Traducido del italiano para Rebelión y Tlaxcala por Antonio Antón Fernández
Era el 7 de junio de 1981, se combatía la guerra Irán-Iraq destinada a durar 8 años. Hacia las 17:30, dieciséis cazas y bombarderos israelíes alcanzaron y destruyeron los laboratorios y el reactor nuclear iraquí de Al Tuwaitha, a veinte kilómetros de Bagdad. Se trataba de un reactor experimental adquirido en Francia por Sadam Husein, adquisición gestionada con la abierta colaboración francesa e italiana y el visto bueno de los estadounidenses. En los tiempos del rais era la única barrera contra el peligro representado por el Irán de Jomeini y sus «pasdaran» y, según el viejo principio «el enemigo de mi enemigo es mi amigo», muchos enviaban ayuda y armamento al nada fiable jefe iraquí.
En Francia la cesión de tecnologías a la naciente potencia de Oriente Próximo suscitó, al menos, cierto debate político, mientras que en Italia -quizás por la profunda complicidad de las empresas privadas más importantes y de aquellas que se hacían llamar «participaciones estatales»- el hecho mereció escasísima atención. En realidad, el primer ataque al reactor «Osirak» -contracción del nombre de la planta gemela «Osiris» (la muerte, para los antiguos egipcios), construido en Francia, y el nombre del país comprador- lo intentaron justamente los iraníes: el 30 de septiembre de 1980, apenas nueve días antes del inicio de la guerra, dos cazabombarderos Phantom habían lanzado ráfagas contra la instalación. Los daños fueron limitados, pero constarán como los primeros en sufrir un ataque a una estructura nuclear de la historia.
Cuando la comunidad internacional rechazaba los ataques preventivos
El ataque israelí fue un ejemplo de pericia técnica y absoluto desprecio de las reglas internacionales. El primer ministro Menahem Begin, todo el gobierno y el alto mando militar estaban convencidos de que la supervivencia de Israel dependía de la destrucción del potencial nuclear en ciernes de los iraquíes, y no tuvieron escrúpulos.
La oposición interna, representada por los laboristas, antes favorable a una vía de negociación, al final se limitó a tomar nota de los resultados de la actuación. A escala internacional, la ONU y la diplomacia protestaron vivamente; el Consejo de Seguridad, con el abierto apoyo de EEUU, aprobó la resolución 487, que censuraba la acción. La Carta de las Naciones Unidas, de hecho, no prevé en ningún caso la acción de guerra como primera opción y sólo admite la reacción armada como parte de un proceso acordado con la ONU misma o como legítima defensa ante una agresión militar directa, real y en curso. En ese momento nadie pensaba que se pudiese considerar lícita una «legítima defensa preventiva», tal como la habían definido los diplomáticos israelíes.
Un cuarto de siglo después la «legítima defensa preventiva» ha pasado a ser, al menos para muchas diplomacias, una opción factible para alcanzar sus objetivos. Y hoy interrumpir por la fuerza el programa nuclear iraní se considera un acto legítimo.
Cuando la responsabilidad y la apuesta por la paz chocan con la posibilidad de hacer negocios
La carrera nuclear en todo Oriente Próximo se debe a la ausencia de una clara toma de posición internacional a propósito del arsenal nuclear poseído por Israel y al afán poco disimulado de los saudíes por hacerse con su propio arsenal, al menos de misiles.
Occidente siempre está dispuesto a hacer negocios guiándose por el principio amigo/enemigo. Así ha sucedido en el caso de los nuevos submarinos israelíes; el gobierno rojiverde de Schröder había bloqueado la venta de naves a la marina israelí a la espera de aclarar tres puntos clave: dónde se habrían situado las naves, quién las habría pagado y, sobre todo, por qué se reclamaban una serie de modificaciones técnicas del proyecto original alemán, que hacían pensar en la posibilidad de que los submarinos lanzaran misiles crucero con cabeza nuclear.
En la peor de las hipótesis los navíos se situarían en el Golfo Pérsico -con la colaboración de alguna marina «amiga», entre las que actualmente abarrotan esas aguas-, el pago correría sólo en parte a cargo de Tel Aviv y las modificaciones permitirían el embarque de misiles «Popeye», capaces de transportar una cabeza nuclear de mediana potencia.
En Berlín ha cambiado el gobierno, se ha hecho la venta, las modificaciones «sospechosas» se harán en Alemania y en Israel, y el pago se repartirá en tres cuotas de 400 millones de euros: una a cargo de Israel, otra pagada por EEUU y la última por el propio gobierno alemán. Queda por ver si también estas naves irán a superpoblar el Golfo Pérsico, a más de mil kilómetros de su patria.
Cuando se oye hablar con desenvoltura de la «legítima defensa preventiva», más que discutir sobre la legitimidad o no de las acciones, se debería meditar sobre quién ha fomentado la carrera nuclear, embolsándose inmensas comisiones y arrojando al agujero negro de la guerra unos recursos que al mundo le serían de gran utilidad.
Fuente: http://www.peacereporter.net/dettaglio_articolo.php?idc=0&idart=5515
Paolo Busoni es historiador militar, colaborador de la ONG Emergency
Antonio Antón Fernández es miembro de Tlaxcala (www.tlaxcala.es), la red de traductores por la diversidad lingüística. Esta traducción es copyleft.