Recuerdo perfectamente que, en 1991, la Organización de las Naciones Unidas, imprimió un afiche informando que una comisión de especialistas estaba redactando una norma constitutiva que regule -en plano mundial- las relaciones, tanto de los seres humanos como de los gobiernos, con el ambiente físico terrestre. Se anunciaba que ya estaba en elaboración un proyecto […]
Recuerdo perfectamente que, en 1991, la Organización de las Naciones Unidas, imprimió un afiche informando que una comisión de especialistas estaba redactando una norma constitutiva que regule -en plano mundial- las relaciones, tanto de los seres humanos como de los gobiernos, con el ambiente físico terrestre. Se anunciaba que ya estaba en elaboración un proyecto denominado: Constitución de la Tierra, cuyo contenido se iba a propagar por todas partes, para conocimiento de los habitantes del planeta y su toma de conciencia y acción.
Aquella idea me despertó extremadamente el entusiasmo. Me vino a la mente que ya era hora que una entidad tan seria y respetable como la ONU tome las cosas en sus manos y fije normas de cumplimiento para la humanidad, ante la visible crisis y problemas que exhibía el medioambiente. Estos últimos ya se veían agravar aquél año, tanto cuantitativa como cualitativamente.
La iniciativa de tal medida correspondió, en 1987, a la Comisión Mundial para el Ambiente y Desarrollo de aquella organización, que no cesaba de hablar de desarrollo sostenible, -concepto hoy caduco con elegancias decorativas-. Diez años después se formó una Comisión para supervisar el proyecto, estableciéndose la Secretaría en Costa Rica, bajo el nombre de: Consejo de la Tierra. La versión final sobre la materia fue aprobada, en la ciudad de París, Francia en marzo de 2000, dentro las oficinas de UNESCO. Quede claro que la anterior aprobación se refería a su texto, sin constituir todavía una norma de cumplimiento obligatorio para la comunidad mundial.
Los aspectos de mayor importancia sobre su contenido fueron la ciencia, el Derecho Internacional, principios de sabiduría filosófica y religiosa, declaraciones sobre conferencias de la ONU mas otros aspectos menores. En lo ecológico se toca la conservación de la naturaleza, valor intrínseco de todos los seres vivos, deterioro de los sistemas naturales, y sus 24 artículos engloban ideas generales sobre planificación económica, diversidad biológica, evitar acciones militares dañinas al planeta, etc., etc.
Desde aquella aprobación intelectual del Proyecto -se aclara que la UNESCO es solo un organismo especializado en favor de la educación y la cultura- nunca fue puesto aquél material para su consideración por la Asamblea General de las Naciones Unidas, cuya sede es Nueva York (y no París) Era de suponer -conforme a las normas del Derecho Internacional- que un texto de semejante magnitud merecía convertirse en ley de valor supra nacional terrestre de cumplimiento obligatorio. Para aquél propósito hubiera sido innegablemente preciso -además de la aprobación por aquella Asamblea- un conjunto de procedimientos que generan las subsiguientes ratificaciones locales, país por país.
Los antecedentes que se acaban de brindar, muestran que la denominada: «Carta de la Tierra» -denominación que, siguiendo obsecuencias anglo sajonas, sustituyó a la palabra especializada: «constitución«- han convertido al referido instrumento en un conjunto de declaraciones de moralista, y aún romántico, contexto.
Al conocer el contenido de su redacción no dejé de sufrir una profunda decepción, que se tornó en indignación; primero por su falta de fuerza legal y, segundo, por el carácter general y panorámico de su articulado. Digo general porque su predominancia teórica es puramente enunciativa, lírica y abstracta; situación que me obligó a comentar y publicar las observaciones, en un libro.
Han pasado los años y las cosas se han hecho peores. Tan elegante como cacareado contexto «constitucional», ha devenido en inútil. Además se ha vuelto obsoleto.
De otro lado, exceptuando las finuras literarias y académicas de aquella Carta de la Tierra, sus páginas no contienen ninguno de los problemas específicos que son motivo de honda preocupación y conocimiento ascendente de la humanidad. No aparece en parte alguna, la terminología vívida contemporánea que refleja realidades lacerantes que sufre el planeta: cambio climático, deforestación, lluvia ácida, desertización, contaminación (acuática-aérea-terrestre), sobre explotación económica, migraciones ambientales, peligros de extinción animal y vegetal, geo-ingeniería, granjas industriales, polución, transgénicos, etc, etc.
Tampoco hay parte alguna -porque no se hubo pensado aquello en el Proyecto- que contenga los deberes específicos de la actividad económica con el entorno natural. Menos aún se diseñaron los deberes individuales del ser humano con su madre planetaria.
Un examen realista de aquella experiencia empuja a no pensar más en optimismos de orden utópico y soñador. La terminología ecológico-ambiental ausente, destacada líneas atrás, -y mucha otra no enunciada- tampoco hubiera podido existir en su articulado. No hubiera sido tolerada por quienes constituyen el verdadero poder dentro tan importante institución. Me refiero a las intocables corporaciones económicas, protegidas por gobiernos poderosos, hoy perceptibles en el uso audaz de la fuerza bélica que exhibe y usa su ejército internacional (la OTAN)
Es de entender que si ha fracasado la ejecución del Protocolo de Kioto en el seno de las Naciones Unidas, menos aún se permitiría terminologías que surgen de realidades generadas -al por mayor- por la propia actividad económica corporacional destructiva. Por estas razones ya se percibe que una Constitución Política para la Tierra, es simplemente un ideal absurdo como utópico, cuando no romántico.
Por otra parte, la razón reclama que , en todo caso, cualquier contenido estructural codificado -una súper ley mundial de protección para el planeta- necesariamente tenga que ser de orden punitivo y castigador; extremo que no le conviene a quien detenta el poder efectivo en el orbe terrestre.
Por este motivo, el clamor de los países del Tercer Mundo por una Tierra limpia, se ve frustrado. Sus legislaciones ambientales no pueden castigar los fenómenos físicos ni climáticos que se producen fuera de su territorio por causa de la explotación económica; aunque les afecte en gigantesca magnitud.
La ausencia de una real Constitución de la Tierra, clara, concreta y severa, impide que se pueda detener la acelerada destrucción, en todos los frentes, que sufre nuestro infeliz planeta.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.