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Viviendo sobre arenas movedizas

Fuentes: El Viejo Topo

La crisis mundial provocada por la pandemia de la Covid-19 ha añadido más dramatismo a un Oriente Medio que continúa marcado por las guerras, las intervenciones militares estadounidenses, la represión política, el fanatismo religioso y los mercenarios, las ciudades destruidas y los campamentos de refugiados.

La región sigue siendo un polvorín, y ninguno de los conflictos está en vías de solución definitiva: ni en Palestina, donde la feroz ocupación militar causa estragos; ni en Siria, donde no ha terminado la guerra; ni en Afganistán, pese al acuerdo de Washington con los talibán; tampoco en Iraq, convertido en un magma de milicias armadas, ni en el martirizado Yemen. Las protestas que se iniciaron en 2010 (la llamada primavera árabe) en Túnez, Egipto, Yemen, Iraq, Bahréin, incluso en Arabia, no estuvieron inspiradas por Estados Unidos, a diferencia de las operaciones de acoso en Siria y Libia, donde los servicios secretos norteamericanos combinaron el estímulo de protestas locales con el envío de mercenarios y armamento. Arabia intentó sostener a Mubarak, reforzó su propia policía y reprimió sin contemplaciones ejecutando a centenares de personas, y fue muy activa en la península arábiga para aplastar las protestas. Pese a la importancia de la religión, que moldea culturas, crea pautas de comportamiento y galvaniza identidades, en Oriente Medio las guerras no son religiosas: todas tienen un origen económico, y responden a enfrentamientos entre grupos de poder, aunque Estados Unidos y Arabia han utilizado a fondo el sectarismo religioso, creando divisiones artificiales para conseguir sus objetivos, a lo que se añade el interés por el dominio de los yacimientos de hidrocarburos, el tutelaje de las vías de comunicación, la venta de armamento y el control de las nuevas iniciativas económicas, además de la abierta lucha por áreas de influencia. En ese complejo depósito de Oriente Medio donde se vierten las guerras y amenazas del viejo imperialismo y se debaten entre la vida y la muerte millones de personas, Washington sigue utilizando la retórica falsaria de la defensa de los derechos humanos, la libertad y la democracia, mientras bombardea poblaciones civiles, crea grupos terroristas que utiliza a conveniencia e incluso impone gobiernos sectarios islamistas que, en una singular paradoja, a veces escapan a su control.

A la precaria situación en muchos países (sólo hay que reparar en Gaza, en los millones de sirios que tuvieron que abandonar sus hogares a causa de la guerra; en la penuria de Afganistán, en las empobrecidas ciudades iraquíes donde ni siquiera tienen agua potable; en los centenares de miles de personas que huyeron al Líbano o a Turquía; en los dispersos campos de refugiados palestinos en toda la región), se añade el embate de la crisis económica, la inestabilidad política y, para acabar, el jinete apocalíptico de la pandemia. El recurso a los mercenarios es habitual tanto por Estados Unidos como por Arabia e Israel: el propio Jordan Goudreau (el antiguo militar norteamericano responsable ahora de la empresa mercenaria Silvercorp que protagonizó el intento de invasión de Venezuela en mayo de 2020 para derribar a Maduro) se pavonea públicamente de sus operaciones en Iraq y Afganistán, y la empresa de mercenarios de Erik Prince, Academi (antes,Blackwater), trabaja en Oriente Medio con el Pentágono, la CIA y el Departamento de Estado. A los intereses y el protagonismo de los principales países de la región (Irán, Arabia, Israel y Turquía) debe añadirse la actividad de las grandes potencias, que desempeñan un relevante papel en los conflictos o en el diseño de los nuevos flujos económicos: Estados Unidos, China y Rusia. Queda lejos la ambición que llevó a Bush, Cheney, Rumsfeld y Wolfowitz a invadir Iraq en 2003, y antes Afganistán, en la búsqueda del que debía ser el nuevo siglo americano y la hegemonía incontestable. Hoy, Washington está más cerca de resignarse al multipartner world, aunque sus dirigentes prefieran ignorarlo y sigan prisioneros de la inercia imperial y del recurso a la guerra que ha marcado a fuego su historia. Si en algún momento Estados Unidos albergó la esperanza de modelar a su antojo Oriente Medio, hoy su influencia se ha reducido considerablemente: aunque mantiene tropas en Siria, y otras las ha trasladado a Arabia, ha perdido pie en esa guerra que inició, donde se resiente su anterior alianza con las fuerzas kurdas sirias y siguen abiertas las diferencias con Erdogan, aliado en la OTAN. En Iraq, durante años controlado desde los búnkers estadounidenses de la zona verde de Bagdad, el gobierno escapa a su control y el parlamento pidió la retirada de los militares norteamericanos del país, cuyo número se desconoce, aunque algunas fuentes calculan que dispone de entre seis y ocho mil, además de los numerosos grupos de mercenarios. Estados Unidos se niega a retirar sus tropas, lo que crea una peculiar situación, porque, increíblemente, Trump asegura que sus soldados no saldrán de Iraq hasta que el país pague por las bases militares que Estados Unidos ha construido allí.

La marcada improvisación de Estados Unidos en Oriente Medio, que ya se inició con el gobierno de ocupación en Iraq de Jay Garner y más tarde Paul Bremer, ha sido fruto de la arrogancia, de una ridícula convicción de superioridad y de país omnipotente, y después de los reveses políticos y militares, de los problemas presupuestarios y de la necesidad de redirigir su fuerza hacia la gran región de Asia-Pacífico para contener a China. Esa falta de planificación lleva hoy a Trump a anunciar retiradas militares que no siempre se cumplen y, al mismo tiempo, como hizo en enero de 2020, a pedir a la OTAN, por medio de Stoltenberg, que intervenga más en Oriente Medio para “asegurar la estabilidad” (inexistente, por otra parte) y “luchar contra el terrorismo internacional”: el presidente norteamericano estaba, de hecho, pidiendo a sus aliados que envíen tropas a la región para aliviar la carga norteamericana. Pero su influencia en la región declina y su presencia es cada día más discutida. Su relación con Teherán, que nunca fue buena, se ha deteriorado más tras el abandono del acuerdo nuclear 5+1, mantiene programas de acoso con grupos de intervención especial del Pentágono y sus servicios secretos utilizan a conveniencia grupos terroristas para actuar en el interior de Irán. En Afganistán, veinte años de ocupación militar se cierran con un acuerdo con los talibán que supone una derrota política para Washington, aunque simule una victoria. El propio Departamento de Defensa norteamericano calculaba a finales de 2019 que la guerra en Afganistán había costado hasta ese momento un total de 760.000 millones de dólares, aunque otras fuentes elevan la cifra a más de un billón: los costes de las aventuras imperiales empiezan a ser una pesada carga. Por eso, Trump se inclina por retirar tropas de Oriente Medio, poniendo fin a las guerras donde interviene, pero persisten diferencias con el Pentágono porque asumir el fracaso ante el mundo tiene consecuencias estratégicas, y cuesta escapar de las mentiras: en diciembre de 2019, The Washington Post revelaba documentos confidenciales del gobierno estadounidense según los cuales altos funcionarios mintieron sobre la evolución del conflicto, presentando supuestos éxitos pese a que creían que no podía ganarse la guerra: que Estados Unidos no haya podido derrotar a los talibán abre un escenario preocupante para su influencia en la región y para su crédito ante sus propios aliados. Esa situación tiene repercusiones: Moscú y Pekín ven con preocupación que grupos terroristas islamistas tomen Afganistán como plataforma para operaciones en Asia central y en el Xinjiang chino.

