El 15 de mayo de 2011, en medio de un clima de dureza e incertidumbre provocadas por la creciente situación de crisis económica, y desafiando al coro de apocalípticas llamadas a la austeridad que instaban a quedarse en casa aguantando el temporal, aparece en las calles de Madrid una pancarta insólita: «¡Democracia real ya! No […]
El 15 de mayo de 2011, en medio de un clima de dureza e incertidumbre provocadas por la creciente situación de crisis económica, y desafiando al coro de apocalípticas llamadas a la austeridad que instaban a quedarse en casa aguantando el temporal, aparece en las calles de Madrid una pancarta insólita: «¡Democracia real ya! No somos mercancías en manos de políticos y banqueros». La propia existencia de esa pancarta, y del gentío que la acompaña, produce un segundo enunciado implícito, no tan evidente, que se añade al abiertamente planteado contra los políticos y los banqueros: «tampoco somos consumidores pasivos de la interpretación oficial de la realidad». En este otro ámbito, que no es exactamente el de la economía ni el de la política institucional (aunque intersecta con ambas), se va a librar una batalla menos inmediata, pero quizás más profundamente transformadora e irreversible: es la guerra de las versiones, de los símbolos, de las creencias y de las narrativas que dan sentido a nuestras vidas. En ella, no sólo importa lo que se dice, sino quién lo dice, o más bien, quién tiene derecho a decir, quién tiene acceso a los foros en los que se producen y se debaten las ideas y los lenguajes sociales que nutren el sentido de nuestra existencia colectiva.
En ese ámbito, el movimiento 15-M puede ser entendido como un fuerte impulso a las tendencias democratizadoras de la producción del sentido que la aparición de nuevas formas de comunicación y relación social ha propiciado en las últimas décadas, amenazando a las élites que pretenden detentar el monopolio de la construcción simbólica de la realidad. En este artículo intentaremos desentrañar algunas de esas dinámicas de proliferación de prácticas y discursos que desbordan la producción de sentido ofrecida por los grandes grupos mediáticos, por los «opinadores» profesionales y por los individuos que ocupan lugares de prestigio en el «star-system» cultural del estado español. Estas otras prácticas y discursos habitan diversas redes y comunidades sociales que no se sostienen exclusivamente en el mundo digital, sino que atraviesan también espacios analógicos, privados y públicos. Todas ellas configuran una suerte de «nueva abundancia» discursiva y vital que contradice la supuesta coyuntura de escasez pregonada por las élites del neoliberalismo, ya que, con la mera existencia de sus tácticas colaborativas y de su capacidad para reproducirse exponencialmente, pone en entredicho la idea de que la vida en sociedad es siempre una guerra de todos contra todos en competencia por recursos insuficientes.
Esta nueva abundancia de formas de producir sentido no puede explicarse únicamente por la aparición de nuevas tecnologías digitales. Más profundamente, tiene que ver con una crisis generalizada de modelos de autoridad basados en el individualismo, y en su narrativa principal: «la vida es una carrera hacia el éxito individual y en esa carrera todo, incluidos los otros, debe ser instrumentalizado para alcanzar el objetivo». La crisis de este paradigma, la creciente dificultad de seguir creyendo que la vida es eso, hace que proliferen tendencias sociales y tecnológicas que permiten explorar otros sentidos. Algunos estudiosos de los nuevos medios como Pierre Lévy, Henry Jenkins o Peter Walsh han venido rastreando las señales de estas nuevas necesidades en Internet, la cultura de masas y las redes sociales.
Recientemente, Peter Walsh, ha propuesto un símil histórico bien sencillo para comprender lo que está sucediendo: a principios del siglo XIX se inventó el «Fourdrinier«, una máquina para producir papel que abarató drásticamente los costes de producción del material impreso y posibilitó la aparición de lo que en Estados Unidos se iba a llamar «the penny press» (los «periódicos de un penique»). Antes de la existencia de este tipo de máquina de papel, las publicaciones periódicas sólo llegaban a una élite muy minoritaria (que las compraba por suscripción) y apenas contenían algo parecido a lo que hoy llamaríamos «noticias». En EEUU, cuenta Walsh, los nuevos periódicos van a convertirse en la voz de las clases medias y a distribuir narraciones que ya estaban allí, pero que antes no hubieran podido circular en formato escrito. Son las «untellable stories» («historias no narrables») que desafiaban el consenso social promovido por las élites sobre cuestiones como por ejemplo la esclavitud. Cuando se produce el motín de esclavos del barco Amistad y el posterior juicio a los amotinados (1841), la penny press se encarga de narrar con toda clase de detalles estos eventos, que chocaban frontalmente con la premisa dominante de que los esclavos estaban contentos con su situación en América. Como señala Peter Walsh, sería imposible entender el auge del abolicionismo y la consecuente guerra civil americana sin atender al papel fundamental de la penny press como herramienta cuestionadora de las narraciones consensuadas por élites que entonces detentaban el monopolio de la interpretación de la realidad, y más concretamente, sin atender a la ruptura del consenso social sobre la legitimidad de esclavizar a los africanos.
Algo parecido, afirma Walsh, es lo que ha sucedido en relación con las redes sociales como Facebook y Twitter y las revueltas que se iniciaron en el año 2011 en diversas partes del mundo, notablemente en los países árabes, los mediterráneos y posteriormente en Estados Unidos. Aplicando un esquema general, Walsh explica que lo que sucede es que primero se produce una innovación tecnológica que abarata los costes de la comunicación y multiplica el tamaño de las audiencias involucradas, llegando a grupos sociales antes excluidos. Después, estos grupos sociales comienzan a intervenir en conversaciones políticas que estaban antes vetadas para ellos, e inmediatamente a contar sus «historias no narrables» que cortocircuitan los consensos previamente establecidos (1).
