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Reflexiones inspiradas en el nuevo libro de Annie Lacroix-Riz, «Les origines du plan Marshall: Le mythe de “l’aide” américaine», Armand Colin, Malakoff, 2023.

Americanizar Francia: una nueva perspectiva del Plan Marshall

Fuentes: Rebelión

Traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos

Mientras viajaba en coche de París a Niza el verano pasado por lo que los parisinos llaman “la France profonde” [la Francia profunda], no pude dejar de darme cuenta de lo mucho que se ha americanizado Francia. El paisaje de Borgoña y Provenza sigue siendo tan hermoso como siempre y las ciudades antiguas siguen siendo muy pintorescas, pero ahora se accede a la mayoría de ellas, si no a todas, por inmensas avenidas llenas de hamburgueserías que ofrecen “malbouffe” [comida basura], de concesionarios de coches y de centros comerciales que tiene exactamente las mismas tiendas que se pueden encontrar en los centros comerciales al otro lado del Atlántico, además de un hilo musical con canciones no de Edith Piaf, sino de Taylor Swift. Me interesaba saber más por qué, cuándo y cómo había empezado esta “coca-colonización” de Francia y encontré la respuesta en un libro recién publicado de la inconformista historiadora Annie Lacroix-Riz, autora de varias obras notables, y cuyo título promete aclarar los orígenes del famoso Plan Marshall de 1947.

La historia de Estados Unidos está repleta de mitos, como las ideas de que la conquista del Salvaje Oeste fue una empresa heroica, de que en la Primera Guerra Mundial el país luchó por la democracia y de que la bomba de Oppenheimer aniquiló a más de 100.000 personas en Hiroshima para obligar a Tokio a rendirse, lo que presumiblemente salvó la vida de gran cantidad de civiles japoneses y de soldados estadounidenses. Otro mito es el referente a la “ayuda” estadounidense a Europa tras la Segunda Guerra Mundial, personificada en el llamado “European Recovery Program” [Programa de Recuperación Europea], más conocido como Plan Marshall, porque fue George C. Marshall, ex-Jefe del Estado Mayor del ejército y Secretario de Estado del gobierno Truman, quien emprendió formalmente el proyecto en un discurso pronunciado en la Universidad de Harvard el 5 de junio de 1947.

El mito que surgió casi instantáneamente acerca del Plan Marshall sostiene que cuando el Tío Sam se preparaba para volver a casa a ocuparse de sus propios asuntos tras derrotar a los malísimos nazis, se supone que prácticamente él solo, se dio cuenta de pronto de que los desventurados europeos, exhaustos tras seis años de guerra, necesitaban su ayuda para volver a ponerse en pie. Y así, de manera altruista y generosa, decidió entregarles enormes cantidades de dinero, que Francia, Gran Bretaña y otros países de Europa Occidental aceptaron encantados y utilizaron para recuperar no solo la prosperidad, sino también la democracia.

Así pues, la “ayuda” proporcionada bajo los auspicios del Plan Marshall supuestamente equivalía a un dinero entregado gratuitamente. Sin embargo, desde hace tiempo se sabe que las cosas no fueron tan simples, que el objetivo del Plan era conquistar el mercado europeo para los productos de exportación y el capital de inversión estadounidenses, y que también sirvió a objetivos políticos, en concreto, impedir las nacionalizaciones y contrarrestar la influencia soviética (1). Con todo, las autoridades, los académicos y los medios de comunicación dominantes de ambos lados del Atlántico mantienen vivo el mito del Plan Marshall, como refleja la reciente sugerencia de que Ucrania y otros países que también padecen dificultades económicas necesitan un nuevo Plan Marshall (2).

Por otra parte, varias investigaciones históricas críticas sacan a la luz el carácter ilusorio del mito urdido en torno al Plan Marshall. El año pasado la historiadora francesa Annie Lacroix-Riz investigó sobre ello y se centró en los antecedentes del Plan. Aunque como es comprensible su libro se centra en el caso de Francia, también es muy útil para entender cómo otros países europeos, desde Gran Bretaña hasta Alemania (Occidental), pasando por Bélgica, fueron receptores de este tipo de “ayuda” estadounidense.

Foto: Inauguración de unas conferencias de alto nivel organizadas para coordinar la política de Estados Unidos en Europa y para intercambiar información sobre el Plan MarshallEFE

El mérito del libro de Lacroix-Riz es abordar el Plan Marshall a lo largo del tiempo, esto es, explicarlo no como un hecho singular tras la Segunda Guerra Mundial, sino como parte de un acontecimiento histórico a largo plazo, más concretamente, la expansión mundial de la industria y las finanzas estadounidenses o, en otras palabras, la aparición y expansión del imperialismo estadounidense. Se puede afirmar que este acontecimiento había empezado a finales del siglo XIX, en concreto cuando el Tío Sam conquistó Hawaii en 1893 y más tarde, gracias a una “esplendida pequeña guerra” librada contra España en 1898, se agenció Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Las finanzas, la industria y el comercio estadounidenses (o, dicho de otro modo, el capitalismo estadounidense) expandieron así sus rentables actividades al Caribe, el Pacífico y Extremo Oriente. El acceso privilegiado a los recursos y mercados de esos territorios lejanos, además de a los del ya gigantesco mercado interior, convirtió a Estados Unidos en una de las mayores potencias industriales del mundo, capaz de desafiar incluso a Gran Bretaña, Alemania y Francia. Pero las grandes potencias europeas también se estaban expandiendo por todo el mundo, en otras palabras, se estaban volviendo “imperialistas”, sobre todo anexionando nuevos territorios a las posesiones coloniales que ya tenían. Así, la potencias imperialistas se volvieron cada vez más competidoras, rivales y enemigas o aliadas en una carrera despiadada por la supremacía imperialista que estaba alimentada ideológicamente por las ideas socialdarwinistas preponderantes de la “lucha por la supervivencia”.

Esta situación llevó a la Gran Guerra de 1914-1918. Estados Unidos intervino en este conflicto, pero bastante tarde, en 1917, y lo hizo por dos razones importantes: primera, para impedir que Gran Bretaña fuera derrotada y, por tanto, no pudiera devolver las enormes cantidades de dinero que había pedido prestadas a los bancos estadounidenses para comprar suministros a los industriales estadounidenses; segunda, para estar entre los vencedores imperialistas que iba a poder exigir su parte del botín, incluido el acceso al gigantesco mercado de China y a sus vastos recursos (3).

