Alguien de infausta memoria -jefe fascista por más señas- dejó como divisa la afirmación de que una mentira repetida se convierte en verdad. Siguiendo esa línea de pensamiento, un silencio persistente llegaría a ocultar la realidad por los siglos de los siglos. Pero no creamos ni lo uno ni lo otro. La mentira podría derivar […]
Alguien de infausta memoria -jefe fascista por más señas- dejó como divisa la afirmación de que una mentira repetida se convierte en verdad. Siguiendo esa línea de pensamiento, un silencio persistente llegaría a ocultar la realidad por los siglos de los siglos. Pero no creamos ni lo uno ni lo otro. La mentira podría derivar si acaso en apariencia de verdad. Y siempre habrá hendijas por donde se filtre la luz de la objetividad, a pesar incluso de esos maestros del arte de la manipulación que son los heraldos del Imperio. Los grandes medios.
Medios que se emplean a fondo en asuntos de importancia «suprema», como la justificación de los intentos secesionistas en el Tíbet, territorio inalienable de China de acuerdo con la aceptada legislación internacional; y machacan sobre la actuación «teratológica», «anómala», de los «díscolos» Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa -presidentes de Venezuela, Bolivia y Ecuador, respectivamente-, mientras callan, como damiselas reticentes, el inocultable estado de cosas en ese «oscuro lugar del mundo» llamado Afganistán.
Sí, según Falsimedia -apunta un colega del digital Insurgente- en esa nación «no hay guerra, siquiera ocupación, sino unos cuantos talibanes anclados en el medioevo que quieren volver al poder, pero los afganos, que son seres afortunados, tienen allí a miles de soldados extranjeros para impedirlo y de paso construir hospitales y carreteras, como si se tratara de una ONG andando».
No por festiva, y de alguna manera hiperbólica, la aseveración citada carece de basamento. Habrá que cribar la hojarasca, contrastar un rimero de fuentes, para llegar a conclusiones atinadas, al reflejo más aproximado de lo que está sucediendo. Y como parte de esas conclusiones, de ese reflejo, recordemos a los avisados y comuniquemos a los desavisados que a estas alturas los talibanes ocupan (han reocupado) alrededor del 54 ciento del país.
Algunos analistas aprecian en esta epifanía, en este renacimiento de la insurgencia nacional-fundamentalista, las consecuencias del abandono en la reconstrucción en las zonas pashtunes del sur y del oeste -la mencionada milicia procede fundamentalmente de estas tribus-; otros señalan el apoyo que les brindan ciertas autoridades paquistaníes. Para nosotros, que no negamos ninguna de esas posibilidades, se trata principalmente de la conocida lógica de las fuerzas de acción y reacción. Sin ánimos reduccionistas -la física aquí nos sirve más bien de imagen, de analogía-, anotemos que a mayor matanza de civiles, más muertos entre las tropas de ocupación. Es un hecho.
Aunque las fuentes no coinciden, el monto resulta alto en todos los casos. Conforme a algunas, más de seis mil 300 personas murieron en el 2007 de resultas de la asimétrica guerra. Otras precisan que unos dos mil civiles, 500 de los cuales cayeron a expensas de bombardeos aéreos y operaciones terrestres de la OTAN. Y la cifra debe de haberse disparado en andas de los últimos atentados, que están cobrando los mismos visos de los que se producen en Iraq: hombres o mujeres-bomba, suicidas como protagonistas. ¿La respuesta? Si en el 2006 fueron ultimados 191 efectivos de las tropas extranjeras, el siguiente año las bajas mortales sumaron 220.
¿Eterno retorno?
En sus afanes expansionistas, las metrópolis no suelen acompañarse de buena memoria. Claro, con ella se negarían a sí mismas. Las actuales legiones «romanas» han olvidado cosas como las que nos reseña el politólogo Saúl Landau: «En el siglo XIX, el imperio británico sufrió desastrosas pérdidas cuando invadió Afganistán y erigió un régimen títere en Kabul, al igual que hizo Estados Unidos con Hamid Karzai después de la invasión de Bush, en 2001. El títere cayó rápidamente cuando los británicos no pudieron aplastar la resistencia.»
