La problemática Las condiciones sociopolíticas, ambientales y económicas predominantes en el mundo capitalista de hoy, imponen a la humanidad -para sobrevivir‑ la obligada tarea de refundar la civilización humana bajo nuevos cánones, creándola y construyéndola a la vez en el proceso de búsqueda. Esto implica la realización impostergable de diversos, profundos y novedosos procesos de […]
La problemática
Las condiciones sociopolíticas, ambientales y económicas predominantes en el mundo capitalista de hoy, imponen a la humanidad -para sobrevivir‑ la obligada tarea de refundar la civilización humana bajo nuevos cánones, creándola y construyéndola a la vez en el proceso de búsqueda. Esto implica la realización impostergable de diversos, profundos y novedosos procesos de transformación social. Dichos procesos supondrán variados, complejos y prolongados caminos hacia lo nuevo. De conjunto estos procesos conformarán un largo período caracterizado, precisamente, por caminar en medio de certezas e incertidumbres, cambios, marchas y contramarchas, y por las búsquedas y construcciones -de modo integral‑ de lo nuevo. Este período se identifica tradicionalmente como transición, pero, ¿de qué transición se trata?, ¿hacia dónde?, ¿cómo y quiénes la realizarán?
La apuesta de transformación de la sociedad [Poder] desde abajo ‑dimensión política concreta en la que ubico estos planteamientos‑, replantea los contenidos, las tareas, y las vías de la transición hacia lo nuevo (hasta ahora conocida como transición socialista [Marx], o hacia el socialismo [Lenin]). La experiencia histórica de construcción de una sociedad superadora de los males del capitalismo, la conciencia de que es necesario construir nuevos paradigmas de desarrollo orientados a la justicia y equidad social, el cuidado y la preservación de la naturaleza, la necesidad de construir relaciones solidarias y fraternales entre todos los seres humanos, aunada a las crecientes y constantes luchas sociales contra el capitalismo neoliberal actual que se libran en los diversos rincones del planeta, han ido germinando reflexiones profundas acerca de cómo encarar esta problemática; atender a ellas es una prioritaria y necesaria labor.
Se trata de una actualización radical de los paradigmas que hasta hace poco rigieron el pensamiento y la acción revolucionaria para la transformación de la sociedad. Como está claro que no se trata de un cambio que se producirá de modo automático ni mecánico, para nuestra generación este desafío implica definir ‑teórica y prácticamente‑ cómo encarar la transición hacia lo nuevo; sin pretender cerrarle el camino creador a la vida social, se impone debatir acerca de los primeros pasos, de las formas y modalidades diversas que se están dando en la realidad, particularmente en América Latina, y acerca de los protagonistas, es decir, del sentido y la orientación de tales cambios. A continuación expongo elementos que considero centrales para estimular la reflexión colectiva acerca de esto.
El concepto de transición, distintas propuestas teóricas y prácticas
►En el pensamiento revolucionario, el concepto de transición emerge ligado a los planteos de Marx acerca del comunismo, particularmente en los debates referentes al Estado y su posible extinción o abolición luego del derrocamiento revolucionario del poder burgués. En polémica con pensadores y revolucionarios de su época, Marx expuso sus argumentos acerca de la imposibilidad de abolir el Estado. Su desaparición, objetivo del comunismo, requiere ‑afirmó él‑, de un proceso de extinción, proceso que se inicia con la revolución (toma del poder) de carácter socialista, que Marx define como período de transición al comunismo.
La transición socialista hacia el comunismo era posible, según Marx, en países con un capitalismo desarrollado, condición socioeconómica que constituyó una premisa central de su propuesta revolucionaria. De ella se desprendieron otras, que la fortalecían como tal premisa: el carácter internacional de la revolución, la presencia de la clase obrera madura en concentración y organización, sujeto histórico capaz de impulsar el desarrollo revolucionario hacia el socialismo y el comunismo, período en el cual se culminaría el proceso de extinción del Estado socialista y se negaría política y socialmente la propia clase obrera y su ideología como clase e ideología hegemónicas. [1] De ahí que Marx entendiera el proceso de transformación social como una revolución permanente hacia el comunismo. Esto se debía no solo a los cambios ininterrumpidos, sino también a la estimación de que la revolución ocurriría de conjunto o en cadena simultánea en los países desarrollados de Europa, ubicados -por su desarrollo‑ en la antesala para la revolución socialista.
Al reflexionar hoy sobre los planteamientos de Marx acerca de la transformación social, no puede omitirse que él no vivió la maduración del capitalismo en su conformación imperialista transnacional. No pudo prever entonces, la futura polarización de las riquezas a escala mundial [Samir Amin], y supuso que la situación del desarrollo capitalista europeo podría repetirse en las otras latitudes del planeta, por lo que consideró a ese desarrollo una condición universal para el cambio revolucionario socialista. Tal concepción, aunada a la creencia de que los recursos naturales eran inagotables, contribuyó a que Marx a considerara a la riqueza y la abundancia como condiciones para la liberación humanas. [2]
►A inicios del siglo XX, el advenimiento de la Primera Guerra Mundial y el surgimiento del imperialismo modificaron las condiciones sociales y políticas de Europa, llevaron a otro revolucionario, Lenin, a repensar la propuesta marxiana del cambio social, particularmente en lo referente a las premisas antes mencionadas.
En sus estudios económicos acerca del capitalismo en su fase imperialista, Lenin puso al descubierto las características del imperialismo, tal como este se había conformado en su época. Basándose en su análisis, expuso y argumentó la hipótesis de que el cambio revolucionario no ocurriría de forma conjunta y simultánea en los países capitalistas desarrollados, sino de forma individual en los países atrasados, concretamente, en el eslabón más débil de la cadena de la hegemonía imperialista. Este eslabón, según Lenin, radicaba entonces en la Rusia zarista de posguerra. A demostrar prácticamente esta hipótesis dedicó su empeño político, y para ello desarrolló la teoría acerca de la revolución social, la construcción del socialismo (transición al socialismo), y la organización política y social necesarias para concretarlas.
Para Lenin, muchos aspectos de la teoría y la lucha revolucionarias deberían ser redefinidos acorde con las condiciones políticas, sociales y económicas en tiempos del imperialismo en los albores del siglo XX. La cuestión central a tener en cuenta para comprender sus propuestas, es la afirmación de la posibilidad del cambio revolucionario en un país capitalista atrasado en su desarrollo. Como en tal caso -y siempre siguiendo a Marx‑, no estarían «maduras» las condiciones materiales y espirituales para el socialismo, Lenin se dedicó a buscar y construir teórica y prácticamente los instrumentos posibles para concretar el cambio revolucionario en una sociedad de tales características.
Esto modificó sustantivamente la concepción revolucionaria del cambio social y las prácticas revolucionarias del siglo XX. Me detendré sucintamente en los puntos que se relacionan directamente con el tema ahora tratado: la transición.
‑Lenin concibió la necesidad de recorrer una etapa previa al socialismo, destinada centralmente a construir las bases materiales (premisas) para el socialismo. Propuso que el cambio revolucionario iniciara un período de transición al socialismo: había que llevar a término el desarrollo que el capitalismo (por las razones que fueren) no había llegado a realizar antes de la revolución (sobretodo en el terreno industrial y tecnológico). Se trataba de un período caracterizado por un desarrollo económico de corte capitalista sin capitalistas (marcado por una carrera competitiva con él), regido por el partido de los comunistas, unificado tras una definición político-ideológica socialista. En tales condiciones el partido ejercería la dirección político-estatal y social de modo centralizado. Así -siguiendo los cánones leninistas‑, el partido se transformó de instrumento de la clase obrera para conseguir sus objetivos, en el agente histórico que «garantizaría» el rumbo del proceso de transición hacia el socialismo y luego hacia el comunismo.
