En el año 2001 se celebró en Durban, Sudáfrica, la I Conferencia Mundial contra el Racismo convocada por las Naciones Unidas. En ella participaron una treintena de Presidentes y Jefes de Gobierno de todo el mundo, así como 166 ministros de Asuntos Exteriores, de Servicios Sociales o de Trabajo. Igualmente, como observadores, estuvieron presentes decenas […]
En el año 2001 se celebró en Durban, Sudáfrica, la I Conferencia Mundial contra el Racismo convocada por las Naciones Unidas. En ella participaron una treintena de Presidentes y Jefes de Gobierno de todo el mundo, así como 166 ministros de Asuntos Exteriores, de Servicios Sociales o de Trabajo. Igualmente, como observadores, estuvieron presentes decenas de ONG, así como las organizaciones más representativas de los movimientos sociales y humanitarios del planeta. La delegación oficial española estuvo presidida por el Ministro de Trabajo y Asuntos Sociales, Juan Carlos Aparicio, así como por la Secretaria General de Asuntos Sociales, Concepción Dancausa. Igualmente, con la condición de observadores, el Ministro decidió invitar a otras personas entre las que se encontraban Francisca Sauquillo, el profesor Tomás Calvo Buezas y el presidente de la Unión Romani para que siguieran en directo el desarrollo de la Conferencia.
Así fue como vi el comienzo de la Conferencia
Así que cargado de ilusión llegué a Durban y creo que fui de los primeros en instalarme en el Centro Internacional de Convenciones con el fin de coger un buen sitio y poder ver y oír lo más cerca posible a buena parte de los líderes del mundo.
El aspecto del salón de Plenos de la Conferencia era impresionante. Estaba dividido en tres partes. La primera era una especie de escenario situado por encima del nivel del suelo de la gran sala. En el centro de la tarima había una mesa adornada con la bandera de la ONU. Tras ella se sentó para presidir el acto inaugural el señor Thabo Mbeki, Presidente de la República de Sudáfrica y el entonces Secretario General de las Naciones Unidas, Kofi Annan. Y a la derecha, sobre otras plataformas que se sucedían elevadas como en una escalera, se situaron las sillas más vistosas y elegantes, donde se sentaron los jefes de Estado que en aquel momento estaban en la ciudad. Allí fue donde vi, por primera vez, a Fidel Castro, a Yasser Arafat, y al resto de las personalidades que ocuparían aquel lugar de privilegio.
La segunda división de la gran sala, que empezaba al pie del escenario, era la destinada a los representantes ofciales de los 160 Estados presentes en la Conferencia. Cada Delegación contaba con una pequeña mesita sobre la que había un gran letrero con el nombre del país que debía ocupar aquel lugar, e inmediatamente detrás de la mesita, cuatro sillas, dos delante y las otras dos detrás, enfundadas en un vistoso tejido rojo. Inmediatamente localicé la que correspondía a España y esperé ansioso que llegaran nuestros representantes oficiales.
La tercera parte de la gran sala, donde yo me encontraba, era la reservada a los observadores acreditados por sus Gobiernos. En este espacio no había sitio señalado y cada uno podíamos sentarnos donde mejor nos pareciera. La separación entre los observadores y los ministros la constituía una franja expedita de unos cuatro metros de anchura sobre la que se había colocado una serie de soportes verticales de un metro de altura, separados convenientemente. Soportes que servían para sostener un grueso cordón de trenzado azul que los unía, unos a otros, por un gancho situado en la parte superior de la columnilla separadora. En esta franja estaban situados varios policías, muy elegantemente uniformados, que, supongo, estaban allí para garantizar la separación de los señores ministros del resto del personal.
El ministro español no aparecía por ninguna parte
En pocos minutos la sala se llenó hasta la bandera. Las altas personalidades ocuparon sus asientos y los señores ministros, acompañados de sus colaboradores fueron llenando las mesitas a ellos destinadas. Pero empecé a ponerme nervioso cuando vi que ya no faltaba nadie y que la mesita reservada a la delegación oficial española seguía vacía. Al fin, momentos antes de que el Secretario General de la ONU anunciara el comienzo de la Conferencia, entró la Delegación española y ocuparon sus asientos. Eran los embajadores de España en Johannesburgo y ante las Naciones Unidas y un funcionario del Ministerio. Pero solo eran tres. ¡Faltaba el ministro!, cuya silla permaneció vacía.