Al ordenar la cruzada, W. Bush ignoraba (todavía ignora) olímpicamente hechos como el descrito, y otros como la muerte de unos 15 mil integrantes del Ejército Rojo entre 1979 y 1998, cuando los soviéticos se retiraron, afrontando una humillación que, en el criterio de observadores, contribuyó a la implosión de la superpotencia.
Hoy, luego de seis años de enfrentamientos, surgen cada vez más dudas sobre la utilidad de la estrategia bélica. ¿Por qué el «irreductible» presidente Karzai se aviene a un diálogo con la resistencia, aunque salve su honrilla proclamando que solo platicará con aquellos que no formen parte de la red Al Qaeda y que se comprometan a cesar en el empuje y a aceptar la actual Constitución? Bueno, esto se debe a factores como el incremento en 30 por ciento de los atentados suicidas y el que los incidentes violentos hayan alcanzado una media de 550 al mes, frente a los 452 ocurridos en 2006.
Paso a paso la resistencia se impone. A golpe de arrojo e inteligencia, pues solo posee armas de infantería para frenar, neutralizar y vencer a los invasores. Los talibanes están mostrando una flexibilidad digamos antitalibánica a la hora de pergeñar tácticas como eludir a las fuerzas internacionales, encabezadas por Estados Unidos, y a los soldados afganos, y de concentrar las emboscadas, los ataques y los atentados con minas contra los efectivos policiales. De marzo de 2006 a enero de 2007 perecieron a causa de esa embestida nada menos que 850 agentes del orden, de los 73 mil con que cuenta Afganistán.
Para mayor exhibición de lucidez, los fundamentalistas les están franqueando las puertas a los «señores de la guerra», sus antiguos enemigos, que paulatinamente se van sumando a la lucha de liberación nacional. Lucha con perspectivas de explayarse, rompiendo el dique de las diferencias de credo, y hasta étnicas, pues un creciente número de afganos están expresando su descontento con el gabinete «nacional» -lo entrecomillamos por impuesto- y la presencia foránea en el país, a causa de la rampante corrupción gubernamental y el lento ritmo de la reconstrucción. «El apoyo a las instituciones extranjeras se encuentra en su punto más bajo», advierten expertos citados por la agencia noticiosa IPS.
Ahora, la cruzada «redentora» de Occidente se quiebra internamente también. La OTAN, que comanda la Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad desplegada por mandato de las Naciones Unidas, continúa abocada a una crisis de gigantescas proporciones, pues ha caído en saco roto la demanda de otros dos mil 500 militares hecha por EEUU, Gran Bretaña y Canadá a los restantes 23 miembros de la Alianza con el objetivo de afrontar el recrudecimiento de la resistencia en el sur. A todas luces, nadie quiere poner el muerto, para decirlo en buen romance.
No de balde el jefe del Pentágono, Robert Gates, afirmaba recientemente que la OTAN, en conjunto, no ha cumplido los fines de la misión, entre otras razones por «la falta de estrategia y coordinación entre las fuerzas en el terreno», unos 50 mil efectivos, de 40 naciones. Reclamo que calza la aseveración de numerosos expertos en el sentido de que a USA le resulta cada vez más difícil encontrar aliados para intervenciones militares.
Incluso si Washington apostara más por la reconstrucción civil, al parecer olvidada o en precario por las hendiduras que la corrupción oficial causa en el zurrón de las erogaciones, le sería «extremadamente difícil» hallar compañeros, conforme a un estudio del Instituto Internacional de Estudios Estratégicos que, asimismo, predice la intensificación de la insurgencia.
Algo sumamente riesgoso para el Tío Sam, que tiene en Afganistán, a más de una vía expedita para el petróleo y el gas desde el Asia Central, una base inmejorable desde la cual intervenir rápidamente en el «diabólico» Irán, supervisar a tiro de piedra las actividades de Rusia y sus presuntos satélites, e intervenir si se volviese «demasiado peligrosa» la China emergente… Algo que explica cabalmente por qué los nuncios del Sistema, los grandes medios, siguen la línea de pensamiento de que una mentira repetida se convierte en verdad, tratando de establecer en la práctica la máxima de que el silencio persistente llega a ocultar la realidad por los siglos de los siglos.