Sin necesidad de caer en el determinismo tecnológico ni en la fetichización del mundo digital (que en absoluto es inmune a la colonización por las élites y por el individualismo mercantilizado), este análisis nos puede ayudar a entender la importancia que tuvieron y siguen teniendo las redes sociales en torno al fenómeno 15-M, y más concretamente su centralidad en la articulación de la plataforma «Democracia real ya» que convocó la primera manifestación ese día de mayo en Madrid. De nuevo, no se trata de que la tecnología en sí misma provoque el cuestionamiento de las narrativas difundidas por las élites, sino de que, cuando existe una voluntad social de llevar a cabo ese cuestionamiento, algunas tecnologías resultan más adecuadas que otras para hacerlo. Cuando el día 21 de mayo la Junta Electoral declara ilegal la ya masiva Acampada en la Puerta del Sol, fueron notablemente Facebook y Twitter los canales que facilitaron el desafío directo a esa prohibición, que el Estado finalmente fue incapaz de respaldar. Como si de los amotinados del Amistad se tratara, esos indignados de la Puerta del Sol tienen en las redes sociales a una nueva penny press que va a difundir una versión completamente distinta a la que ofrece tanto el poder estatal, como los partidos políticos y los grandes medios de comunicación. Y la difusión de esta otra versión en las redes sociales tiene como resultado la masiva afluencia de ciudadanos a las calles para unirse a los amotinados de Sol.
A partir de estas instancias concretas de utilización de las redes sociales, es interesante pensar cómo nuevas formas de comunicación hacen posible la ruptura de consensos fuertemente asentados en la sociedad española. Guillem Martínez y Amador Fernández-Savater han utilizado el concepto de «Cultura de la Transición» para pensar precisamente todos los consensos tácitos o explícitos que se generaron en la época de la transición a la democracia y que han permanecido casi intocados hasta la aparición del 15-M (si bien Fernández-Savater propone además una genealogía de crisis previas que anticipan la irrupción de los indignados: el «no a la guerra», el 11-M, las protestas de V de Vivienda)(2). Martínez y Fernández-Savater usan la palabra «cultura» en el sentido amplio de formas de pensar y de vivir: la «Cultura de la Transición» sería entonces un «horizonte de lo posible», formado en este caso alrededor de la incuestionabilidad de dos elementos políticos fundamentales: el sistema de partidos y el capitalismo. Y son precisamente estos dos elementos los que están cuestionados ya en la citada pancarta de «Democracia real ya», que abre la cabecera de la manifestación del 15 de mayo, con su referencia a los políticos y los banqueros y con su ruptura del tabú que en reinaba en España en torno a la palabra «democracia» (una palabra intocable, cuya mención servía para acabar con cualquier posible debate o disensión). De esta forma, nos damos cuenta de que lo que está en juego en el 15-M no es sólo una interpretación distinta de la crisis económica, del sistema de partidos o del propio capitalismo, sino la legitimidad de todo el engranaje elitista de producción y circulación de discursos que hacía que no se pudiera hablar de esos asuntos, o sea, la propia «Cultura de la Transición» (la CT), cuyo perfil describe así Fernández-Savater:
Cultura consensual, cultura desproblematizadora, cultura despolitizadora, la CT se aseguró durante tres décadas el control de la realidad mediante el monopolio de las palabras, los temas y la memoria. Cómo debe circular la palabra y qué debe significar cada una. En torno a qué debemos pensar y en qué términos. Qué debemos recordar y en función de qué presente debemos hacerlo. Durante años, ese monopolio del sentido se ejerció sobre todo a través de un sistema de información centralizado y unidireccional en el que sólo las voces mediáticas tenían acceso, mientras que el público jugaba el papel de audiencia pasiva y existían temas intocables.
Esa división entre «voces mediáticas» y «público» es la que se cuestiona cada vez más con las transformaciones de la esfera pública provocadas por la crisis del modelo individualista y la proliferación de las redes sociales digitales. Las personas antes condenadas a ser espectadoras se convierten en activas participantes en la cultura que habitan, poniendo en peligro las estructuras tradicionales de acceso restringido al poder simbólico. Esto explicaría, quizás, que algunos personajes que ostentan lugares de prestigio en la esfera cultural y periodística del estado español hayan reaccionado tan agresivamente ante el 15-M, y particularmente ante su uso de las redes sociales. Notablemente, el escritor Enrique Vila-Matas publicó el 24 de Mayo de 2011 un artículo que llevaba por título «Empobrecimiento» y cuyo subtítulo ya anunciaba que «en la Spanish revolution se ha visto cómo los twits son un atentado contra la complejidad del mundo que pretenden leer». El artículo se puede leer como una de esas reflexiones más o menos apocalípticas acerca de la crisis del lenguaje en la nueva sociedad de la información que suelen aparecer en los medios, pero con el ingrediente novedoso de que Vila-Matas detecta como un síntoma más de esa crisis el uso de la red social Twitter por parte de los participantes en el movimiento 15-M. El argumento es sencillo: la brevedad del formato de los mensajes o twits que usan los del 15-M sería un indicador más del empobrecimiento generalizado del lenguaje en nuestra época.
Sin ni siquiera entrar, por el momento, en los argumentos que podrían defender la riqueza lingüística y la extraordinaria capacidad de creación colectiva que el 15-M ha puesto en marcha, no deja de resultar sorprendente que a un escritor heredero de la vanguardia, defensor de la «literatura portátil», de la escritura que practica la auto-restricción y los juegos con formatos auto-impuestos, maneje este tipo de crítica a un tipo de expresión lingüística motivada por su brevedad. La sorpresa aumenta cuando observamos que también el escritor catalán Quim Monzó, otro gran admirador y heredero del grupo Oulipo, de Raymond Roussel, Robert Walser, Jorge Luis Borges y otros escritores amantes de la brevedad y del reto de los formatos limitados auto-impuestos, aparece en la prensa a los pocos días criticando cuestiones relacionadas con el flujo verbal del movimiento 15-M, como el uso de la propia expresión en inglés «Spanish revolution» (que denotaría dependencia respecto a los Estados Unidos), o la aparición de una pluralidad de mensajes, que Monzó considera síntoma de confusión y de «no saber lo que se quiere».
