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El ‘gran garrote’ de Trump no puede con el liderazgo de Lula

Fuentes: Rebelión

En las últimas semanas, varios analistas de los principales centros de pensamiento y medios de comunicación del Atlántico Norte han propagado insistentemente la tesis de que la Cumbre de los BRICS celebrada en Río de Janeiro estaría destinada al fracaso. Entre los principales argumentos, afirmaban que la expansión del bloque había provocado su incapacidad para establecer consensos sobre los grandes temas globales, y citaban las anunciadas ausencias de los presidentes Xi Jinping y Vladimir Putin como supuestas evidencias que confirmarían estas previsiones. Sin embargo, los consensos entre los países BRICS fueron numerosos, y el principal documento resultante de la cumbre —la Declaración de Río— registró una postura firme e histórica de sus miembros en defensa del multilateralismo y de la paz mundial.

Una prueba contundente de la relevancia internacional del acontecimiento fue la rápida reacción del presidente Donald Trump, quien amenazó con imponer un arancel del 10% a los productos de los países que decidieran alinearse con las políticas de cooperación de los BRICS. Poco después, en una interferencia explícita en los asuntos internos de Brasil, dirigió sus ataques directamente al país, anunciando aranceles del 50% sobre productos brasileños, bajo el pretexto de represalias ante la supuesta persecución del gobierno de Lula contra su aliado local, Jair Bolsonaro. Finalmente, el jefe de la OTAN advirtió públicamente a China, India y Brasil sobre el riesgo de sanciones debido a sus vínculos persistentes con Rusia. Todos estos movimientos indican no solo una radicalización de la agresividad y el unilateralismo de las potencias imperialistas del Atlántico Norte, sino también reflejan claramente que la consolidación de un nuevo orden mundial multipolar sigue avanzando, a pesar de todos los obstáculos que se le imponen.

En el caso específico de los ataques de Trump contra Brasil, estas acciones deben analizarse considerando diversas dimensiones de la estrategia de política exterior de su gobierno. Esta abarca no solo el evidente intento de frenar el ascenso de China y la multipolaridad a escala global, sino también objetivos más profundos de reorganización de la correlación de fuerzas políticas en América Latina, teniendo como pieza clave un eventual cambio en la Presidencia de la República de Brasil.

La oposición estadounidense a los gobiernos del PT viene de lejos

La verdad es que el esfuerzo estadounidense por ejecutar tácticas de “cambio de régimen” contra Lula y sus aliados tiene una larga historia. En su intento más exitoso, lograron desestabilizar los gobiernos de Dilma Rousseff, especialmente después de las manifestaciones de junio de 2013. Financiando movimientos políticos y juveniles de tendencia reaccionaria y defensores de una agenda económica neoliberal, Estados Unidos y sus tentáculos fomentaron las protestas “anticorrupción” que alimentaron el clima para el impeachment de Dilma en 2016, en la estela del auge de la Operación Lava Jato —también apoyada por instrumentos estadounidenses— y que, mediante investigaciones abusivas posteriormente comprobadas como fraudulentas e ilegales, llevó al desmantelamiento de Petrobras, de las grandes empresas brasileñas de construcción civil y al encarcelamiento de Lula.

En aquel entonces, los gobiernos demócratas de Estados Unidos tenían como objetivo poner fin de una vez por todas al ciclo de la “marea rosa” —el ascenso de gobiernos progresistas de izquierda y centroizquierda en América Latina— enterrando las organizaciones regionales creadas en ese período, que no involucraban ni la hegemonía ni la participación directa de Estados Unidos, como la CELAC y, principalmente, UNASUR. En su lugar, buscaban promover un nuevo arquetipo de regionalismo abierto, con un sesgo liberalizante, comercialista y bajo la tutela estadounidense, en el marco de los megaacuerdos como el TPP y el TTIP que Obama venía negociando. Todo parecía encaminado hacia la consolidación de ese plan: golpes de Estado, en formato clásico o blando, ejecutados con éxito contra Manuel Zelaya (Honduras), Fernando Lugo (Paraguay), y Dilma Rousseff (Brasil); la victoria electoral de Mauricio Macri sobre el kirchnerismo en Argentina; y la crisis política y económica que afectaba a la Venezuela post-Chávez eran muestras claras de ello.