Por su parte, China ha logrado mantener buenas relaciones con la mayoría de los países de Oriente Medio gracias a una prudente política exterior que se abstiene de intervenir en los asuntos internos de cada país, busca la cooperación económica con acuerdos ventajosos para las partes en el marco del gran proyecto de la nueva ruta de la seda y, a diferencia de Estados Unidos, no recurre nunca a imponer sanciones económicas ni busca la expansión militar, ni mucho menos desata guerras e invade países. Pekín desarrolla una activa diplomacia para acordar proyectos en Omán, Abu Dabi y Arabia; en Kuwait, construye el puerto de Bubiyán, junto al Shatt al-Arab, que podría ser utilizado también por Irán e Iraq, y planifica el desarrollo de infraestructuras y de los puntos de apoyo para la nueva ruta de la seda. Pero China debe soportar la presión norteamericana en muchos frentes, desde la guerra comercial hasta los patrullajes del Pentagóno en sus costas, y que llevó a Trump a firmar la Taipei Act en marzo de 2020, en una deliberada violación del principio de “una sola China” que había aceptado anteriormente, actuando en esa zona gris entre la paz y la guerra que recuerda el general y estratega chino Qiao Liang, estimulando las tesis independentistas de Taiwán, algo inaceptable para Pekín, aunque el gobierno chino prefiere seguir el camino del fortalecimiento cauteloso de su país antes que forzar una reunificación que abriría una crisis de graves dimensiones. A su vez, Rusia recompone sus relaciones en la región tras haber conseguido evitar la caída de Siria; mantiene importantes lazos con Irán, intenta llegar a acuerdos sobre el mercado petrolero con Arabia, procura limitar la influencia turca marcando los límites de la acción de Ankara, y continúa apoyando la causa palestina sin dejar de lado a Tel-Aviv: un complejo rompecabezas, pero Rusia es, de nuevo, un actor relevante en Oriente Medio.

La cotización del petróleo añade incertidumbre sobre la región: primero, en marzo, los precios cayeron por el aumento de la producción de Arabia, en una disputa con Rusia; después, por la falta de demanda a causa de la pandemia. Los precios han vuelto a subir parcialmente, sin recuperar su nivel anterior. Ello también crea problemas a Estados Unidos que ha visto cómo su producción de petróleo de esquisto dejaba de ser rentable. Primero con Obama y después con Trump, Estados Unidos acarició la posibilidad de apoderarse de una buena parte del mercado petrolero (cuyos tres primeros productores son Estados Unidos, Rusia y Arabia) y gasístico, éste en manos de Rusia y de Estados Unidos, que, en 2018, se convirtió en el principal productor; tras ellos, Irán y Qatar. El actual sabotaje norteamericano a los gasoductos rusos del Báltico, acompañado de sanciones, y la oferta, que ya hizo Obama, de abastecer a Europa para sustituir el gas ruso se añade a una estrategia global que tiene muy en cuenta Oriente Medio (también, Venezuela), además de Turquía, de quien Rusia es su principal suministrador de gas. Sin embargo, la política norteamericana adolece de frecuentes improvisaciones y evaluaciones precipitadas.

Estados Unidos inició las guerras de Oriente Medio con el pretexto del 11-S, lanzando una operación de castigo en Afganistán para mostrar al mundo su determinación y su venganza, con el propósito de controlar la región, consolidar el poder de sus aliados preferentes, Israel y Arabia, asegurarse el flujo de petróleo, y aumentar su penetración en las antiguas repúblicas soviéticas de Asia central. Invadió Afganistán en octubre de 2001, pero, dos décadas después, otra fecha de ese mismo año cobra hoy relevancia: en junio, China y Rusia habían creado la Organización de Cooperación de Shanghái integrando a Kazajastán, Kirguizistán y Tayikistán, unos meses después a Uzbekistán, y en 2004 y 2005 a la India, Pakistán, Afganistán, Irán y Mongolia, que se incorporaron como observadores. Hoy, India y Pakistán son miembros de pleno derecho. Es probable que, entonces, los estrategas del Pentágono y la Casa Blanca, envueltos en el humo de la guerra y la seguridad de su inigualable poder, no fueran conscientes de que su hegemonía en el mundo empezaba a quebrarse.

Washington pretendió crear un nuevo mapa político en Oriente Medio, como antes favoreció la partición de Yugoslavia y después la del Sudán, abriendo en ambos casos las puertas a la guerra y a duras crisis humanas. La invasión de Iraq en 2003 permitió la creación de un Kurdistán iraquí que tiene casi todos los atributos de un país independiente, y tuvo planes para la partición de Iraq, Siria e Irán, que no ha podido llevar a la práctica por la desfavorable evolución de los conflictos regionales para sus intereses. En ese marco, hoy, Estados Unidos suelta lastre pero no abandona Oriente Medio: pretende reducir gastos y reorientar su fuerza militar hacia China, pero continúa presente en todos los conflictos de la región al tiempo que sabotea en ella la proyección de la nueva ruta de la seda: Pekín había previsto la utilización de puertos yemeníes para el tránsito de sus mercaderías, quiere incorporar conexiones económicas en el golfo Pérsico y en los países ribereños y asegurar el flujo de hidrocarburos, pero la presencia militar norteamericana en la región es apabullante: a las bases en Iraq, Arabia, Afganistán, Jordania y Turquía, además de los acuartelamientos ilegales en Siria, se añaden bases aéreas en Kuwait, Qatar, Barhéin, Emiratos Árabes Unidos y Omán. La base norteamericana en Incirlik, Turquía, es además una pieza clave para el dispositivo de espionaje sobre Crimea, el Cáucaso ruso y Asia central, y dispone en ella de armamento atómico.