La Gran Guerra vino como caída del cielo para la economía estadounidense ya que el comercio con los Aliados resultó ser enormemente lucrativo. La guerra también hizo que Gran Bretaña retirara casi todas sus inversiones en América Latina, lo que permitió al Tio Sam emprender la penetración económica de estos países y dominarlos políticamente, y cumplir así la ambición estadounidense formulada en la Doctrina Monroe de 1823, aproximadamente un siglo antes. Estados Unidos necesitaba cada vez más mercados nuevos para sus productos (y para sus reservas de capital de inversión que crecían a toda velocidad), porque su industria se había vuelto superproductiva gracias a la introducción de las llamadas técnicas fordistas, es decir, el sistema de producción en masa inventado por Henry Ford para sus fábricas de automóviles y encarnado en la cadena de montaje. El capitalismo estadounidense se beneficiaba ahora de la enorme ventaja de las “economías de escala”, es decir, de unos costes de producción más bajos gracias a las dimensiones de sus operaciones [4], lo que significaba que en adelante los industriales estadounidenses iban a poder obtener mejores resultados que cualquier competidor en un mercado libre. Por esta razón el gobierno estadounidense, que se había basado sistemáticamente en políticas proteccionistas durante el siglo XIX, cuando la industria estadounidense todavía estaba en una fase incipiente, se convirtió en el más ferviente apóstol del libre comercio, que buscaba enérgica y sistemáticamente por todo el mundo “puertas abiertas” para sus exportaciones.

Sin embargo, después de la Primera Guerra Mundial la producción industrial también estaba aumentando en otros lugares, lo que generó superproducción y acabó provocando una crisis económica mundial, conocida en Estados Unidos como la Gran Depresión. Todas las grandes potencias industriales intentaron proteger su propia industria creando barreras a los derechos de importación y, por tanto, creando lo que los hombres de negocios estadounidenses detestaban, es decir, “economías cerradas”, incluidas las economías no solo de las “madres patrias”, sino también de sus posesiones coloniales, cuyos mercados y abundantes riquezas minerales podrían haber estado a disposición del Tío Sam gracias al libre comercio. Así, para gran disgusto de Estados Unidos, Gran Bretaña introdujo en su imperio un sistema muy proteccionista denominado “preferencia imperial”. Pero Estados Unidos también trató de proteger su propia industria mediante elevados derechos de importación gracias a la Ley Arancelaria Smoot-Hawley de 1930.

En la oscura noche de la Gran Depresión Estados Unidos solo podía vislumbrar un rayo de luz y era Alemania. Durante la década de 1920 los beneficios sin precedentes generados por la Gran Guerra habían permitido a muchos bancos y corporaciones estadounidenses, como Ford, hacer importantes inversiones en ese país (5). Esta “ofensiva inversora” se menciona raramente en los libros de historia, pero tiene una enorme importancia histórica en dos sentidos: marcó el inicio de una expansión transatlántica del capitalismo estadounidense y determinó que Alemania sirviera de “cabeza de puente” europea del imperialismo estadounidense. Los capitalistas estadounidenses estaban eufóricos por haber elegido Alemania cuando resultó que, incluso en el contexto de la Gran Depresión, sus filiales podían hacer excelentes negocios en el “Tercer Reich” gracias al programa de rearme de Hitler y a la subsiguiente guerra de conquista. Empresas como Ford y Standard Oil suministraron tanto a uno como a otra gran parte del equipamiento (incluidos camiones, tanques, motores de avión y ametralladoras) y del combustible (6). Como han puesto de relieve historiadores como Alan S. Milward, experto británico en la historia económica del Tercer Reich, bajo el régimen nazi de Hitler Alemania fue y siguió siendo un país capitalista (7).

Estados Unidos no quería entrar en guerra contra Hitler, que resultaba ser tan “bueno para los negocios”. Todavía en 1941 Estados Unidos no tenía plan alguno de emprender acciones militares contra Alemania y solo “entró a regañadientes” (en palabras de un historiador estadounidense) en guerra contra el Tercer Reich debido al ataque japonés a Pearl Harbor (8). Sin embargo, el conflicto provocado por Hitler generó a Estados Unidos unas oportunidades fabulosas de abrir “economías cerradas” y de crear “puertas abiertas”. Al mismo tiempo, la guerra permitió al Tío Sam someter económicamente, e incluso políticamente, a algunos rivales importantes en la carrera por la supremacía de las grandes potencias imperialistas, una carrera que había provocado la Gran Guerra en 1914, pero que todavía no se había resuelto cuando ese conflicto acabó en 1918, de modo que se puede afirmar que provocó otra guerra mundial en 1939.

Gran Bretaña fue el primer país en convertirse en vasallo del Tío Sam. Tras la caída de Francia en el verano de 1940, cuando se quedó sola para hacer frente al aterrador poderío del Reich de Hitler, la que había sido número uno de las potencias industriales tuvo que acudir a Estados Unidos para pedir prestadas enormes cantidades de dinero a los bancos estadounidenses y utilizar ese dinero para comprar equipamiento y combustible a las grandes corporaciones estadounidenses. Wahington accedió a conceder esa “ayuda” a Gran Bretaña dentro un plan llamado “Préstamo y Arriendo” [Lend-Lease]. Sin embargo, esos préstamos tenían que ser devueltos con intereses y estaban sujetos a condiciones como la promesa de abolir la “preferencia imperial”, lo que garantizaba que Gran Bretaña y su imperio dejaban de ser una “economía cerrada”, y abrían sus puertas a los productos de exportación y al capital de inversión estadounidenses. A consecuencia del Plan de Préstamo y Arriendo Gran Bretaña se convirtió en un “socio menor” de Estados Unidos, no solo económicamente, sino también militar y políticamente. O, como afirma Annie Lacroix-Riz en su último libro, los préstamos a Gran Bretaña del Préstamo y Arriendo significaron el principio del fin del Imperio británico (9).

Foto: El presidente Roosevel firma el Acuerdo de Préstamo y Arriendo.