Es interesante destacar que Lenin modificó el planteamiento de Marx, pero no lo contradijo, al contrario, aceptó su definición acerca de cuáles eran las premisas necesarias para una revolución social socialista. En primer lugar, admitió que el desarrollo capitalista es condición (prepara las condiciones) para el socialismo. En segundo ‑y concatenado a lo anterior‑, sostuvo, reafirmó y profundizó la hipótesis de que dentro del capitalismo es imposible iniciar la transformación de la sociedad, cambiar la correlación de fuerzas, construir un poder popular hegemónico alternativo. Reafirmó, por tanto, como imprescindible, el corte político revolucionario basado en la «toma del poder», para implantar la dictadura del proletariado, derrocar del poder político y económico a los capitalistas y, a partir de ahí, abocarse a construir las bases (premisas) para el socialismo.
Ciertamente, la postura de Lenin en relación al tema del poder fue un punto diferenciador clave del bolchevismo respecto de las posiciones reformistas de la socialdemocracia de la II Internacional. Estos apelaban a cambios graduales mediante reformas, cambios que no ponían en cuestión el poder del capital y sus representantes, y que -poco a poco- se transformaron en tibias modificaciones o ajustes secundarios del funcionamiento del capitalismo. Renunciando a toda posibilidad (y necesidad) de superar el capitalismo, el reformismo no se propuso construir poder, ni tomarlo; ha hecho del capitalismo su mejor ámbito de existencia y reproducción.
Cuando Lenin se propuso hacer la revolución en un país atrasado, y acelerar ‑mediante ella‑, la maduración (construcción) de las premisas para el socialismo, modificó sustantivamente el papel de la clase obrera en el proceso revolucionario: esta no había llegado a ser la clase mayoritaria, ni a su más alto grado de desarrollo, concentración, socialización y organización como clase, no había alcanzado -en resumen-, su conciencia de clase para sí, y no podría, por consiguiente, desempeñar su rol de vanguardia y motor de la historia. Lenin sustituyó entonces el papel político de la clase por el partido, entendido como destacamento de avanzada de la clase (sin la clase). [3] Para sostener esta hipótesis Lenin adoptó el postulado de Kautsky, que sostenía que la clase obrera es incapaz por sí misma de alcanzar su conciencia de clase, por lo que esta le debe ser «inyectada» desde afuera por intelectuales comprometidos y, particularmente, por los cuadros del partido (bolchevique) de «nuevo tipo».
Consecuentemente con ello, Lenin desarrolló los fundamentos teóricos, políticos y organizativos para la construcción de este tipo de organización política, altamente centralizada, centralista y verticalista. No vale volver a discutir si ello fue una deformación posterior o no del centralismo democrático, el objetivo ahora no es la crítica del pasado sino el desarrollo del pensamiento crítico actual, que no es lo mismo. Y lo que ocurrió fue que -al reemplazar a la clase en su conciencia, organización y protagonismo social y político real en la construcción de la nueva sociedad‑, el partido formó una clase obrera seguidista y obediente, que se plegaba a sus decisiones, puesto que ella -supuestamente‑ «era incapaz» de pensar debido al atraso de su desarrollo y de su conciencia. El paternalismo que esto trajo aparejado fue uno de los grandes daños del proceso, pero de significación política menor si se tiene en cuenta lo que implicó castrarle a la clase obrera la posibilidad de constituirse en protagonista de la transformación social, sometiéndola a los dictados del partido en nombre de «su» propia ideología, paradójicamente definida por otros desde fuera de la clase. Con ello se reprodujeron las prácticas autoritarias heredadas de las sociedades clasistas anteriores.
En virtud de dicha concepción acerca de la relación partido clase, se definieron también los roles de las organizaciones «de masas» (la clase obrera, el campesinado pobre y sin tierra, y el conjunto del pueblo oprimido) para el «período de transición al socialismo», el socialismo que existió en el siglo XX: desterrados del protagonismo político, las organizaciones naturales de dichos sectores fueron consideradas «correas de transmisión» de las decisiones tomadas por el partido. Y esto se lograba a través de los núcleos partidistas presentes en las organizaciones obreras y sociales.
Las dinámicas verticalistas que regían las relaciones del partido hacia la clase y la sociedad, se transformaron poco a poco -estimuladas por el ejercicio exclusivo del poder‑, en dinámicas internas. Urgidos cada vez más por la resolución de los problemas provocados por la necesidad de acelerar el desarrollo industrial, técnico y científico para avanzar al socialismo y, a la vez, competir con el capitalismo occidental, sumado a los golpes producidos por las guerras, y a las exigencias de defender y preservar a la revolución del hostigamiento capitalista, los escasos resquicios democráticos que sobrevivían en medio del creciente centralismo en la vida partidaria y social, cedieron ante el ordeno y mando ejercido por los funcionarios con jerarquías superiores, método supuestamente necesario (y transitorio) para «garantizar» la preservación de la revolución y el cumplimiento de las tareas revolucionarias del momento. Así se fue consolidando el autoritarismo.
El embudo al revés se estableció en poco tiempo, castrando el leitmotiv esencial de la revolución: la emancipación de la clase obrera y -junto con ella- de la sociedad toda. Las cadenas de la alienación cambiaron de dueño, pero siguieron estando y apretando, y ahora con mayor fortaleza, debido a la dificultad para identificarlas y eliminarlas, pues fueron profusa y sistemáticamente invisibilizadas por la ideología hegemónica justificadora de las necesidades del poder «revolucionario». Este exigía fidelidad e incondicionalidad hacia el partido, hacia sus dirigentes y sus decisiones. Consecuentemente, quienes criticaron cualquiera de las facetas autoritarias y alienantes del poder ejercido por el partido fueron sistemáticamente excluidos, silenciados, o acusados de vacilantes, revisionistas o contrarrevolucionarios; para ello se usaron también las armas del poder «revolucionario».
Es duro reconocer esa realidad, sobre todo al recordar a los millones de hombres y mujeres que -con disposición y confianza‑ empeñaron día a día sus vidas en aras de concretar los sueños de emancipación construyendo lo nuevo, pero -precisamente por ello‑, no puede obviarse. Reflexionar críticamente acerca de las experiencias socialistas del siglo XX resulta, además de un compromiso con la historia de los pueblos, un empeño vital para replantearse hoy la superación del capitalismo, sus vías y métodos, y las formas de organización y participación de los protagonistas fundamentales. En este sentido, está claro que lo relativo a la democracia, la participación y el control populares resultan cuestiones de fondo inherentes a la posibilidad de construir la nueva sociedad y, por tanto, no pueden ser relegadas ni postergadas en ningún momento, bajo ningún argumento.
►Es necesario recabar en la historia todas las enseñanzas posibles y, a la vez, estar a la altura de las exigencias que los tiempos actuales le imponen al accionar político socio-transformador.
El siglo XXI coincide con el inicio de una nueva época histórica, que se evidenció abruptamente con la caída y desaparición del campo socialista mundial y el fin de la confrontación este-oeste, y con la irrupción de la revolución tecnológica, la robótica, la informática, entre tantos otros descubrimientos y desarrollos científico-técnicos. Se caracteriza por la ofensiva ideológica global del poder del capital, orientada a la estructuración y consolidación de un mundo unipolar hegemonizado por el imperialismo norteamericano erigido en gendarme mundial del capitalismo.
La voracidad creciente del capital transnacional, concentrado mundialmente cada vez más, aunada a la globalización de sus intereses, alimentan la búsqueda creciente y constante de artimañas jurídicas, institucionales y políticas que justifiquen y faciliten el sometimiento y avasallamiento de los derechos y las libertades humanas, sociales, políticas y culturales en cualquier parte del planeta Tierra donde el poder entienda o sospeche que se obstaculice -o se pudiera en algún momento obstaculizar‑, la concreción de sus proyectos. Para ello el poder hegemónico del capital ha creado, modificado -y aún sigue modificando‑ sus instrumentos internacionales, ha dictado sus leyes, y ha establecido -junto con los no-límites legales de su accionar‑ los límites de los otros, concretamente, los del Sur.