¿Qué está pasando? ¿Por qué escritores que practican formas de producir sentido experimentales, híbridas y abiertas en literatura las condenan cuando las encuentran en este contexto de producción colectiva de discurso? Lo primero que uno pensaría es que tal vez reclaman una separación entre la literatura y la política, que quizás son revolucionarios en literatura pero no en política. Sin embargo, la cuestión parece bastante más complicada, pues, políticamente, la crítica que hacen al 15-M parece ser más bien, a veces, la de que no es un movimiento lo suficientemente revolucionario. La sombra del mayo del ’68 francés planea sobre las intervenciones de los intelectuales consagrados que opinan sobre el 15-M. Tanto es así que El País invita al editor Mario Muchnick y al pintor Eduardo Arroyo a una conversación directamente centrada en la comparación entre ambos movimientos: «Sol visto desde mayo del ’68». En ella aparece una idea recurrente: el 15-M es una «revolución de mentiras», un simulacro de revolución, un gesto insuficiente. «Estos quieren arreglar el sistema. Nosotros queríamos volarlo», dice Eduardo Arroyo. Para Muchnik «Sol es un hito muy pobre» en comparación con el ’68. Quim Monzó, por su parte, afirmaba también en su citado artículo que resulta vergonzoso llamar al 15-M «revolución» porque no se trata de un verdadero cambio en las estructuras políticas y económicas, sino tan sólo de una acampada. Arroyo añade que en el ’68, los revolucionarios no necesitaban moderadores ni turnos de palabra porque simplemente «se la arrebatabas al compañero». También dice que eslóganes fraguados en el 15-M como «no hay pan para tanto chorizo» no alcanzan la altura poética de los del ’68 («bajo los adoquines está la playa», «prohibido prohibir», etc.).
A juzgar por las palabras de estos intelectuales, parecería que se trata de portavoces de una guerrilla revolucionaria armada emitiendo un comunicado desde la clandestinidad. Pero no: son más bien profesionales de éxito perfectamente integrados en las instituciones culturales y políticas españolas. De nuevo, más allá de lo que se dice, es preciso comprender desde dónde se dice: qué estructuras de poder, qué comunidades discursivas, qué expectativas de sentido sostienen la posibilidad de que alguien diga algo y de que sea recibido con interés. En el caso de intervenciones como las de Vila-Matas, Monzó, Muchnik y Arroyo, el paradigma del intelectual que emite una opinión autorizada por su supuesta capacidad extraordinaria para comprender la sociedad va de la mano con el acceso limitado de la población a los canales mediáticos donde se emiten esas opiniones. Pero mientras ese sistema de producción de sentido sigue activo, en otras zonas de la sociedad están emergiendo formas de hablar y de hacer completamente distintas que lo van minando, que van cuestionando indirectamente su legitimidad. Margarita Padilla ha trazado apasionantes genealogías de esas otras zonas del discurso social, como son, por ejemplo, el mundo del activismo en Internet y sus cruces con el fenómeno «fan» y otras comunidades digitales en principio no politizadas.
Padilla explica cómo precisamente para entender el surgimiento de estas otras zonas de producción de sentido hay que retrotraerse a la generalizada decepción respecto a ese mismo periodismo de investigación que nace con la penny press y que después se va viendo arrinconado por la progresiva comercialización y concentración de los medios en pocas manos. En búsqueda de una nueva democratización de la esfera pública, a finales de los 90 aparecen los medios independientes en Internet (como Indymedia, NO-DO50 y otros), siempre alentados por el famoso eslógan «don’t hate the media, become the media«. En este momento la contra-información se entiende más bien como la labor de una serie de portales donde los movimientos sociales explican lo que hacen, pero más tarde (en 2003) aparecen los blogs, cambiando el escenario: con ellos los individuos son capaces por fin de tener su propia «penny press» personal a través de la web. Sin embargo el entusiasmo dura poco tiempo: los blogs se reducen a la mitad hacia 2006; su problema es que hay demasiados, y que al final sólo le interesan a quien los escribe. A partir de ahí el objetivo de quienes habían estado excluidos de las élites de producción de sentido pasa a ser no sólo poder escribir públicamente, sino tener también cierto impacto mediático: se ha conseguido ya un enorme acceso a la difusión pública, se ha creado una nueva esfera masiva de discurso público, pero eso mismo hace que haya una verdadera saturación de contenidos, y que sea muy difícil orientarse en la nueva plaza digital.
Es entonces cuando, siempre según Padilla, empieza a aparecer un nuevo paradigma de organización de contenidos, en el que lo importante ya no va a ser tanto la producción individual como la selección y la colaboración colectiva en la configuración de flujos discursivos. Aparecen páginas de selección de contenidos como «Menéame», que enseguida obtienen gran éxito porque permiten generar pequeños acuerdos acerca de qué es lo que vale la pena rescatar dentro del aluvión incesante de intervenciones. También se produce la explosión del nuevo «periodismo ciudadano», que se diferencia de los blogs en que necesita fórmulas colaborativas para funcionar. De ese caldo de cultivo nace Wikileaks, que sin duda puede entenderse como «contra-información» (la información que el poder no quiere difundir), pero que, al contrario que los clásicos «indymedia», se basa en lo que Margarita Padilla llama «dispositivos inacabados»: Wikileaks lanza grandes paquetes de filtraciones masivas que después otros se tienen que encargar de seleccionar, ordenar e interpretar, pero que por sí mismos son sólo un punto de partida, insuficiente para que haya verdadera «contra-información».
