La evidencia del desorden planetario frente a la profecía sobre la llegada de un mundo más seguro que lanzó la propaganda liberal tras la desaparición de la URSS, y la caótica globalización en curso, junto al estallido de nuevas guerras y la preparación de otras, casi siempre por iniciativa de Washington, son fuentes de preocupación […]
La evidencia del desorden planetario frente a la profecía sobre la llegada de un mundo más seguro que lanzó la propaganda liberal tras la desaparición de la URSS, y la caótica globalización en curso, junto al estallido de nuevas guerras y la preparación de otras, casi siempre por iniciativa de Washington, son fuentes de preocupación en todo el planeta, en unos años de transición desde un espejismo unipolar a un escenario estratégico más complejo donde se dibuja ya la decadencia del predominio norteamericano, aún hegemónico, gobernado por un poder económico y militar que, pese a los contratiempos estratégicos sufridos y pese a las tendencias que se anuncian, se resiste a admitir que debe compartir áreas de influencia con otras potencias globales. Por eso, el rumbo que muestra la acción internacional norteamericana augura un progresivo enfrentamiento entre países, porque la guerra es, de nuevo, el principal recurso exterior de Washington. No es casualidad que Putin haya dicho que el empeño norteamericano en afirmar su poder solitario sobre el mundo es «una fórmula hacia la catástrofe»: incluso estadistas de países aliados de Washington creen lo mismo aunque no lo manifiesten en público.
Así, el pasado 10 de febrero, en la Conferencia de Seguridad celebrada en Munich, el presidente ruso, ante representantes de cuarenta países, planteó con mayor claridad que nunca los problemas que crea en el mundo la política norteamericana. ¿Qué dijo Putin? Sostuvo que la seguridad internacional abarca más cuestiones que la mera estabilidad militar: implica la estabilidad económica, el combate contra la pobreza, la seguridad económica y el desarrollo global. Especulando con el concepto de un «mundo unipolar», Putin afirmó que quienes lo defienden se refieren a un centro de fuerza, de decisión: un mundo con un patrón, que es inaceptable y, además, imposible. El medido discurso preparado por el Kremlin mantuvo que es el intento de introducir ese concepto de «mundo unipolar», convertirlo en real con el recurso a acciones unilaterales, ilegítimas, que no han resuelto ningún problema, lo que está complicando los asuntos internacionales. Putin afirmó que los Estados Unidos están superando sus fronteras nacionales, imponiendo su política a otros: «¿A quién le gusta eso?», se preguntó. «Nadie se siente seguro». Frente a esa realidad, postuló un equilibro razonable, entre intereses diversos, con la ONU como fuente de legitimidad: criticando al ministro de defensa italiano (que había dicho que el uso de la fuerza era legítimo si así lo decidía la OTAN, la Unión Europea o la ONU) Putin dijo que solamente la ONU podía tener esa responsabilidad.
Defendió también la reducción de armas nucleares: Rusia y Estados Unidos acordaron en su día la limitación de misiles estratégicos hasta un número de 1.700-2.000 cabezas nucleares para finales de 2012. Junto a ello, Putin llamó la atención sobre el peligro de militarización del espacio. En el aire estaba la crítica norteamericana a China por el lanzamiento de un misil antisatélite… sin reparar, interesadamente, en que, como recordó Putin, Estados Unidos hicieron algo semejante ya en los años ochenta. La contrariedad norteamericana radica en la constatación de que, como tituló The New York Times, «China desafía la hegemonía espacial de Estados Unidos», añadido al hecho de que Pekín se niega a aceptar la imposición norteamericana: debe recordarse que Bush había decretado, en octubre de 2006, que su país «se reservaba el dominio del espacio», al tiempo que se negaba a negociar cualquier tratado que pudiera limitar la acción de Estados Unidos en el cosmos.