Dio comienzo la solemne sesión de apertura y escuche con atención las intervenciones de tantas e importantísimas personalidades. Debo decir que, previamente, el Secretario General de la ONU advirtió que sería muy estricto en la administración de los tiempos concedido a los oradores que sería el siguiente: los señores presidentes y Jefes de Estado dispondrían de diez minutos y los señores ministros de cinco minutos cada uno.
Pero la sesión continuaba, el tiempo avanzaba y el ministro español no llegaba. Mis ojos permanecían clavados en su silla vacía. Así, terminaron de hablar las más altas personalidades, y fue entonces cuando Koofi Annan dio la palabra a los ministros presentes advirtiéndoles que sería muy estricto en la utilización de los tiempos a ellos destinados. Así que, dirigiéndose a la Asamblea, dijo:
― Señores ministros que deseen hacer uso de la palabra en el siguiente turno, manifiéstenlo en voz alta poniéndose en pie.
Mi estado de ánimo era el de un volcán en erupción. El ministro español no llegaba y España iba a perder la oportunidad de fijar su postura sobre el racismo y la discriminación en una ocasión irrepetible. Y empezaron a oírse las voces de los representantes oficiales de los Estados manifestando su deseo de intervenir:
― Canadá, dijo el ministro norteamericano; Letonia, Filipinas, Cuba, México. Y así hasta diez que fueron los ministros que desearon intervenir. Y nuestro ministro sin aparecer. Yo esperaba que alguno de los embajadores levantara la voz en representación de nuestro país con el fin de dar tiempo a nuestro ministro que aún no había llegado. Pero no lo hicieron. Y en aquel momento tomé una decisión atrevida sin medir bien sus posibles consecuencias. Me levanté raudo y salté el cordón azul que separa a los observadores de los representantes oficiales. El policía más cercano se quedó tan sorprendido que no fue capaz de actuar para impedirme la veloz carrera con que llegué a la mesa que sostenía el letrero de nuestro país. Me senté en la silla reservada a nuestro ministro y desde ella, dirigiéndome a la presidencia de la Conferencia dije:
― ¡España!
Yo temblaba como las hojas de los árboles. Desde lo más profundo de mi corazón le pedía a Dios que apareciera el ministro para que pudiera hacer uso de la palabra cuando fuera llamado desde la tribuna. Los miembros de la delegación me dijeron que el avión en el que venía a Sudáfrica se había retrasado y que también esperaban que de un momento a otro se incorporaría. Sin embargo, debo manifestar que, aunque me trataron con respeto, me advirtieron de que mi comportamiento me podría traer muy graves consecuencias. Que yo había hecho uso de una facultad para la que no tenía autorización y que hablar en nombre de España, cuando no se tiene la legitimación ordinaria para hacerlo, podía ser un delito penalmente condenable.
― Por Dios, por Dios, que aparezca el ministro ―pedía yo desde lo más hondo de mi corazón. Pero el ministro seguía sin aparecer cuando atronaron en mis oídos las palabras del Secretario General de las Naciones Unidas diciendo:
― Tiene la palabra el señor Ministro de Trabajo y Asuntos Sociales representante del Reino de España.
Y me levanté y hablé. A pesar de que mis accidentales compañeros de mesa me advirtieron que midiera bien mis palabras no fuera a provocar algún tipo de conflicto diplomático.
E hice mi discurso. Empecé diciendo que yo no era el ministro de Trabajo y Asuntos Sociales de España pero que, en su ausencia, creía que podía exponer en la Conferencia la realidad de mi país y del mundo en lo concerniente al tratamiento racista y persecutorio que padecían los miembros de mi comunidad, los gitanos, en la mayoría de los países miembros de las Naciones Unidas.
Debo decir con un cierto rubor que mientras que el presidente de la Conferencia advirtió a algunos ministros que sus cinco minutos habían terminado, conmigo fue especialmente generoso porque estuve exponiendo mi relato durante casi nueve minutos y no me llamó la atención.
Al terminar, me senté en la silla ministerial e hice el gesto de marcharme al sitio de los observadores, pero mis «momentáneos» compañeros de Delegación me dijeron que no lo hiciera y que permaneciera sentado donde ya lo estaba.