En general, esta idea del «dispositivo inacabado» se convierte en la nueva clave de Internet en la era post-blogs. Con la llegada y el triunfo de las redes sociales se reafirma esta nueva lógica, que por lo demás siempre había estado ya favorecida por la propia estructura rizomática de Internet: nodos con autonomía relativa comparten dispositivos inacabados, renunciando a tener todo el control sobre los procesos comunicativos en los que intervienen. Ese es el momento en el que estamos y el que hace en parte posible un fenómeno como el 15-M, fraguado lentamente en las nuevas formas de compartir y de colaborar que la gente está ensayando en Internet y que se contagian a otros espacios de relación, como son las plazas públicas.
Resulta especialmente interesante observar cómo es la propia cultura de masas y de consumo la que ha desarrollado estás lógicas de colaboración que podrían tal vez llegar a socavar sus cimientos individualistas e instrumentalizadores. Henry Jenkins ha llamado la atención sobre los efectos inesperados de la proliferación inter-mediática, que se suponía debía traer antes que nada una mayor personalización del consumo, es decir, que cada individuo pudiera elegir entre una oferta mucho mayor y de esta forma trazar un recorrido completamente único por los caminos del entretenimiento, la información y la comunicación de masas a través de las múltiples pantallas y formatos a su disposición. Sin embargo, lo que ha ocurrido es que ese individuo que está ante la cultura inter-mediática se ha encontrado sobre todo con otros individuos que habitan también ese universo de pantallas, y que ha comenzado a interactuar con ellos.
Ya Michel de Certeau había advertido en contra de los prejuicios a veces sustentados sobre lecturas de los grandes críticos de la cultura de masas como Adorno y Horkheimer, que tienden a entender al consumidor como alguien aislado y pasivo. Para De Certeau (que escribía en los inicios de la explosión de la «era digital»), el consumo es una forma de producción secundaria, que no se manifiesta a través de sus propios productos, sino a través de las formas de usar los que vienen impuestos por un sistema económico dominante. En esas formas de usar se condensan miles de tácticas que conforman todo un sustrato informal de producción de sentido colectiva, lo que él llamaba «prácticas de lo cotidiano». Con la eclosión del mundo inter-mediático, toda esa riqueza vital encuentra nuevos canales y de hecho aumenta su capacidad de apropiarse de los productos que lanza la sociedad de consumo. Jenkins pone ejemplos curiosos que nacen en la cultura del entretenimiento, como son las comunidades de «spoilers» en Internet. Una de las más notables es la que se dedicaba a descubrir lo que había pasado en la grabación del reality-show y concurso de la televisión norteamericana Survivor antes de que se emitiera, movilizando toda clase de recursos investigativos (desde cámaras por satélite hasta filtraciones personales de trabajadores y habitantes de las zonas del rodaje, pasando por análisis de imágenes emitidas en anteriores ediciones en las que se adivinaban pistas, etc…). Lo interesante es que este tipo de esfuerzos colectivos, dice Jenkins, no siempre se dedican a causas tan banales; las mismas lógicas de investigación colectiva se activaron por ejemplo cuando una serie de bloggeros americanos unieron esfuerzos para enviar reporteros imparciales a Irak, con el objetivo de desentrañar el escándalo de las torturas en la cárcel de Abu-Grahib(3).
El consumo en la era inter-mediática ya no se concibe de forma individual, sino en grupo, lo cual provoca la aparición de enormes comunidades, de ámbitos de relación humana mucho más amplios y complejos que antes. Aunque se gesten en torno al consumo mercantilizado y la cultura del entretenimiento, estas comunidades son a menudo capaces de dotarse de objetivos propios que pueden chocar frontalmente con los que les marcan los estados y las corporaciones mediáticas. Pierre Lévy entendió estas comunidades en términos de «inteligencia colectiva», y las describió como grupos en los que todo el mundo sabe algo que está dispuesto a compartir, pero nadie sabe todo lo que sabe la comunidad.
La capacidad de las «culturas participativas» que describe Jenkins y de las «comunidades de conocimiento» que estudia Lévy para aunar fuerzas y habilidades corroe lo que Walsh llama «el paradigma del experto». Este paradigma, vigente en la «Cultura de la Transición» española, presupone la existencia de cuerpos de conocimientos asimilables por un solo individuo, lo cual es cada vez menos frecuente en un mundo que presenta creciente interdisciplinaridad, problemas abiertos, realidades cambiantes y en flujo. Se empieza a percibir, entonces, que si se dejan en manos de expertos ciertos asuntos es debido a que prevalecen privilegios injustos, no por que así se logre mayor eficiencia. El paradigma del experto crea un dentro y un afuera (normas sobre el acceso al conocimiento, credenciales oficiales) que se revelan como innecesarios e incluso contraproducentes, porque mediante la inteligencia colectiva todo el mundo puede participar, sin importar de qué manera se accede al conocimiento que después se comparte.
En el estado español uno de los momentos más importantes en los que se verifica el «contagio» de este tipo de dinámicas colaborativas desde el mundo del entretenimiento y el consumo al de la política es durante la lucha contra la llamada «Ley Sinde» (que arranca en 2009 y se extiende hasta hoy). Se puede entender toda la polémica, más allá de los detalles técnicos legislativos o de utilización de Internet, como una verdadera confrontación de mundos distintos, de concepciones opuestas de lo que es la cultura y la información, un auténtico choque entre maneras distintas de valorar el mundo, tal como Amador Fernández-Savater explicó en su artículo «La cena del miedo». Invitado por la entonces ministra González-Sinde a una cena con personas pertenecientes a las élites de la industria cultural y del espectáculo para hablar sobre cuestiones de propiedad intelectual y usos de Internet, Fernández-Savater escribe a su regreso un informe sobre lo que ha visto, provocando un intensísimo debate en Internet. Porque lo que ha visto es, sobre todo, miedo:
Tienen miedo a la Red. Esto es muy fácil de entender: la mayoría de mis compañeros de mesa piensan que «copiar es robar». Parten de ahí, ese principio organiza su cabeza. ¿Cómo se ve la Red, que ha nacido para el intercambio, desde ese presupuesto? Está muy claro: es el lugar de un saqueo total y permanente.