No obstante, el Tío Sam estaba decidido a utilizar el libre comercio para implantar su poder económico y político no solo en Gran Bretaña, sino en todos los países que pudiera (10). En julio de 1944, en una conferencia celebrada en la ciudad de Bretton-Woods, New Hampshire, se convenció a nada menos que a cuarenta y cuatro naciones (incluidas todas aquellas que se encontraban en una posición económica difícil debido a la guerra y, por tanto, dependían de la ayuda estadounidense) de que adoptaran los principios de un nuevo orden económico mundial basado en el libre comercio. El Acuerdo de Bretton-Woods elevó al dólar al rango de “moneda de reserva internacional” y creó los mecanismos institucionales que iban a poner en práctica los principios de la nueva política económica, sobre todo el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, unas organizaciones llamadas internacionales que siempre han estado dominadas por Estados Unidos.

Lacroix-Riz alude con frecuencia en su nuevo libro a que el Tío Sam promovió el libre comercio de posguerra en general, aunque la historiadora se centra, por supuesto, en el caso de Francia, que era un caso diferente comparado, por ejemplo, con Gran Bretaña o Bélgica. ¿Por qué? Tras su derrota en 1940 Francia y su imperio colonial estuvieron mucho tiempo bajo la autoridad de un gobierno encabezado por el Mariscal Pétain, un gobierno que estaba cómodamente instalado en Vichy y que había colaborado estrechamente con la Alemania nazi. El gobierno Roosevelt reconoció formalmente a este régimen como el gobierno legítimo de Francia y siguió haciéndolo incluso una vez que Estados Unidos entró en guerra con Alemania en 1941; en cambio, Roosevelt se negó a reconocer el gobierno de la “Francia Libre” de Charles de Gaulle exiliado en Gran Bretaña.

Hasta que en el otoño de 1942 los soldados estadounidenses y británicos desembarcaron en el Norte de África y ocuparon las colonias francesas que ahí había no se dieron por terminadas las relaciones entre Washington y Vichy, pero no por parte del primero, sino del segundo. Bajo los auspicios de los estadounidenses, que se habían convertido en los amos de facto de las colonias francesas en el Norte de África, en junio de 1943 se estableció en Argel un gobierno provisional francés, el Comité Francés de Liberación Nacional (Comité français de Libération nationale, CFLN), que era un reflejo de una nada fácil fusión entre la Francia Libre del general de Gaulle, y las autoridades civiles y militares francesas con sede en Argel, que antes habían sido leales a Pétain, pero que en ese momento estaban en el bando de los Aliados. Con todo, los estadounidenses consiguieron que este gobierno no estuviera encabezado por de Gaulle, sino por el general François Darlan, un antiguo pétainista.

Foto: El general de Gaulle.

El general Darlan era uno de los muchos generales y funcionarios de alto rango reciclados de Vichy que ya en el verano de 1941 o como muy tarde al acabar la batalla de Stalingrado en enero de 1943 se habían dado cuenta de que Alemania iba a perder la guerra. Esperaban que si los estadounidenses liberaban Francia, iban a impedir que la Resistencia (que estaba dirigida por los comunistas) llegara al poder y aplicara reformas socioeconómicas y políticas radicales e incluso revolucionarias y anticapitalistas. Estos miembros del gobierno de Vichy, representantes de una burguesía francesa a la que le habían ido bien las cosas bajo el Pétain, temían “que estallara una revolución en cuanto los alemanes se retiraran del territorio francés”, contaban con que los estadounidenses llegaran a tiempo para “impedir que el comunismo se apropiara del país” y esperaban que Estados Unidos sustituyera a la Alemania nazi como “tutor” de Francia y protector de sus intereses de clase (11). Los estadounidenses, por su parte, se dieron muy bien cuenta de que estos antiguos partidarios de Pétain iba a ser unos socios complacientes, así que ignoraron o perdonaron los pecados que habían cometido al ser colaboracionistas, los calificaron con el respetable epíteto de “conservadores” o “liberales”, y se ocuparon de que fueran ellos, y no los gaullistas u otros líderes de la Resistencia, quienes ocuparan los puestos de poder.

El “nombramiento” de Darlan por parte de Estados Unidos tuvo su compensación casi inmediatamente, concretamente el 25 de septiembre de 1943, cuando el gobierno provisional francés firmó un acuerdo de “Préstamo y arriendo” con Estados Unidos. Las condiciones de este acuerdo fueron similares a las del acuerdo de “Préstamo y arriendo” firmado con Gran Bretaña y a las que se iban a consagrar un año después en Bretton-Woods, esto es, “abrir la puerta” de los mercados y recursos de Francia y de su imperio colonial a las corporaciones y bancos estadounidenses. Este acuerdo se calificó eufemísticamente de “ayuda mutua”, pero en realidad era el primer paso de una serie de acuerdos que iban a culminar con la inclusión de Francia en el Plan Marshall y con la imposición a este país de lo que Lacroix-Riz califica de “una dependencia de tipo colonial” (12).

El gobierno Roosevelt hubiera preferido seguir tratando con los antiguos colaboracionistas de Francia, pero ese proceder provocó serias críticas tanto en Estados Unidos como en la propia Francia. En octubre de 1944, tras los desembarcos de Normandía y la liberación de París, Washington reconoció finalmente a de Gaulle como presidente del gobierno provisional francés, porque habían quedado claras dos cosas: en primer lugar, la mayoría del pueblo francés le consideraba idóneo para gobernar ya que, a diferencia de los pétainistas, su reputación estaba libre de haber sido colaboracionista; al contrario, tenía un enorme prestigio por haber sido uno de los grandes líderes de la Resistencia. En segundo lugar, de Gaulle era aceptable para los estadounidenses porque era una personalidad conservadora, que a todas luces no iba a proceder a nacionalizar bancos y empresas, ni a llevar a cabo otras reformas socioeconómicas radicales y potencialmente revolucionarias que planeaban hacer los comunistas. Por otro lado, los estadounidenses seguían teniendo problemas con el general de Gaulle. Por ejemplo, eran muy conscientes de que al ser nacionalista francés se iba a oponer a los planes estadounidenses de abrir las puertas de Francia y de su imperio a la penetración económica estadounidense, que inevitablemente llevaba aparejada una penetración política. Y también sabían que una vez terminada la guerra, de Gaulle podía exigir indemnizaciones financieras e industriales, e incluso concesiones territoriales a la derrotada Alemania, unas reclamaciones que iban en contra de lo que el Tío Sam consideraba intereses vitales estadounidenses. Analicemos brevemente esta cuestión.

