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Adictos a la deuda y el caos

Fuentes: El Viejo Topo

La última década del siglo XX conoció el apogeo del capitalismo norteamericano: había desaparecido la URSS, disminuyó el presupuesto militar del Pentágono, la prosperidad económica redujo el porcentaje de la deuda en relación al PIB, e incluso, durante el cambio de siglo, entre 1998 y 2002, el país tuvo superávit presupuestario, algo que no ocurría desde finales de los años cincuenta, y ningún país del planeta podía discutir su hegemonía.

Fue la década de la pax americana, aunque estuviera salpicada de guerras y agresiones, como en Yugoslavia. Sin embargo, en Washington esa confiada felicidad duró poco: la ambición de dominio mundial que impulsó el llamado Proyecto para el Nuevo siglo americano desató las guerras de Afganistán e Iraq, con un aumento sin precedentes del gasto militar, que fue acompañado de rebajas de impuestos que redujeron los ingresos fiscales. El sueño neocom fracasó por completo: sólo supo incendiar Oriente Medio, causando las mayores matanzas del siglo XXI, y ni siquiera había previsto la emergencia china. Después, todo empeoró. Tras la crisis económica de 2008, el rescate bancario decidido por el gobierno Obama y los estímulos fiscales para empresas, que costaron al país centenares de miles de millones de dólares, además de los gastos del Medicare, acabaron por dilapidar aquel breve espejismo de la última década del siglo XX cuando Washington se creyó dueño del mundo.

En ese 2008, la deuda norteamericana era de 10 billones de dólares, que aumentó rápidamente con el Troubled Asset Relief Program de George W. Bush para comprar activos de las instituciones financieras que estaban en situación crítica tras la crisis de las hipotecas subprime. Obama, presidente desde 2009, continuó con el programa y firmó otro plan, denominado American Recovery and Reinvestment Act of 2009, para combatir la recesión con bajadas de impuestos, programas sociales y de infraestructuras, y un año después llegó el Obamacare para atención médica. La combinación de ambos hizo aumentar rápidamente la deuda en más de tres billones en apenas dos años, y continuó aumentando después. Incluso el Fondo Monetario Internacional activó las alarmas en 2018 afirmando que la deuda norteamericana no puede mantenerse: es insostenible. En octubre de 2019, el Departamento de Estado norteamericano publicaba que el déficit presupuestario (entre septiembre de 2018 y octubre de 2019, el año fiscal estadounidense) había llegado a 984.000 millones de dólares, casi un billón, la cantidad más elevada desde 2012. Tres años atrás, casi había alcanzado el billón y medio de dólares a causa de los estímulos fiscales que aprobó el gobierno Obama para hacer frente a la crisis financiera de 2008 por la estafa de las hipotecas subprime y por el estallido de la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos.

Cuando finalizó 2019, la deuda norteamericana había aumentado más de un 16 % desde la llegada de Trump a la presidencia. El anterior año fiscal, 2017, con la reforma tributaria, el déficit llegó a los 666.000 millones, y en 2018 a 779.000 millones. Así, no podía extrañar que el último día de octubre de 2019 el Departamento del Tesoro anunciase que la deuda de Estados Unidos había superado, por primera vez en la historia, los veintitrés billones de dólares: una cifra disparatada, monstruosa, aunque, para mayor alarma de las instituciones financieras, quedaría rápidamente superada en menos de un año. Pese a ello, no faltaron las voces de miembros del gobierno y de economistas liberales afirmando que no era preocupante, dado que otros países se encuentran en una situación parecida, con una deuda que supera el 100 % del PIB.

La deuda soberana de Estados Unidos supone un tercio del total de la deuda soberana mundial, mientras Japón debe una quinta parte. Por su parte, China apenas debe cargar con un seis por ciento del total. La agencia federal Congressional Budget Office, CBO (Oficina de Presupuesto del Congreso), estima que en 2020 el déficit norteamericano alcanzará la cifra de 3’7 billones, casi el 19 % del PIB. Nunca, desde la Segunda Guerra Mundial, había alcanzado un nivel semejante. Se calcula que desde 2008 la deuda global en el mundo se ha incrementado en sesenta y cinco billones, y sigue aumentando. La deuda global en el planeta alcanza ya los 250 billones de dólares, que, en cinco años, en 2025, se convertirán en 325 billones de dólares, según el Instituto de Finanzas Internacionales. De manera que el capitalismo y el sistema financiero internacional viven en una economía de casino, mirando una ruleta donde la ruina acecha.