Frente a ese miedo no es que haya sólo otra forma de entender Internet, sino todo un mundo de prácticas que están ya en otro lugar, que manejan otros presupuestos al usar la Red:
la Red está hecha de un millón de esos gestos desinteresados. Y miles de personas (por ejemplo, trabajadores culturales azuzados por la precariedad) se descargan habitualmente material de la Red porque quieren hacer algo con todo ello: conocer y alimentarse para crear. Es precisamente una tensión activa y creativa la que mueve a muchos a buscar y a intercambiar, ¡enteraos!
Por eso aunque textos como este de Fernández-Savater ayudan a clarificar las diferencias y a sistematizar lo que ya está pasando (y ejercen, en este caso, de detonadores), lo que sucede es que además grandes sectores de población que se han acostumbrado a las posibilidades de colaboración, participación y de trabajo colectivo que les ofrecen los nuevos soportes tecnológicos se politizan no tanto porque «tomen consciencia» del valor de Internet, sino porque las grandes industrias culturales (y los estados que las apoyan) deciden que esas prácticas tan naturales para ellos, son, de repente, ilegales.
De este tipo de procesos de criminalización surge por ejemplo la politización de usuarios de Internet que se articula alrededor de Anonymous. Margarita Padilla ha explicado el importante papel de Anonymous en la lucha contra la Ley Sinde, en la que los hackers coinciden con activistas que vienen de movimientos sociales más tradicionales formando lo que ella llama «alianzas monstruosas». «Monstruosas» porque unen a gentes que vienen de experiencias y redes muy distintas: Anonymous se forma a partir de la subcultura de los «anon«, adictos a la descarga de videojuegos, películas y música que en realidad son extremadamente dependientes de la industria del espectáculo, pues crecen en su seno y con una fuerte mentalidad de consumidores, pero después van adquiriendo cada vez mayor autonomía. Sus propias formas de relación les habían preparado ya para ella: son capaces de hacer «enjambre» (swarming): «autoorganización en tiempo real, coordinación sin dar ni recibir órdenes», y después, cumplido ya el objetivo, dispersión. Cuando el objetivo pasa de ser descargarse películas a sabotear los grupos de presión que quieren privatizar Internet, la potencia política de este tipo de grupos es completamente desbordante.
En los medios de comunicación de masas, se plantea habitualmente la cuestión de Internet como una lucha entre los internautas y los «propietarios» de la cultura (autores o empresas), pero lo que Internet enseña y permite es mucho más que descargar películas o música gratis: no se trata de «poseer» sino de hacer, alterar, circular, compartir, crear toda esa «producción secundaria» de la que hablaba Michel de Certeau. En Internet se crea una esfera de cooperaciones no basadas en identidades preexistentes, sino en objetivos concretos, que primero son actividades propias de los fans, como recopilación de información, análisis de sus ficciones favoritas, juegos, apropiaciones y transformaciones de productos de la cultura de masas, pero que inevitablemente se politizan, porque, como dice Jenkins, los fans acaparan poder frente a la industria del entretenimiento, y después trasladan ese poder a otros aspectos de sus vidas.
Ese «empoderamiento» es crucial para entender fenómenos que después han traspasado los límites de lo digital para tomar las calles, como el 15-M o, quizás incluso más directamente, el fenómeno «V de Vivienda», que tuvo lugar en 2006. Se trataba de una movilización auto-convocada a través de Internet, sin más identidad que la voluntad de denunciar el difícil acceso a la vivienda en España, pero que eligió ese nombre en referencia cómplice a V de Vendetta, el comic de Alan Moore y la posterior adaptación fílmica de James McTeigue; un elemento completamente extraño respecto al discurso político tradicional, de izquierdas y derechas, que rompía así con las identidades establecidas y resultó por ello extraordinariamente inclusivo (entre otras cosas mediante el uso después tan popularizado de la máscara de Guy Fawkes, a menudo asociada con Anonymous).
Más allá de la irrupción de grupos que se presentan a sí mismos como «activistas» (incluso aunque se trate de un nuevo tipo de activismo no identitario, anónimo, de «cualquiera»), lo que se juega en estas politizaciones de comunidades formadas en torno a la sociedad de consumo es algo que afecta a mucha más gente. La aparición de Internet produce una experiencia generalizada de abundancia de los bienes inmateriales que contradice el presupuesto neoliberal de la escasez de los recursos. Como señala Padilla, Internet es recursiva: es un producto y a la vez su propio medio de producción, de forma que cuanto más se usa más se reproduce. Lo mismo se puede aplicar en general al conjunto de los bienes inmateriales:
ese nuevo conjunto de bienes inmateriales, que son a la vez medios de producción y productos de consumo, no se rige por las leyes del viejo mundo capitalista: son bienes que no se desgastan, pueden ser míos y tuyos al mismo tiempo, los podemos producir tú y yo en cooperación sin mando, se multiplican a coste cero y cuanto más se usan más crecen. Ni más ni menos, la revolución digital ha puesto en el mundo la posibilidad de una nueva abundancia ¡y sin necesidad de repartirla!