Todos los conflictos están relacionados a través de alianzas cruzadas y de la intervención y presencia de las grandes potencias; también, de los objetivos de los poderes regionales: Arabia, Turquía, Israel e Irán. Arabia y Turquía, por ejemplo, a quienes distancia el pasado otomano, son aliados tácitos en la guerra siria, pero adversarios en la guerra libia. Dentro del gran Oriente Medio, destacan tres grupos de países: por un lado, Siria, Líbano, Jordania, Israel y Palestina, con el añadido del gran vecino turco, antigua metrópoli; por otro, Arabia, Yemen, Omán y las monarquías del golfo Pérsico, algunas diminutas como Bahréin o que desempeñan un creciente protagonismo, como Emiratos Árabes Unidos; y finalmente un tercer grupo compuesto por Iraq, Irán y Afganistán. Junto a ellos, se encuentra la vecindad de Egipto y Libia, muy relevantes para las potencias regionales y que mantienen fuertes lazos con ellas.

Uno. El gobierno de Damasco ha conseguido sobrevivir a la guerra gracias a la ayuda rusa, iraní y los destacamentos del Hezbolá libanés y grupos palestinos, aunque buena parte del país ha sido destruido. Aunque la operación lanzada por Estados Unidos y sus aliados (Arabia, Turquía e Israel) para derribar al gobierno de Damasco ha fracasado, el norte del país sigue en manos de destacamentos kurdos y de islamistas ligados a Turquía, país que también cuenta con tropas en esa franja. Turcos, islamistas y kurdos sirios son enemigos entre sí y rivales del gobierno de Damasco, y al mismo tiempo aliados de Estados Unidos, aunque la evolución de la guerra y la evidencia de que Turquía es el más feroz enemigo de los kurdos ha hecho que éstos se vuelvan hacia Damasco, congelando el error de la alianza que sellaron con Washington, que les dotó de armas e información. Pese a ello, ni Washington renuncia a seguir utilizando a los destacamentos kurdos sirios para sus propósitos en Siria y en Oriente Medio, ni éstos han abandonado sus lazos con los servicios secretos norteamericanos. La invasión turca no es bien vista ni por Egipto ni por los Emiratos Árabes Unidos, y Daesh conserva una limitada presencia, y es apoyado con frecuencia por las tropas norteamericanas: a mediados de mayo de 2020, la televisión siria presentó a tres miembros de Daesh que habían sido capturados y que confesaron su relación con la base norteamericana de Al-Tanf, situada a pocos kilómetros de la confluencia de las fronteras siria, jordana e iraquí. En otras zonas siguen los enfrentamientos con destacamentos islamistas, donde el ejército sirio es apoyado por combatientes palestinos, como en el este de Homs. La situación económica es muy grave, derivada de la destrucción de la guerra, y se ha abierto un enfrentamiento de Bachar al-Asad con su primo hermano Rami Makhlouf, una de las principales fortunas del país y dueño de Syriatel, uno de los dos operadores de telefonía móvil en Siria. La guerra ha hecho que Siria pierda buena parte de su anterior influencia en la región, pero la ayuda rusa es un seguro decisivo.

En el vecino Líbano, el tiempo de los Hariri ha pasado, y el nuevo papel del maronita Michel Aoun ha hecho posible la configuración de un gobierno donde Hezbolá tiene un papel determinante. Arabia, el patrón de los Hariri, llegó a secuestrar al primer ministro Saad Hariri en Riad, obligándole a anunciar su dimisión públicamente en la televisión saudí. Las protestas sociales de 2019 no consiguieron ninguno de sus objetivos pero configuraron un nuevo gobierno dirigido por Hassan Diab, con el apoyo de la Alianza del 8 de marzo, que integra a Hezbolá, Amal y al Partido Comunista Libanés. La crisis sigue abierta, aunque la pandemia limita las manifestaciones de protesta. La inflación, el cambio del dólar, la actuación del anterior “gobierno de la banca” (como denominaban al gabinete de Hariri los comunistas libaneses), incluso la confiscación de cuentas por parte de la banca, ha envenenado la crisis: el país ha dejado de pagar su deuda, y los bancos no devuelven los depósitos a sus clientes. El deterioro de las condiciones de vida, el reparto confesional del poder y de las instituciones del país, en un momento en que la mitad de la población vive en la pobreza y ha rebrotado la violencia, junto a nuevas manifestaciones, pese a la cuarentena instaurada por el gobierno, y el acusado deterioro de la economía del país, que ha llevado a calificarlas como las protestas del hambre, han puesto al Líbano ante la quiebra. Hezbolá apoya el nuevo programa de reformas del gobierno, y combate a Daesh y Al-Qaeda, que protagonizan atentados terroristas contra sus seguidores, aunque desde la batalla de Arsal (una población del valle de la Bekaa cercana a Siria que estuvo controlada militarmente por Daesh y Al-Qaeda y que concentra a decenas de miles de refugiados sirios) donde sus milicianos y el ejército libanés derrotaron a los islamistas, éstos han perdido mucha fuerza.

En la cuestión palestina, el gobierno Trump ha ido más lejos que los anteriores: reconoció a Jerusalén como capital de Israel y presentó en febrero de 2020, con Netanyahu, el llamado Acuerdo del siglo, que supone la anexión por Tel-Aviv de los asentamientos ilegales de colonos israelíes en Cisjordania y de todo el valle del Jordán, impide en la práctica la creación de un Estado palestino y niega el retorno de los más de cinco millones de refugiados palestinos. Ese acuerdo, que Mahmud Abás rechaza de plano, como también la Liga Árabe, fue negociado con Netanyahu y también con su rival electoral Benny Gantz, y ha llevado a la Autoridad Nacional Palestina y a la OLP a abandonar todos los convenios firmados con Estados Unidos e Israel. De hecho, la decisión de Trump rompe con el derecho internacional, con las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU y de la propia Asamblea General, e ignora la Iniciativa de paz árabe que fue aprobada en Beirut por la Liga Árabe (a instancias de Riad, con Abdalá) que, en esencia, proponía el reconocimiento de Israel por todos los países árabes a cambio de la retirada de los territorios ocupados, la creación del Estado palestino en las fronteras de 1967, y una “solución justa” para los refugiados que no se concretaba. La situación en Gaza es desesperada, y Cisjordania vive la segregación, padece el robo de tierras y agua, la destrucción de cultivos y la constante humillación de las tropas ocupantes y la violencia de los colonos.

