La descomunal marcha de la ciudadanía mexicana el pasado domingo constituyó un claro síntoma de que la sociedad ha llegado al límite de la paciencia. No es posible tolerar más la obvia debilidad de las autoridades frente al hampa descontrolada. Los secuestros, asaltos, robos y asesinatos se han convertido en el contorno definidor de la […]
La descomunal marcha de la ciudadanía mexicana el pasado domingo constituyó un claro síntoma de que la sociedad ha llegado al límite de la paciencia. No es posible tolerar más la obvia debilidad de las autoridades frente al hampa descontrolada. Los secuestros, asaltos, robos y asesinatos se han convertido en el contorno definidor de la vida cotidiana. Es difícil conocer alguna familia donde alguno de sus miembros no haya sufrido la violencia. Todos se muestran ansiosos, desesperanzados por el abandono en que se sienten, por la falta de amparo que el Estado está comprometido a dispensar a sus ciudadanos.
El principal problema consiste es la desigualdad social. Como decía una de las pancartas del desfile «los ricos no conocerán la paz mientras los pobres sufran la injusticia»: breve resumen del conflicto. En un país donde la mitad de su población se halla en el umbral de la pobreza o por debajo de la línea de la miseria, no es posible disfrutar de armonía social. La delincuencia es el refugio de los desesperados, de los desdichados sin futuro, de aquellos que se unen al terrorismo de la marginación social porque no ven otro camino para salir de su abatimiento y su penuria que despojar por la fuerza a quienes poseen.
El segundo problema es la complicidad de las autoridades. Es sabido que muchos miembros de los cuerpos policiacos, de los principales organismos encargados de cuidar el orden, son los cómplices, cuando no inductores o perpetradores, de los hechos de violencia. Es una tarea ardua, salvar ese escollo. Disolver las llamadas fuerzas del orden y recomenzar un reclutamiento basado en la honestidad y capacitación profesional es una empresa poco menos que imposible, dada la extensión y vigor que ha alcanzado ese cáncer. Pero mientras no se proceda a una purga radical de elementos sospechosos de alianza con el crimen, dentro de las filas de agentes actualmente en funciones, nada podrá hacerse para enmendar este morbo. No existe, hasta ahora, un gobierno dispuesto a enfrentar ese alto riesgo, que pudiera desatar conspiraciones, insumisión, desacatos y subversión.
El tercer problema es el narcotráfico. El comercio minorista y la circulación mayorista de estupefacientes en territorio mexicano es una de las causas de este desorden imperante. El mercadeo de estupefacientes es el más grande negocio de la época contemporánea, comparable, quizás, a la envergadura de la extracción y suministro de energéticos. Los grandes cárteles del petróleo son responsables de los atentados contra la soberanía de los estados, de las expediciones militares para la rapiña de la riqueza ajena. El narcotráfico es la causa de la violencia interna, de los crímenes en el marco íntimo de la nación. Las luchas entre pandillas por el predominio de jurisdicciones crean un desequilibrio del orden ciudadano que repercute en todos los órdenes. Grandes negocios, como los secuestros a miembros de los sectores acaudalados, son alentados desde las narcomafias.
El cuarto problema es político. Los dirigentes de partidos y de gobiernos tratan de echarse mutuamente las culpas del desorden social. En lugar de coordinar esfuerzos para enfrentarse al dilema han iniciado campañas mediáticas para perjudicar su imagen respectiva. Ninguno está seriamente comprometido con una cruzada a fondo contra el crimen. Las responsabilidades competen tanto a las autoridades locales como federales. Ambas instancias se salpican de lodos para arrastrar contra su adversario a una opinión pública encolerizada. La inseguridad de México no puede convertirse en un panfleto electoral.
La marcha del domingo constituyó una clara señal de la impaciencia que todos los estratos sociales están experimentando ante esta ola de ofensas y vulneraciones. La Revolución Francesa comenzó con una marcha de las mujeres de París, iracundas por la falta de pan. Esa manifestación terminó convirtiéndose en una ola de inconformidad que terminó el orden aristocrático y dio paso al gobierno de la burguesía. La Revolución de Octubre inició su largo proceso con las demostraciones de protesta masivas, de un domingo en San Petersburgo, tras la derrota de Puerto Arturo.
En México existen zonas insurgentes, en Chiapas y otras regiones más, que no han constituido un verdadero desafío al poder por su falta de coordinación. La inconformidad actual es un caldo de cultivo para el estallido de ese polvorín en potencia. Hay que cuidar los centavos que los pesos se cuidarán solos. Si no se acaba drásticamente con la inseguridad social las pequeñas inconformidades se convertirán en considerables discrepancias y estas pueden ser el germen de otra gran revolución.