Sin embargo, los cambios estructurales que golpearon al capitalismo del Atlántico Norte pronto se hicieron sentir en suelo estadounidense. La inesperada elección de Donald Trump, en confrontación con Hillary Clinton, dejó huérfanos a los aliados que planeaban un nuevo multilateralismo global y regional bajo un liderazgo remasterizado de Estados Unidos. En lugar de un nuevo multilateralismo, lo que avanzó fue una oleada de unilateralismo y el fortalecimiento de movimientos políticos y gobiernos de extrema derecha en todo el mundo —muchos de ellos desafiando incluso a las fuerzas conservadoras tradicionales de sus respectivos países— y consolidando acontecimientos inesperados como el Brexit y la guerra comercial trumpista contra China.

En América Latina, el desconcierto fue tal que parte del establishment neoliberal tradicional tuvo que reposicionarse: Mauricio Macri tuvo que disculparse por su prematura declaración de apoyo a Hillary Clinton; el presidente golpista Michel Temer quedó definitivamente sin una agenda de política exterior a la cual aferrarse; y los sectores más radicalizados de la derecha reaccionaria local pasaron a contar con financiación y apoyo aún más ostensible del gobierno estadounidense para fortalecerse. La OEA y el Grupo de Lima fueron instrumentalizados por Washington para presionar, cercar y tratar de aniquilar la Revolución Bolivariana en Venezuela, en un contexto de promoción del gobierno títere y autoproclamado de Juan Guaidó, y de intensificación de las campañas de sanciones y asfixia económica contra Venezuela y Cuba. Paralelamente, se propagó el uso del lawfare como arma para desestabilizar a líderes progresistas mediante procesos judiciales politizados contra Rafael Correa, Evo Morales, Cristina Kirchner y otros. En el caso boliviano, un golpe sucio derrocó a Evo Morales en 2019 con apoyo directo de Washington —e incluso con la connivencia declarada de multimillonarios como Elon Musk.

Fue en ese escenario que se consolidó el encarcelamiento arbitrario de Lula en Brasil, y Jair Bolsonaro fue elegido repentinamente contando con la inequívoca bendición del estratega trumpista Steve Bannon. En su gobierno, Bolsonaro aglutinó lo más reaccionario y extremista de la derecha brasileña, reuniendo figuras que iban desde el ex-Chicago boy Paulo Guedes, como ministro de Economía, hasta el principal personaje de la Operación Lava Jato —el juez Sérgio Moro, responsable de conducir el proceso que llevó a Lula a prisión y cuya parcialidad ya no podía ocultarse. A estos nombres se sumaban, tanto en la base de apoyo como en la alta cúpula del gobierno, una amplia gama de oficiales de las Fuerzas Armadas —activos y en la reserva—, muchos de ellos notorios defensores de la memoria de la dictadura militar (1964–1985). No menos importantes fueron los conspiracionistas de extrema derecha, identificados con las teorías del filósofo Olavo de Carvalho, quien, desde Estados Unidos, vendía cursos en línea pregonando la necesidad de una reacción de la derecha brasileña contra la creciente hegemonía del “marxismo cultural” en el país. Entre sus discípulos se encontraba el ministro de Relaciones Exteriores, Ernesto Araújo, responsable de conducir las desastrosas acciones que llevaron a Bolsonaro a perjudicar los vínculos políticos y comerciales de Brasil con una amplia gama de países.