El propósito que anunció Trump de bajar impuestos (favoreciendo a los más ricos) era incompatible con la creciente deuda del país: aumentar los gastos cada año (con un abultado presupuesto militar), reduciendo los ingresos, es la receta segura para caminar hacia el abismo, aunque Estados Unidos confíe en la máquina de imprimir billetes y en el recurso a la deuda. Trump hizo una primera rebaja de impuestos con el propósito de estimular el crecimiento económico, aunque sus efectos quedaron diluidos por las consecuencias de la guerra comercial que inició contra China, mientras reclamaba, en agosto de 2019, a la Reserva Federal nuevas reducciones de los tipos de interés. Su política fiscal favorece a las grandes empresas: según un informe que elaboró el Institute on Taxation and Economic Policy, ITEP (una entidad independiente con sede en Washington, aunque entre sus patrocinadores se encuentra la Fundación Ford), de las 500 mayores corporaciones de la lista Fortune 500, en 2018 no pagaron impuestos 91 (entre ellas, Amazon, que obtuvo casi once mil millones de dólares de beneficios; General Motors y Chevron), gracias a todo tipo de beneficios otorgados y de argucias fiscales. Antes de la llegada de Trump, el impuesto de sociedades era del 35 %, que quedó reducido durante su presidencia al 21 %… y que con las desgravaciones e ingeniería contable disminuyó al 11 %. El 6 de octubre de 2019, The New York Times se hacía eco de un estudio de la Universidad de California-Berkeley, que había examinado las estadísticas fiscales desde 1950, y que llegó a la conclusión de que, en 2018, las cuatrocientas familias norteamericanas multimillonarias pagaron menos impuestos (un 23%) que sesenta y dos millones de familias trabajadoras pobres (un 24’4%). De manera que los recursos del país proceden de los impuestos de los trabajadores y del recurso a la deuda. Mientras corre hacia el desastre, el capitalismo sigue exprimiendo a los más pobres.

Pese a ello, numerosos miembros del poder político y económico en Washington, así como economistas asociados, afrontan el problema con despreocupación, seguros de que la creciente deuda es un asunto que se resolverá en el futuro, aunque no sepan a ciencia cierta cómo. Los demócratas creen que un aumento de los impuestos llevará a la reducción del déficit y de la deuda global, mientras los republicanos sostienen que es un asunto peligroso y defienden la disminución de los presupuestos gubernamentales y el recorte de programas sociales para disminuir el gasto, aunque no contemplan el aumento de los impuestos a las empresas y a los ciudadanos más ricos, y pretenden que no afecte al presupuesto militar, en constante aumento. Las campañas electorales suelen ser la plataforma para ofrecer promesas de reducción de la deuda por parte de los candidatos del sistema, que después quedan rápidamente olvidadas, enterradas bajo la convicción de que el poder norteamericano en el mundo seguirá siendo hegemónico y su recurso a la máquina de imprimir billetes y a la deuda podrá continuar: el sindicato del poder que componen demócratas y republicanos, hoy en constantes disputas, sigue creyendo que el dios del dinero protege a Estados Unidos. Además, la mayor parte del stablishment de Washington confía en la estabilidad por el hecho de que la mitad de la deuda está en manos de inversores norteamericanos, y de que China evitará vender sus bonos del Tesoro porque debilitaría al dólar y como consecuencia dañaría también sus propias reservas en la moneda norteamericana. China y Japón disponen cada uno de más de un billón de dólares en bonos del Tesoro norteamericanos. Además, la mayoría de las grandes corporaciones y empresas saben que el Estado acudirá en su ayuda si caen en la insolvencia, aunque eso suponga enormes subvenciones y un mayor endeudamiento del país. Sin embargo, ello no impide que continúe la práctica del capitalismo moderno, donde los beneficios siempre son privados y las pérdidas pueden ir a cargo del Estado.