El nuevo gobierno de Netanyahu y Gantz quiere acelerar la anexión de territorio cisjordano a Israel, junto a la ampliación de las colonias existentes. La llegada de Pompeo a Israel, en mayo de 2020, ya configurado el nuevo gobierno, tenía el objetivo de abordar los aspectos concretos de la incorporación de partes de Cisjordania a Israel a partir de julio. Aunque Pompeo negó ese extremo, el embajador norteamericano con Obama, Daniel Shapiro, declaró que el secretario de Estado mentía al afirmar que la anexión era un asunto de Israel, y que el gobierno Trump quiere que se lleve a cabo, aunque eso pueda llevar también a Jordania a retirarse de su acuerdo de paz con Israel. Por su parte, Rusia considera que el llamado Acuerdo del siglo y la anexión de nuevos territorios palestinos pueden desembocar en una nueva ola de violencia y enfrentamientos. China mantiene buenas relaciones con Tel-Aviv pero apoya siempre la causa palestina en el Consejo de Seguridad de la ONU y rechaza la anexión de tierras que pretende Netanyahu. Estados Unidos ha pedido a Israel que reduzca su comercio con China, que ya se ha convertido en el segundo socio comercial, mientras el embajador David Friedman advertía al gobierno israelí de que China “utiliza sus inversiones para infiltrarse en otros países”. Estados Unidos quiere consolidar el monopolio atómico israelí en Oriente Medio, y comparte su agresividad hacia Irán, aunque se resiste a lanzar un ataque militar contra Teherán, como postulan los sectores más duros de Tel-Aviv, incluido Netanyahu, sin que ello afecte a la común determinación para impedir que Irán consiga armamento atómico.

El gran vecino del norte, Turquía, trata de impedir el surgimiento de una entidad kurda que pudiese poner en peligro su control sobre el Kurdistán turco, donde el PKK conserva una importante influencia. Esa es su principal preocupación. Ankara impuso el toque de queda en la región, lanzando duras operaciones militares de castigo, recibidas con entusiasmo por el nacionalismo turco, aunque ello no ha impedido que Erdogan pierda influencia en el país: en 2019 perdió la mayoría en Estambul (donde impuso la repetición de las elecciones) y Ankara, las dos mayores ciudades turcas, además de Esmirna. La organización de Erdogan (AKP, Partido de la Justicia y el Desarrollo) mantiene gran sintonía con la extrema derecha, los Hermanos Musulmanes, y la tuvo con el dictador sudanés, Omar al-Bashir, hasta que fue derrocado en 2019. Su agresivo nacionalismo se inspira en la fe islamista y en el inconfesado deseo de recuperar la influencia del pasado otomano en los países de Oriente Medio y el norte de África, abandonando la tradición kemalista de la Turquía moderna. Esa ambición nacionalista ha llevado incluso a Erdogan a disponer que la televisión pública turca, TRT, emita un canal en ruso, con el objetivo no declarado de influir en las cinco antiguas repúblicas soviéticas de Asia central, bajo el paraguas del velado sueño irredentista del viejo Turquestán, la “tierra de los turcos”.

Erdogan mantiene una difícil posición en la guerra siria. Aunque cuenta con tropas en el norte del país no ha conseguido eliminar la fuerza militar de los kurdos sirios, y su apoyo a los islamistas de Iblid se antoja difícil de mantener, debe respetar la línea roja trazada por Rusia, mientras el ejército turco combate a los kurdos de su país, bombardea a los kurdos sirios e incluso realiza operaciones especiales para atacar a grupos del PKK refugiados en el Kurdistán iraquí.

Turquía mantiene una alianza con Qatar (cuyo monarca, Tamim Al Zani, mantuvo buenas relaciones con Arabia, pero hoy se ha distanciado), pero no dispone de otros aliados en Oriente Medio, e interviene en la guerra libia, apoyando al gobierno de Unidad Nacional que combate a Haftar, quien recibe el apoyo egipcio, de Arabia y de los Emiratos Árabes Unidos. El sostén de Erdogan a los Hermanos Musulmanes egipcios ha deteriorado su relación con El Cairo, que ha acompañado de insultos a Al-Sisi, el golpista que derribó a Morsi, hasta el punto de que el gobierno egipcio rompió las relaciones diplomáticas con Ankara. Su relación con Europa se ha centrado en el mercadeo sobre los inmigrantes que atraviesan Turquía para llegar a Grecia y otros países europeos, olvidado por el momento el proyecto de incorporación a la Unión Europea. También se ha distanciado de Estados Unidos desde el intento de golpe de Estado de julio de 2016, donde murieron doscientas cincuenta personas y cuyo fracaso culminó meses después con la detención de más de cien mil turcos, de las que más de la mitad fueron encarcelados, y con la expulsión y el procesamiento de más de veinte mil jueces, policías y militares, unido al despido de ciento treinta mil funcionarios. Entonces, las mezquitas desempeñaron un decisivo papel para movilizar a los partidarios de Erdogan. Tras el fracaso del golpe, Obama apoyó a Erdogan, pero éste mantiene la reserva con su aliado norteamericano por su apoyo a las milicias kurdas en Siria. Estados Unidos dispone de un contingente de varios miles de militares de la USAF en Incirlik (donde tiene armas atómicas), aunque el distanciamiento se mantiene, hasta el punto de que Erdogan criticó en Estambul el asesinato del general iraní Soleimani, la actuación norteamericana en el golfo Pérsico y calificó de ilegal el operativo militar que “busca desestabilizar la región”. Con Moscú, la relación se deterioró gravemente tras el derribo del avión ruso a finales de 2015, y se ha centrado en el acuerdo de alto el fuego de marzo de 2020, para delimitar zonas en Idlib y para evitar enfrentamientos entre tropas rusas y turcas.

