Wojtyla ha transcurrido por un período tormentoso de la historia. Los tiempos de Reagan y Thatcher, de la revolución conservadora, el desastre gorbachoviano, el derrumbe del muro de Berlín y la globalización neoliberal. Ya no estamos en la Edad media y la fe no puede movilizar legiones de caballeros armados pero una cuarta parte de […]
Wojtyla ha transcurrido por un período tormentoso de la historia. Los tiempos de Reagan y Thatcher, de la revolución conservadora, el desastre gorbachoviano, el derrumbe del muro de Berlín y la globalización neoliberal. Ya no estamos en la Edad media y la fe no puede movilizar legiones de caballeros armados pero una cuarta parte de la población mundial es cristiana y de ella, la mitad es católica. Los nuevos tiempos exigen nuevas actitudes.
La inmensa inteligencia de Juan Pablo II le permitió comprender, parcialmente, el siglo en que vivió. Pese a sus alientos contrarrevolucionarios, su estímulo a Solidaridad, su lucha anticomunista, su retrógrada aplicación de los preceptos más arcaicos de la iglesia, tuvo gestos que demostraron que leía correctamente algunos rumbos de la época.
Cuando Bush le visitó le hizo una severa reconvención por la inhumana e injustificable guerra en Irak, reprimenda que fue divulgada por todos los medios pese a que la Casa Blanca trató de eclipsarla y no se han referido a ella en los recientes testimonios de condolencia de sus dirigentes. También reprobó el aciago neoliberalismo y sus consecuencias empobrecedoras para el mundo subdesarrollado.
Wojtyla visitó Cuba, desdeñando la satanización de los medios, las tergiversaciones de su realidad, las falsas imputaciones de persecuciones religiosas y las calumnias difundidas sobre su libertad de cultos. En Cuba condenó el bloqueo norteamericano a la isla. Pero no pudo evitar una reconvención al padre Ernesto Cardenal, cuando visitó Nicaragua, por su postura militante junto a la revolución sandinista. Tampoco fue feliz su enfrentamiento el pueblo nica al que riñó desde el púlpito.
La iglesia católica está necesitada de un abandono de las oscuridades medievales que aún la ensombrecen y avanzar aun más hacia la modernidad, camino de progreso iniciado por Juan XXIII. La cruzada anticomunista ya no tiene razón de ser tras la disolución de la Unión Soviética, la desaparición del campo socialista y el cese de la Guerra Fría.
A partir del concilio Vaticano II la iglesia ha visto más transformaciones en su seno que en los diecinueve siglos de su existencia anterior. Se intentaron nuevos usos, más humanos, menos dogmáticos, descartando anatemas y dogmas. El catolicismo abandonó su pretensión de ser la única iglesia verdadera, ya no se refirió más, como pagano, al cristianismo oriental. Se suprimieron de la liturgia fórmulas ofensivas al pueblo judío y el Papa se acercó a las jerarquías anglicana, protestante, ortodoxa e islámica. Wojtyla sí continuó en ese camino de acercamiento a otras iglesias y de abandono de la autosuficiencia imperante hasta entonces.
Durante el Concilio Vaticano, que comenzara en 1968, emergió un poderoso impulso modernizador, de una parte, y una reacción opuesta condujo a la defensa de los valores tradicionales. Entre los avances alcanzados en aquel período se cuentan la simplificación de la liturgia, el aligeramiento del ceremonial, se buscó un mayor contacto con las masas creyentes, con los gustos y modas de la contemporaneidad.
Viejos problemas y nuevos intentos de solución condujeron a conflictos de conciencia como los relacionados con la contracepción, la unión libre, el aborto, la permisividad hacia el homosexualismo, la procreación por medios artificiales, el celibato opcional de los clérigos, el acceso de la mujer al sacerdocio, la duración del obispado; problemas morales y teológicos planteados por el tiempo presente sin respuestas acordes a las exigencias actuales.
Pio XII fue acusado de profesar simpatías pronazis. Sus años como Nuncio en Munich y su dominio perfecto del idioma alemán le propiciaron el entendimiento. Tras él, Juan XXIII fue el Papa más revolucionario del siglo XX. Comprendió la necesidad de una reforma urgente de la iglesia y su audacia innovadora, pese a la resistencia de la Curia Romana, no conoció límites.
Muchos cardenales demoraron los preparativos del concilio que Roncalli convocara, con la esperanza de un fallecimiento que interrumpiría la celebración. Pero no fue así. En el otoño de 1962, Juan XXIII presidió la primera parte de las sesiones donde la Iglesia comenzó a abandonar posiciones tradicionalistas y a entenderse mejor con los principios de la democracia moderna y la justicia social.