Desde esta perspectiva más general no son sólo los bienes digitales, sino en general toda la experiencia, la historia, el lenguaje y el pensamiento humanos los que se experimentan como ilimitados, infinitamente reproducibles y constitutivamente no privatizables, es decir, como un legado común que pertenece a todos y a nadie, como un «procomún». Este concepto («el procomún» o «los comunes») está permitiendo conectar diversas experiencias de resistencia a la privatización y a la escasez artificialmente impuesta por el neoliberalismo que van más allá de lo inmaterial, pues, como señala el científico Antonio Lafuente (uno de los creadores del «Laboratorio del procomún» en el centro cultural Medialab de Madrid), se trata en realidad de un concepto muy viejo que nombraba ya en las sociedades pre-capitalistas todos aquellos recursos naturales o humanos recibidos de las generaciones anteriores por la comunidad y que no eran susceptibles de ser convertidos en propiedad privada o estatal (el aire, el agua, los bosques, las tradiciones, los símbolos, los mitos, etc.)(4).
El paradigma del procomún resulta extremadamente útil para pensar lo que aquí estamos llamando «democratización de la producción del sentido» porque nos provee de un marco más amplio en el que plantearse qué significa esa «democratización». Mientras la concepción de raigambre moderna y liberal que sigue predominando en el lenguaje usado por nuestras instituciones políticas tiende a pensar que democratizar es incluir a más individuos en el debate social, la tradición del procomún nos invita a considerar la sociedad no sólo como una agregación de individuos, sino como todo aquello que compartimos y sin lo cual no podríamos siquiera desarrollar diferencias individuales, empezando por el aire que respiramos y pasando por todos los recursos, cuidados y saberes que hacen posible la reproducción de la vida humana en el planeta(5). El colectivo madrileño de «investigación militante» Observatorio Metropolitano ha explicado esto con claridad en uno de sus últimos textos hasta la fecha, La carta de los comunes: desde presupuestos individualistas no se puede garantizar la vida en común, por mucho que se creen instituciones que en principio aspiren a hacerlo, porque lo primero es establecer verdaderas relaciones comunitarias. Así, explican,
la recuperación de las esferas de reproducción social que garantizan la vida en común, no puede hacerse desde una relación mediada institucionalmente, sino que ésta debe colocarse en el punto en el que se anuda la materialidad de las relaciones comunitarias. Valor de uso, sostenibilidad y gestión colectiva y transparente son algunas de sus encarnaciones. Por eso es necesario entender que lo común no se deja reducir a los estatutos de propiedad existentes, ni la propiedad privada ni la propiedad pública están hoy en condiciones de realizar este proyecto de recuperación de los mecanismos sociales de reproducción, ni por extensión, de recuperar o articular forma alguna de sociabilidad no sumisa al mercado.
Ni desde el Estado ni desde el mercado parece en efecto posible hoy articular formas de gestión y disfrute de los bienes comunes materiales e inmateriales que permitan mantener su abundancia, su capacidad de reproducirse y de llegar a todos. La experiencia de las últimas décadas nos muestra como esas dos esferas han tendido a producir una distribución extremadamente desigual de la riqueza, expoliando lo común para crear una situación de escasez artificial que afecta a la mayoría de la población. Esto no significa, sin embargo, que las prácticas de lo común como «recuperación de los mecanismos sociales de producción» a las que se refiere Observatorio Metropolitano exijan un purismo que rechace todo contacto con el Estado y el mercado. Por el contrario, en la práctica, es casi siempre en situaciones de necesaria hibridación con estructuras estatales y mercantiles, públicas y privadas, donde vemos florecer la lógica de los comunes: proyectos y recursos gestionados por los mismos grupos de personas que los disfrutan, pero que no pueden situarse completamente fuera del mercado o el estado, sino que más bien entran en formas de relación con ellos de un modo tal que no pongan en peligro su autonomía relativa. Este es el caso paradigmático, por ejemplo, del espacio cultural y multifuncional madrileño «La Tabacalera», que desarrolla sus actividades en una antigua fábrica de tabaco cedida por el gobierno regional de Madrid, pero que de hecho está gestionado de forma colectiva por quienes lo usan. También el mencionado espacio Medialab-Prado depende económicamente del Ayuntamiento de Madrid, pero su «Laboratorio del procomún» se ha convertido en un centro de referencia para la experimentación en torno a formas de compartir mecanismos de reproducción social (reproducción de cuidados, de saberes, de experiencias, de espacios, de relaciones)(6).
Poniendo un ejemplo más concreto, el laboratorio del procomún ha albergado recientemente una serie de conversaciones sobre edición y cultura libre propuestas por uno de los proyectos más interesantes surgidos del 15-M, la biblioteca abierta y colaborativa #Bookcamping. Lo interesante de las lógicas desarrolladas por proyectos como #Bookcamping es que llevan un paso más allá el desafío a la versión oficial de la crisis que se planteaba en esa pancarta fundacional del 15-M, como, por lo demás, hicieron ya enseguida las propias acampadas: no sé trata sólo de denunciar a los que la gente considera verdaderos responsables de la crisis («políticos y banqueros»), sino también de demostrar que, frente a la inutilidad de las instituciones, los lazos comunitarios entre las personas, las redes de cooperación que se establecen para garantizar la reproducción de la sociedad, son capaces de hacer frente a esa crisis, o cuando menos son ya el germen de una recuperación de lo común expoliado por la lógica del beneficio individual y las privatizaciones. Así, #Bookcamping, en este caso, funciona como un proyecto que hace visible la gran abundancia de saberes escritos que rodean al 15-M, tomando como punto de partida la idea de recopilarlos «para entender como hemos llegado hasta aquí (porque no salimos de la nada)» (según se plantea en su página web). Desde que en su inicio lanzó la pregunta: «¿tú que libro te llevarías a una acampada?», ha movilizado el interés y la capacidad de compartir de mucha gente que antes no disfrutaba de una plataforma de encuentro similar.