Sabemos que no se habían expropiado las muchas filiales de empresas estadounidenses que había la Alemania nazi, ni siquiera después de que Estados Unidos entrara en guerra contra Alemania. Estas filiales habían obtenido unos beneficios fabulosos, la mayor parte de los cuales se habían reinvertido en la propia Alemania, y habían sufrido relativamente pocos daños durante la guerra, debido sobre todo a que apenas fueron blanco de los bombarderos aliados (13). Por tanto, al acabar el conflicto las inversiones estadounidenses en Alemania estaban intactas, eran mayores y potencialmente más rentables que nunca, lo que también significaba que Alemania era más importante que nunca en su nueva condición de cabeza de puente del imperialismo estadounidense en Europa,. El Tío Sam estaba decidido a sacar todo el provecho posible de esta situación, lo que requería dos cosas: primera, impedir los cambios socioeconómicos anticapitalistas no solo en la propia Alemania, sino en todos los demás países europeos, incluida Francia, cuyos mercados y recursos nacionales y coloniales se esperaba que se abrieran a los productos y a las inversiones estadounidenses; y segunda, garantizar que Alemania no tuviera que pagar unas indemnizaciones importantes y, a ser posible, ninguna, a los países que habían sido víctima del furor teutonicus, porque habría significado acabar con la posibilidad de que todas las empresas alemanas, incluidas las que eran propiedad del capital estadounidense, obtuvieran importantes beneficios (14).

Para cumplir el primero de estos objetivos en Francia, los estadounidenses podían contar con la colaboración del gobierno del conservador de Gaulle, tanto más cuanto que, como condición para ser finalmente “ungido” por Washington en el otoño de 1944, se le había obligado a reciclar a muchos generales, políticos, burócratas de alto rango y destacados banqueros e industriales que habían sido pétainistas todos ellos, y a incluir a muchos de ellos en su gobierno. Sin embargo, tras años de ocupación alemana y de gobierno del muy de derechas régimen de Vichy, el pueblo francés (no la burguesía acomodada, sino las masas de personas ordinarias) era más o menos anticapitalista. De Gaulle no pudo oponerse la exigencia generalizada de reformas, incluida la nacionalización de la fábrica del fabricante de automóviles Renault, que había sido un conocido colaboracionista, y la introducción de servicios sociales similares a los que se implantaron en Gran Bretaña tras la llegada de los laboristas al poder en el verano de 1945 y que se conocieron como Estado del bienestar. La situación empeoró aún más desde el punto de vista estadounidense cuando en las elecciones del 21 de octubre de 1945 el Partido Comunista Francés obtuvo muy buenos resultados y de Gaulle tuvo que incluir en su gobierno a varios ministros comunistas. Otro factor determinante de la aversión estadounidense por de Gaulle es que era un nacionalista francés que estaba decidido a que Francia volviera a ser una gran nación, mantuviera pleno control de sus posesiones coloniales y tratara de obtener indemnizaciones financieras y posiblemente territoriales de Alemania, unas aspiraciones que entraban en conflicto con las expectativas estadounidenses de que se “abrieran las puertas” incluso de las colonias de otras grandes potencias y, todavía más, con sus planes respecto a Alemania.

Podemos entender así el duro trato que Washington dio en 1944-1945 a una Francia que estaba en una situación económica terrible tras años de guerra y ocupación. En el otoño de 1944 se notificó a París que Alemania no iba a pagar indemnizaciones y de Gaulle respondió en vano con un breve coqueteo con la Unión Soviética e incluso con un “pacto” con Moscú que, en palabras de Lacroix-Riz, “nació muerto” (15). Por lo que se refiere a la muy urgente solicitud por parte de Francia tanto de créditos estadounidenses como de víveres y suministros industriales y agrícolas, por razones que se aclararán más adelante no fueron e absoluto “regalos gratuitos”, como se suele creer, sino únicamente suministros de productos de los que había superabundancia en el propio Estados Unidos y de préstamos, todo ello pagado en dólares y a precios inflados. Lacroix-Riz insisite en que “ni el ejército estadounidense ni ninguna organización civil de este país, ni siquiera las de tipo humanitario, nunca entregaron gratuitamente mercancía alguna” (16).

Era evidente que los estadounidenses estaban deseando demostrar a de Gaulle y al pueblo francés en general quién era el amo en su país una vez que los alemanes se habían marchado (así es sin duda como lo entendió de Gaulle: a menudo se refería a los Desembarcos de Normandía como la segunda ocupación de su país y no asistió a una sola de las conmemoraciones anuales de ese día). No es casual que el diplomático estadounidense destinado a Francia en el otoño de 1944 fuera Jefferson Caffery, que tenía una gran experiencia en tratar como amo y señor a las “repúblicas bananeras” latinoamericanas desde las embajadas estadounidenses en sus capitales (17).

De Gaulle encabezó un gobierno de coalición en el que participaban tres partidos: el demócrata-cristiano y “gaullista” Mouvement Républicain Populaire (Movimiento Republicano Popular, MRP), el Partido Socialista, entonces todavía conocido oficialmente como Section française de l’Internationale ouvrière (Sección Francesa de la Internacional Obrera, SFIO), y el Partido Comunista Francés (PCF). El propio general dimitió como presidente del gobierno el 20 de enero de 1946, pero el “tripartidismo” continuó con una serie de gobiernos encabezados por socialistas como Félix Gouin y líderes del MRP como Georges Bidault. Otro socialista, Paul Ramadier, presidió el último gobierno tripartito desde enero hasta octubre de 1947. El 4 de mayo de ese año Ramadier acabó con el tripartidismo al expulsar a los comunistas de su gobierno.

