Vivimos en un mundo en constante cambio, donde la crisis financiera y económica marca inevitablemente la agenda política, desvirtuando nuestras democracias y los derechos adquiridos (por luchados) de los ciudadanos. En este contexto, la percepción ciudadana de lo que ocurre se desvirtúa a causa de la desinformación imperante, pero también por el ritmo vertiginoso del […]
Vivimos en un mundo en constante cambio, donde la crisis financiera y económica marca inevitablemente la agenda política, desvirtuando nuestras democracias y los derechos adquiridos (por luchados) de los ciudadanos. En este contexto, la percepción ciudadana de lo que ocurre se desvirtúa a causa de la desinformación imperante, pero también por el ritmo vertiginoso del cambio, que produce miedo y caos, donde la pérdida de derechos se ve como un mal inevitable. Si esto ocurre en los contextos internos de países «desarrollados», ¿qué ocurre en los países en vías de desarrollo y empobrecidos? Si las recetas neoliberales siguen imponiéndose en todos los ámbitos de actuación política, nacionales e internacional, ¿qué ocurre, en concreto, en el ámbito de la cooperación al desarrollo?
Sin duda, los cambios también han afectado a este ámbito. Por un lado, han perdido relevancia los agentes nacionales, los Estados como actores de cooperación. Por otro lado, adquieren cada vez mayor relevancia los actores privados: las ONGD y las empresas privadas, en dos sentidos muy diferentes.
Comenzaremos por hablar de los Estados como agentes de cooperación. Los donantes habituales reducen sus aportaciones en la Ayuda Oficial al Desarrollo pero de manera desigual en relación a las vías de materialización de la misma: la Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD) bilateral no se reduce en la misma proporción que la ayuda vía ONGD. La clave son los intereses (aunque, como veremos, no son sólo los Estados los que se dejan guiar por ellos… ni los más peligrosos). En este contexto, la relevancia que habría podido adquirir un enfoque de derechos en la adjudicación de la ayuda se ha visto frenada por completo: la AOD, si alguna vez pareció ser algo más, hoy es un mero instrumento de política exterior que los Estados utilizan para asegurar sus relaciones diplomáticas, acuerdos comerciales, etc.
Las ONGD ven reducidos sus ingresos a través de la financiación pública y, con ello, su capacidad de actuación y su influencia en las políticas activas de cooperación. En este sentido, pierde fuerza la reivindicación de un enfoque de derechos y surge el peligro de la «cooperación por cooperación»… El desarrollo por el desarrollo, que ni siquiera es tal, sino la búsqueda de financiación para alcanzar sus proyectos, de tal forma que la cooperación al desarrollo pierde coherencia, efectividad y eficacia.
Entran en juego otros actores privados: las empresas transnacionales. Realmente, su papel como agentes de desarrollo no es nuevo, pero sí su auge como actores de cooperación donde las otras fuentes de financiación de ésta se encuentran en caída libre. Hasta ahora, las empresas transnacionales han hecho alarde de su inversión extranjera directa (IED) como instrumento de desarrollo de los países receptores.
Esta afirmación se desentiende por completo de la realidad: los intereses de las empresas nunca pasan por una estrategia de desarrollo en los países de inversión. Si bien algunos estudios indican que allí donde existe inversión extranjera directa hay crecimiento, nadie es capaz de afirmar una relación causal entre ambas variables. Pero, más aún: debemos alertar del peligro de equiparar crecimiento económico y desarrollo. Aquí es donde entran en juego, entre otros factores, los derechos humanos.
La IED es capaz de «venderse» como un instrumento de desarrollo de aquellos países receptores. Y aún su transformación sigue llegando. La competición hoy entre los inversores habituales, occidentales, y los nuevos países emergentes, lleva a desvirtuar por completo el concepto de cooperación cuando encontramos a estos últimos hablando de una «cooperación Sur-Sur».
Como decíamos antes, los Estados no son los únicos que priman sus intereses en sus estrategias de cooperación. Cuanto más, al hablar de empresas privadas, si esta estrategia, no es de cooperación en sí misma, sino comercial y económica. La realidad se vuelve mucho más perversa cuando los intereses de unos y otros convergen. Y esto es lo que ocurre en la realidad: las empresas transnacionales, ante una desregulación internacional al respecto, presionan para que las legislaciones internas de los países donde pretenden establecerse sean cada vez más flexibles, produzcan menores costes y mayores beneficios. Las consecuencias de estas actuaciones en las comunidades locales y economía nacionales de estos países son nefastas a todos los efectos: sociales, medioambientales, de vulneración de derechos laborales y de derechos humanos, etc.
No es del todo cierta la afirmación de que exista una total desregulación internacional. Existen convenios de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), pero se vulneran sistemáticamente; la Declaración Universal de los Derechos Humanos, pero es papel mojado mientras no existan mecanismos de control y materialización… Encontramos una distinción preocupante entre la protección de derechos de las empresas a través de un llamado «hard law» y las obligaciones que éstas asumen, acogidas a convenios, códigos de conducta voluntarios («soft law»).
Seguramente es una utopía pensar en un mínimo, sin embargo tan simple, como situar los derechos humanos en el centro de los intereses políticos y económicos. Aún así, existen mecanismos para hacer efectivas una política y economía sostenibles, en definitiva, para materializar las propuestas de quienes defendemos un enfoque de derechos transversal.
En primer lugar, es fundamental la información efectiva: el conocimiento para alcanzar el reconocimiento de los derechos individuales y colectivos. También es necesario el conocimiento de las prácticas reales que empresas y gobiernos llevan a cabo, más allá de las etiquetas de sostenibilidad y responsabilidad social que, muchas veces, vienen dadas incluso desde el reconocimiento de instituciones internacionales (por ejemplo, encontramos el Global Compact, con una relación de empresas que llevan a cabo buenas prácticas y que, sin embargo, en la práctica, vulneran sistemáticamente derechos humanos y medioambientales).
En segundo lugar, han de plantearse mecanismos efectivos de control y regulación de estas prácticas. En el centro de políticas, programas y actuaciones concretas, han de situarse los Derechos Humanos y los convenios internacionales.
El enfoque de derechos como instrumento en la cooperación se enfrenta, por tanto, a dos retos fundamentales: comprensión y aprehensión. Esto llevará a asumir que los únicos instrumentos legítimos y efectivos de control serán aquellos que pongan en el foco de su actuación, los propios derechos humanos y una comprensión sostenible y justa del desarrollo. Además, dichos instrumentos, deberán interpretarse bajo el principio de obligatoriedad.
En conclusión, existen los instrumentos para hacer que el enfoque de derechos se materialice en la realidad de las políticas y programas y aún más allá del ámbito de la cooperación. Sin embargo, falta la conciencia de cambio que se nos impone con la «inevitabilidad» de los acontecimientos y las medidas actuales.
María Molina es investigadora y consultora en ReSeT.
Fuente: http://www.revistapueblos.org/spip.php/pagina/squelettes/spip.php?article2513