Ante esta realidad y modalidad de existencia y ejercicio del poder avasallador del capital -que apela a la agresión militar si es preciso-, teniendo en cuenta que el paradigma de desarrollo capitalista trae consigo la destrucción de la sociedad y la naturaleza, es decir, de la civilización humana, teniendo en cuenta los graves problemas ecológicos‑naturales‑ambientales existentes, el agotamiento de los recursos naturales, particularmente de las fuentes de energía, teniendo en cuenta la existencia de problemas globales como el hambre y la pobreza crecientes, la proliferación de enfermedades, el analfabetismo, la explotación infantil, la sobrecarga de trabajo y explotación de las mujeres, la alienación, el consumismo hedonista, el stress social, el abandono de los ancianos, etcétera, teniendo en cuenta -además‑ la experiencia socialista del siglo XX, sus logros y sus errores, una interrogante crece: ¿Es posible realmente construir otro mundo? ¿Cómo pensar la transformación social? [4] ¿Cuál es el tipo de poder que podría responder a las necesidades democráticas, participativas y emancipadoras de los oprimidos? ¿Cuál es el papel de los movimientos sociales, de los pueblos y sus organizaciones en la creación‑realización de esa apuesta estratégica?
Comenzar a transformar la sociedad desde las entrañas del capitalismo
En la América latina posterior a la implantación del modelo neoliberal y la aplicación de sus «planes estructurales de ajuste», se desataron intensos procesos de resistencia popular protagonizados ‑en lo fundamental‑, por actores sociales que repudiaron la realidad en la que los situó el sistema; de ellos emergieron novedosos, numerosos y diversos movimientos sociales: el de los sin tierra de Brasil, el de los cocaleros del Chapare, el de los indígenas de Chiapas, de Ecuador, de Bolivia… el de los desocupados y jubilados de Argentina, el de los barrios populares en República Dominicana, Colombia, Brasil y México. Reconociéndose autónomos, los movimientos sociales fueron planteando -en dimensiones y ritmos diferenciados entre los diversos actores que los integran‑, la necesidad de profundizar la participación de los sectores populares organizados, y la necesidad de articular los procesos de resistencias y luchas sociales sectoriales-reivindicativas con procesos trascendentes encaminados a la transformación integral de la sociedad capitalista.
Las revueltas populares ocurridas en el continente, impulsadas por movimientos sociales que lograron coyunturalmente articularse entre sí, estimularon los debates entre los actores sociales acerca de la posibilidad de cambiar la realidad en que viven, acerca del sentido y el alcance de tales cambios (proyecto alternativo), y acerca de quiénes serían los sujetos que lo llevarían adelante. Se replantearon entonces reflexiones acerca de la problemática del poder: en qué consiste, cómo se constituye, cuáles son los mecanismos de su producción y reproducción, cómo se transforma y por qué medios.
Así, en prolongadas resistencias y luchas sociales, particularmente, las de los últimos 30 ó 40 años, los movimientos sociales fueron creando y desarrollando elementos claves de lo que hoy se perfila ya como una nueva concepción estratégica acerca de la transformación social, de la construcción de poder propio, y de la fuerza social-cultural de liberación. Esta concepción estratégica, que no apuesta a la toma del poder para comenzar el proceso socio‑transformador, que no condiciona el cambio de las relaciones sociales entre hombres y mujeres a directivas que emanen de la superestructura estatal‑gubernamental mediadas por la acción de un partido, es la que identifico como construcción de poder desde abajo. El concepto sintetiza ‑y propone‑ nuevos modos de transformar la sociedad, y ello implica, a la vez, buscar y recorrer nuevos caminos hacia lo nuevo, es decir, nuevas modalidades de transición.
Precisiones conceptuales necesarias
La expresión abajo remite inmediatamente a un ámbito ubicado «abajo» en relación a otro ubicado «arriba», o a una situación política, social o cultural tradicionalmente subordinada a lo que está «arriba». Sin excluir estas u otras posibles significaciones, el concepto desde abajo alude, por un lado, a un posicionamiento político-social desde el cual se produce la transformación de la sociedad, la construcción de lo nuevo, en el que ocupa un lugar central, protagónico, la participación consciente y voluntaria de «los de abajo». Esto da lugar, por otro lado, a una nueva lógica de pensamiento, acción y relaciones sociales y políticas, que se contrapone a aquella que sustenta lo que se piensa y ejecuta «desde arriba», a partir de las superestructuras y los aparatos, alimentando una metodología propia de las élites iluminadas, las minorías autoritarias y las vanguardias.
Construir desde abajo alude, por tanto, a una lógica acerca de cómo contrarrestar el poder del capital, cómo construir el poder propio, y desde dónde. Precisamente por ello resulta vital para pensar y realizar los cambios que reclaman hoy los pueblos de este continente. Puede aplicarse en todos los ámbitos y dimensiones de la vida social, independientemente del lugar o la ubicación en la escala de las jerarquías institucionales, gubernamentales o estatales desde las cuales se piensen y realicen las transformaciones: desde la superestructura política, o desde una comunidad, desde un puesto de gobierno o desde la cuadra de un barrio. El papel organizativo institucional que se desempeñe en el proceso de transformación puede estar ubicado arriba, abajo, o en el medio de los escalafones jerárquicos establecidos, construir desde abajo indica siempre y en todo momento y relación, un posicionamiento y un camino lógico‑metodológico acerca de cómo hacerlo, acerca de quiénes lo pensarán, decidirán y realizarán, e implica siempre, por ello, un desafío colectivo. Resulta por tanto, un posicionamiento lógico y práctico muy valioso para el análisis y la práctica política de los movimientos sociales y políticos del continente.
Entre sus ejes principales, destacaría los siguientes:
ü La superación de la enajenación humana, la liberación individual y colectiva, constituye el sentido primero y último de la transformación social.
ü La transformación de la sociedad (de sus hombres y sus mujeres) es parte de un proceso simultáneo de participación, apropiación y empoderamiento colectivo, a partir de promover el protagonismo de todos y cada uno de los actores sociales.
ü Entiende que no hay sujetos a priori de las prácticas y los momentos histórico‑concretos. El sujeto (social, político, histórico) del cambio (actor colectivo) se autoconstituye como tal en el proceso mismo de transformación.
ü Supone, por tanto, un reposicionamiento de la política, lo político, y el poder por parte del conjunto de actores sociales, políticos, y el pueblo todo.
ü La participación democrática es una característica sine qua non del proceso de transformación (y de la nueva sociedad). Su núcleo articula la participación desde abajo del pueblo consciente y organizado, con el pluralismo (aceptación y convivencia con las diferencias y los diferentes), y la horizontalidad.
ü Profundiza la dimensión sociocultural de la democracia, integrando a esta la necesaria búsqueda de equidad de géneros, y -sobre esta base‑ radicaliza la crítica al poder hegemónico dominante, contribuyendo a su deconstrucción social, histórica y cultural, y a la construcción de nuevos rumbos democráticos participativos. Fundar y construir una nueva civilización humana significa fundar y construir un nuevo modo de vida. [5] Esto reclama incorporar la noción y visión de género como elemento constitutivo del pensamiento y las prácticas cuestionadoras de las sociedades actuales, y de los procesos concretos de construcción de las nuevas. Pretender analizar la naturaleza y alcance del poder prescindiendo de incluir en él lo referente a las relaciones de género que lo sustentan y sobre las que se sustenta, es cercenar el valor práctico de sus conclusiones y propuestas. Y a la inversa ocurre, si se aborda la cuestión de género sin vincularla al cuestionamiento de las relaciones de poder (económicas, culturales, sociales, familiares, etcétera).