Dos. Arabia es otra de las potencias regionales, donde la aparición en escena del príncipe heredero Mohamed bin Salmán ha cambiado algunas de sus prioridades. Es un personaje siniestro, sin escrúpulos, que quiere consolidar su poder a toda costa: en 2017, ordenó la detención de cuatrocientos príncipes, empresarios y altos funcionarios en el hotel Ritz-Carlton de Riad, incluidos algunos hijos de Abdalá, el anterior monarca, con objeto de forzarles a ceder parte de su patrimonio a las arcas del reino: el fiscal calculó que la forzada recaudación ascendería a casi noventa mil millones de euros. Mohamed bin Salmán decretó también el descuartizamiento de Jamal Kashogui (que, más allá del cruel asesinato, fue un grave error político que le acarreó presiones de Turquía y de Estados Unidos), y en marzo de 2020 lanzó una nueva campaña para detener a más de veinte príncipes, algunos militares y miembros de los servicios secretos. Su padre, el rey Salmán, padece demencia senil y Mohamed bin Salmán procura eliminar a cualquier rival para llegar al trono. En Arabia, la represión política ha sido siempre feroz, y es frecuente que la policía acuse a los detenidos de espionaje para Irán; centenares de personas son ejecutadas cada año. Durante las protestas de 2011, el régimen asesinó a centenares de árabes, e incluso llegó a condenar a un niño, Murtaja Quereiris, a ser crucificado por haber protestado cuando tenía diez años. Las protestas internacionales consiguieron evitar el asesinato, aunque fue condenado a doce años de prisión. En 2019, la monarquía decapitó a Abdulkareem al Hawaj, un muchacho de dieciséis años a quien previamente la policía había torturado.

Arabia necesita recursos para impulsar las reformas y los faraónicos proyectos de Mohamed bin Salmán, donde destaca el proyecto Vision 2030. Ese plan, sumado al del puente sobre el Mar Rojo para unir Arabia y la península del Sinaí, y el de la construcción de Neom (la supuesta ciudad futurista de rascacielos y coches voladores impulsada por él, situada en la costa del Mar Rojo cerca de Jordania y de Egipto, un proyecto de quinientos mil millones de dólares) están en peligro por la caída de los precios del petróleo, que asegura casi el setenta por ciento de los ingresos del país. Neom es todavía más ambiciosa que Lusail, la ciudad creada junto a Doha por Qatar, que pretende ser un gran centro turístico y de ocio. De hecho, Riad ya ha empezado a reducir las inversiones destinadas a Vision 2030 en ocho mil millones de dólares, y el ministro de Finanzas, Mohammed Al-Jadaan, ha anunciado recortes en subsidios y aumento de impuestos, sugiriendo que el país tendría que pedir un préstamo de 60.000 millones de dólares para cubrir el déficit presupuestario. Rusia y Arabia mantienen negociaciones para recortar la producción de petróleo y aumentar su precio: Riad es quien está más interesada en reducir la producción.

Hasta la llegada de Mohamed bin Salmán, la principal preocupación de la monarquía saudita era preservar su relación con Estados Unidos (miles de militares árabes se forman en los cuarteles del Pentágono), fortalecer su papel regional gracias a los ingresos del petróleo, y contener la influencia de Irán, su gran rival en Oriente Medio, a quien acusa de una creciente intervención en la zona, sobre todo en Líbano, Siria, Iraq y Yemen, mientras consolidaba su influencia en la Liga Árabe y en la Conferencia Islámica, sin renunciar por ello a intervenciones militares en su periferia: así lo hizo Bahréin en 2011, o con su apoyo a milicias islamistas en Siria. También, en el Consejo de Cooperación del Golfo, donde Riad desempeña una función protagonista. El fanatismo religioso del régimen saudita agudiza su rivalidad con Irán, la vieja disputa entre sunnitas y chiítas, y Mohamed bin Salmán ha impuesto un creciente intervencionismo militar en el exterior.

Arabia se ha convertido en el principal comprador mundial de armamento, sobre todo norteamericano y británico, y ha tomado buena nota de la amenaza de Trump tras el asesinato de Jamal Kashoggi, cuando el presidente norteamericano sugirió que el rey Salmán “podría no estar en el trono en dos semanas”. El apoyo saudita a las reclamaciones palestinas ha dejado paso al distanciamiento, que ha ido de la mano de una aproximación a Israel, con quien ha colaborado en la guerra siria. El anterior rey, Abdalá, mantuvo un mayor apoyo a los palestinos. Más ambicioso, Mohamed bin Salmán ha impulsado algunas medidas modernizadoras que no cambian las características del régimen, decidió intervenir en Yemen, y aspira a desempeñar una función central en Oriente Medio, en el Mar Rojo, en el Máshrek y en otros escenarios africanos: pretende diversificar la economía y persigue el predominio en el mundo árabe y un mayor protagonismo en la escena internacional. Sin embargo, el impacto de la pandemia está siendo duro: el petróleo supone casi la mitad de su producto interior bruto, y el recorte de producción ha disminuido los ingresos, por lo que el régimen se ha visto obligado a activar créditos sin intereses, a promulgar una moratoria temporal de impuestos y el pago de salarios en algunos sectores económicos, y la guerra en Yemen también está pasando factura: Riad no ha conseguido sus objetivos, e incluso se está replanteando su apoyo al gobierno de Abd Rabbuh Mansur al-Hadi, a causa de las dificultades financieras. Esa es una de las claves que explican que el enviado especial de la ONU para Yemen, el diplomático británico Martin Griffiths, crea posible llegar a un acuerdo de alto el fuego en la guerra.

Su enfrentamiento con Irán, político, religioso y estratégico, es una de las cuestiones clave de la región, y las disputas con Qatar, que se ha acercado a Teherán, han complicado su política exterior: Riad mantiene desde hace tres años un bloqueo total a los qataríes, pese a que Estados Unidos presiona para acabar la discordia. Al mismo tiempo, en un sorprendente giro, Mohamed bin Salman no descarta llegar a acuerdos con Irán: ha pedido al primer ministro iraquí, Mustafá al-Kazemi, que inicie una mediación entre Riad y Teherán. De hecho, Arabia teme que Estados Unidos llegue a un nuevo acomodo con Irán tras la liquidación del acuerdo 5+1, y ello limite su hasta ahora incondicional apoyo a la monarquía saudita.

