La guerra en Ucrania ha producido una remodelación de las cartas y los equilibrios políticos en toda la zona euroasiática. Uno de los cambios más significativos es la intensificación de las relaciones entre Rusia y Turquía.
La reciente cumbre de Astana (la cuarta en poco más de seis meses) muestra cómo el diálogo entre Moscú y Ankara, más que una buena relación entre vecinos, se amplía ahora a cuestiones estratégicas para la zona. En la guerra de Ucrania, Erdogan ha intentado desempeñar un papel de mediador, apoyando diplomáticamente a Kiev pero sin adherirse a las sanciones contra Moscú.
En Moscú se aprecia esto, sobre todo teniendo en cuenta la posición internacional de Turquía (es miembro de la OTAN), que, sin embargo, nunca ha prevalecido sobre la voluntad política de establecer una relación positiva con Moscú. Según Putin, desde el comienzo de la guerra hasta hoy Ankara ha sido «un socio fiable» para Moscú. En la reunión de Astana, el presidente turco defendió los lazos económicos con Moscú y también prometió que «continuaría la exportación de grano ucraniano», demostrando un papel equilibrador que favorece la mediación en cualquier negociación entre Kiev y Moscú.
Sin embargo, Astana fue sobre todo la ocasión para una nueva propuesta de Putin: Moscú propone que Turquía construya el mayor centro de gas de Europa. Esta sería una forma eficaz de seguir distribuyendo gas a Europa sin que se rompan los actuales paquetes de sanciones, ya que el suministro sería turco. Al fin y al cabo, al igual que el gas importado de Argelia y Kazhakistán, hoy es ruso. Esta sería una salida formalmente honrosa para el Viejo Continente, que se enfrenta a la escasez de hidrocarburos y a la especulación que ejercen Estados Unidos y Noruega sobre los suministros.
Para Moscú, la activación de un nuevo gasoducto sería estratégica: en lo inmediato, podría redirigir los suministros de los gasoductos Nord Stream dañados por los sabotajes de la OTAN y, a medio y largo plazo, diversificaría la cartera de compradores y evitaría tener que desviar su gran cuota de exportaciones de gas y petróleo únicamente a China e India, manteniendo así una conexión con el mercado europeo. En caso de que se produzca una relajación de las tensiones, el de Turquía podría ser el tercer gasoducto ruso dedicado a la distribución internacional, lo que permitiría un nuevo aumento de las exportaciones de gas.
La formulada por el líder del Kremlin es una propuesta en la que ambos países salen ganando. Rusia no sólo tendría un interés inmediato en su realización, ya que la diversificación de la red comercial es un elemento decisivo para permitir al vendedor fijar el precio del producto, mientras que el destino obligatorio del suministro da al comprador un mayor poder de negociación. Putin dejó claro -no es de extrañar- que el centro sería una plataforma no sólo para el suministro, sino también para determinar los precios del gas. «Hoy los precios se disparan, pero podríamos regularlos a un nivel de mercado normal, sin interferencias políticas».
Pero incluso vista desde Ankara, la propuesta es interesante: convertirse en un hub de gas significa tener una enorme influencia sobre Bruselas, más aún en un contexto energético cada vez más complicado para la UE. Por otro lado, la idea de que Europa pueda abastecerse de energía de fuentes distintas a Rusia sigue siendo sobre todo una intención política difícil de realizar en la práctica, al menos durante unos años. De ser un centro neurálgico del gas, Turquía se encontraría así en el centro de un importante movimiento en el mercado de las materias primas, lo que supondría tanto una garantía de abastecimiento energético interno como una importantísima fuente de ingresos para sus finanzas. También desde el punto de vista político, las consecuencias serían considerables: la comercialización del gas que Moscú no puede exportar contribuiría a reforzar su peso político y económico.
Por último, pero no por ello menos importante, Moscú considera que una buena relación con Ankara es beneficiosa incluso para Damasco, que para Rusia es un elemento importante para su seguridad nacional, su capacidad de influencia en Oriente Medio y para su proyección en África.
Moscú parece dispuesto a potenciar el papel de Ankara en la zona. Un papel que podría potenciarse aún más con la adhesión a la OCS (ya anunciada por Erdogan). Pero, incluso en este caso, a Washington no le conviene la jugada, porque la OCS es una alianza en la que Rusia y China son los países hegemónicos y a la que se acaba de incorporar Irán, considerado por EEUU como el peor enemigo de la zona. Parece que hablan dos idiomas diferentes: el expansionismo turco responde a una fuerte crisis económica y Occidente subestima la ambición turca de proyectarse en el Cáucaso y el Mediterráneo oriental para proteger Anatolia.
Las relaciones entre Turquía y Estados Unidos, como es sabido, son difíciles. Ciertamente, Biden no ve con buenos ojos el fortalecimiento de la relación con Putin y renueva su molestia por la autonomía de Ankara en la política regional. Erdogan, por su parte, quiere que Biden abandone a los kurdos en Siria y presiona enérgicamente a Suecia y Finlandia para que apliquen el memorando que firmaron el pasado mes de junio, en el que se comprometían a participar en la lucha contra el terrorismo antiturco (que según Erdogan es el de los kurdos) como condición para su ingreso en la OTAN.
Incluso las de Bruselas no son sencillas: se basan en el intercambio entre dinero y refugiados. De hecho, la inmigración procedente del Magreb elige Italia o la ruta de los Balcanes, es decir, Turquía y Grecia, para llegar a Europa. Erdogan tiene un acuerdo con la UE para detener los flujos migratorios hacia Alemania y el norte de Europa a cambio de dinero en efectivo, y la UE ha tenido que asignar a Ankara unos 6.000 o 7.000 millones de euros al año para satisfacer sus exigencias. Si a esto se añade la presión que podría ejercer como centro energético, Bruselas se encontraría en una posición realmente incómoda en su relación con esa Turquía a la que rechazó el ingreso en la UE tras años de discusión.
Varios analistas internacionales plantean dudas sobre la sostenibilidad de esta política turca, pero por el momento ni EE.UU. ni la UE disponen de instrumentos de presión política para cambiar el rumbo de la política exterior de Erdogan. Se caracteriza por una extrema falta de escrúpulos, una demostrada volatilidad en sus alianzas y una capacidad para cambiar de postura en función de su reaparición nacional e internacional. Y aunque no pueda soñar razonablemente con un renacimiento otomano de la escena internacional, prefigura una Turquía que no renuncia a su propia política regional y a su papel de actor y árbitro al mismo tiempo. ¿Con qué ambición? La de ampliar definitivamente su esfera de influencia desde el Cáucaso hasta el Mediterráneo oriental y los Dardanelos, con el consentimiento de todos los actores; la de erigirse en guardián del Bósforo y en barandilla hacia Siria y Oriente Medio en su conjunto, soñando con ser un puente ineludible entre Europa, Asia y África.
Se trata de un escenario complejo que une a Eurasia con Europa y Oriente Medio. Con la idea de convertir a Turquía en el mayor centro de gas del mundo, Vladimir Putin no sólo está tentando a Erdogan. Su propuesta supone un paso más hacia el establecimiento de nuevos equilibrios, distintos y distantes de los previstos por EEUU y la UE. La idea que mueve al Kremlin es que los países productores de la zona tomen en sus manos las palancas de la política regional en cuanto a rutas comerciales y seguridad. Occidente tendrá que dar dos pasos atrás: no son los primeros ni serán los últimos.
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