El factor chino se ha convertido ahora en una cuestión central. Para entender la posición china ante el aumento de la deuda norteamericana, el aspecto más relevante no es la hipotética pérdida de valor de una parte de sus reservas que tendría que asumir si se deshiciera de sus bonos del Tesoro (aunque quiere evitarlo, como es lógico), sino su deseo de afianzar la estabilidad internacional, reforzar la cooperación entre países y desactivar los peligros de enfrentamiento, porque quiere un entorno pacífico para proseguir su fortalecimiento. Esa cautelosa y sabia estrategia explica que China solamente responda ante medidas agresivas por parte de Estados Unidos, tanto en la guerra comercial como en las líneas rojas trazadas por Pekín en los asuntos de Hong-Kong, Taiwán, Tíbet, Xinjiang y el mar de China meridional, para evitar la intromisión norteamericana, y lo haga siempre de forma contenida, dejando de lado cuestiones menores, pero nunca tome la iniciativa con decisiones que puedan aumentar el enfrentamiento y la tensión. China, hoy mucho más segura de su fuerza, mantiene un delicado equilibrio entre su deseo de estabilidad internacional y la inevitable respuesta a las provocaciones norteamericanas. La reciente aprobación en Washington de leyes especiales sobre Hong-Kong y sobre la minoría uigur china de Xinjiang, ilustran el proceder norteamericano. Además de su intervención en esas regiones y su estímulo a exigencias nacionalistas en Tíbet y Taiwán, Estados Unidos opera en todo el arco marítimo que va de Corea al mar de China meridional frente a las costas de Malasia y Vietnam, con la peregrina excusa de defender la “libertad de navegación” con los barcos de guerra de la Navy, enviando portaaviones con su escolta de barcos de guerra. No es extraño que a Pekín le preocupe la posible fabricación de un incidente en esa zona, como Estados Unidos ha hecho en tantas ocasiones, en Corea y en Vietnam, en Cuba y en Venezuela, por citar algunos. De hecho, en buena parte de Asia se están reactivando litigios que crean dificultades a Pekín: la disputa por las islas Diaoyu (Senkaku, para Japón) entre China y Japón ha vuelto a primer plano, y en la India (tras el enfrentamiento entre soldados chinos e indios en el valle del río Galwan, situado en Aksai Chin, objeto de una vieja disputa entre Pekín y Delhi) el partido Mahasabha, de extrema derecha (que llega a propugnar la esterilización de cristianos y musulmanes para evitar que crezca su número y ponga en peligro la preponderancia hindú), y el partido-grupo religioso Vishvá Hindú Parishad, fundamentalista hindú y ultranacionalista, impulsan protestas contra China en distintas ciudades de la India, quemando fotografías de Xi Jinping. Estados Unidos estimula ese tipo de protestas, mientras Modi asiente y calla, porque persigue la incorporación de la India al frente antichino que construye en Asia.

En Washington se han levantado voces haciendo responsable a China de los crecientes gastos para hacer frente al Covid-19, como si fuera culpable del brote, pidiendo que se le obligue a pagar la factura, y exigiendo que Pekín perdone parte de la deuda norteamericana. Esa acusación carece de fundamento, pero es revelador que aunque Estados Unidos recurra al espantajo del supuesto expansionismo chino en el Mar de China meridional, no pueda acusar a China de comportamiento agresivo en el escenario internacional, y apenas se escude en inconcretas acusaciones de espionaje (común, por otra parte, a todos los países), que no acompaña de pruebas, de ser responsable de la pérdida de puestos de trabajo industriales en Estados Unidos (como si no hubiesen sido los empresarios norteamericanos los responsables del cierre de las factorías) y de constante actividad cibernética, imputaciones que no tienen credibilidad partiendo de un país como Estados Unidos que ha levantado el mayor sistema de espionaje mundial, con evidentes rasgos ilegales y una vulneración del derecho internacional que ha alcanzado incluso hasta a sus propios aliados, como atestiguó el espionaje a Angela Merkel.