ü La construcción de lo nuevo se basa en una lógica diferente de articulación de las luchas sociales y de sus actores, de los caminos de maduración de la conciencia política, de la definición y organización del instrumento político, y de construcción‑acumulación de poder propio: se plantea superar la sociedad capitalista transformándola desde su interior en la misma medida en que va construyendo fragmentos de lo que algún día será una nueva sociedad. Junto con ello, en ese proceso, van (auto)constituyéndose también los sujetos que la diseñan y luchan por hacerla realidad en sus construcciones cotidianas, disputando hegemonía y poder a los sectores dominantes, empoderándose territorialmente, construyendo y acumulando poder y hegemonía propios desde sus comunidades, en dirección al rumbo estratégico que se va definiendo colectivamente.
ü El proyecto alternativo sintetiza el rumbo estratégico. Es por ello, a la vez, el eslabón que articula, cohesiona e imprime un sentido revolucionario cuestionador-transformador a las resistencias sociales, a las luchas sectoriales y a las propuestas reivindicativas, proyectándolas hacia lo que aspiramos un día será una nueva civilización humana.
ü Los procesos y caminos de construcción del proyecto, del poder propio, y de la (auto)constitución de actores sociales en sujetos de la transformación, resultan estructuralmente interdependientes e interconstituyentes. El eje vital radica en los actores‑sujetos, en su capacidad para desarrollarse y (auto)conformarse en actor colectivo del cambio (sujeto popular) y, por tanto, en su capacidad para diseñar y definir el proyecto, construir su poder, y -a la vez‑ dotarse de las formas orgánicas que el proceso de transformación vaya reclamando.
Explorar nuevos caminos y modalidades de transición
Teniendo en cuenta la situación internacional global actual, y particularmente la nuestra, marcada estructuralmente por un persistente y creciente subdesarrollo dependiente, no pueden considerarse vigentes lo que ‑según Marx‑, serían las premisas objetivas y subjetivas, económicas, sociales y políticas, necesarias para llevar a cabo una revolución social superadora del capitalismo. Tampoco es posible aceptar acríticamente la propuesta leninista para los países «atrasados» que -reconociendo los planteos de Marx‑, se propone respetarlos, haciendo de la «toma del poder» un vehículo político para acelerar la formación o maduración de tales premisas. Quedó demostrado que la «toma del poder» per sé no resuelve los problemas, al contrario, en determinadas situaciones puede empeorarlos; quedó demostrado que el desarrollo económico no provoca «automáticamente» cambios en las conciencias, que no construye motu proprio hombres y mujeres nuevos, que los hasta hace poco vigentes paradigmas de desarrollo, bienestar y progreso necesitan ser removidos y renovados creadoramente por los pueblos acorde con las condiciones actuales del planeta, con las necesidades de supervivencia de la humanidad, y con las de cada sociedad concreta de que se trate. No hay recetas para ello; se trata de construir las alternativas colectivamente, desde abajo y con los de abajo, en cada sociedad, creándolas y diseñándolas en el proceso práctico de su construcción. Así ocurre también con los caminos concretos por los que transita o pudiera transitar la transformación.
El desarrollo capitalista alcanzado en el Norte no puede sostenerse -ni teórica ni prácticamente‑ como condición o premisa paradigmática para el cambio y el progreso social. Este no solo resulta hoy inalcanzable sino también indeseable para las regiones «periféricas». Inalcanzable porque está excluido de los planes y el diseño mundial del capitalismo global actual. Indeseable porque está claro que no es un «modelo» sobre el cual pueda basarse la posibilidad de justicia, equidad, liberación, supervivencia de la humanidad y progreso. Consiguientemente, en nuestra realidad no cabe esperar por un supuesto «desarrollo» capitalista nacional (no dependiente); de lo que se trata es de crear y construir las nuevas sociedades sobre nuevas concepciones del desarrollo, el bienestar y el progreso, atendiendo a conjugarlo todo con la justicia y equidad social y la preservación humana. Y ello implica un relacionamiento diferente con la naturaleza y entre los propios seres humanos.
Así como no cabe esperar ni apostar al gran desarrollo económico capitalista, no cabe esperar tampoco que la clase obrera crezca y se desarrolle hasta constituirse en el único sujeto revolucionario del cambio. En primer lugar, porque -como expresé- ese «desarrollo» no ocurrirá. En segundo, porque en su fase transnacional actual el desarrollo capitalista transformó (y transforma) a la clase obrera; esta se encuentra hoy atomizada, quebrantada y dispersa. Los trabajadores ocupados y desocupados, formales e informales, los trabajadores temporales y en negro (particularmente los migrantes), en diversidad de jerarquías y de fragmentaciones por sectores, constituyen la realidad actual de la clase obrera. Los explotados de las ciudades y del campo se diversifican por doquier, los pueblos originarios reclaman su lugar en la historia, se constituyen decenas de actores sociales en lucha por sus derechos. Y la necesidad de articulación de todos ‑a partir de sus diversas modalidades de existencia, organización, identidades, problemáticas e intereses‑, se impone cada vez más como único camino para la construcción del actor colectivo capaz de diseñar y realizar los cambios políticos del momento actual, así como de empujar el proceso hacia transformaciones mayores.
Los nuevos actores y actoras, surgidos y constituidos en tales actores y actoras en las últimas décadas, junto a la clase obrera tal y como ella existe hoy, resultan sujetos potenciales de los cambios sociales con plenos derechos y capacidades como tales sujetos. El sujeto se avizora claramente como un sujeto plural, constituido en base de la articulación horizontal, voluntaria y consciente de todos y cada uno de los actores socio-políticos revolucionarios que protagonizan el proceso de transformaciones en una sociedad concreta, en un momento histórico-determinado. Un paso importante hacia ello lo constituye la conformación del actor colectivo, fuerza político-social capaz de diseñar, pensionar e impulsar el proceso de cambios en transición hacia lo nuevo, la utopía buscada.
Ese actor colectivo del cambio social no se constituirá como tal espontáneamente, su articulación es una labor político‑organizativa consciente, sistemática y colectiva. Los procesos de resistencia y lucha contra las atrocidades y discriminaciones del capitalismo protagonizados por diversos actores y actoras sociales, constituyen plataformas concretas para construir las convergencias y articulaciones comunes orientadas hacia la (auto)constitución de los variados y fragmentados actores sociales (sectoriales, intersectoriales y políticos) en actor colectivo.
Esto abre una serie de tareas y desafíos en lo político, en lo cultural y en lo organizativo. La búsqueda de respuestas concretas a tales tareas y desafíos caracteriza a los actuales procesos políticos alternativos que tienen lugar en Latinoamérica, en confrontación política con los representantes de los intereses del capital transnacional desde ámbitos locales, ya sea desde la oposición o desde el gobierno nacional, impulsando -en este caso‑ con mayor fuerza y posibilidades, procesos de acumulación de fuerzas sociales favorables al cambio, y la construcción de poder propio popular (empoderamiento colectivo) desde abajo.
Acceder a espacios de gobierno o al gobierno nacional, puede resultar un gigantesco paso de avance para desarrollar procesos de empoderamiento sociales colectivos. En la estrategia de transformación social que se basa en la participación democrática y protagónica de los actores sociales articulada a procesos de constitución de estos en actor colectivo (sujeto popular), batalla político-cultural mediante, el gobierno resulta un instrumento clave. Con su accionar puede activar -con la apertura y /o ampliación de procesos democráticos participativos‑ los procesos de conformación del actor colectivo del cambio, promoviendo -desde abajo‑ la transformación del propio gobierno y sus formas de ejercicio institucional y de control social, y -a través de ellas‑, del poder o ‑mejor dicho‑, de los poderes instituidos del capital.
Esto implica una modificación de la concepción acerca del Estado y su papel en los procesos sociales del cambio, en su relación con la llamada «sociedad civil» y viceversa, con los gobiernos nacional y estaduales, provinciales, departamentales, etc., en lo jurídico-institucional y en lo democrático-participativo. De ahí que resulte central en los actuales procesos de construcción democrática de lo nuevo, la convocatoria y realización de asambleas constituyentes, sustrato jurídico de la nueva institucionalidad engendrada por los procesos de luchas sociales, abanderados por la resistencia, el empuje y los reclamos históricos de los pueblos de este continente (con sus organizaciones sociales y políticas).