El regreso de Lula y las contradicciones y desafíos de su nuevo gobierno

Una vez más, el curso de los acontecimientos traicionó el entendimiento entre las fuerzas conservadoras de Estados Unidos y América Latina. La elección de Biden y la creciente polarización interna entre su frente democrático y la extrema derecha trumpista llevaron a un rediseño de la política exterior estadounidense hacia la región. Si anteriormente el objetivo prioritario de los demócratas era derrocar a todos los gobiernos de izquierda —independientemente del grado de moderación de cada uno—, ahora se pasó a considerar la necesidad de debilitar a los aliados del trumpismo en el continente. No por casualidad, se acumularon fricciones entre los gobiernos de Joe Biden y Jair Bolsonaro. Paralelamente, la trágica gestión de las políticas de salud pública durante la pandemia por parte del gobierno de Bolsonaro provocó el colapso de su popularidad, ya que Brasil pasó a liderar el número global de muertes por COVID-19. Además, la política económica de austeridad profundizó la inestabilidad social y aumentó los índices de pobreza y extrema pobreza. Diversos sectores industriales se vieron afectados por la política exterior errática y ultraideologizada del gobierno (con escasos momentos de pragmatismo), y amplios segmentos de la clase media, incluso entre los más conservadores, se opusieron al negacionismo científico y a la arbitrariedad de la extrema derecha.

Fue así como la casi hegemonía de la extrema derecha se vino abajo en Brasil. Con su incuestionable capacidad para congregar fuerzas diversas bajo su liderazgo, Lula demostró su inocencia y expuso la farsa judicial de la que fue víctima —una operación cuyo objetivo final era desmantelar la soberanía y el desarrollo del país. Ya en libertad, pasó a encabezar un amplio frente democrático para enfrentar a la extrema derecha en las elecciones de 2022. Con el apoyo de sindicatos, movimientos sociales y sectores importantes de las clases medias e incluso de la burguesía brasileña, estructuró una de las coaliciones más amplias de la historia electoral del país, teniendo como candidato a la vicepresidencia a su antiguo adversario, Geraldo Alckmin, símbolo inequívoco de la unidad de fuerzas heterogéneas contra la barbarie entreguista del bolsonarismo.

Derrotada en las urnas, aunque por un margen estrecho, la extrema derecha se negó a aceptar el resultado electoral y emprendió la intentona golpista del 8 de enero de 2023, cuando manifestantes invadieron las sedes de los Poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial en Brasilia, al tiempo que clamaban por el apoyo de las Fuerzas Armadas para consumar un golpe de Estado.

Lo que todo esto tiene que ver con los acontecimientos más recientes en Brasil es que, sin lugar a dudas, el regreso de la izquierda al poder y la elección de Lula a la presidencia estuvieron directamente vinculados a su reconocida capacidad de movilización popular. Sin embargo, el componente político central de la victoria fue mucho más allá de eso: como en mandatos anteriores, residió en su habilidad para articular un frente amplio, capaz de incorporar también los intereses de sectores más conservadores de la clase media e incluso de la burguesía industrial y financiera.

En un primer momento, esta unidad se cimentó en la disputa electoral y se reforzó con la necesaria resistencia colectiva a la intentona golpista —una resistencia que incluso involucró a sectores que habían apoyado a Bolsonaro. Poco a poco, sin embargo, esa convergencia comenzó a debilitarse.

El núcleo de izquierda del gobierno siempre demostró interés en avanzar con una agenda amplia de recomposición del papel interventor y proveedor del Estado nacional, con enfoque en una política económica desarrollista que devolviera al país a una senda de crecimiento con justicia social. Esto implicaba, inevitablemente, políticas redistributivas y limitación de las ganancias extraordinarias de los sectores acomodados de la burguesía, especialmente del capital financiero.