La intervención militar extranjera en Yemen, dirigida por Arabia con la aprobación de Estados Unidos, de la mano de Mohamed bin Salmán, principal impulsor de la agresión, ha creado la mayor crisis humanitaria del planeta: no sólo ha arrasado las infraestructuras del país, incluidas escuelas y hospitales, sino que ha abandonado a su suerte a los yemeníes afectados por la hambruna, agravada con un mortal brote de cólera. Cinco años de guerra en Yemen y cuatro de bloqueo, con un gobierno apoyado por Arabia enfrentado a los hutíes (que controlan el norte del país con la capital, Sanáa) respaldados por Irán, han destruido el país, que se enfrenta ahora al fantasma de la fragmentación. La agresión de Arabia no es la primera: Yemen ha sufrido reiterados ataques de Riad y sus aliados que se remontan a las intervenciones militares en los años sesenta y setenta del siglo pasado contra la República Democrática Popular del Yemen (o Yemen del sur), que se proclamó socialista, y soportó también los bombardeos británicos en esos años.

Las diferencias en el bando gubernamental que apoya a Abd Rabbuh Mansur al-Hadi aumentan. Mohamed bin Salmán forzó un acuerdo en un encuentro en Riad en noviembre de 2019 que suponía en la práctica un reparto del poder de Al-Hadi con los separatistas del sur que forman parte de su facción. Pero los problemas para el gobierno de Al-Hadi (que mantiene la capitalidad provisional en Adén, y la efectiva en Riad) aumentan tras la reciente proclamación del Consejo de Transición del sur,que se reclama gobierno de la parte meridional del país y anuncia la autonomía de Adén: las milicias del Consejo de apoderaron del puerto y aeropuerto de Adén y de todos los ministerios adscritos a Al-Hadi. A mediados de mayo, los combates se sucedían en Zinjibar, la capital de Abyan, mientras el gobierno respaldado por Arabia intentaba recuperar la ciudad. Tanto los atacantes como los soldados del Consejo son aliados contra los hutíes, por lo que esos enfrentamientos abren una nueva guerra dentro de la guerra yemenita. Por su parte, los hutíes, dirigidos Adbel Malik al-Huti y por Mahdi al-Mashat, presidente del Consejo Político Supremo, forman parte de una rama del chiísmo que agrupa a la tercera parte de los yemenitas, y su principal organización, Ansarolá, es un movimiento de extrema derecha de inspiración religiosa, aunque se proclama antiimperialista y rechaza abiertamente al yihadismo islamista, el wahabismo de Arabia, así como a Israel y Estados Unidos, y mantiene lazos con Irán y el Hezbolá libanés. De hecho, los enfrentamientos religiosos actuales enmascaran las anteriores luchas contra la desmedida corrupción del régimen de Alí Abdullah Saleh, que dominó el país durante más de veinte años, hasta 2012, y ocultan las disputas entre la izquierda y los nacionalistas de inspiración nasserista con los partidarios de la monarquía y los clientes de Riad.

Al tiempo, la coalición internacional que dirige Arabia en Yemen se resquebraja: Abu Dabi optó en 2019 por desvincularse de la guerra (los hutíes consiguieron atacar su aeropuerto internacional), y los Emiratos Árabes Unidos fracturan de hecho la alianza porque se han convertido en los padrinos políticos del Consejo de Transición del Sur. Los Emiratos Árabes Unidos (dirigidos por Abu Dabi con Jalifa bin Zayed, y por el príncipe heredero, su hermano Mohamed bin Zayed, otro inquietante personaje como Mohamed bin Salmán) tienen sus propios objetivos en Yemen. A su vez, Qatar, enfrentada a Arabia y también a los Emiratos, utiliza su cadena de televisión, Al Jazeera (la más sintonizada en el mundo árabe) para denunciar la devastación yemenita, no por sentimientos humanitarios sino para comprometer a Riad.

Tres. En Iraq, la situación es desesperada, y los gobiernos dependen de las milicias de distintos partidos. La ocupación militar norteamericana (justificada desde 2014 para combatir a Daesh), la insatisfacción por las duras condiciones de vida, la corrupción, el reparto sectario del poder que ha dado lugar al enriquecimiento de los dirigentes del gobierno, una sanidad casi inexistente, la falta de trabajo, los deficientes servicios, la falta de agua potable en las casas, y el enorme retroceso de las mujeres que padecen con frecuencia asesinatos por islamistas por no llevar hijab, son la muestra de la práctica destrucción del país. Ese caos condujo a la rebelión de octubre de 2019, el hirak; aunque las protestas intermitentes se iniciaron con fuerza ya desde 2011, con la participación de los comunistas. Adel Abdul Mahdi dimitó en noviembre pero se mantuvo provisionalmente como primer ministro, sin que los candidatos a sucederle pudieran lograr apoyo parlamentario. El 5 de febrero, partidarios de Muqtada al-Sadr, el clérigo chiíta que dirige el Movimiento Sadrista y las milicias del Ejército de al-Mahdi, quemaron un campamento de manifestantes asesinando a once personas, y la dura represión desde 2019 ha causado en las calles más de ochocientos muertos y treinta mil heridos. La pandemia limitó después las protestas callejeras, aunque en algunas ciudades existen campamentos de amotinados, como en la plaza Tahrir de Bagdad. La penuria es aprovechada por partidos islamistas que desempeñan en algunas regiones del país un papel asistencial, y la influencia iraní es rechazada por muchos iraquíes, como la norteamericana. El gobierno acusó a los manifestantes de actuar a las órdenes de Estados Unidos, y llegó a pedir, en enero, que el Consejo de Seguridad de la ONU condenase la actividad de Irán y de Estados Unidos en el país.

En febrero, el régimen, controlado por partidos islamistas, se vio ante el golpe de Muqtada al-Sadr cuando éste, tras ordenar la retirada de sus seguidores del movimiento de protesta, volvió a pedirles que regresaran a las plazas para controlar así el descontento, creando el espejismo de que su candidato a primer ministro era el preferido por los manifestantes. Finalmente, en mayo, el antiguo colaborador de la emisora de la CIA Radio Free Europe/Radio Liberty y despuésjefe de los servicios secretos iraquíes, Mustafa Al-Kadhimi se convirtió en primer ministro con las mismas limitaciones que había tenido Mahdi: las leyes de la ocupación por Estados Unidos en 2003, que fuerzan a un reparto religioso y sectario del poder, el muhasasa. Y de nuevo se han iniciado las protestas, duramente reprimidas por la policía, aunque han forzado al primer ministro a poner en libertad a todos los detenidos en las protestas callejeras desde el mes de octubre de 2019, y a investigar la muerte de más de quinientos manifestantes por francotiradores de milicias y del ejército.