Sobre el establecimiento de nuevos sistemas antimisiles norteamericanos en Europa, Putin recordó que ningún país problemático (según el criterio norteamericano: Irán y Corea del Norte) tiene capacidad para lanzar misiles de un alcance de hasta ocho mil kilómetros ni los tendría en un futuro previsible. «También es obvio que un hipotético lanzamiento de un misil de Corea del Norte contra Estados Unidos vía Europa Occidental contradice las leyes de la balística.» Así, concluyó que las razones para desplegar un escudo antimisiles en Europa eran otras.
No era la última cuestión espinosa que abordó el presidente ruso. Recordó que el Tratado sobre Fuerzas Armadas Convencionales en Europa fue firmado en 1999, y que, en los siete años transcurridos, sólo cuatro países lo han ratificado, entre ellos Rusia. Los países de la OTAN se niegan ahora a ratificarlo, utilizando como excusa la presencia de tropas rusas en Moldavia y Georgia. «¿Y qué es lo que ha sucedido en este mismo período?», se preguntó Putin. En esos años se crearon bases norteamericanas en Bulgaria y Rumania, con cinco mil soldados estacionados, de manera, concluyó Putin, que la OTAN avanza sus unidades militares hacia las fronteras rusas, mientras que Moscú, que ha cumplido estrictamente el Tratado, no ha respondido a esa nueva realidad. No era extraño así que el presidente ruso afirmara que la expansión de la OTAN no está relacionada con la seguridad europea, sino que es una provocación, que rompe con los compromisos que asumieron los propios dirigentes de la OTAN en 1990 (Manfred Woerner, entonces secretario general, aseguró que no se destacarían tropas fuera del territorio alemán, como garantía de seguridad a Moscú), y que se preguntase ¿a quién interesa esa expansión de la OTAN? ¿Dónde están aquellas garantías?
Criticó además a la OSCE (Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa) porque no está cumpliendo los fines para los que fue creada y se ha convertido en un instrumento para defender los intereses occidentales, destruyendo los equilibrios europeos. Pese a ello, Putin no hizo referencia a los acuerdos de Helsinki -que han sido incumplidos en Yugoslavia, en Alemania y en la propia URSS- aunque la diplomacia rusa no olvida que los nuevos precedentes de Montenegro y Kosovo, y las tensiones en su periferia (Osetia, Transdniestria, Abjasia, Osetia, Alto Karabaj, Chechenia), aunque tienen obvias raíces locales, son utilizadas por Estados Unidos como instrumento de presión sobre Moscú. No en vano, la tesis de Brzezinski sobre la conveniencia de desmembrar Rusia continúa siendo uno de los vectores de la planificación estratégica de Washington.
Putin no reclamó el sóviet, ni mucho menos; ni especuló con una nueva guerra fría: quien lanzó en los pasillos esa especulación fue la diplomacia norteamericana, y sus opiniones fueron amplificadas de inmediato por los grandes medios de comunicación mundiales, en un vergonzoso ejercicio de manipulación. En Munich, Putin habló de «nuestros amigos americanos», recordando (frente a las acusaciones de que Rusia utiliza su potencia petrolífera y gasística para presionar políticamente) que más de la cuarta parte de la extracción de petróleo en Rusia está en manos extranjeras, y que no puede hablarse de que los intereses rusos participen de forma semejante en los sectores económicos estratégicos occidentales, acusando así a Occidente de dar con una mano y arrebatar con la otra. Esa fue su intervención en la Conferencia.