No existe justificación, después de los actuales procesos de Venezuela y Bolivia, para afirmar que es imposible hacer transformaciones estratégicas siendo gobierno, argumentando que el Estado está en manos de sectores enemigos, o que no se tienen aún las fuerzas sociales necesarias para impulsar los cambios. Si el peso del Estado burocrático y oligárquico es mayoritario, estas experiencias enseñan que siendo gobierno es posible -si hay voluntad política‑ impulsar la participación protagónica del pueblo en el proceso y, con ello, avanzar -desde abajo‑ en la construcción del poder popular que constituye, a la vez, la base del proceso de construcción del actor colectivo, de su conciencia y organización revolucionarias. Es precisamente por ello que las experiencias de Venezuela y Bolivia se empeñan hoy en una gran transformación cultural y política (práctica-educativa); esta constituye la base y plataforma permanente e indispensable para los cambios. Los logros están a la vista, también los desafíos.
Lo expuesto reafirma una hipótesis: en las condiciones actuales de Latinoamérica, la disputa político‑electoral por el gobierno nacional resulta una instancia clave para el proceso de cambios. Negarse a participar en tales contiendas, implica ‑de hecho‑, la negación de toda política, a la vez que torna un sinsentido la lucha de clases, los procesos de acumulación de fuerzas y la construcción sociopolítica toda, ya que -de antemano- se les impone a esta un límite que -por definición- no se desearía traspasar.
«…desconocer la importancia del campo político, …es una pura ilusión. En el mejor de los casos podríamos hablar de utopismo en el sentido más negativo. En el peor de los casos esto se corresponde con el proyecto neoliberal: disminuir el poder del Estado para devaluarlo a mercado y, en este proceso, despolitizar las sociedades. No podemos ignorar a los poderes políticos, ni a los partidos, para lograr las transformaciones sociales esenciales, sino: ¿cómo operar una reforma agraria?, ¿cómo impedir la realización de los tratados de Libre Comercio?, ¿cómo lograr una política petrolera sin el ejercicio de un poder político?» [Houtart 2004: 3]
El problema radica, por un lado, en cómo superar la desconfianza instalada en las mayorías populares hacia los partidos políticos, los políticos y la política, y -anudado a ello-, por otro, en cómo hacer política de un modo y con un contenido diferente al tradicional. Porque hacer política es imprescindible y fundamental, tanto para buscar alguna salida positiva a las luchas reivindicativo-sociales, como para el desarrollo político de sus protagonistas.
«No resulta suficiente protestar contra las injusticias. No resulta suficiente proclamar que otro mundo es posible. Se trata de transformar las situaciones y tomar decisiones efectivas. Y en ello radica la pregunta acerca del poder.» [Ibídem: 1]
En esta perspectiva, la participación en parlamentos y gobiernos provinciales, estaduales y nacionales, resulta central. Lo que podría entenderse como vía electoral para realizar las transformaciones sociales, resulta hoy un camino medular para el proceso de construcción, acumulación y crecimiento de poder, conciencia, propuestas y organización política propias, en proceso de (auto)constitución de los actores sociales y políticos en sujeto popular del cambio.
Esta es una definición de fondo, estratégica y primera. Deja sentado, de inicio, que participar en elecciones, llegar a ser gobierno de un país -con todos los desafíos que ello implica-, es parte de un camino que puede contribuir enormemente a impulsar la transformación social hacia objetivos superiores. Estar en el gobierno dota a las fuerzas sociales transformadoras de un instrumento político de primer orden que, en conjunción con el protagonismo de las fuerzas sociales extraparlamentarias populares activas, puede abrir puertas para promover transformaciones mayores. Ni la participación electoral, ni el ser gobierno provincial o nacional constituyen -en esta perspectiva-, la finalidad última de la acción política.
Por un lado, esto define los métodos y el o los instrumentos a emplear, crear, etcétera. Por otro, indica la apertura de un largo proceso de cambios, que es -precisamente- lo que caracteriza las transformaciones sociales de la época actual, pues la transición a otra sociedad supone, necesariamente, la articulación de los procesos locales, nacionales y/o regionales con el tránsito global hacia un mundo diferente (y la formación del sujeto revolucionario global).
Se puede avanzar -de hecho ocurre- en el ámbito de un país, pero es necesario ir generando consensos regionales e internacionales, interarticularse con otros procesos sociotransformadores de similar orientación. En Latinoamérica se abren hoy grandes oportunidades para ello, dada la coincidencia histórica de gobiernos -cuando menos- críticos del sistema neoliberal global. Es una situación que emerge como resultado de la acumulación de resistencias y luchas de los pueblos, que marca el predominio de la tendencia transformadora que se abre paso en medio (a través) de la casualidad.
El desafío es, en este sentido, superar la sorpresa y poner en marcha propuestas concretas que permitan, por un lado, fortalecer y articular a las organizaciones sociales populares y, por otro, profundizar los procesos de cuestionamiento de las medidas regresivas del neoliberalismo, frenar su implementación y, allí donde sea posible, anular su vigencia. Sobre esa base, y simultáneamente, el objetivo es avanzar en la construcción de alternativas concretas, desarrollar programas de gobierno que -teniendo en cuenta la correlación de fuerzas existente y las posibilidades de modificarla favorablemente-, impulsen al máximo posible los procesos sociotransformadores.
Construir una amplia fuerza social de liberación, que coordine su accionar político en los ámbitos parlamentario y extraparlamentario
El desafío mayor radica en construir un amplio movimiento sociopolítico que articule las fuerzas parlamentarias y extraparlamentarias de los trabajadores y el pueblo, en oposición y disputa a las fuerzas de dominación parlamentaria y extraparlamentaria del capital (local-global). En un primer momento, esta fuerza podrá ir nucleándose mediante la confluencia de diversos actores en torno a la creciente certeza de lo que no quieren: el capitalismo. Poco a poco, se podrá ir abandonando la identidad negativa, y el anticapitalismo dará cauce -labor de formación político-cultural de las organizaciones sociopolíticas mediante-, a la construcción -desde abajo- de la propuesta alternativa de superación del capitalismo, es decir, de liberación, patriótica, indo-afro-latinoamericanista y solidaria con los pueblos del mundo. En ello radica la clave revolucionaria de esta opción estratégica.
Es injustificable que la participación de la izquierda en gobiernos locales o nacionales termine aceptando o incluso promoviendo las políticas del neoliberalismo. Esto conduce a perder el sentido político estratégico transformador que tiene para la izquierda la participación gubernamental, y termina generalmente abortando el proceso social en posicionamientos personales. Los casos más evidentes resultan ser los de parlamentarios de izquierda que llegan a ser tales en nombre de movimientos sociales u organizaciones políticas de izquierda y luego -cortando todo vínculo- se dedican a hacer de la bancada un ámbito para sus ambiciones personales, un lucrativo puesto de trabajo. Y puede ocurrir lo mismo con partidos políticos de izquierda que arriban al gobierno. En tal caso, por muy buenas intenciones que se tengan, las elecciones -y la maquinaria institucional funcional al capital‑, terminarán tragándose la perspectiva de transformación social de los que participan en el gobierno. Ejemplos sobran de ello en Latinoamérica y en el mundo. Es el juego del poder, precisamente. De ahí que la adopción de esta vía constituya un desafío inmenso para las organizaciones sociales y políticas populares. En cada momento del proceso hay que optar y ratificar (o rectificar) a favor de quiénes y de qué políticas se está, y desde dónde y para quienes se gobierna. Esta es siempre una opción conciente, individual y colectiva, y para lograrla o mantenerla hay que construirla cotidianamente desde abajo.