La combinación de una creciente deuda y la pulsión del viejo imperialismo norteamericano que lleva a aumentar su despliegue militar en todos los continentes con objeto de imponer sus condiciones a otros países, con el correspondiente aumento de los gastos del Pentágono, plantea serios problemas para el futuro. Los bonos del Tesoro constituyen el principal instrumento financiero del gobierno norteamericano para financiar sus crecientes gastos. Cuenta con una ventaja: al ser el dólar la moneda de reserva, los principales compradores de los bonos son bancos centrales de otros países, de manera que Estados Unidos no queda expuesto a las condiciones del mercado y a las imposiciones de los grandes inversores. La preponderancia del dólar en el sistema financiero internacional, desde Bretton Woods, ha favorecido su dominio, que se articula en el sistema SWIFT, en su control del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, y en los intercambios comerciales basados en su moneda, como ocurre con el petróleo, aunque hoy su moneda viva asistida y sin soporte: en 1971, Estados Unidos abandonó los acuerdos de Bretton Woods y el dólar dejó de ser convertible y de regirse por el patrón-oro, de manera que sus nuevas emisiones carecen de respaldo, aunque no por ello disminuyen. Solamente en la Oficina de Grabado e Impresión (BEP), en el centro de Washington, se imprimen cada día 500 millones de dólares: es una verdadera fábrica de dinero, de papel, de dólares-chatarra. Lo mismo hace en Fort Worth, Texas, el otro centro de la Reserva Federal para imprimir montañas de papel moneda, aunque arguye en su defensa que la mayoría de los dólares impresos son para sustituir a los billetes viejos y dañados. Y en la Reserva Federal creen que el mundo necesita todavía más dólares: unos trece billones.

Estados Unidos compra más al exterior de lo que exporta, su industria y manufacturas han perdido terreno, y su ventaja tecnológica se está reduciendo, hasta el punto de que ha perdido cuotas de mercado en sectores que hace una década dominaba por completo. A ello se añaden las dificultades creadas por la pandemia de la Covid-19: más de cuarenta millones de norteamericanos han perdido su trabajo. Muchos lo volverán a recuperar, pero los estímulos aprobados por la Reserva Federal ascienden a dos billones, que junto con los créditos que el país ofrece a las empresas, las ayudas individuales, y las subvenciones a ciudades y gobiernos de los Estados, así como otras obligaciones y asistencias, llegará a los seis billones puestos en circulación. En junio de 2020, Steven Mnuchin, responsable del Tesoro, y Jerome Powell, presidente de la Reserva Federal, anunciaron un nuevo paquete de estímulos por valor de 250.000 millones de dólares: el dinero se crea de la nada, desde esas Oficinas de Grabado e Impresión. La Oficina de Presupuesto del Congreso estadounidense considera que el déficit presupuestario del país llegará al 17,9% del Producto Interno Bruto en 2020, y al 9,8% en 2021, circunstancia que unida a la depreciación del dólar preocupa en Washington. El peso de la deuda puede llevar a que quienes actúan en el mercado aumenten el interés por los préstamos a Estados Unidos.

En mayo de 2020, Estados Unidos lanzó deuda pública por valor de tres billones de dólares, con objeto de afrontar la crisis económica causada por la Covid-19. Con los tipos de interés a cero, la deuda pública emitida por Estados Unidos es comprada por la Reserva Federal, que está adquiriendo también deuda empresarial sin tener en cuenta si las empresas podrán devolver las ayudas, una cuestión que es también una bomba de relojería. Sólo entre marzo y abril de 2020, la Reserva compró bonos del Tesoro por valor de más de dos billones de dólares, y sus responsables se han comprometido a comprarlos sin límite: un gigantesco juego de manos que ilustra la tramposa prestidigitación del capitalismo. Así, además de los ciudadanos norteamericanos, la Reserva Federal es el principal tenedor de deuda norteamericana, seguida por China y Japón.

Esa situación de creciente déficit y aumento vertiginoso de la deuda deja escasas posibilidades: o bien se consigue un rápido crecimiento económico, acompañado de inflación, algo difícil en la actual situación mundial; o se impone una reducción de gastos, que inevitablemente comportaría menos derechos sociales (recortando el Medicare, dedicado a los mayores de 65 años, y el Medicaid, para asistencia a los necesitados, reduciendo programas de atención a la pobreza y aumentando la edad de jubilación) y el recorte de los presupuestos militares; o bien se consigue un aumento de los ingresos, que supondría reducir las deducciones fiscales a empresas, aprobar impuestos más elevados al patrimonio, introducir nuevos tributos y gravar más los existentes: algo difícil para Trump o para Biden.