Incluso los liberales rusos (que son pronorteamericanos) como Grigori Yavlinski, consideran que las nuevas instalaciones del escudo antimisiles que proyecta Bush en Polonia y Chequia son una provocación. La oposición comunista rusa reconoce que Putin ha cambiado la política exterior de los años de Yeltsin, aunque no por ello le dedica elogios por su política global. Putin no amenazó en Munich: simplemente, pretendió cerrar la etapa de postración y dependencia que Yeltsin impuso a la política exterior rusa. Tras casi quince años de retroceso político de Moscú, atravesado por el desastre de la década de Yeltsin (cuyo gobierno, en términos geoestratégicos, protagonizó una verdadera traición a Rusia), Putin, aceptando la evidencia de la pérdida de influencia rusa en Europa oriental, pretende hacer valer los intereses del país en el espacio postsoviético, en las repúblicas que formaron con ella la URSS. Es una pretensión razonable, y una equilibrada política norteamericana debería tenerla en cuenta, pero no ha sido así hasta ahora. La manifiesta contrariedad norteamericana por el discurso de Putin en Munich se explica porque, por primera vez en quince años, se verbalizaba una oposición tajante a su nuevo diseño estratégico, y, también, porque Washington ha empezado a encontrar dificultades en la aplicación de su política, que no es otra que conseguir la incorporación de todas las antiguas repúblicas soviéticas a su esfera de influencia, continuar presionando a Moscú, imponer la plena libertad en la zona para sus empresas y compañías petrolíferas e, incluso, asegurar la colocación de agentes suyos en los gobiernos de la periferia rusa: Georgia es un ejemplo acabado de los objetivos norteamericanos. En esa política cobra sentido la instalación de un escudo antimisiles en Europa, cuyo objetivo no es Irán, ni Corea, ni oscuros terrorismos, sino Rusia.
Mientras, los planificadores de la política exterior rusa creen que el futuro vendrá determinado por un esquema de cinco potencias (USA, China, Rusia, UE, India) donde Moscú podría desempeñar un papel equidistante entre occidente y las potencias asiáticas. Algunos, en la estela de la OCS, hablan de un triángulo ruso-chino-indio que limite el poder norteamericano y se oponga a su penetración en Europa y Asia. La reciente cumbre, en Nueva Delhi, de Sergei Lavrov, Li Zhaoxing y Pranab Mudherjee, ministros de Asuntos Exteriores de Rusia, China e India, va en esa dirección. El escenario se mueve.
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A finales de 2005, el presidente ucraniano, Yuschenko, (todavía exultante por la victoria de la revolución naranja) había reclamado que los dirigentes de los países bálticos, del Cáucaso y de Europa central cooperasen, siguiendo los mecanismos del recién creado Foro de la Comunidad de Opción Democrática, FCOD, un invento de la diplomacia norteamericana para seguir acosando a Rusia. Yuschenko afirmaba, con fingida candidez, que el foro sólo pretendía estimular los principios democráticos en el área, «sin pronunciarse contra ningún país». El foro fue impulsado por Ucrania y Georgia y apoyado por Rumania y Letonia, satélites norteamericanos en la zona. Desde Georgia, convertida en punta de lanza de los ataques cocinados en Washington, el gobierno acusaba a las tropas rusas de suministrar armamento a «regímenes separatistas», aludiendo a Osetia y Abjasia, pretendiendo ignorar la evidente intervención norteamericana, cuando, además, según los acuerdos firmados, Moscú retirará de Georgia sus últimos soldados en 2008. La nueva doctrina militar georgiana había sido elaborada en el marco de la cooperación con la OTAN, y directamente supervisada por Washington. Saakashvili, el presidente georgiano, aprovechó para acusar a Moscú de utilizar el aumento del precio del gas con fines políticos.
En las mismas fechas, Yuri Baluyevski, jefe del Estado Mayor ruso, declaraba que Rusia no se estaba preparando para una guerra nuclear, ni tampoco convencional, pese a lo cual criticó a Estados Unidos por su política nuclear de doble rasero, que exige a Irán pero tolera a Israel. Baluyevski señalaba los intentos de la OTAN para debilitar la influencia rusa en las otrora repúblicas soviéticas, y subrayaba la importancia de la cooperación militar en el seno de la CEI, que para los militares rusos debe ser una prioridad de la política exterior de Moscú. Baluyevski señalaba la evidente intromisión norteamericana en las «revoluciones de colores», y advertía ya contra la intención norteamericana de instalar sistemas antimisiles norteamericanos en el Este de Europa. Sus palabras se han revelado proféticas.
