Mientras en los medios de comunicación se describen las incertidumbres de la situación en Afganistán, el incremento de la violencia armada y los esfuerzos de las tropas y las organizaciones humanitarias que allí trabajan para intentar estabilizar este desgraciado país, no son pocos los que se benefician de la situación y medran a costa de […]
Mientras en los medios de comunicación se describen las incertidumbres de la situación en Afganistán, el incremento de la violencia armada y los esfuerzos de las tropas y las organizaciones humanitarias que allí trabajan para intentar estabilizar este desgraciado país, no son pocos los que se benefician de la situación y medran a costa de ella.
Necesitará el lector un buen atlas para localizar el río Panj -afluente del Amu Daria, que desemboca en el mar de Aral-, fronterizo entre la provincia afgana de Badajsán, situada en el ángulo nordeste del país, y Tayikistán, una de las repúblicas centroasiáticas que en el pasado formaron parte de la Unión Soviética. Aislada del resto del mundo por las imponentes cumbres del macizo de Pamir, la zona se ha convertido hoy en uno de los más importantes mercados mundiales de intercambio de armas por heroína. Armas y drogas ya formaron parte del escándalo llamado «Irán-Contra», propiciado por el gobierno de Reagan a mediados de los años ochenta, para derribar al gobierno sandinista de Nicaragua. Pero ahora se trata de otra cosa.
En una pequeña isla del citado río -en situación parecida a la de la isla de los Faisanes en el Bidasoa, también río fronterizo- es donde se desarrollan las transacciones que, por un lado, hacen llegar grandes cantidades de droga al mundo occidental y, por otro, proporcionan las armas que alimentan gran parte de la violencia que se desencadena en varios países de Oriente Medio.
El bazar está rodeado por muros de cemento y controlado, en cada extremo, por policías afganos y tayikos. Funciona como un mercado normal de productos locales manufacturados, alimentos de todo tipo, frutas exóticas, etc. Pero tras esa pantalla tienen lugar las transacciones de mayor entidad, que implican armas y piedras preciosas procedentes del Norte a cambio de heroína obtenida en el Sur. Un comerciante respondía así al periodista afgano del Institute for War and Peace Reporting: «Ahora mis ingresos se han duplicado. Saco dinero vendiendo heroína, llevo armas al interior de Afganistán y vuelvo a ganar dinero vendiéndolas a los contrabandistas». En el bazar solo se producen los intercambios, ya que armas y drogas se transportan a otros lugares secretos de este agreste país, donde cambian de manos. Aquí solo se pueden ver las muestras de las mercancías contratadas.
Por un lado, fusiles Kalashnikov AK-47 o los más modernos AK-74, conocidos como Kalakov. Por otro lado, la heroína obtenida en las provincias de Helmand o Kandahar, donde despliegan las tropas de la OTAN. La cotización es de un kilo de heroína por diez kalakovs o quince kalashnikovs. El mismo comerciante afirma: «Si cambiamos un kilo de heroína por diez kalakovs, luego los talibanes nos dan otro kilo por cinco o seis armas iguales. Todos salimos ganando». Los contrabandistas venden las armas a un precio mayor cuanto más al sur del país logran colocarlas.
Los senderos de alta montaña se atraviesan cargando en mulos la mercancía. La orografía es tan hostil que en algunas poblaciones hay que caminar durante dos días para llegar a la carretera más próxima. Por eso, el negocio es peligroso y exige precaución y protección armada, pero no a causa de la policía sino de las bandas rivales. Ni contrabandistas ni comerciantes parecen preocuparse mucho por las autoridades: todo el mundo obtiene algún beneficio. «Tenemos amigos en el gobierno y amigos de amigos, que ayudan mucho y también se benefician», afirman los implicados en el asunto. «En todo el recorrido de los productos hay que sobornar a los funcionarios locales o estatales. En caso contrario, nada saldría bien».
Cambiar armas por heroína es mejor negocio que el de la simple venta de la droga, dada la gran demanda de armas. Del antiguo tráfico de opio se ha pasado al de la heroína, procesada en rústicos laboratorios subterráneos. Un kilo de opio cuesta unos 200$; con siete kilos se obtiene uno de heroína, que se vende por unos 2000$ en el mercado de la islita fronteriza. En cuanto entra en Tayikistán ya vale 5000$ y en las ciudades europeas o de EEUU el precio aumenta aceleradamente.
El negocio es el negocio. Los que compran armas están a favor de la continuidad del cultivo del opio afgano. Todos están seguros de que los esfuerzos para erradicarlo nunca darán resultado. Un joven policía afgano comentaba: «Las armas viajan hacia los países árabes; y la heroína marcha hacia Europa, así que todo el mundo está implicado en esto. Los gobiernos locales no pueden hacer nada, por lo que se aprovechan en lo que pueden para su propio beneficio».
Vea pues, el lector, un claro ejemplo de los efectos secundarios que suelen generar los conflictos armados y de la dificultad, cuando no imposibilidad, de prever las consecuencias de recurrir a las armas para resolver algún contencioso. Los iluminados dirigentes del equipo de Bush, que pensaron que mediante la guerra eliminarían el terrorismo e implantarían la democracia en Oriente Medio, no imaginaron que, a causa de sus desaciertos, se vendería más droga en EEUU y aumentaría el armamento en poder de los terroristas.
* General de Artillería en la Reserva