En contraposición, los sectores más conservadores de la coalición veían como base mínima de gobernabilidad el mantenimiento de la ortodoxia económica: techo de gasto, responsabilidad fiscal y un modelo que no alterara la estructura de las relaciones capital-trabajo. Paralelamente, el Congreso Nacional pasó a estar dominado por una mayoría conservadora, compuesta por elementos bolsonaristas o reaccionarios pragmáticos dispuestos a negociar puntualmente con el gobierno. Una parte significativa de los grandes medios —especialmente Rede Globo—, que había apoyado a Lula en el proceso electoral con base en el rechazo al bolsonarismo, rápidamente abandonó el barco y pasó a criticar muchas de las principales decisiones de política exterior e interna del gobierno.

Así, el panorama general que se consolidó en el gobierno fue de estancamiento. Por un lado, el pragmatismo de la agenda petista permitió retomar la capacidad operativa del aparato gubernamental y estatal, con crecimiento económico, revitalización de programas sociales y valorización de una política exterior responsable y universalista como marcas indelebles del tercer mandato de Lula. Por otro lado, los límites del desarrollo económico estuvieron directamente vinculados a las dificultades para romper con las ataduras del neoliberalismo (incluyendo el techo de gasto, las políticas económicas ortodoxas, la autonomía del Banco Central y las altísimas tasas de interés que este practica), dentro de los marcos de esa frágil y heterogénea coalición.

Con la aplastante victoria de las fuerzas de la derecha tradicional y de la extrema derecha bolsonarista en las elecciones municipales de 2024, liderando una amplia mayoría de las capitales y grandes ciudades brasileñas, el espectro político y las previsiones para las elecciones presidenciales de 2026 se fueron desplazando gradualmente hacia la derecha. Finalmente, la elección de Donald Trump en Estados Unidos, en noviembre de 2024, catapultó la capacidad financiera, política y operativa de las fuerzas reaccionarias brasileñas, que pasaron a contar con el apoyo ostensible del aparato trumpista y la benevolencia de la política exterior estadounidense.

Sin embargo, las investigaciones sobre la intentona golpista del 8 de enero de 2023 también avanzaron, demostrando la connivencia entre Jair Bolsonaro, una parte importante del núcleo duro de su candidatura e incluso segmentos de las Fuerzas Armadas, no solo en la tentativa de golpe de Estado, sino también en un plan para un posible asesinato del presidente Lula, del vicepresidente Geraldo Alckmin y del ministro Alexandre de Moraes. Las investigaciones conducidas por la Policía Federal, en colaboración con el STF, revelaron reuniones secretas, borradores golpistas, intentos de cooptación de militares de alta graduación y acciones de espionaje ilegal por parte de la Agencia Brasileña de Inteligencia (ABIN), bajo el mando del gobierno Bolsonaro.

Después de que Bolsonaro fuera declarado inelegible para las elecciones de 2026, la derecha comenzó a fragmentarse en relación con sus posibles candidaturas. El hijo de Jair, el diputado federal Eduardo Bolsonaro, abandonó su escaño en el Congreso Nacional y se trasladó a Estados Unidos, donde articula junto a Donald Trump una estrategia para reincorporar a Jair Bolsonaro a la contienda electoral. Por otro lado, algunos de los sectores más pragmáticos del bolsonarismo comenzaron a aliarse con sectores de la derecha tradicional para viabilizar la candidatura del gobernador de São Paulo y exministro de Bolsonaro, Tarcísio de Freitas, para 2026. Lo que favoreció a ambos fue el hecho de que, en los últimos meses, varias encuestas venían señalando una notable caída de la popularidad del gobierno Lula y un crecimiento sustancial de las perspectivas de victoria electoral de las derechas en distintos escenarios electorales.

La unión nacional contra el entreguismo de la extrema derecha

Fue en ese momento histórico exacto cuando Donald Trump, en connivencia con Eduardo Bolsonaro, decidió interferir directamente en la disputa política interna de Brasil. Emulando la petulancia de sus amenazas e intervenciones en todo el mundo, anunció aranceles de hasta el 50% sobre el acero brasileño y del 25% sobre el aluminio, entre otras medidas proteccionistas. Las tarifas fueron justificadas con alegaciones de seguridad nacional y competencia desleal, pero tenían un claro sesgo político: buscaban romper el principal vínculo de la alianza que llevó a Lula y al PT a las victorias electorales presidenciales de 2003, 2006, 2010, 2014 y 2022: la alianza del campo democrático-popular liderado por la izquierda con fracciones de la burguesía brasileña atraídas por algunas de las políticas de frente amplia y neodesarrollistas del gobierno.