Washington ha seguido aplicando su política de hechos consumados. En mayo de 2006, Estados Unidos anunció su apoyo a la incorporación de Ucrania y Georgia al plan de acción para su ingreso en la OTAN, pese a que todos los estudios indican que la población ucraniana, por ejemplo, se opone mayoritariamente al ingreso, con cotas superiores al ochenta por ciento de los ciudadanos. Washington no retrocede por ello: pese a que prefiere que el gobierno de Kiev fuerce la integración sin consultar a la población, no descarta la posibilidad de falsificar un referéndum si, finalmente, hubiese que convocarlo. Por las mismas fechas, Alexander Yakovenko, viceministro ruso de asuntos exteriores, denunciaba la financiación norteamericana y europea, sin citarlas, de ONGs rusas, como ejemplo de injerencia. Es otro de los instrumentos de intervención norteamericana en Rusia.
En la práctica, Estados Unidos ha creado un bloque regional en la Europa oriental que se dirige contra Moscú, pero también contra Europa occidental. Letonia y Estonia tienen serias deficiencias democráticas, que invalidan su política, plegada a los intereses norteamericanos, por no hablar de la Polonia revanchista de los hermanos Kaczyński. En Vilna, la capital lituana, (con ocasión, el mismo mes de mayo, de una Conferencia internacional de «países del Mar Negro y del Mar Báltico», que define un ámbito geográfico absurdo, pero diseñado por el Departamento de Estado norteamericano con un claro contenido antiruso), el vicepresidente Richard Cheney pronunció un agresivo discurso contra Rusia, tan severo que llevó a los periodistas presentes a especular con el espectro de una nueva guerra fría. La implícita amenaza contra Moscú, y la áspera advertencia de que Washington tiene intereses nacionales en toda la periferia rusa, mostraba la ambición norteamericana y el deseo de reducir la influencia rusa en el área: Estados Unidos da por consolidado su dominio sobre la Europa oriental (desde Polonia, Chequia, Hungría, Rumania, Bulgaria, hasta los países bálticos) y se dispone a seguir incorporando países-cliente, como Georgia y Ucrania, sin olvidar intervenir solapadamente en los focos de conflicto en el interior de Rusia, con tres instrumentos principales: la presión diplomática, el apoyo a ONGs mercenarias y la utilización de provocaciones terroristas. Robert Gates, el nuevo responsable del Pentágono, mostró en la cumbre de Sevilla su «preocupación» por la, según él, imprevisible evolución de Rusia, China, Irán y Corea del Norte: era una nueva vuelta de tuerca en la carrera hacia adelante para conseguir que el Congreso norteamericano aumente los recursos militares. El presupuesto del Pentágono asciende a más de 620.000 millones de dólares, el doble de lo que Estados Unidos gastaba en los momentos más tensos de la guerra fría, y es veinticinco veces superior al presupuesto militar ruso.
Existen desencuentros en la exploración del espacio: Rusia y Estados Unidos mantienen la EEI, Estación Espacial Internacional, pero se ha puesto fin a la cooperación espacial de finales de los noventa. De hecho, Washington pretende liquidar la EEI (un proyecto conjunto de Estados Unidos, Rusia y la Unión Europea), cuyos acuerdos terminan en 2010, para centrarse en sus propios proyectos. Es grave: se liquida así un proyecto de colaboración, para entrar en una espiral de enfrentamiento inevitable, que Washington tiene esperanzas de ganar. Sabe que Rusia no puede mantener por sí sola la estación (la Unión Europea es, a estos efectos, mera comparsa) y Estados Unidos quiere acabar con la supremacía rusa en el lanzamiento de cohetes espaciales (que sigue conservando). Las presiones diplomáticas norteamericanas sobre clientes europeos y asiáticos de la cosmonáutica rusa han empezado a aumentar. Como era previsible, Anatoli Perminov, director de la Agencia Espacial rusa, declaró que su país no participará en el programa norteamericano a la Luna.