Una vez libres del molesto de Gaulle, a los estadounidenses les resultó mucho más fácil seguir adelante con sus planes de “abrir la puerta” de Francia y penetrar tanto económica como políticamente en la antaño grande nation. Y lo lograron aprovechando al máximo los problemas económicos del país después de la guerra y su urgente necesidad de créditos para comprar todo tipo de productos agrícolas e industriales, incluidos alimentos y combustible, y para financiar la reconstrucción. Estados Unidos, que había salido de la guerra como la superpotencia financiera y económica del mundo, y como el país más rico con diferencia, podía y quería ayudar, pero solo en las condiciones que ya se aplicaban a los acuerdos de “Préstamo y Arriendo” y que consagraron los Acuerdos de Bretton-Woods, unas condiciones que sin lugar a dudas iban a convertir al país beneficiario, en este caso Francia, en vasallo del Tío Sam y en aliado en su guerra “fría” contra la Unión Soviética.

A principios de 1946 Léon Blum, un destacado dirigente socialista que había encabezado el famoso gobierno del Frente Popular francés de 1936, fue enviado a Estados Unidos para negociar un acuerdo con el Secretario de Estado de Truman, James F. Byrnes. Acompañó a Léo Blum toda una comitiva de políticos, diplomáticos y funcionarios de alto rango, entre los que se encontraba Jean Monnet, el representante del Comité Francés de Liberación Nacional encargado de los suministros, que ya había estado en Estados Unidos supervisando la compras de armas y otros equipamientos, y desde entonces se sentía muy atraído por el país y por lo estadounidense en general. Esas negociaciones duraron meses, pero concluyeron en un acuerdo que se firmó el 28 de mayo de 1946 y que el gobierno francés ratificó en seguida. La creencia general era que el Acuerdo Blum-Byrnes resultaba muy beneficioso para Francia y que suponía la entrega gratuita de millones de dólares, préstamos a bajo interés, el suministro a bajo coste de todo tipo de alimentos esenciales y equipamiento industrial. El propio Blum lo calificó de “inmensa concesión” de los estadounidenses (18).

Foto: Léon Blum

Lacroix-Riz, sin embargo, se permite diferir. Demuestra que las reuniones entre Byrnes y Blum no fueron auténticas negociaciones, sino una imposición estadounidense como demuestra el hecho de que la parte francesa “capituló” y aceptó mansamente todas las condiciones que los estadounidenses habían impuesto a su paquete de “ayuda”. La historiadora francesa explica que entre esas condiciones se incluía que Francia accediera a comprar a precios inflados todo tipo de de material militar “de sobra”, la mayoría inútil, que el ejército estadounidense aún tenía en Europa cuando acabó la guerra, material que Lacroix-Riz denomina despectivamente “trastos invendibles” (19). También se le endilgaron a Francia cientos de cargueros de baja calidad, conocidos eufemísticamente como “Liberty Ships” [Barcos de la libertad]. Entre los suministros que se entregaron a Francia había muy pocas cosas que el país necesitara verdaderamente, casi exclusivamente eran productos de los que había sobreabundancia en Estados Unidos debido al descenso de la demanda al acabar la guerra y economistas, hombres de negocios y políticos temían que Estados Unidos cayera en una depresión económica que provocara paro, problemas sociales e incluso reivindicaciones de cambio radical, como había ocurrido en los “rojos años treinta” marcados por la Gran Depresión (20). La sobreproducción de la posguerra fue un grave problema para Estados Unidos y, como escribe Lacroix-Riz, seguía siendo “extremadamente preocupante en 1947”, pero las exportaciones a Europa parecían ofrecer una solución al problema. Lacroix-Riz añade que “la etapa final de la búsqueda frenética de [esta] solución al problema de sobreproducción durante la posguerra” resultó ser el Plan Marshall, pero es evidente que los Acuerdos Blum-Byrnes fueron ya un paso importante en esa dirección (21).

Por otra parte, había que pagar los productos estadounidenses en dólares, que Francia estaba obligada a obtener exportando a Estados Unidos al precio más bajo posible debido a que los estadounidenses no necesitaban urgentemente productos franceses de importación y, por lo tanto, contaban con la ventaja de que el “mercado favorece al comprador”. Francia también tuvo que abrir sus puertas a las producciones de Hollywood y eso fue muy perjudicial para su propia industria cinematográfica. Esta fue prácticamente la única concesión del acuerdo que recibió atención pública y que se recuerda todavía hoy (la entrada de Wikipedia sobre el Acuerdo Blum-Byrnes trata casi exclusivamente de este aspecto) (22). Otra condición era que Francia tenía que indemnizar a las empresas estadounidenses, como Ford, por los daños que sus filiales en Francia habían sufrido durante la guerra, daños que, de hecho, fueron causado en su mayoría por los bombardeos de la Fuerza Aérea estadounidense (por cierto que durante la guerra Ford France había producido equipamiento para Vichy y para la Alemania nazi, y había ganado muchísimo dinero con ello) (23).

Por lo que se refiere al dinero, Wikipedia se hace eco de una creencia muy extendida cuando sugiere que el acuerdo incluía la “erradicación” de las deudas que Francia había contraído anteriormente, por ejemplo, en virtud de los términos del acuerdo de Préstamo y Arriendo firmado en Argel. Sin embargo, tras un examen más detallado, resulta que Wikipedia simplemente señala que el acuerdo “pretendía [la cursiva es nuestra] erradicar” esas deudas, pero nunca menciona si se logró ese objetivo (24). Según Lacroix-Riz, no se logró; considera “imaginaria” la eliminación de la deuda de Francia con Estados Unidos y subraya que la idea de que se estaban planeando fabulosos créditos nuevos eran meras ilusiones. Su conclusión tajante es que, aparte de préstamos en unas condiciones onerosas, “las negociaciones no llevaron a crédito alguno” (les négotiations ne débouchèrent sur aucun crédit ) (25).

De ahí se deduce que la reconstrucción económica de Francia en los años siguientes al final de la Segunda Guerra Mundial, tan rápida en comparación con la recuperación industrial del país después de 1918, no se debió a la generosidad de un forastero, el Tío Sam, sino que en gran parte fue el resultado de los esfuerzos “stajanovistas” de los propios trabajadores y trabajadoras franceses para reactivar la industria del país en general dentro de la llamada “batalla de la producción” (bataille de la production), que tuvo éxito sobre todo en el ámbito de la producción de carbón en las minas nacionalizadas, un ámbito que entonces todavía era fundamental. Aunque sin duda esta “batalla” iba a beneficiar a los propietarios capitalistas de las fábricas, fue organizada por el Partido Comunista (que formaba parte del gobierno “tripartito”) porque sus dirigentes eran muy conscientes de que “la independencia política de un país exige su independencia económica”, de modo que la dependencia de la “ayuda” estadounidense significaría la subordinación de Francia a Estados Unidos (26) (por cierto que la mayor parte, si no todo el dinero prestado por Estados Unidos no se invirtió en la reconstrucción de Francia, sino en un intento costoso, sangriento y finalmente condenado al fracaso de aferrarse a la “joya de la corona” de sus posesiones más coloniales, Indochina).

