permitirse que la luz del Sol destruya la magia de la monarquía») empezó a ser cosa del pasado y los ingleses empezaron a sospechar que la corona hace más de lo que parece. En 1995, año en que la incómoda Diana Spencer consiguió el divorcio del príncipe Carlos (ahondando la preocupación de la monarquía), el experto David Cannadine recordó que el rey o la reina cuentan con «… el derecho a pedir la renuncia a un primer ministro, el derecho a negarse a disolver un Parlamento y el derecho a vetar una ley».
Así es que la telenovela real amerita leerse con cuidado. La reina Isabel está a punto de cumplir 80 años, su esposo tiene 83, y el sábado entrante el príncipe Carlos (56), primero en la línea de sucesión, contraerá nupcias con Camilla Parker Bowles luego de las entusiastas diligencias de Rowan Williams, arzobispo de Canter-bury, quien superó en tiempo récord la oposición de la Iglesia anglicana al matrimonio de divorciados. Porque más allá de que Williams oficie de primado espiritual, todas las confesiones episcopales del reino reconocen al soberano de Inglaterra como jefe supremo de la Iglesia, después de Dios.
Caracterizados por coser la más alada letra evangélica a las más rechonchas ventajas materiales, los altos representantes del clero anglicano fueron o son terratenientes, o accionistas de las fábricas de armas. Además de su trato estrecho con los anglocatólicos y los angloisraelitas, comparten bajo cuerda que, después de la dispersión del pueblo de Israel, el inglés es el pueblo elegido.
Causa, por fin, que la derecha británica comparte con sus primos del otro lado del Atlántico, y con el influyente rabino estadunidense Schmuley Boteach, quien asegura que «Estados Unidos es el nuevo pueblo elegido».
¿Diana? Por no leer libros de historia, Lady Di y Carlos, bobo de capirote, creían que los príncipes se casan por amor. Más versada y estreñida, Camilla siempre supo lo que buscaba. Historia que arrancó el día en que, frotando sus narices a las del ungido, ella le dijo en escocés tha gradh, agam ort (te quiero, gaélico), y Carlos respondió igual, en galés: rwy’n dy garu di.