La falta de cooperación espacial es muy significativa porque afectará a los planes militares y al despliegue del nuevo escudo antimisiles norteamericano, que, según los planes del Pentágono, será ampliado en los próximos años, con el objetivo de conseguir la definitiva hegemonía militar. Por eso, el gobierno Bush proclamó a finales de 2006 que se reservaba el espacio para asegurar la defensa del país: otorgándose el papel de guardián del cosmos, Washington pretende controlar el sistema de observación espacial que, además, quiere que sea único y que permanezca en sus manos, acaparando así las comunicaciones, asegurando su dominio tecnológico y supervisando el desarrollo de nuevos sistemas espaciales. En esencia, un monopolio norteamericano sobre el cosmos.
Según fuentes militares, el sistema antimisiles que Estados Unidos pretende instalar en Polonia y Chequia estaría compuesto, en el caso polaco, de diez unidades de misiles con un alcance de seiscientos kilómetros y una velocidad de cinco kilómetros y medio por segundo. Los misiles balísticos alcanzan velocidades superiores, por lo que no serían eficaces contra el actual armamento ruso, pero sientan un precedente para instalar nuevos sistemas en Europa, muy cercanos a las fronteras rusas, y, además, Washington piensa continuar desarrollando mejores mecanismos de interceptación y de mayor alcance. Para justificar el despliegue del escudo, Washington esgrime la amenaza de Irán y Corea del norte, pero ese argumento no es creíble, entre otras razones porque si fuera cierto podría desplegar el escudo en Turquía, orientado hacia Irán, y en Japón, más cercano a la península coreana. Menos creíble aún es que esos sistemas sean un escudo contra ataques terroristas, como abusivamente ha presentado la diplomacia norteamericana. Con razón, Putin se preguntaba en Munich «¿acaso los terroristas tienen armas balísticas?»
El nuevo radar que Estados Unidos ha previsto instalar en Chequia (cuyo radio de acción sería posteriormente ampliado con instalaciones marítimas y en el espacio) es rechazado mayoritariamente por la población checa: según todos los sondeos disponibles, apenas un veintiocho por ciento de los habitantes aprobaría esa medida. Pese a ello, el gobierno conservador de Mirek Topolanek estima, pese a las evidencias, que aumentará la seguridad en su país y en Europa. El Partido Comunista checo, KSCM, que reclama un referéndum sobre la cuestión y está impulsando una campaña de recogida de firmas, denuncia la posición del gobierno y de los partidos de derecha, así como del partido socialdemócrata, que pretenden conseguir el apoyo popular a las instalaciones norteamericanas, asegurando para ello que crearán puestos de trabajo. Algo parecido a lo expuesto por Topolanek planteaba el primer ministro polaco, Jarosław Kaczyński, cuando, tras hablar con Condoleezza Rice sobre el despliegue de los nuevos misiles en Polonia, afirmó que su gobierno consideraba beneficiosa esa decisión, tanto para su país como para Europa, pese a que también la mayoría de los ciudadanos polacos se opone a la instalación de los misiles norteamericanos. La condición de país satélite de Polonia quedaba al descubierto por la premura de las consultas: a finales de enero de 2007, la ministra de Asuntos Exteriores polaca, Anna Fotyga, declaraba que su gobierno estaba «estudiando» la propuesta norteamericana, y que no estaba aún preparado para adoptar una decisión definitiva. Las presiones norteamericanas allanaron el camino: quince días después de esa declaración de Fotyga, el gobierno de Varsovia había aceptado el despliegue de los misiles. Al respecto, el secretario general del Partido Comunista ruso, Guennadi Ziuganov, lamentaba la decisión del gobierno polaco, que contribuye a la tensión, al tiempo que recordaba que en Polonia están enterrados seiscientos mil soldados soviéticos que liberaron el país del nazismo. Pero la espiral armamentista se ha iniciado: rizando el rizo, el primer ministro Jarosław Kaczyński afirmaba a finales de febrero que el rechazo ruso al escudo norteamericano supone una amenaza para Polonia y debe responderse a ella.