Por eso resulta fundamental que la participación electoral se discuta, construya y desarrolle respondiendo (articulada) a un proceso político mayor traccionado por una amplia fuerza social extraparlamentaria capaz de pensar, organizar e impulsar el proceso hacia transformaciones mayores, buscando ir más allá del capitalismo, conformando una alternativa nacional y -a la vez- continental, de liberación de los trabajadores y el pueblo, orientada hacia lo que en un futuro podrá llegar a ser un socialismo nuevo, creado y construido -desde abajo y día a día- colectivamente. Este es el sentido y la significación política estratégica de la construcción de un movimiento político-social, núcleo articulador -horizontal- de una amplia fuerza social parlamentaria y extraparlamentaria de los trabajadores y el pueblo. Como explica Mészáros:
«Sin un desafío extraparlamentario orientado y sostenido estratégicamente, los partidos que se alternan en el gobierno pueden continuar funcionando como convenientes coartadas recíprocas al fracaso estructural del sistema para con el trabajo, confinando así efectivamente el papel del movimiento laboral a su posición de plato de segunda mesa, inconveniente pero marginable en el sistema parlamentario del capital. Por consiguiente, en relación con el terreno reproductivo material y con el político, la constitución de un movimiento de masas extraparlamentario socialista estratégicamente viable -en conjunción con las formas tradicionales de organización política del trabajo, para el presente irremisiblemente desencaminadas, que necesitan perentoriamente de la presión y el apoyo radicalizadores de las fuerzas extraparlamentarias- es una precondición vital para contrarrestar el inmenso poder extraparlamentario del capital.» [2001: 849]
Pensar la transición sobre nuevas bases y premisas
►Si se acepta que el replanteo profundo del tipo de sociedad que se quiere construir implica, por un lado, una radical modificación de la concepción del desarrollo económico y del bienestar, repensados y diseñados sobre bases solidarias, equitativas y sustentables, y a la vez ‑por otro, y articulado a lo anterior‑, una radical modificación del modelo político, social y cultural hasta ahora conocido por la humanidad, junto a la creación de nuevos parámetros de bienestar y progreso basados en la participación democrática organizada y consciente de las mayorías; si se acepta que la construcción del actor colectivo del cambio social y la disputa de poder y hegemonía se desarrolla hoy a través de los procesos democrático-parlamentarios, se coincidirá entonces en que la búsqueda de nuevos paradigmas -fortalecida por los nuevos caminos y horizontes políticos que existen hoy en el continente‑, reclama repensar la transición hacia la nueva sociedad desde nuevas bases y premisas: las de la construcción del poder, los sujetos y el proyecto alternativo desde abajo, desarrollando desde el presente la participación democrática integral de la ciudadanía en todos los ámbitos de la vida social, e impulsando la transformación cultural de los pueblos hacia su (auto)constitución en sujeto revolucionario.
Ya no se trata de «una etapa» que se inicia como consecuencia de la «toma del poder»; sus tareas no consisten tampoco en construir las «bases materiales» para el socialismo, sistema económico-social que supuestamente sucederá al capitalismo en el proceso histórico. En realidad, el contenido concreto y los rumbos de dicho proceso no pueden definirse de antemano. La orientación socialista de un proceso de cambio social, puede aceptarse si se asume el socialismo como ideal de la sociedad que superará los males del capitalismo y su irracionalidad. Pero la definición concreta y las características específicas que ese socialismo tendrá en cada sociedad, serán creadas y decididas colectivamente por cada pueblo, en tanto vaya madurando como protagonista de su historia, o no lo que se construya no será realmente un empeño liberador.
Está claro que en el capitalismo no solo no habrá soluciones a los problemas sociales y ambientales, sino que estos empeorarán de modo creciente; no hay dudas de que hay que buscar caminos alternativos, como tampoco que las soluciones no vendrán mágicamente de «alguna parte» externa a nuestras prácticas y construcciones cotidianas. Hoy más que nunca antes la transformación de la sociedad se evidencia como un proceso permanente de construcción-transformación de lo nuevo (del nuevo poder), que nace y se desarrolla desde abajo y desde las entrañas de las sociedades capitalistas, y es protagonizado, en primer lugar, por los hombres y las mujeres que viven -en el campo y en la ciudad‑ de su trabajo. Son y serán ellos -transformación cultural y construcción del actor colectivo revolucionario mediante‑, los responsables de imprimir el contenido y la orientación al proceso de transformación que encarnan en cada sociedad en la medida que sean capaces de impulsarlo y construirlo. Arrebatarle esta posibilidad ‑cualquiera sea la justificación política o ideológica que para ello se enarbole‑, es traicionar la lucha por la des-enajenación de los oprimidos y discriminados, esencia y sentido de la gigantesca tarea liberadora, ya anunciada por Marx.
La superación del capitalismo, que requiere -si de terminar con sus males se trata‑, de la superación de la lógica del funcionamiento del capital, hace que la transformación social requiera -vale reiterarlo‑ de una larga transición. Esta nace en las entrañas del capital, pero no de ella, en el sentido de que no se producirá espontáneamente ni por la maduración «necesaria» de condiciones; requiere organización y acción política consciente. Se caracteriza por la construcción de poder político‑cultural desde abajo, llave y camino -a su vez‑ para la construcción del actor colectivo (fuerza social revolucionaria) del cambio, y de su organización política, impulsados por la participación democrática, y cohesionados inicialmente mediante definiciones programáticas estratégicas que orienten su caminar en el ámbito local, a la vez que contribuyen a encauzar y organizar la confluencia de estos procesos de lucha con los que tienen lugar en otros ámbitos.
Se trata de ir definiendo colectivamente un proyecto alternativo capaz de imprimirle una direccionalidad común a la diversidad de procesos de resistencias, luchas y construcciones de vías de sobrevivencia sectoriales que se desarrollan aparentemente aislados entre sí. De conjunto, esto alimenta el proceso de [auto]constitución de los actores sociopolíticos en actor colectivo del cambio (sujeto histórico), constructor de su hegemonía (su poder político, cultural y social) sobre nuevas bases, es decir, encarnando a la sociedad superadora del capitalismo y de su lógica de funcionamiento, en la medida que se la va construyendo en las prácticas alternativas del presente. [6] En este empeño, el desarrollo de la participación democrática y consciente de todos y cada uno de los actores y actoras sociales y políticos y el desarrollo de la batalla cultural que la haga posible y verdadera, es decir, desalienante, resulta elemento definitorio vital. [7]
La organización política: herramienta clave
Como he expresado, nada de esto se logra espontáneamente; se hace necesario contar con una organización política capaz de impulsar la realización de las tareas políticas necesarias, orientadas a construir -con los actores sociales y políticos- las convergencias y articulaciones necesarias y posibles en los distintos momentos del desarrollo de las disputas político-culturales con la hegemonía dominante.
El replanteamiento de las modalidades y los caminos de transformación social desde la perspectiva expresada, y la larga transición que ello demanda, reclaman una redefinición del tipo de organización política necesaria y de su papel político‑social. Es fundamental retomar y reafirmar su carácter de instrumento político de los pueblos, para organizar y potenciar su protagonismo y participación políticas orientados a la mejor concreción de los objetivos propuestos, y no como un aparato superestructural construido para suplantarlos. En la actualidad, una de la tareas centrales de ese instrumento político consiste en contribuir a la articulación y organización de los diversos actores sociales en un actor colectivo, unido en su diversidad como protagonista social y político de los cambios, entendiéndose, obviamente, como parte integrante de ese actor colectivo.
La organización política no es -vale reiterarlo‑, «el sujeto político» del cambio, sino la herramienta política de los pueblos para alcanzar los objetivos por ellos definidos. A tono con ello -junto a otras variadas razones‑, resulta cuando menos limitado pensar las alternativas organizativas circunscribiendo la política y lo político a la acción de los partidos, se consideren o no «de vanguardia».