Como las múltiples bibliotecas y archivos físicos que se crearon en las acampadas, como también los múltiples proyectos de colaboración y archivo de audiovisuales que generó el 15-M (y que fueron reseñados secciones especiales de Cahiers du Cinema España y de la revista online Blogs & Docs), la biblioteca digital #Bookcamping es tan importante por su formato «procomún» (abierta a la participación, gestionada por sus usuarios, «de todos y de nadie») como por los propios contenidos que alberga(7). En este sentido, el concepto de procomún nos ayuda también a entender que en esa profunda y larga guerra por la producción del sentido que se libra en paralelo a las batallas puntuales por los cambios en las instituciones políticas y en las decisiones macro-económicas, el 15-M y la esfera cultural que lo rodea introduce más bien un cambio en el escenario que en los actores. No se trata tanto de que aparezcan nuevos individuos o grupos sociales capaces de ser oídos en la esfera pública, sino de que la propia concepción de lo público se ve trastocada por el auge de formas de compartir que rompen con las lógicas individualistas y mercantilizadoras dominantes, sembrando una semilla que crece despacio, pero que va minando todo intento de apropiarse y de limitar el acceso a recursos que cada vez se perciben más como «del común».
La convergencia de lo que se ha dado en llamar el movimiento internacional de las «tent cities» o de las «plazas» (desde Tahrir en El Cairo, pasando por Sol en Madrid, Syntagma en Atenas, hasta Liberty Square en Nueva York) con lo que David Bollier y otros llaman el «movimiento internacional de los comunes» es tal vez uno de los acontecimientos políticos con mayor potencial transformativo que puedan darse dentro de las coordenadas de la hegemonía neoliberal actual. Bollier ha caracterizado el movimiento de los comunes como «un gran gigante durmiente -un superpoder desconocido-, si tenemos en cuenta las muchas tribus transnacionales de ‘comuneros’ que existen». Entre estas tribus Bollier menciona el movimiento de economías solidarias, el de «transition towns«, el activismo relacionado con el agua (el caso de Cochabamba en Bolivia resulta paradigmático), la Vía Campesina, el software libre, el movimiento cultura libre/creative commons, Wikipedia, la edición «open access» y los partidos piratas. Habría para él un procomún digital, agrícola, indígena, urbano y social, defendido por distintos grupos pero que operan en lógicas parecidas y que están encontrando nuevos espacios para el diálogo y la colaboración, como fue la International Commons Conference celebrada en noviembre de 2010 en Berlín o, en una escala menor, el congreso Building Digital Commons celebrado en Barcelona en octubre de 2011 y el «Making Worlds» Forum on the Commons organizado por Occupy Wall Street en Nueva York en febrero de 2012.
Pero precisamente, si ha habido hasta ahora un evento con capacidad de vivificar y reunir a todas esas tribus del procomún planetario, ese ha sido tal vez la irrupción de los nuevos movimientos de las plazas durante el año 2011, porque se trata de movimientos que lo que tienen de novedoso es su recuperación de la política como una actividad que ya no puede pertenecer sólo a los profesionales o a los expertos, sino que es de todos y de nadie. El hecho de que en las plazas no sólo se haya protestado o reclamado el derecho a intervenir en la esfera pública, sino que de hecho se hayan creado estructuras y lazos comunitarios capaces de sustentar la reproducción social de la vida cotidiana, muestra ya la conexión inherente de estos movimientos con la lógica del procomún. A nivel táctico, sin embargo, se plantea un problema muy sencillo: las plazas pueden reproducir la vida cotidiana en pequeña escala, pero no son la vida cotidiana. El campamento no es el mundo. A la larga las «tent cities» resultan insostenibles, y de ahí que en muchos casos (en la Puerta del Sol, por ejemplo) hayan sido los propios acampados quienes decidieron desmantelar sus pequeños asentamientos. La imaginación colectiva de millones de personas se ha puesto ya en movimiento alrededor de estos problemas tácticos, y sin duda pronto aparecerán otros modos de articular protesta y comunidad. Hoy por hoy, podemos decir que en estos procesos se juega una democratización del sentido que ya no consiste solamente en una mayor participación de individuos o grupos sociales en las estructuras de expresión y representación política existentes, sino más bien en la transformación de las redes de relación social que articulan lo político, entendido en el sentido amplio de vida con otros.
Por supuesto esta transformación puede pasar a veces casi desapercibida ante las manifestaciones espectaculares y las inevitables inercias de las antiguas formas de producir sentido. Después del 15-M, en España el partido conservador ha ganado unas elecciones por mayoría absoluta, las medidas de austeridad dictadas por las élites neoliberales siguen su curso y desde los grandes grupos mediáticos se siguen promulgando las mismas consignas que han vertebrado la Cultura de la Transición durante las últimas décadas: «confiemos en el consejo de los expertos, dejemos la política en manos de nuestros representantes profesionales». En el mundo de la cultura los paradigmas banalizadores y espectacularizados se siguen combinando con la autoridad de los «opinadores» que hablan desde su supuesta genialidad o inteligencia individual excepcional. Sin embargo, la profunda democratización del sentido que está socavando el suelo bajo los pies de todo ese andamiaje socio-político y cultural continua avanzando, en paralelo. Del mismo modo que el apoyo de más del 80% de la población española al 15-M (según una encuesta publicada en El País) no se traduce de forma directa en la política de partidos ni en sus elecciones cada cuatro años, la nueva conversación colectiva que discurre a través de las redes sociales y de otras plataformas participativas no aspira a ocupar las tribunas del «star-system» cultural español. No hay tanto una confrontación directa con la CT, sino más bien un desplazamiento hacia otros formatos, que se viene re-actualizando en irrupciones puntuales callejeras (como las protestas del «no a la guerra», el 11-M, V de Vivienda y 15-M), pero también en la propia Red, y en numerosos proyectos que atraviesan los dos ámbitos (calle y Red), como los aquí citados (Tabacalera, Medialab, #Bookcamping, Observatorio Metropolitano), que son tan sólo una muestra de las extensas redes de investigación, creación, ayuda mutua y acción política que están proliferando en torno a lógicas colaborativas, abiertas, participativas e inclusivas.