A propósito de la amenazante instalación en tierras polacas, Sergei Ivanov, ministro de Defensa ruso, aseguró que nadie conseguiría arrastrar a Rusia a una nueva carrera de armamentos, y aunque no citó a ningún país es obvio que se refería a Estados Unidos. Ivanov es consciente de que uno de los objetivos norteamericanos es abortar el fortalecimiento ruso arrastrando al país a una nueva carrera armamentista. Ivanov declaró a Der Spiegel que la instalación, por primera vez en la historia, por Estados Unidos de armas antimisiles en Europa tiene repercusiones estratégicas, y Rusia debe responder. La respuesta será «asimétrica», pero eficaz, según las declaraciones de responsables militares rusos, atendiendo a la nueva realidad: los servicios secretos rusos, FSB, establecen que los dos focos más peligrosos para su país son la inestabilidad en Oriente Medio y el intento norteamericano de aumentar sus fuerzas militares en las fronteras rusas. Nikolai Patrushev, director del FSB, citaba a finales de enero el nuevo despliegue de la OTAN en Europa oriental y en el sur de Rusia (Cáucaso), y las disputas de Abjasia, Transdniestria y Osetia del sur, como cuestiones más preocupantes para la seguridad de Rusia.
Cuando Reagan anunció la IDE, Iniciativa de Defensa Estratégica, la idea del Pentágono era instalar un escudo antimisiles en el espacio. Ese proyecto fue abandonado tras la desaparición de la URSS, aunque Clinton decidió en 1999 desplegar nuevos sistemas de defensa antimisiles en Estados Unidos (que se encuentran en silos subterráneos en Alaska y Maine, y que cubren por el norte y por el sur todo el continente euroasiático). Después, Bush abandonó unilateralmente, en diciembre de 2001, el Tratado de Misiles Antibalísticos, ABM, que se había firmado con la Unión Soviética en 1972, contrayendo una grave responsabilidad en la ruptura de los equilibrios mundiales.
El proyecto de escudo a instalar en Polonia y Chequia no es el único paso agresivo dado por Washington. A principios de febrero de 2007, Estados Unidos trasladaba el mayor radar de que dispone sobre una plataforma flotante (que es, además, el mayor del planeta) desde Pearl Harbor hasta Adak, en las islas Aleutianas. Ese radar, que forma parte del sistema antibalístico norteamericano, está orientado ahora hacia la península siberiana rusa de Kamchatka, y conectado a los misiles desplegados en Alaska que vigilan toda la Siberia Oriental y China. Pocos días después, Robert Gates anunció en el Congreso la necesidad de reforzar la capacidad militar norteamericana, colocando a Rusia y China entre los potenciales adversarios y utilizando conceptos ambiguos que llevaron a muchos analistas a preguntarse si se preparaba una guerra contra Rusia. Por su parte, el almirante retirado Michael McConnell, nombrado a finales de febrero nuevo responsable de Inteligencia norteamericano (en sustitución del siniestro John Negroponte), proclamaba que había que prestar más atención a Rusia, escenificando así el final de la cooperación con Moscú, aunque visto desde una perspectiva global esa cooperación fue, en los doce años posteriores a la desparición de la URSS, mera sumisión rusa a los planes norteamericanos. Apenas unos días después, el vicepresidente Cheney criticaba el «creciente poder militar chino».