Y fue en ese momento en el que el Presidente de la República de Cuba, Fidel Castro, pidió la palabra, para contestar a mi discurso. Han pasado los años y aún me emociona el recuerdo de sus palabras. Más o menos vino a decir lo siguiente:
― Quiero manifestar desde aquí mi completa conformidad con lo que ha dicho el representante de España. La lucha del pueblo gitano por defender sus derechos debe ser apoyada por esta Conferencia y así debe hacerse constar en su declaración final. Las palabras del representante español han sido palabras oportunas y llenas de legitimidad y sentido común.
A partir de ahí Fidel Castro se manifestó como el Fidel Castro que todos conocemos. Una vez en el uso de la palabra, con el fin de apoyar lo que yo había dicho, empezó a contar su experiencia con los gitanos europeos, especialmente con los que vivían bajo algún régimen comunista dependiente de la Unión Soviética. Mostró un especial conocimiento sobre la vida de los gitanos rumanos de los que, dijo, haber hablado en alguna ocasión con el presidente del país Nicolae Ceausescu.
Acabo. Cuando terminó la sesión tuve que atender a muchos medios de comunicación y especialmente a los españoles que, una vez más, me manifestaron su complacencia por mis palabras. Pero mis alarmas empezaron a sonar cuando un funcionario de la embajada española en Johannesburgo se me acercó para decirme:
― El señor ministro quiere verle y me pide que le diga si puede usted cenar esta noche con él.
Como es natural dije que sí. Y desde aquel mismo instante empezó a sentarme mal la cena a la que aún no había acudido
Cuando llegué al reservado donde suponía que estaba el ministro esperándome para echarme la gran bronca, me encontré con que alrededor de la mesa había, al menos, diez comensales. Y me dije: «El ministro quiere liberarse de cualquier responsabilidad llamándome la atención ante testigos por haber ocupado su puesto sin haber sido autorizado para ello».
Pero no fue así, Juan Carlos Aparicio Pérez, que fue un buen Ministro de Trabajo y Asuntos Sociales, se acercó a mí, me estrechó fuertemente la mano, y adivinando mi estado de ánimo, me dijo:
― No te preocupes lo más mínimo. Lo has hecho estupendamente bien. He pedido la grabación de tus palabras y las he oído. Y quiero decirte que has dejado el nombre de España en la mejor posición para que podamos, a partir de mañana, defender nuestra postura con mayor fuerza y autoridad. Además, después de lo que ha dicho de tu intervención Fidel Castro, ¿Quién puede dudar de lo oportuno que has estado? Así que siéntate y vamos a cenar tranquilamente.
Pero no acaba aquí la historia
Al día siguiente varios miembros de nuestra delegación y yo estábamos dando un paseo por una de las calles de Durban cuando fuimos sorprendidos por las sirenas de unas motos enormes que montaban cuatro policías, dos delante y dos detrás de un gran coche negro. Con el fin de no ser atropellados nos refugiamos en el acceso de entrada de un gran hotel a cuyas puertas nos encontrábamos. Pero resulta que el mandatario que iba tan escoltado se dirigía a ese mismo hotel, por lo que el coche se paró prácticamente delante de nuestras narices. Y de él se bajó Fidel Castro que inmediatamente fue rodeado por su escolta personal para introducirlo en el hotel.
― ¡Señor Presidente, señor Presidente! ―dije levantando la voz con el fin de llamar su atención, cosa que conseguí porque Fidel Castro frenó su andadura y se me quedó mirando sorprendido―. Señor presidente, perdóneme la interrupción. Soy el ciudadano español que intervino ayer en el pleno de la Conferencia y quiero aprovechar la oportunidad de tenerle tan cerca para darle las gracias por sus palabras. De verdad, señor Presidente, muchas gracias.
Y entonces sucedió lo que nunca pude imaginar. Fidel Castro me escudriñó con la mirada, apartó con la mano al escolta que se interponía entre los dos y dijo:
― Bueno, bueno, hombre, es que me impresionó mucho lo que usted dijo. Así que usted ¿es gitano? Venga conmigo que quiero hablar con usted.
Hizo un gesto para que los escoltas me dejaran acercarme a él y tomándome por el brazo entramos juntos en el hotel donde con tranquilidad sostuvimos una agradable conversación. Me preguntó un sinfín de cosas sobre los gitanos al tiempo que me transmitió sus sentimientos sobre nuestra cultura y nuestra especial manera de entender y valorar la libertad.
Descanse en paz y que Dios le perdone, como a todos nosotros, las cosas malas que hayamos podido hacer a lo largo de nuestras vidas.
Juan de Dios Ramírez-Heredia. Abogado y periodista. Presidente de Unión Romani.
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