Es lógico que la recuperación económica de Francia en la posguerra no se produjera gracias a la “ayuda” estadounidense, porque desde el punto de vista estadounidense el objetivo de los Acuerdos Blum-Byrnes o, más tarde, del Plan Marshall no era en absoluto condonar deudas o ayudar de otra manera a Francia a recuperarse del trauma de la guerra, sino abrir los mercados de este país (y los de sus colonias) e integrarlo en una Europa de posguerra (es cierto que por el momento solo Europa Occidental) que, como Estados Unidos, iba a ser capitalista y a estar controlada por Estados Unidos desde su cabeza de puente, Alemania. Este objetivo casi se consiguió con la firma de los Acuerdos Blum-Byrnes, que también incluían la aceptación por parte de Francia de que Alemania no pagara indemnizaciones. En efecto, entre las condiciones vinculadas a los acuerdos se incluía la garantía por parte de los negociadores franceses de que Francia iba a practicar a partir de entonces una política de libre comercio y de que no habría más nacionalizaciones como las que afectaron casi inmediatamente después de la liberación del país al fabricante de automóviles Renault, a las minas de carbón de propiedad privada y a los productores de gas y electricidad. Las condiciones prohibieron también cualquier otra medida que el Tío Sam considerara anticapitalista, sin tener en cuenta los deseos e intenciones del pueblo francés que es sabido que en aquel momento apoyaba unas reformas socioeconómicas y unas políticas radicales (27).

¿Cómo lograron Blum y su equipo ocultar su “capitulación” y presentarla a la opinión pública francesa como una victoria, como “un évènement heureux” [un feliz acontecimiento] para su país? (28). Y ¿por qué mintieron tan descaradamente sobre los resultados y las condiciones de las negociaciones? Lacroix-Riz también responde a ambas preguntas en su nuevo libro.

En primer lugar, la información que la parte francesa ofreció sobre los Acuerdos Blum-Byrnes y de la que se hicieron eco con entusiasmo la mayoría de los medios de comunicación, excepto las publicaciones comunistas, incluía todo tipo de exageraciones, eufemismos, omisiones e incluso mentiras descaradas, es decir, equivalía a lo que ahora se suele conoce como “spin”, propaganda. Los magos de las finanzas y otros “expertos” que había entre los funcionarios de alto rango del equipo de Blum demostraron ser excelentes “maestros de la propaganda”, lograron idear todo tipo de maneras de engañar a la opinión pública, incluido el hacer que detalles fundamentales del acuerdo fueran ininteligibles (29). Con un lenguaje vago y eufemístico se aseguró a las y los franceses que su país se iba a beneficiar extraordinariamente de la generosidad del Tío Sam. Se mencionaron créditos futuros por valor de muchos millones de dólares y sin condiciones, pero no se mencionó que el flujo de dólares no estaba garantizado en absoluto ni que, siendo realista, no era de esperar que se produjera. También se dio a entender en términos vagos que habría indemnizaciones alemanas en forma de suministros de carbón, a pesar de que los negociadores sabían que eso no eran sino meras ilusiones (30).

Por otra parte, la opinión pública no supo nada de las muchas y rigurosas condiciones del acuerdo, así que ignoraba totalmente que se estaba degradando a su antaño gran y poderoso país a la categoría de vasallo del Tio Sam. El texto que se presentó a la Asamblea Nacional para que lo ratificara (¡solo podía ser ratificado totalmente, no parcialmente!) (31) era largo, vago y enrevesado, estaba redactado con el objetivo de aturdir a las personas no expertas y gran parte de la información más importante estaba sepultada en notas, apéndices y anexos secretos. Nadie se habría dado cuenta al leerlo de que se habían aceptado todas las duras condiciones impuestas por los estadounidenses, unas condiciones que se remontaban al acuerdo concluido con Darlan en noviembre de 1942 (32).

Dado que Blum y sus colegas sabían desde un principio que no iban a tener más remedio que aceptar todo lo que impusieran los estadounidenses, su estancia transatlántica podría haber sido corta, pero se alargó muchas semanas para aparentar que las negociaciones eran minuciosas y difíciles. En las negociaciones también hubo muchas “cortinas de humo”, como visitas a Truman (con las correspondientes fotos protocolarias), entrevistas en la prensa que elogiaban a Blum calificándolo de “figura fundamental de la Resistencia francesa” y “una de las personalidades más poderosas del momento”, y un viaje paralelo de Blum a Canadá, fotogénico pero totalmente inútil excepto en términos de relaciones públicas (33).

La conclusión a la que llega Lacroix-Riz es implacable: afirma que Blum es culpable de la “mayor deshonestidad” y responsable de un “gigantesco engaño” (34). Sin embargo, la farsa funcionó muy bien ya que contó con la ayuda de los estadounidenses, que cínicamente fingieron que los expertos y brillantes interlocutores galos los habían convencido de hacer importantes concesiones. Actuaron así porque se iban a celebrar elecciones en Francia y sin duda un informe veraz del resultado de las negociaciones habría beneficiado a los comunistas y podría haber puesto en peligro la ratificación del acuerdo (35).

Lacroix-Riz indica también que los historiadores de Francia, Estados Unidos y del resto del mundo occidental, excepto los propios “revisionistas” estadounidenses como Kolko, han distorsionado de forma similar la historia del Acuerdo Blum-Byrnes y lo han elogiado como un instrumento maravillosamente útil para reconstruir Francia durante la posguerra y modernizar su economía. La historiadora afirma que esto se debe sobre todo al hecho de que la propia historiografía francesa estaba “atlantizada”, americanizada, con la ayuda financiera de la CIA y sus supuestamente privados siervos, incluida la Fundación Ford (36).