Conscientes del impacto mundial de esas iniciativas, algunos responsables norteamericanos pretendieron acallar las críticas siguiendo un guión tranquilizador que, sin embargo, no aportaba nuevos elementos. Así, negando la evidencia de que el despliegue de nuevos sistemas militares nunca es una medida amistosa, el general norteamericano Bantz Craddock, nuevo jefe de las fuerzas de la OTAN en Europa, manifestaba en Varsovia que Rusia «no tenía nada que temer» a consecuencia de las nuevas instalaciones norteamericanas en Europa oriental. Fiel a la tradición intoxicadora de su diplomacia, el embajador norteamericano en Ucrania, William Taylor, intervenía asegurando que su país no entendía el rechazo de Moscú a las nuevas instalaciones, al tiempo que, en flagrante contradicción, aseguraba que el gobierno ruso había reconocido que el sistema antimisiles previsto para desplegar en Polonia y Chequia «no era una amenaza para Rusia». Añadiendo nuevos elementos de preocupación para Rusia (en una muestra de torpeza, o bien de calculada presión), Taylor aseguraba que no había negociaciones en curso para la instalación de parte de esos sistemas en Ucrania. El 23 de febrero, Henry Obering, jefe de la Agencia antisimiles norteamericana, mientras reiteraba que el despliegue no estaba dirigido contra Rusia, anunciaba que, dentro de cuatro años, el primero de los misiles del nuevo sistema estaría operativo en Polonia.
Rusia dispone ahora de mayor capacidad presupuestaria para hacer frente a los cambios en el equilibrio estratégico. Gracias a ello, el Ministerio de Defensa ruso ha decidido instalar diecisiete nuevos misiles balísticos intercontinentales y lanzar cuatro satélites. Para los próximos ocho años, Rusia quiere modernizar sus Fuerzas Nucleares estratégicas con treinta y cuatro misiles instalados en silos y sesenta y seis sistemas de misiles Topol-M que se emplazan en tierra, cincuenta nuevos aviones con capacidad para misiles estratégicos y ocho nuevos submarinos, además de mejorar sus sistemas defensivos de radar. Yuri Baluyevski, jefe del Estado Mayor ruso, anunciaba a mediados de febrero que Rusia podría abandonar el Tratado sobre eliminación de misiles de corto y medio alcance (INF, según las siglas norteamericanas), como respuesta a los planes de Washington. Ese Tratado fue firmado en 1987, y obligaba a que no se fabricasen, ensayasen ni instalasen misiles de corto alcance (entre quinientos y mil kilómetros) y medio alcance (entre mil y cinco mil quinientos kilómetros), que Estados Unidos ha violado, al tiempo que se desmantelaban los misiles existentes de esas características. El Tratado sobre defensa antimisiles descansaba sobre la idea de que si se eliminaba la posibilidad de lanzar un primer ataque nuclear, impidiendo el despliegue de sistemas antimisiles, tanto Estados Unidos como la URSS seguirían expuestos a la «destrucción mutua asegurada» y eso mantendría la paz. Por el contrario, si un país creía estar a resguardo de un primer ataque, podía caer en la tentación de ser el primero en lanzarlo: esa concepción fue compartida por los estrategas soviéticos y norteamericanos, y esa arquitectura de seguridad es la que está destruyendo el gobierno de Bush.
Además, como apuntó Baluyevski, el despliegue de nuevos sistemas antimisiles llevará a una carrera por perfeccionar misiles en todo el mundo. Una nueva carrera de armamentos: esa es la responsabilidad que contrae Estados Unidos con su imposición sobre Polonia y Chequia. Los militares rusos confían en los nuevos misiles Topol M, con base en tierra, y Bulava 30, que se despliegan en el mar, para responder a la nueva amenaza. Las palabras de Baluyevski, que fueron matizadas por el ministro de Asuntos Exteriores, Sergei Lavrov, eran una lógica reacción a los planes del Pentágono en Europa oriental. El propio Lavrov declaró a finales de febrero que, si esos sistemas se instalaban finalmente, Rusia respondería, al constatar que las nuevas armas norteamericanas sólo podían tener como objetivo el territorio ruso. Algunos sectores del ejército ruso han manifestado incluso su temor de que Estados Unidos fuerce la situación instalando nuevos componentes de esos misiles en los países bálticos, antiguas repúblicas soviéticas.