En este desplazamiento hacia formatos de producción de sentido que ponen en el centro lo común en lugar de lo individual, lo que está en juego inevitablemente es una redefinición profunda de la política, que nos vuelve a plantear una pregunta bien sencilla: ¿qué significa vivir con otros? ¿se trata de una lucha entre individuos que se disputan recursos limitados o, por el contrario, es precisamente la existencia de otros que no son yo la que hace posible una mejor gestión y reproducción de lo que tenemos en común? ¿Es el otro un competidor o un compañero en la abundancia? La reaparición de estas preguntas que la cultura individualista e instrumentalizadora del neoliberalismo había prácticamente cancelado desde los años ’80 es, de momento, el signo de apertura y democratización de la producción del sentido que podemos dar por cierto, sean cuáles sean las respuestas que la humanidad elija darse en los próximos y decisivos años.
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1. En sintonía con esta lectura, el filósofo francés Jacques Rancière ha llamado la atención sobre el potencial subversivo que tiene la intervención en política de quienes se supone que no están autorizados a hacerlo, no tanto porque vayan entonces a defender sus interese gremiales particulares, sino porque ese cambio de roles sociales pone en cuestión todo el tablero de juego político, toda la distribución del quién es quién y quién puede hacer qué en el escenario social. Ver la entrevista de Amador Fernández-Savater y otros a Rancière, «Universalizar las capacidades de cualquiera».
3. Por supuesto, no se pueden obviar esos otros fenómenos de investigación colectiva que proliferan en torno a las llamadas «teorías de la conspiración». Aunque comparten metodologías descentralizadas, quizás lo que las distingue fundamentalmente de las lógicas de «dispositivos inacabados» que venimos reseñando es que en estas otras comunidades la renuncia al control individual supone en realidad un incremento paranoico de la voluntad de control en tanto que grupo: se trata de descentralizar provisionalmente para poder llegar a una verdad absoluta, es decir, para volver a cerrar la comunidad de los que saben, de la que quedarían excluidos todos los demás. En términos más generales, es preciso diferenciar, por tanto, los procesos de democratización que reintroducen de una u otra forma identidades fuertes y excluyentes de grupo (a veces acompañadas de pretensiones xenófobas e incluso violentas, como en el caso de los grupúsculos de la llamada «Nueva derecha») y los que realmente mantienen la capacidad de auto-cuestionar las comunidades que generan, manteniéndolas abiertas. En lo que sigue intentaremos captar estos matices de las formas de democratización posible ayudándonos de la noción del «procomún», que es precisamente aquello que, aunque esté gestionado por un grupo, se mantiene siempre como algo (bienes, recursos, capacidades) que es «de todos y de nadie».
4. Para otras definiciones o discusiones en torno al procomún ver los textos de Caffentzis, Federici, Negri y Hardt, Bollier y Quilligan.
5. Para una reinterpretación del propio concepto de democracia desde parámetros ajenos al individualismo liberal moderno y más cercanos a lógicas comunitarias, como eran las de la democracia ateniense, ver el texto de Pablo Sánchez León «La ciudadanía que hemos perdido: el zoon politikon en perspectiva histórica».
6. Para un análisis de las relaciones de la esfera común con el mercado, y más concretamente de los peligros de asimilación del procomún por parte del neoliberalismo, ver el artículo de Silvia Federici «Feminism and the Politics of the Commons». El texto es en sí mismo también una excelente aproximación al tema general de los commons, con un énfasis en la cuestión de la necesidad de la reproducción material de la vida que contrasta con la deriva más «cognitarista» de autores como Negri y Hardt en su reciente Commonwealth.
7. Otros proyectos importantes emanados del clima de colaboración del 15-M son «Fundación Robo», que agrupa a músicos reinventando en común la canción protesta, «Asalto», que hace lo propio con la escritura de ficción politizada y «15-M.cc», que se plantea como un proyecto multimedia de investigación sobre el 15-M (incluirá documental, libro y página web). Algunos proyectos anteriormente existentes han resultado fuertemente reforzados por el clima 15-M, como es el caso de la «Cooperativas integrales» de Cataluña, que aspira a crear redes en las que se pueda vivir enteramente al margen de la privatización de la riqueza común ejercida por el neoliberalismo, mediante cooperativas que gestionen alimentación, vivienda, salud, educación y el resto de necesidades básicas vitales.
OBRAS CITADAS
Bollier, David. «Surveying Commons Activism on the International Stage». Bollier.org. 24 Feb 2012. Web 10 Marzo 2012.
Caffentzis, George. «A Tale of Two Conferences: Globalization, the Crisis of Neoliberalism and the Question of the Commons». The Commoner. Diciembre 1 2100. Web 10 Marzo 2012.
Cahiers du Cinema España. «Cuaderno de Actualidad». Cahiers du Cinema España July-August 2011.
Cavero, Eva. «Sol visto desde mayo del ’68 (entrevista a Mario Muchnik y Eduardo Arroyo)». El País. 5 Junio 2011.
De Certeau, Michel. The Practice of Everyday Life. Berkeley: University of California Press, 1997.
Federici, Silvia. «Feminism and the Politics of the Commons». The Commoner. 24 Enero 2011. Web 10 Marzo 2012.
Fernández-Savater, Amador. «La cena del miedo». Acuarela libros. 2011. Web 7 Marzo 2012.
Fernández-Savater, Amador, Garcés, Marina y Sánchez Cedillo, Raúl. «Universalizar las capacidades de cualquiera. Entrevista a Jacques Rancière». Archipiélago, 73-74.
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Martínez, Guillem. «¿La cultura de la transición (CT) se muere?». El País. 11 de Junio de 2011.
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Quilligan, James. «People Sharing Resources. Toward a New Multilateralism of the Global Commons». Kosmos Fall-Winter (2009).
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http://blogs.publico.es/fueradelugar/2169/desbordamientos-culturales-en-torno-al-15-m