La situación social y política que anima el continente reclama renovar las miradas y las reflexiones de los procesos sociotransformadores, sus perspectivas, los alcances de la acción política protagonizada por diversos actores sociales, la relación entre los movimientos sociales populares y los sobrevivientes partidos de izquierda. Al igual que sus actores, la acción política resulta una encadenada articulación de luchas reivindicativas políticas, sectoriales e intersectoriales. Y esto se relaciona directamente con la elaboración de propuestas alternativas, con las prácticas que las van construyendo, y con los pensamientos que reflexionan críticamente sobre ellas y las orientan.
No se trata de tomar el poder que existe
En el proceso de confrontación con el poder hegemónico dominante del capital, los sectores populares despliegan, simultáneamente, sus capacidades de construcción de poder (saber, organización, conciencia), acumulación y posicionamiento territorial de fuerzas, de cultura, de organización política y de propuestas propias. En tales procesos desarrollan sus capacidades de gestión y administración de lo propio (gobierno), van construyendo poder propio y -en la misma medida‑, lo van ejerciendo. Es decir: el poder se va tomando en la misma medida que se va construyendo; se toma lo que se construye. Se trata -para decirlo en apretada síntesis‑ de un proceso de empoderamiento colectivo y a la vez particularizado.
Desde esta dimensión, el construir poder o el tomarlo no resultan caminos antagónicos. Implica sí, un andar sinuoso y complejo, en el cual el poder se va construyendo y, en ese sentido, conquistando: ejerciendo lo que se pueda ejercer, y cambiando todo lo que sea posible: legislación, instituciones, funcionamiento y toma de decisiones, desarrollando nuevas formas y contenidos democráticos, participativos, que permitirán avanzar -colectiva y conscientemente‑ hacia lo nuevo en la misma medida en que se lo va construyendo. [8]
Esto supone la conformación de un proceso social articulado y orientado a la superación del sistema del capital basado en una (nueva) lógica alternativa propia, que también hay que ir construyendo. Requiere, por tanto, de la voluntad organizada y la participación consciente de todos los actores sociales. En primer lugar, porque su actividad cuestionadora y transformadora hace al proceso mismo y, en segundo, porque la sociedad anhelada habrá de ser diseñada y construida con la participación creativa de todo el pueblo, constituido en actor colectivo, protagonista del proceso (sujeto).
De ahí el contenido y alcance revolucionarios de la concepción que plantea transformar la sociedad y construir el (nuevo) poder, la nueva sociedad, desde abajo y desde el presente: no hay un después en cuanto a tareas, enfoques y actitudes se refiere. Lo nuevo -aunque de modo fragmentado e incipiente‑, se va gestando y construyendo desde el presente, en cada resistencia y lucha social enfrentada al capital, y se desarrolla y profundiza en todo el proceso de transformación. En él, el ejemplo ocupa el lugar pedagógico-político central. Es clave que quienes ocupan responsabilidades de dirección y liderazgo político y social no se olviden de ello: sus modos de actuar política y socialmente valen más que mil palabras.
Ocupar espacios parlamentarios y gubernamentales es -cuando menos‑ insuficiente
Vale aclarar un punto: no se trata de tomar el poder que existe, ni de limitarse a ejercerlo accediendo y ocupando sus espacios parlamentarios y gubernamentales nacionales o locales mediante elecciones; el cambio social requiere poner fin al poder del capital, a su lógica de funcionamiento, y a sus mecanismos de hegemonía y dominación. Y esto tiene posibilidades de lograrse si se va construyendo una nueva cultura, nuevos modos de interrelaciones sociales, colectivas, grupales, comunitarias, alimentando ‑sobre esa base‑ el poder propio, creado y desarrollado con la participación de todos y todas, de modo que despliegue su independencia de pensamiento y acción encaminadas a la liberación individual y colectiva.
Si se llega al poder con la misma cultura del capital, a la corta o a la larga se reproducen sus modos de funcionamiento, su lógica verticalista, autoritaria, explotadora, discriminadora, excluyente y alienante. Es vital por ello, entender que la construcción de poder propio conlleva la creación y construcción de una nueva cultura; no puede limitarse entonces a ser un «contrapoder». Es un camino de gestación de nuevos valores y relaciones, y, en tal sentido, liberador. De ahí el lugar central que ocupa en este proceso el desarrollo simultáneo y permanente de la batalla político-cultural. Esta constituye, a su vez, un complejo proceso de transformación‑creación‑gestación‑construcción del nuevo poder popular (de los poderes populares). Y es precisamente por ello -junto a otras razones‑ que la superación del capitalismo implica un largo proceso de transición hacia lo nuevo.
Se trata de un proceso integral de transformación también integral: en lo social, económico, político, cultural, ético, jurídico, etc., todo se va transformando articuladamente marcado por la consciente actitud y actividad del actor colectivo protagonista del cambio. No se trata de diseñar (y transitar) primero una etapa dedicada a construir las bases económicas, luego otra destinada al cambio cultural… No hay etapas separadas entre sí que luego de transcurridas ‑en sucesión temporal‑, den como resultado la nueva sociedad; en lo social, el todo no es la suma de las partes, salvo dialécticamente hablando, es decir, interconectadamente, lo que habla de intercondicionamiento, interdependencia e interdefinición entre todas y cada una de ellas.
Solo por un camino integral será posible avanzar (de un modo integral), hacia una sociedad liberadora, desalienadora -que solo puede ser tal si es autodesalienadora‑, y en ese sentido formadora de nuevos hombres y nuevas mujeres, diseñadores y constructores de la utopía anhelada.
Reformas para qué y hacia dónde
Lo dicho sintetiza una diferencia fundamental respecto de la propuesta socialdemócrata, que se plantea apenas «mejorar» el capitalismo. Sus reformas no están concebidas como parte de un camino para superar el capitalismo, sino para sostenerlo aliviando sus conflictos. Consiguientemente, la socialdemocracia amolda y acomoda -en cada momento‑ sus gobiernos y sus políticas a las necesidades y dictados del capital.
Contrastando con ello, en Latinoamérica crecen con fuerza otros ejemplos que apelan -desde una perspectiva diferente‑ a caminos de reformas: Venezuela y Bolivia tienen hoy gobiernos conquistados por vía democrático electoral parlamentaria, encabezados por gobernantes que apuestan -por ese camino‑ a cambiar la sociedad. El gobierno -y el Estado‑ se manifiestan allí como instrumentos potenciadores de los cambios, demostrando que sí es posible emprender caminos de reformas para ir cambiando la sociedad, cuando estos emergen de procesos sociales desde abajo y se dirigen a modificar la raíz de los problemas.
Enfrentado a ello, el caso de Brasil marca la diferencia y vuelve a poner sobre la mesa las limitaciones de los cánones y paradigmas socialdemócratas: emplea al gobierno como un «buen» regulador-ejecutor de las relaciones del poder hegemónico‑dominante (en este caso, desde la izquierda). En menor medida, pero en el mismo grupo puede ubicarse a los gobiernos de Uruguay y Chile. Ecuador comienza a situarse en esta perspectiva, aunque sin definirse aún por un determinado tipo y camino de reformas. El caso argentino escapa igualmente al encuadre en una u otra perspectiva estratégica puesto que ‑tanto por su génesis como por sus complejas raíces históricas enlazadas con el peronismo, la izquierda y la lucha democrática antidictatorial de amplios sectores sociales‑, se plantea construir un capitalismo nacional capaz de sostener un proyecto autónomo para impulsar el desarrollo del país. Se trata, en apretado resumen, de construir un proyecto nacional que solo puede ser tal si es a la vez, regional y continental; de ahí el empeño gubernamental en apuntalar proyectos de integración desde una perspectiva latinoamericana.