De manera que las más importantes decisiones de Washington apuntan al estallido de nuevas guerras. Paul Craig Roberts, que fue subsecretario del Tesoro con Reagan, alarmado ante las consecuencias que podría tener un ataque norteamericano contra Irán, que podría llegar a ser nuclear, afirmaba recientemente que era imperativo detener la deriva guerrera y armamentista de Bush, para lo que pedía un ataque internacional contra el dólar, para conseguir su hundimiento y detener así la política de Bush, que estaría privado de la financiación necesaria para la guerra. Craig recordaba que, como había afirmado Putin, el presupuesto militar norteamericano es veinticinco veces mayor que el ruso. Craig, que califica de «títeres» norteamericanos a los países de Europa central y oriental (los bálticos, Polonia y Chequia, Rumania y Bulgaria), mantiene que la OTAN no es un tratado defensivo, sino un instrumento para consolidar el imperio norteamericano en el mundo. Sus palabras son reveladoras, porque no proceden de un peligroso comunista, sino de un miembro de los círculos de poder norteamericanos.
Zbigniew Brzezinski, asesor del Consejo de Seguridad Nacional en la presidencia de Jimmy Carter, anunció a principios de febrero en el Congreso norteamericano que era probable la fabricación de un atentado incluso en el interior de Estados Unidos para justificar el ataque militar norteamericano a Irán. Brzezinski no es un pacifista, ni un moderado: baste recordar que postula la desestabilización de las regiones periféricas de Rusia como el mejor camino para acabar para siempre con la fortaleza rusa, incluso con el actual Estado ruso, y que vería con satisfacción el desmembramiento del país.
Todos esos indicios muestran la peligrosa situación que ha creado Estados Unidos en el mundo, máxime cuando, además de las instalaciones en su país, Washington dispone en la actualidad de setecientas treinta y cinco bases militares en cinco continentes, que cuentan con un total de ochocientos cuarenta mil soldados, incluyendo a los acantonados en Estados Unidos. Dispone, además, de convenios de cooperación en otras doscientas cincuenta instalaciones militares más en el exterior, gracias a acuerdos a menudo opacos o secretos con gobiernos de diferentes países.
Estados Unidos (que se siente ganador de la guerra fría, aunque constata sus crecientes dificultades) se resiste a aceptar que no puede imponer un mundo unipolar, y que las tendencias estratégicas globales caminan hacia un esquema internacional de cinco grandes potencias: China, Rusia, India, Unión Europea y Estados Unidos. Para evitarlo, no duda en preparar la guerra. La ruptura unilateral del Tratado de Misiles Antibalísticos (ABM, firmado por la Unión Soviética y Estados Unidos, y que fue una pieza clave del equilibrio nuclear y del mantenimiento de la paz en el mundo) que decidió Estados Unidos creó una peligrosa situación. Ahora, Washington ha impuesto a Europa occidental un nuevo impulso guerrero y una cuña de Estados-cliente (desde Polonia y Chequia hasta los países bálticos) entre Francia y Alemania, por un lado, y Rusia y China por otro. El nuevo escudo antimisiles es otro paso hacia la guerra. Tras haber incendiado buena parte de Oriente Medio, después de haber invadido Afganistán e Iraq, y forzado a sus aliados europeos a una sumisión que traerá consecuencias futuras, y mientras prepara la guerra contra Irán, el gobierno norteamericano aumenta la tensión en Europa oriental e impulsa la carrera armamentista en el espacio. Es un nuevo peligro para el mundo: la irresistible carrera (hacia la guerra) de George W. Bush.
Higinio Polo