Al-Kadhimi busca un equilibrio internacional para consolidar a su gobierno, y ha invitado a Putin a visitar Bagdad. Rusia apoya a Iraq con el objetivo de pacificar el país y la región, y está también interesada en abrir vías de explotación para sus empresas petroleras y gasista y para limitar la influencia norteamericana. El nuevo gobierno examina incluso la posibilidad de comprar los sistemas S-400 rusos, en un momento en que Estados Unidos, junto con los militares aliados de Australia e Italia destinados allí, abandona la base aérea de Al-Taqaddum, en Habbaniyah, a ochenta kilómetros de Bagdad. Pero la tensión y el caos continúan ahogando al país: el norte kurdo está en manos del corrupto clan de los Barzani, presidida la región autónoma ahora por Nechirvan Barzani, sobrino del viejo Masud; muchas ciudades iraquíes están destruidas, en Basora fluyen aguas fecales en los grifos de las casas, y las milicias enfrentadas luchan por sus territorios y por su fe, prisioneros de la división sectaria que impulsó Estados Unidos: la sede en Bagdad de la cadena de televisión de Arabia, MBC, fue ocupada por milicianos proiraníes de Hashd Al-Shaabi, las Fuerzas de Movilización Popular, PMF, porque la emisora había calificado a Abu Mahdi Al-Muhandis (su líder, asesinado por Estados Unidos junto a Qasem Soleimani) de terrorista.

Tras Egipto y Turquía, Irán es el país más poblado de la región, y se enfrenta a un angustioso futuro, amenazado por la guerra. La operación norteamericana para asesinar al general Qasem Soleimani, las nuevas sanciones económicas impuestas por Washington, la recurrente acusación a Teherán de que financia el terrorismo, y la exigencia de que el régimen de los ayatolás retire a sus tropas de Siria y renuncie a disponer de armamento nuclear, dibujan el acoso de Estados Unidos a Irán. El abandono unilateral por Washington (que Pekín, Moscú y Bruselas consideraron innecesario y perjudicial) del acuerdo nuclear 5+1, ha llevado al gobierno de Jatamí a dejar de cumplir algunas de las obligaciones comprometidas en él. Trump, espoleado por la presión israelí, consideró que el acuerdo de 2015 con Teherán, firmado con Obama, era insatisfactorio y no contempla el programa de misiles iraní, además de limitar las obligaciones de Teherán sólo hasta 2025. Pese a que la OIEA y las propias agencias norteamericanas admitieron que Irán cumplía con las obligaciones del acuerdo, Trump decidió romperlo: busca el derrocamiento del régimen, de momento a través de la presión diplomática, de la asfixia económica y de operaciones terroristas encubiertas. Curiosamente, antes de que Trump rompiera el convenio nuclear el régimen iraní estaba dispuesto a un entendimiento con Washington que dejase atrás décadas de disputas.

Las sanciones norteamericanas han creado una difícil situación, sobre todo en las entidades financieras, en el transporte y en la producción petrolera, agravadas por la caída de los precios del crudo. A finales de 2018, Trump decretó nuevas sanciones contra la industria petrolera iraní y contra su sistema bancario, impidiendo la relación con el sistema SWIFT, y persigue prorrogar el embargo de armas a Irán que acordó el Consejo de Seguridad de la ONU y que finaliza en octubre de 2020, pese a que Rusia y China se oponen a extender el embargo. Aunque Estados Unidos intenta desestabilizar a Irán, las grandes protestas en el país de finales de 2019 no fueron inspiradas por los norteamericanos, aunque intentasen después utilizarlas: la agudización de la crisis, el aumento del precio de la gasolina, los cupos para su adquisición y la precariedad fueron el detonante de las manifestaciones, duramente reprimidas por el régimen teocrático, cuyas fuerzas de seguridad causaron varios centenares de muertos y miles de heridos, en una de las más sanguinarias represiones de los últimos años. La gravísima situación económica ha forzada al Majlis a cambiar la moneda oficial, el rial, por una nueva divisa, el tomán, suprimiendo cuatro ceros en los billetes en un intento de contener la inflación. Irán ha aumentado su influencia en Iraq, y el nuevo gobierno de Bagdad se muestra receptivo: el ministro de defensa iraquí, Yuma Anad Saadoun, ya ha iniciado conversaciones para incrementar la cooperación militar con Teherán. En el tablero, la permanente amenaza norteamericana, el temor a una nueva guerra en la región, y la imprevisible actuación de Netanyahu y de Mohamed bin Samán, rivales regionales y enemigos poderosos: Israel dispone de armamento atómico y Arabia quintuplica el presupuesto militar iraní.

En Afganistán, las elecciones de septiembre de 2019 se celebraron con la habitual compra de votos y procedimientos fraudulentos, que ha sido la tónica desde la invasión del país y el establecimiento del primer gobierno impuesto por Estados Unidos, aunque ello no ha evitado las luchas de banderías. En marzo de 2020, tanto el presidente Ashraf Ghani como el vicepresidente Abdullah Abdullah tomaron posesión en Kabul, configurando una efímera dualidad de poder que se complicó por las ambiciones de otros grupos, como el del expresidente Hamid Karzai. Las presiones norteamericanas lograron después un acuerdo entre las dos partes con la formación de un gobierno de unidad, donde Ghani retiene los principales mecanismos de poder y Abdullah pasa a presidir el Alto Consejo de Reconciliación Nacional, decisiones que los talibán contestaron con nuevos atentados. Rusia, China, Irán y Pakistán apoyan negociaciones para terminar la guerra y para la retirada de tropas extranjeras del país, que son básicamente las norteamericanas y las de sus aliados de la OTAN.

Estados Unidos, que llegó a tener en el país ciento diez mil soldados en 2011, mantiene todavía trece mil, pero el acuerdo firmado en febrero con los talibán (en Qatar, con presencia de Pompeo) estipula su retirada en un plazo de catorce meses. Washington apuesta por un acuerdo negociado entre los distintos sectores políticos del país, incluidos los talibán, para asegurar que el país se mantenga dentro del área de influencia norteamericana. El propio Donald Trump habló con el mulá Abdul Baradar Akhund, el dirigente talibán que negoció el acuerdo. En una muestra más de una disparatada estrategia, Estados Unidos aceptó la exigencia talibán de dejar fuera del acuerdo al gobierno de Ghani mientras, en nombre de éste, aceptaba la exigencia talibán de que cinco mil de sus miembros encarcelados fueran puestos en libertad. Ghani se oponía pero acabó cediendo, y ya ha empezado a liberar a centenares de presos talibán de la cárcel de Bagram. La base norteamericana de Lashkar Gah y otra en Herat están en proceso de desmantelamiento, aunque los enfrentamientos no se han detenido, incluso han aumentado en muchas regiones: los talibán siguen atacando a las fuerzas gubernamentales, aunque se abstienen de hostigar a los norteamericanos. La invasión norteamericana ha destruido el país y no ha conseguido ninguno de sus objetivos; la producción de opio ha aumentado, buena parte de la población se encuentra desnutrida, y existen centenares de miles de desplazados internos.