Como ya se ha descrito, ese vínculo venía debilitándose, con el distanciamiento progresivo del gobierno no solo de importantes federaciones, asociaciones y sectores del empresariado nacional, sino también de los principales monopolios privados de comunicación y partidos conservadores que brindaban apoyo al presidente Lula en sus negociaciones en el Congreso Nacional. Desde la visión de Trump y los bolsonaristas, al afectar duramente las exportaciones brasileñas al mercado estadounidense —fundamentales para la supervivencia y las ganancias extraordinarias de muchos de estos sectores— esa alianza tendería a volverse aún más inestable, conduciendo a un alejamiento definitivo entre los dos polos y a la formación de un frente único de las élites brasileñas a favor de la revocación de las restricciones electorales de Bolsonaro, a cambio de la plena restauración de los lazos comerciales entre Brasil y Estados Unidos.

El error no pudo ser mayor. De la noche a la mañana, el entreguismo de los bolsonaristas —que acudieron a Washington a pedir a sus jefes que sancionaran a su propio país— aliado al imperialismo estadounidense, despertó en la población brasileña los impulsos más sinceros y sólidos de orgullo nacional. Los movimientos sociales y organizaciones populares salieron a las calles, llenando más de tres cuadras de la Avenida Paulista para defender la soberanía nacional contra la injerencia estadounidense, al tiempo que retomaban las consignas por avances del gobierno en políticas de justicia social —como la reciente propuesta de Lula de aumentar los impuestos a los multimillonarios.

La burguesía brasileña, hasta entonces dividida y con amplios sectores alejados del gobierno, se sentó a la mesa con Lula y sus ministros y ha contribuido a una respuesta unánime del país contra el ataque trumpista. En el Congreso Nacional, los partidarios más fervientes de Bolsonaro pasaron por la situación ridícula de defender ataques de Estados Unidos contra Brasil, quedando completamente aislados y empujando incluso a los sectores más conservadores del Congreso al lado del gobierno en esta disputa. Finalmente, algunos de los monopolios privados de comunicación más relevantes salieron a defender la postura firme de Lula y del gobierno frente a las amenazas estadounidenses, con el editorial de O Estado de São Paulo atacando el entreguismo bolsonarista y el noticiero Jornal Nacional, el principal informativo televisivo de la cadena Globo, dando amplio espacio a Lula para hablar directamente al pueblo brasileño.

Encuestas recientes muestran un impresionante aumento en la popularidad del gobierno, una caída abrupta en la aprobación de Bolsonaro y sus seguidores, y perspectivas mucho más positivas para Lula en los escenarios electorales de 2026, con probable victoria frente a cualquiera de los candidatos de la derecha brasileña.

Todo este proceso demuestra las flagrantes limitaciones de la política exterior agresiva que viene adoptando Donald Trump. Su intento de imponer una nueva reorganización conservadora de las fuerzas políticas y sociales en América Latina es explícito. Bajo la retórica de una “Nueva Guerra Fría”, ejerce presión sobre el conjunto de gobiernos de la región para debilitar sus crecientes vínculos de cooperación con China, como lo evidencian movimientos como las amenazas de retomar por la fuerza la zona del Canal de Panamá en caso de que no se reduzca la presencia económica china en la región. Al mismo tiempo, impone una sabotaje velada a los gobiernos progresistas latinoamericanos, radicalizando las tácticas de cambio de régimen, chantaje y asfixia económica, mientras fortalece indiscriminadamente a extremistas reaccionarios. Las recientes denuncias en Colombia de que la Casa Blanca estaría en contacto con el excanciller Álvaro Leyva para facilitar la ejecución de un golpe de Estado contra el presidente Gustavo Petro no dejan lugar a dudas.

