La crisis del coronavirus no tiene precedentes. No puede entenderse ni como una crisis sanitaria, ni como una crisis socioeconómica, ni siquiera como una combinación de ambas, sino solo en su realidad de crisis global, al mismo tiempo sanitaria, social, económica y ecológica, es decir sistémica.
Esta crisis es, de hecho, la primera crisis verdaderamente total, la primera crisis del Antropoceno. Como tal, marca un punto de inflexión histórico de una importancia mayor y coloca a la humanidad más claramente que nunca ante una disyuntiva fundamental de civilización: el ecosocialismo o la barbarie.
La naturaleza sistémica de este acontecimiento extraordinario se establece claramente en el origen del virus, su modo de propagación y sus efectos sociales.
Desde hace varias décadas hemos observado que los virus tienden a saltar la barrera de las especies, adaptarse y contagiar al Homo sapiens, provocando zoonosis 1/. SARS-CoV2 2/no es una excepción: además del VIH, hemos conocido el Ébola, Chikungunya, Zika, SARS1, MERS, gripe aviar y algunos otros. Ahora bien, existe un gran consenso entre las y los especialistas en considerar que los saltos entre las especies son atribuibles a la deforestación, a la industria cárnica, a los monocultivos en los agronegocios, al comercio de especies salvajes, a la búsqueda de oro, etc. Es decir, en general, a la destrucción de ambientes naturales por el extractivismo y el productivismo capitalistas. El COVID-19, por lo tanto, no es una maldición que nos remita a la Peste Negra y demás flagelos sanitarios de la antigüedad, sino que nos proyecta, por el contrario, a futuras pandemias. Aunque el virus desaparezca, aunque se desarrolle una vacuna (¡no hay certeza al respecto, como muestran el VIH y la hepatitis C!), se seguirán produciendo nuevas pandemias mientras los mecanismos responsables de ésta no hayan sido erradicados.
El modo de propagación del virus también está marcado con el sello de los rasgos fundamenales del capitalismo contemporáneo. En efecto, la velocidad con la que la enfermedad se ha propagado por la superficie del globo no solo se debe a las características intrínsecas de SAS-CoV2 (una letalidad menor que la del SARS1, vinculada a una contagiosidad elevada). También se deriva, de manera determinante, de la globalización y la densidad de los intercambios aéreos extremadamente rápidos a lo largo de las cadenas de valor que conectan las megaciudades de la producción capitalista. Sin este elemento determinante, la epidemia sin duda no se habría convertido en una pandemia.
Dentro de estas megalópolis el contagio obviamente se ha visto favorecido por la densidad de las poblaciones. Pero este factor no es absoluto, debe entenderse junto con otros dos parámetros. El primero es el crecimiento de las desigualdades sociales. El ejemplo de Nueva York es instructivo: la densidad de la población es mayor en el rico Manhattan que en el Bronx, pero es en este distrito poblado por pobres, generalmente racializados, donde el COVID ha hecho proporcionalmente más víctimas. El segundo parámetro es la contaminación del aire: los análisis italianos y estadounidenses han llegado a confirmar las conclusiones de los investigadores chinos que, ya en 2003, en el caso del SARS-1, habían establecido una correlación entre la densidad del aire en partículas finas, las enfermedades respiratorias que resultan de ello, y los estragos del virus.
La gestión de la pandemia por parte de los gobiernos merece críticas detalladas, para las cuales no hay espacio aquí. Digamos que se trata obviamente de una gestión de clase, cuyas prioridades fueron desde el principio:
1. Mantener lo más posible la actividad del sector productivo de la economía;
2. evitar el cuestionamiento de las políticas de austeridad que han debilitado el sector asistencial (hospitalario y no hospitalario) durante décadas;
3. imponer confinamiento muy estricto a la población y / o medidas tecnológicas liberticidas (la única forma de aplanar la curva epidémica respetando los puntos 1 ° y 2 °) que han tenido el efecto de exacerbar las desigualdades y discriminaciones sociales, de género o de raza.
La pandemia (¡y su gestión!) están precipitando el estallido de una crisis socioeconómica cuya magnitud superará seguramente a la de 2008, e incluso podría acercarse a la de 1929. Pero el análisis del fenómeno no puede ser estrictamente cuantitativo. Cualitativamente, de hecho, esta crisis no es equiparable a ninguna otra. Es cierto que ocurre en un contexto general y muy clásico de sobreproducción capitalista, ya muy tangible antes de diciembre de 2019. Pero, a diferencia de una crisis clásica, la destrucción del exceso de capital no bastará aquí para restaurar las ganancias y por tanto para garantizar el relanzamiento de la máquina. El virus, en efecto, es mucho más que un simple desencadenante: siempre y cuando no se ponga fuera de peligro, gripará el funcionamiento del sistema.
En otras palabras, el retorno a la normalidad podría seguir siendo imposible por un período de tiempo indefinido… excepto a costa de la eliminación de millones de seres humanos entre los más débiles, los más viejos, los más pobres, los enfermos crónicos. La extrema derecha no duda en optar por esta solución, como lo demuestran las manifestaciones contra el confinamiento en los Estados Unidos y Alemania, así como las declaraciones de Trump y Bolsonaro. Nos corresponde a nosotras y nosotros, ecologistas conscientes del hecho de que la vuelta a la normalidad es un callejón sin salida mortal, sacar la conclusión: el capitalismo no colapsará por sí mismo, debemos concretar en las luchas la disyuntiva entre un ecosocialismo que cuida tanto a humanos como a no humanos y el sumergirse en la barbarie.
Notas:
1/ Enfermedades infecciosas de los animales vertebrados trasmisibles al ser humano.
2/ Más conocido con el nombre de coronavirus o COVID-19