Cuatro. Convertida Libia en un Estado fallido tras la intervención norteamericana, francesa y británica de 2011, el enfrentamiento entre el gobierno de Acuerdo Nacional de Trípoli y las tropas del mariscal Haftar, de Tobruk, añadido a la persistencia de áreas controladas por señores de la guerra y milicias, al tráfico de seres humanos y a la existencia de mercados de esclavos, ha creado un infierno a las puertas de Europa. Los enfrentamientos entre los dos bandos principales han llevado también a suspender las exportaciones de petróleo desde puertos como Marsa Brega, Zuwetina, Ras Lanuf, Al Hariga y Sidra, y la vida de los libios se ha reducido a la subsistencia extrema, prisioneros de los grupos armados que campan por todo el país. El endiablado laberinto libio lleva a que Turquía, Italia y Qatar apoyen al gobierno de Fayez al-Sarraj, mientras Francia, Egipto y Arabia apoyan a Haftar, un hombre que colaboró con la CIA y fue utilizado por Washington en los años de su acoso a Gadafi. Hoy, Estados Unidos acusa a Rusia y Siria de ayudar a Haftar, e incluso de mandar cazas Mig y trasladar a combatientes desde Siria para apoyarlo, además de hacerles responsable de la supuesta presencia del grupo militar ruso Wagner, y su Departamento de Estado denuncia que Moscú busca conseguir “ventajas políticas” en Libia, extremos que Moscú niega. Las tropas de Haftar se encuentran cerca de Trípoli, pero el gobierno de Fayez al-Sarraj ha conseguido detenerlas gracias a la ayuda turca, que suministra drones de bombardeo y baterías antiaéreas. Por su parte, la Unión Europea, atada por las diferencias entre Francia, Italia y Alemania, apoya el llamado proceso de Berlín para una solución negociada entre las partes, como hacen Estados Unidos y la OTAN, pero al mismo tiempo financia a la corrupta y criminal guardia costera del gobierno de Al-Sarraj: Bruselas está más preocupada por la llegada incontrolada a Europa de inmigrantes desde las costas libias que por la desesperada situación de la población local, de los fugitivos que llegan de los países del Sahel, y de los mercados de esclavos.

Egipto, que ya ha superado los cien millones de habitantes, dispone de tierras cultivables en apenas un cinco por ciento de su territorio, y el agua del Nilo es su principal riqueza; sufre una gravísima crisis económica, y la dictadura militar del general Al-Sisi gobierna, desde el golpe de Estado de 2013, recurriendo a la más dura represión de las protestas sociales y aplastando a las incursiones islamistas. El Cairo, que apoya a Haftar en Libia, mantiene un duro enfrentamiento con Etiopía por la presa Al Nahda que construye Addis Abeba y que apoya Sudán; las negociaciones que se celebraron en Washington no han dado ningún resultado hasta el momento, pero Estados Unidos intenta mantener las conversaciones bajo su paraguas diplomático. El gobierno de Al-Sisi afronta además la pandemia, la actividad de los grupos islamistas, y rechaza las pretensiones etíopes sobre el volumen de agua del Nilo que puede retener en Al Nahda. El Cairo espera el apoyo de Arabia y de los Emiratos Árabes Unidos, aunque también recela de sus inversiones en el proyecto, mientras Etiopía confía en la defensa militar israelí y en Estados Unidos. En 2016, el dictador Al-Sisi cedió a Arabia dos islas sobre el Mar Rojo, Tirán y Sanafir, que cierran el golfo de Aqaba, decisión que, aunque pertenecían históricamente a Arabia, suscitó críticas en Egipto. Riad quiere utilizar esas islas para construir un puente que comunique la futurista Neom con Sharm el-Sheij: Arabia con la península del Sinaí.

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Estados Unidos y sus aliados occidentales (Gran Bretaña, Francia) deberían abandonar Oriente Medio: es un requisito imprescindible para que la región deje de ser el escenario de la guerra, el caos y la destrucción en que la ha sumido el imperialismo en el último siglo, agravado en las dos últimas décadas por las guerras norteamericanas. Pero que esa salida norteamericana sea necesaria, vital, no quiere decir que vaya a producirse, aunque los países de Oriente Medio sigan viviendo sobre arenas movedizas. Con el mundo mirando cada vez más hacia la gran región del Asia-Pacífico, Oriente Medio ha perdido importancia estratégica, pero continúa siendo un nudo vital para la producción y distribución de energía y uno de los principales escenarios de confrontación de las grandes potencias, y aunque Estados Unidos está redirigiendo su atención y sus recursos hacia el Pacífico no va a abandonar la región: está reevaluando sus objetivos, adaptándose a la nueva realidad y trasladando la mayor parte de sus fuerzas militares hacia las áreas donde se está configurando el nuevo equilibrio mundial, que ya no es unipolar pese a la arrogancia norteamericana. Y Estados Unidos ha decidido apostar fuerte, con la mirada puesta en Pekín y Moscú sin dejar por ello los torturados escenarios de Oriente Medio. El descubrimiento de una relativa debilidad y la disminución de su peso en el mundo no llevan a Washington a la prudencia, sino a la aventura, al incremento de la presión y, tal vez, conduzca al planeta al caos y la guerra. El inquietante anuncio de Georgette Mosbacher, embajadora norteamericana en Varsovia, sobre la posible instalación de armas nucleares en Polonia; el envío de portaaviones a los mares cercanos a China, el abandono estadounidense del Tratado INF, su anunciada salida del Tratado de Cielos Abiertos y las alusiones al fin del Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares y del Tratado START III son malas señales para un mundo que renquea. Si Trump y otros gobernantes norteamericanos utilizan un lenguaje agresivo, bélico, y lanzan amenazas contra China y Rusia, si desenfundan revólveres y disparan sanciones, si diseñan ejercicios de guerra en el Pentágono para amedrentar al mundo, ello significa que los días de su dominio solitario del mundo han terminado: son ya un recuerdo del pasado, pero eso no asegura la paz.