Los británicos no habían podido rechazar las duras condiciones del acuerdo de Préstamo y Arriendo de 1941, pero aquello ocurrió durante la guerra, cuando luchaban por sobrevivir y no tuvieron más remedio que aceptar. En 1946 Francia no podía esgrimir esta excusa, por lo tanto, ¿qué llevó a Blum, a Monnet y a sus colegas a “capitular” y a aceptar todas las condiciones de los estadounidenses? La respuesta de Lacroix-Riz es convincente: porque compartían la principal preocupación del Tio Sam respecto a Francia, es decir, el deseo de preservar el statu quo socioeconómico capitalista del país en una situación de posguerra en la que la población francesa seguía teniendo en gran medida una mentalidad reformista, si no revolucionaria, y los comunistas eran muy populares e influyentes. “Nada más puede explicar la aceptación sistemática de las draconianas condiciones [de los estadounidenses]”, insiste Lacroix-Riz (37).

El interés por preservar el orden socioeconómico establecido es comprensible en el caso de los colegas conservadores de Bloch, representantes del sector del MRP del gobierno tripartito, el MRP gaullista, en el que había muchos pétainistas reciclados. También es comprensible en el caso de los diplomáticos y otros funcionarios de alto rango del equipo de Blum, unos burócratas que tradicionalmente defendían el orden establecido y muchos de ellos, si no todos, habían estado encantados de trabajar a las órdenes de Pétain, pero a más tardar después de la batalla de Stalingrado se habían vuelto fieles al Tío Sam y se habían convertido en “los heraldos europeos del libre comercio estadounidense” (hérauts européens du libre commerce américain) y de forma más general en “atlantistas” muy proestadunidenses, cuyo ejemplo por excelencia fue Jean Monnet (38).

El Partido Comunista Francés formaba parte del gobierno tripartido, pero “se le excluía sistemáticamente de sus estructuras de toma de decisión”, escribe Lacroix-Riz (39) y no tenía representantes en el equipo negociador, ya que la izquierda estaba representada por los socialistas, incluido Blum. ¿Por qué los comunistas no pusieron objeciones importantes a las exigencias de los estadounidenses? Después de la Revolución Rusa el socialismo europeo había experimentado un “gran cisma” entre, por una parte, los socialistas revolucionarios, amigos de la Unión Soviética y que pronto serían conocidos como comunistas y, por otra, los socialistas reformistas o “evolucionistas” (o “socialdemócratas”), hostiles a Moscú. Los dos trabajaron juntos ocasionalmente, como en el gobierno francés del Frente Popular de la década de 1930, pero su relación se caracterizó casi siempre por la rivalidad, el conflicto e incluso una abierta hostilidad. Al acabar la Segunda Guerra Mundial los comunistas estaban claramente en alza, no solo por el importante papel que habían desempeñado en la Resistencia, sino también por el gran prestigio de que tenía la Unión Soviética, considerada mayoritariamente la vencedora de la Alemania nazi. Para no ser menos que los comunistas y, a ser posible, para eclipsarlos los socialistas franceses, lo mismo que los antiguos pétainistas, optaron también por jugar la carta estadounidense y estuvieron dispuestos a aceptar cualquier condición que estos les impusieran, a ellos y a Francia en general, a cambio de apoyar a los socialistas con sus enormes recursos financieros y de otro tipo. Los estadounidenses, por su parte, necesitaban a los socialistas en Francia (y a los “izquierdistas no comunistas” en general) para debilitar el apoyo popular a los comunistas. Este fue el contexto en el que Blum y muchos otros dirigentes socialistas tuvieron reuniones frecuentes con el embajador estadounidense Caffery tras su llegada a París en otoño de 1944 (40).

Así, los socialistas demostraron ser todavía más útiles para los fines anticomunistas (y antisoviéticos) que los gaullistas y ofrecían al Tío Sam otra ventaja considerable: a diferencia de los gaullistas, no buscaban “indemnizaciones” territoriales o financieras de una Alemania que los estadounidenses querían reconstruir y convertir en su cabeza de puente para la conquista económica e incluso política de Europa.

Por consiguiente, en la Francia de la posguerra los socialistas jugaron la carta estadounidense, mientras que los estadounidenses jugaron la carta socialista. Pero en otros países europeos el Tío Sam también utilizó los servicios de dirigentes socialistas (o socialdemócratas) anticomunistas deseosos de colaborar con ellos y, a su debido tiempo, estos hombres fueron ricamente recompensados por sus servicios, como el dirigente socialista belga Paul-Henri Spaak, al que Washington nombró Secretario General de la OTAN, supuestamente una alianza entre socios iguales, pero en realidad una filial del Pentágono y un pilar de la supremacía estadounidense en Europa, que Paul-Henri Spaak había contribuido a establecer (41).

La integración de Francia en una Europa (occidental) de posguerra dominada por el Tío Sam se completó al aceptar la “ayuda” del Plan Marshall en 1948 y al adherirse a la OTAN en 1949. Sin embargo, no es cierto que estos dos muy publicitados acontecimientos se produjeran como respuesta al estallido de la Guerra Fría al acabar la Segunda Guerra Mundial, estallido del que se suele culpar a la Unión Soviética. En realidad, los estadounidenses habían querido extender su influencia económica y política al otro lado del Atlántico, y Francia había estado en su punto de mira al menos desde que las tropas estadounidenses desembarcaron en el norte de África en otoño de 1942. Los estadounidenses aprovecharon la debilidad de la Francia de posguerra para ofrecer “ayuda” en unas condiciones que, como las del Préstamo y Arriendo a Gran Bretaña, iban a convertir sin duda alguna al país receptor en un socio menor de Estados Unidos. Como demuestra Lacroix-Riz en su último libro, esto se hizo realidad no cuando Francia firmó el Plan Marshall, sino cuando sus representantes firmaron el Acuerdo fruto de las opacas negociaciones Blum-Byrnes. Fue entonces, en la primavera de 1946, cuando sin que la mayoría de su ciudadanía lo supiera Francia dijo adieu a su estatus de gran potencia y se unió a las filas de los vasallos europeos del Tío Sam.

Fuentes:

– Ambrose, Stephen E.: Americans at War, Nueva York 1998.