Cuando Donald Trump llegó a la Casa Blanca, en enero de 2017, la deuda estadounidense no llegaba a los veinte billones. En febrero de 2019 llegó a los 22 billones, y hoy supera los veintiséis billones. Los datos facilitados por el Departamento del Tesoro indican que la deuda alcanzó los 24 billones el 7 de abril de 2020, los 25 billones el 5 de mayo, y los 26 billones el 11 de junio. La locura de esas cifras indica que Estados Unidos mira el precipicio: ahora, en poco más de un mes, acumula un billón de dólares en nueva deuda externa. A principios de 2019, cuando la deuda había alcanzado el 107 % del PIB, la mayoría de los economistas liberales norteamericanos consideraba que era perfectamente asumible, puesto que la deuda de un país nunca se paga sino que acaba refinanciándose, y siguen alegando el caso japonés, que mantiene una deuda que supera el 200 % del PIB, aunque olvidan el efecto que una deuda elevada tiene sobre el crédito del país: Japón, pese a ser la tercera economía mundial, no tiene una influencia equivalente en la esfera internacional, mientras que Estados Unidos ejerce de potencia hegemónica y quiere mantener su predominio, objetivo que se complica con las crecientes deudas. En mayo de 2020, la deuda norteamericana alcanzó el 123 % del PIB. La mezcla explosiva de la reforma fiscal de Trump y del constante aumento de los gastos militares, más los efectos de la pandemia, explican buena parte del incremento de la deuda. Trump prometió durante la campaña electoral de 2016 que, con dos mandatos, eliminaría la deuda norteamericana, fiando el crecimiento económico del país a la disminución del déficit comercial. Sin embargo, la deuda no ha parado de aumentar y de acelerarse, y la guerra comercial con China, el amago de otra guerra semejante con la Unión Europea, y los efectos de la pandemia, complican sobremanera el futuro.

El fracaso del capitalismo, la quiebra ecológica que impone al mundo, el desastre de la pandemia, ensombrecen el futuro de Estados Unidos. Las empresas norteamericanas pueden esquilmar el planeta, imponer condiciones más duras a los trabajadores, despedir sin ninguna responsabilidad, y, al mismo tiempo, pueden acogerse a la ayuda del Estado, aunque eso tiene consecuencias: la decadencia de Estados Unidos, la burbuja del dólar, el aumento de la deuda; de manera que el gobierno y el Congreso deben acordar con regularidad subir el llamado techo de la deuda para hacer frente a sus crecientes gastos. El déficit presupuestario obliga a Estados Unidos a hipotecarse, lo que unido a la crisis económica causada por la pandemia, a un dólar cotizándose a la baja en relación a otras divisas internacionales, y a los problemas de discriminación racial y violencia policial que causan frecuentes crisis, debilita su posición internacional. En el Congreso ya han aparecido voces que temen la bancarrota: la deuda externa que se consideraba uno de los rasgos e hipoteca de países pobres, aqueja a un país que sigue creyéndose favorecido por su dios.

Estados Unidos se ha acostumbrado a vivir con deudas crecientes, que no devuelve, como los sablistas, igual que Alejandro Sawa, el Max Estrella de Valle Inclán, y pretende seguir imponiendo sus reglas a otros, al margen del derecho internacional y de la convivencia pacífica entre países. Aunque Estados Unidos sigue disponiendo de los mayores recursos financieros y militares en el mundo, su declive empieza a ser evidente para sus aliados y para sus enemigos, y tiene consecuencias estratégicas. Trump amenaza a China, acusa a sus propios aliados europeos de la OTAN, impone sanciones a Rusia, persigue a Irán, Venezuela, Siria, Cuba, y el nuevo enfrentamiento con Pekín aumenta las alarmas: el 15 de mayo de 2020, The New York Times daba por desatada la guerra fría con China y alertaba de una posible ruptura. Como haciéndose eco de esa señal, Trump declaraba en junio que estaba dispuesto a “desconectar completamente” de China.

Sin embargo, esos preocupantes síntomas de debilidad no fuerzan a su gobierno a una política exterior prudente, sino a una mayor agresividad, que se expresa, por ejemplo, en la aprobación el pasado junio de la Defense Space Strategy, que persigue el predominio norteamericano en el espacio, considerado como “escenario de guerra”, define a China y Rusia como enemigos, y está provocando una nueva carrera de armamentos. Si esos planes siguen adelante, en un mundo herido por la progresiva desaparición de los acuerdos de desarme nuclear, la estabilidad internacional quedará seriamente dañada. Adictos a la deuda, el caos y la guerra, Estados Unidos quiere tener las manos libres para mantener su hegemonía en el planeta, y no quiere un mundo de iguales, pero eso puede poner en peligro la paz.

Reloj de la deuda nacional de Estados Unidos: https://www.usdebtclock.org/

Fuente: El Viejo Topo, septiembre de 2020