No obstante las disparidades mencionadas, los diferentes gobiernos conforman un polo de desafío, freno o confrontación con el neoliberalismo, con políticas que -en ese sentido‑ convergen -en mayor o menor medida según el país de que se trate‑, con los intereses populares. Este y otros puntos de interés común propician un ambiente de opinión favorable a los cambios hacia sociedades basadas en justicia, solidaridad y equidad social, de género, de etnias, buscando eliminar la discriminación y los males sociales históricos y recientes, entre ellos, el desempleo y su interminable secuela de miserias y tragedias individuales y sociales. Y todo ello ubica a los actuales gobiernos populares hacia o en caminos de transición hacia otro tipo de sociedades y hacia otra Latinoamérica, se lo propongan expresamente así o no sus actuales «progenitores» políticos. Comprender las posibilidades de despegue que encierra o abre esta realidad -con los bemoles que la diversidad impone en cada caso‑, es entender el sentido del momento histórico y llama a prepararse y preparar a los jóvenes para que sean capaces de continuar, profundizar o reorientar lo empezado cuando sea el momento.
Abril de 2007
Bibliografía
Amín, Samir. 1999. Miradas a un medio siglo. 1945‑1990. Plural-Iepala, La Paz.
Gramsci, Antonio. 2001. Cuadernos de la cárcel. Edición crítica completa a cargo de Valentino Gerratana. Ediciones ERA-Universidad Autónoma de Puebla, México.
Houtart, François. 2003. «Convergencia de movimientos sociales: un ensayo de análisis», texto presentado a la Conferencia Internacional «La obra de Carlos Marx y los desafíos para el Siglo XXI», La Habana.
Marx, Carlos y Engels, Federico. La ideología alemana. Obras Escogidas en tres Tomos, Tomo I, Editorial Progreso, Moscú (1976).
Mészáros, István, La teoría de la enajenación en Marx, Ediciones Era, México, 1978.
‑‑‑‑‑‑ Más allá del capital, Vadell Hermanos Editores, Caracas, 2001.
Rauber, Isabel. 2006. Sujetos Políticos. Desde Abajo, Bogotá.
‑‑‑‑‑‑2005. «Movimientos sociales, género y alternativas populares en Latinoamérica y El Caribe», publicado en Itinéraires No, 77, IUED, Ginebra.
‑‑‑‑‑‑2004. Movimientos sociales y representación política. Articulaciones. Ciencias Sociales, La Habana. ‑‑‑‑‑‑2004. «Caminos de la transformación, pensarlos y construirlos desde abajo«, artículo. Archivo de Pasado y Presente XXI. ‑‑‑‑‑‑1997. Actores sociales, luchas reivindicativas y política popular, Ediciones UMA, Buenos Aires.
[1] Con la clase obrera madura políticamente en su conciencia de clase, es decir, consciente de su misión histórica liberadora, la revolución socialista solo tendría que poner la cabeza encima de los pies: echar a los capitalistas y poner las empresas en mano de los productores y, sobre esa base, construir el Estado y el gobierno revolucionarios. Este era -en apretada síntesis‑ el sentido de la transición socialista; de ahí en adelante, se abriría un marcado proceso de revolución ininterrumpida hacia el comunismo. En este período, luego de la superación de los intereses particulares capitalistas, se avanzaría en la negación de los intereses particulares de la clase obrera como clase hegemónica. Junto con ello, se hacía cada vez más innecesario el Estado y todo su aparato administrativo, de control y coerción social.
[2] «…dos premisas prácticas. Para que se convierta en un poder ‘insoportable’, es decir, en un poder contra el que hay que hacer la revolución, es necesario que [el capitalismo] engendre a una masa de la humanidad como absolutamente ‘desposeída’ y, a la par con ello, … un gran incremento de la fuerza productiva, un alto grado de su desarrollo; y, de otra parte, este desarrollo de las fuerzas productivas …constituye también una premisa práctica absolutamente necesaria, porque sin ella solo se generalizaría la escasez y, por tanto, con la pobreza, comenzaría de nuevo, a la par, la lucha por lo indispensable y se recaería necesariamente en toda la porquería anterior…» [Marx, Carlos y Engels, Federico. 1976:34]
Estas reflexiones obligan hoy a una doble lectura: linealmente no pueden aceptarse, pero resulta también importante tomar en cuenta las advertencias de Marx acerca de la escasez, y la imposibilidad de avanzar -en medio de tales condiciones‑ al socialismo y al comunismo. Como él lo señalara: las miserias acarrean miserias, egoísmos, individualismo, etcétera.
[3] Era práctica común de ese tipo de partidos cuidar el origen obrero de sus miembros para que éste fuera mayoritario en sus filas. Pero ello no garantizó tener partidos proletarios. Esto no podía lograrse con medidas cuantitativas (administrativas), sosteniendo a la vez, la concepción piramidal de la organización, por lo que -en los hechos‑, funcionalmente, en la ideología y la política de tales partidos poco influyó el origen de clase de sus integrantes.
[4] La dependencia estructural de los países del Sur, periféricos o del tercer mundo, generada por el saqueo de los del llamado primer mundo, el agotamiento de los recursos naturales, los males sociales como el hambre, el analfabetismo y las enfermedades curables, son calamidades generadas por el desarrollo capitalista a ultranza, que hoy hay que enfrentar y resolver, rediseñando un universo humano natural donde ‑derrotando la ambición salvaje de los grandes capitales transnacionales, el guerrerismo imperialista que pretende sobrevivir a costa de la anexión de territorios y recursos naturales‑, predomine el equilibro, la equidad, la ética, la paz y seguridad colectiva, y el pluralismo democrático. Hacia estos objetivos hay que caminar, es este el rumbo de las transformaciones actuales en tránsito a lo que en el futuro será una nueva civilización humana.
[5] Ello implica el desarrollo yuxtapuesto, simultáneo y articulado de procesos de transformación de la sociedad, de sus modos de producción y reproducción, de transformación-autotransformación de los hombres y las mujeres que realizan esas transformaciones, y de las interrelaciones sociales (públicas y privadas) entre ellos establecidas.
[6] La maduración de este proceso, el momento en el que se producirá una fuerza tal que sea capaz de enrumbar esa transformación más abarcadora del todo social, si bien constituye el objetivo estratégico de ese poder popular, no puede definirse a priori ni será el mismo para todas y cada una de las sociedades y los momento históricos.
[7] El cambio social no se logra automáticamente cambiando las relaciones de propiedad, las estructuras, las leyes y las instituciones; es fundamental partir del cambio de los seres humanos que la integran; de ahí la que sea imprescindible enfocar el proceso sociotransformador en su integralidad y profundidad multidimensional.
[8] Lejos de ser el centro de la transformación social, el poder político es uno de sus instrumentos. Centrar la discusión en la interrogante acerca de si el poder se toma o se construye, es empobrecer el pensamiento y podar las alas de las voluntades de quienes luchan y construyen inspirados en la posibilidad de concretar los sueños de un mañana diferente. Entre los movimientos sociales y políticos del continente, las posiciones respecto al tema del poder y la transformación social se han polarizado, entre otros factores, por la influencia del pensamiento dogmático en sectores del campo político e intelectual de la izquierda latinoamericana, que resulta todavía mantienen todavía predominante en la cultura política del conjunto militante. Este pensamiento ha identificado e identifica la posibilidad de transformar la sociedad con la «toma del poder», y contraponen esto a la búsqueda práctica concreta de los movimientos sociales que apuntan -desde sus lugares cotidianos de resistencia y lucha‑, a transformar la sociedad en proceso de construcción y deconstrucción permanente de poder, conciencia, organización y cultura. Esta contraposición actúa como una barrera que bloquea las capacidades para re-conocer la realidad social compleja y diversa, mestiza y multifacética de hoy, para pensar y actuar a partir de ella, junto a la reflexión y re-apropiación crítica de las experiencias de las luchas por la liberación que tuvieron lugar en nuestro continente y aquellas que emanan del socialismo que existió en el siglo XX