– “Blum–Byrnes agreement”, https://en.wikipedia.org/wiki/Blum%E2%80%93Byrnes_agreement.

– Cohen, Paul: “Lessons from the Nationalization Nation: State-Owned Enterprises in France”, Dissent, invierno de 2010, https://www.dissentmagazine.org/article/lessons-from-the-nationalization-nation-state-owned-enterprises-in-france.

– “Economies of scale”, https://en.wikipedia.org/wiki/Economies_of_scale.

– Eisenberg, Carolyn Woods: Drawing the Line: The American Decision to divide Germany, 1944–1949, Cambridge 1996.

– Kierkegaard, Jacob Funk: “Lessons from the past for Ukrainian recovery: A Marshall Plan for Ukraine”, PIIE Peterson Institute for International Economics, 26 de abril de 2023, https://www.piie.com/commentary/testimonies/lessons-past-ukrainian-recovery-marshall-plan-ukraine.

– Kolko, Gabriel: Main Currents in Modern American History, Nueva York 1976.

– Kuklick, Bruce: American Policy and the Division of Germany: The Clash with Russia over Reparations, Itaca y Londres 1972.

– Pauwels, Jacques: The Myth of the Good War: America in the Second World War, edición revisada, Toronto, 2015. [Traducción en castellano de Pablo Sastre, El mito de la guerra buena. Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, Hiru, Hondarribia 2004; será reeditado próximamente por la editorial Pepitas de Calabaza].

The Great Class War 1914-1918, Toronto, 2016. [Traducción al castellano La Gran Guerra de Clases 1914-1918, Ediciones Edithor 2019; será reeditado próximamente en una edición revisada por Boltxe Liburuak].

Big Business and Hitler, Toronto, 2017. [Traducción al castellano Grandes negocios con Hitler, El Garaje Ediciones 2021]

– Zinn, Howard. A People’s History of the United States, s.l., 1980. [Traducción al castellano La otra historia de Los Estados Unidos, Hiru, Hondarribia 1996, reeditado con la traducción del inglés de Enrique Alda por Pepitas de Calabaza, Logroño 2021].

Notas:

(1) Eisenberg, p. 322.

(2) Véase, por ejemplo, el artículo de Kierkegaard.

(3) Véase Pauwels (2016), pp. 447-449.

(4) “Economies of scale”.

(5) Véase Pauwels (2017), pp. 144-154.

(6) Pauwels (2017), p. 168. El valor total de las inversiones estadounidenses en la Alemania nazi, en las que estuvieron implicadas nada menos que 553 empresas, ascendía a 450 millones de dólares cuando Hitler declaró la guerra a contra Estados Unidos en diciembre de 1941.

(7) Pauwels (2017), pp. 63-65.

(8) Cita de Ambrose, p. 66.

(9) Lacroix-Riz, p. 13.

(10) Zinn, p. 404: “Discretamente tras de los titulares de batallas y bombardeos, los diplomáticos y hombres de negocios estadounidenses se esforzaron en asegurarse de que, cuando terminara la guerra, el poder económico estadounidense fuera insuperable en el mundo […] La política de puertas abiertas se iba a extender de Asia hasta Europa”.

(11) Lacroix-Riz, pp. 116-117.

(12) Lacroix-Riz, p. 9.

(13) Para más detalles, vése Pauwels (2017), pp. 199-217.

(14) Lacroix-Riz se refiere al trabajo pionero de Bruce Kuklicks sobre este tema. Para saber más sobre la importancia que tuvo para Estados Unidos la Alemania de postguerra, véase Pauwels (2015), p. 249 y siguientes.

(15) Lacroix-Riz, p. 198.

(16) Lacroix-Riz, pp. 203, 206-208.

(17) Lacroix-Riz, pp. 170-172, 174-183.

(18) Lacroix-Riz, p. 409.

(19) Lacroix-Riz, p. 331.

(20) Kolko, p. 235.

(21) Lacroix-Riz, pp. 413-414.

(22) “Blum–Byrnes agreement”, véase en castellano.

(23) Lacroix-Riz, p. 326 y siguientes. Lacroix-Riz examina el caso de la colaboración bélica de Ford France en un libro anterior sobre los industriales y banqueros franceses durante la ocupación alemana.

(24) “Blum–Byrnes agreement”.

(25) Lacroix-Riz, pp. 336-337, 342-343.

(26) Lacroix-Riz, pp. 199-202. Lacroix-Riz se centró en el tema de la “batalla de la producción” tanto en su tesis doctoral de 1981 como en otros escritos. Sobre los beneficios de nacionalizaciones históricas en Francia, véase también el artículo de Paul Cohen.

(27) Lacroix-Riz, pp. 277, 329-330, 363.

(28) Lacroix-Riz, p. 338.

(29) Lacroix-Riz, p., pp. 416-417.

(30) Lacroix-Riz, pp. 342-343, 345-346

(31) Lacroix-Riz, p. 408: “L’Assemblée nationale devrait donc adopter en bloc tout ce qui figurait dans la plus grosse pièce du millefeuille officiel des accords Blum-Byrnes” [Así pues, la Asamblea Nacional tenía que adoptar en bloque todo lo que figuraba en la pieza más grande del milhojas oficial de los acuerdos Blum-Byrne].

(32) Lacroix-Riz, pp. 334-337, 354-355.

(33) Lacroix-Riz, pp. 323-326.

(34) Lacroix-Riz, pp. 271, 340.

(35) Lacroix-Riz, pp. 342-343, 345-346

(36) Lacroix-Riz, p. 376 y siguientes.

(37) Lacroix-Riz, pp. 114-115, 122, 386, 415.

(38) Lacroix-Riz, p. 273.

(39) Lacroix-Riz, p. 418.

(40) Lacroix-Riz, pp. 170-172, 174-183.

(41) Lacroix-Riz, p. 57-58, 417.

Jacques R. Pauwels es un prestigioso historiador y politólogo, e investigador asociado delCentre for Research on Globalization (CRG). Sus últimos libros publicados en castellano son Grandes negocios con Hitler, El Garaje Ediciones 2021 y Los grandes mitos de la historia moderna, Boltxe Liburuak 2021.

Artículo orginal: https://www.counterpunch.org/2024/03/04/americanizing-france-the-marshall-plan-reconsidered/

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