Pero al creer que puede imponer unilateralmente su voluntad a países de las más diversas realidades, los estrategas estadounidenses parecen no querer reconocer la transformación ocurrida en la correlación de fuerzas políticas y económicas globales en las últimas décadas. Aunque segmentos importantes de la industria brasileña tienen en el mercado estadounidense uno de sus principales destinos, desde 2009 el mayor socio comercial de Brasil es China, y la política exterior universalista y pragmática de los brasileños permite insertar mercados sustitutivos en los más diversos rincones del mundo. Por su parte, el Itamaraty ya ha puesto en marcha negociaciones para redirigir parte de las exportaciones afectadas hacia mercados alternativos, ampliando acuerdos con países de Asia, África y América Latina, con apoyo técnico y financiero de la Agencia Brasileña de Promoción de Exportaciones e Inversiones (ApexBrasil).

Al igual que la inmensa mayoría de los gobernantes latinoamericanos —quizás con la excepción de títeres de los yanquis como Javier Milei—, ni siquiera los sectores más conservadores de la burguesía brasileña parecen dispuestos a sumarse a las presiones antichinas provenientes de Washington, y mucho menos a los recientes ataques contra la participación de Brasil en los BRICS. Tampoco demuestran disposición a doblegarse ante la injerencia explícita en la política interna mediante amenazas económicas abiertas. En este contexto, Lula anunció que Brasil podrá aplicar sanciones comerciales simétricas con base en la Ley de Reciprocidad Económica, ya activada para proteger a la industria nacional frente a prácticas discriminatorias, contando con el apoyo del Congreso Nacional, del empresariado y de los sectores hegemónicos de los medios privados para avanzar en dichas medidas.

Cabe siempre señalar que, a diferencia de lo ocurrido en los países desarrollados del eje norteatlántico y sus aliados, en América Latina —así como en la mayor parte del Sur Global— las fuerzas nacionalistas y patrióticas no son aquellas que expresan un nacionalismo xenófobo o de tinte fascista, sino aquellas que se oponen a la violación de la soberanía nacional por parte de intereses imperialistas. A lo largo del siglo XX, diversos movimientos nacionales-populares latinoamericanos —que congregaban fuerzas heterogéneas y fracciones de distintas clases sociales— expresaron esta unidad, aunque inestable y temporal, contra la injerencia de los tentáculos estadounidenses en lo que los yanquis consideran su «patio trasero».

Al alzar amenazantemente el «gran garrote» ante Brasil, Trump y sus súbditos de la extrema derecha brasileña, en contra de sus intereses mezquinos, estimulan la unidad nacional en torno al liderazgo de Lula. Con el respaldo de esta alianza y la fuerza de las organizaciones y movimientos populares brasileños, el proyecto de someter a Brasil a los dictados de Washington —sea por tácticas golpistas o a través de las elecciones de 2026— naufragará definitivamente.

El mundo avanza a pasos firmes hacia la multipolaridad, con la construcción de un orden internacional que debe ser pacífico y estar marcado por la necesaria cooperación mutua entre las naciones. Y Brasil, sin duda, seguirá siendo parte de este proceso. Y, con la fuerza de Lula y de las organizaciones democrático-populares que lideran el frente amplio, aquellos que claman por sanciones contra su propio país enfrentarán el juicio implacable de la historia —y del pueblo brasileño— por su traición a la nación. Al fin y al cabo, la bandera a la que rinden homenaje no lleva el verde y amarillo de la patria, sino las trece franjas rojas y blancas y cincuenta estrellas blancas sobre fondo azul: la bandera de los Estados Unidos, símbolo de un imperio que jamás acogió nuestros sueños de soberanía, desarrollo y justicia social.

Tiago Nogara. Profesor de la Universidad de Nankai

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.