Un reciente viaje por Arabia Saudita ha permitido al colaborador de GAIN acercarse en profundidad a la compleja situación que se vive en este país, una realidad que se nos oculta habitualmente o a la que es de muy difícil acceso. Gracias a la propaganda, no solo se relaciona al «fundamentalismo» con el Islam, sino […]
Un reciente viaje por Arabia Saudita ha permitido al colaborador de GAIN acercarse en profundidad a la compleja situación que se vive en este país, una realidad que se nos oculta habitualmente o a la que es de muy difícil acceso.
Gracias a la propaganda, no solo se relaciona al «fundamentalismo» con el Islam, sino con determinados países o movimientos que suelen no «cooperar» con la doctrina imperial, como es el caso de Irán, Hamas o Hezbollah. Una lectura seria, sin embargo, muestra que los citados son muy superiores en democracia y progresismo a los aliados de Occidente en la región, tal como Jordania, Egipto, Pakistán o, el lugar donde lo peor del fundamentalismo se hace realidad, Arabia Saudita.
Arabia Saudita es la gran desconocida, habida cuenta de la extrema dificultad para visitarla y la escasez de noticias o análisis que arrojen cierta luz, a pesar de que juega un rol fundamental en el tablero actual de Oriente Próximo. Aparentemente, el peso de su dinero es suficiente para comprar lealtades a uno y otro lado del mundo, amén de resguardarse bajo el ala de su poderoso aliado del otro lado del Atlántico.
El misterio de Arabia
Arabia Saudita es un país de contradicciones colosales. Por un lado sus dirigentes enarbolan la bandera del Islam bajo la estricta doctrina wahhabita, que predica una vuelta radical a unos supuestos orígenes del Islam. Los Saud, que dan nombre al país y dominan todos los resortes de la economía y la política, se apropiaron del titulo de guardianes de los lugares santos en sus guerras por el control de la península. Esta «pureza» islámica es uno de los orgullos de la nación saudita, rozando el chauvinismo más exacerbado. Por otro lado, su misma existencia depende de su alianza estratégica con Washington. El idilio, que dura desde los inicios del reinado (creado con ayuda británica y tras ser considerado por Roosevelt como «vital para la defensa de EEUU»), es tan fundamental para ambas partes que sin él, seguramente ninguno de los dos países podría existir en los términos actuales.
A cambio de proporcionar a EEUU el codiciado oro negro (uno es el principal productor y otro el principal consumidor mundiales), y de apoyar su política exterior en Oriente Próximo, los saudíes pueden complacerse de gozar de una libertad de movimiento y una tranquilidad como pocos países musulmanes hoy en día, a pesar de que tanto Bin Laden como gran parte de los miembros de Al Qaeda sean precisamente oriundos de la península. Ello representa una de las fuentes más inagotables de teorías conspirativas que existen, aunque el tema no merece menos.
La relación es claramente beneficiosa para ambas partes, lo cual no resulta contradictorio para muchos saudíes, que, contrariamente al sentimiento general mundo islámico, justifican al amigo americano. «Yo no tengo problemas con los americanos. Quizás su gobierno no es perfecto, pero América es un buen país… son como nosotros…», comenta Ali, un estudiante de Ryadh, que hace poco ha cursado un master en dirección de empresas en una universidad de EEUU.
De hecho Ali tiene más razón de la que cree, a tenor de las inauditas semejanzas que se observan entre ambos países: desde el diseño urbano, más parecido al esquema estadounidense que al oriental, pasando por el culto al automóvil, al fast food, el consumismo y el despilfarro energético. Incluso los índices de obesidad siguen líneas paralelas, aunque hay que matizar que por distintos motivos. El caso saudita tiene más que ver con la inactividad y apatía, mientras que a los estadounidenses no se les puede acusar, precisamente, de vagos.
Si bien podríamos pensar que una gran diferencia entre ambos países es el papel que juega la religión, no hemos de olvidar las inspiraciones divinas de las que disfruta el emperador de la Casa Blanca, y de la histórica alineación de Dios con EEUU ya desde la época de los padres fundadores. Pero siendo justos, hay que reconocer que los saudíes carecen completamente de la larga tradición de liberalismo y libertades individuales de las que goza la sociedad estadounidense. En Arabia Saudita, la vigilancia religiosa llega a extremos tan grotescos como prohibir las imágenes, penalizar cualquier culto no musulmán, amputar o lapidar a los infractores o considerar, desde el punto de vista legal, que la mujer no es un ser capaz de responsabilizarse de sus actos.
No todo es petróleo bajo el desierto
No obstante las cosas no van tan bien para el reino del desierto, y el tradicional bienestar del que gozan los súbditos de Al Saud está cayendo en picado debido a múltiples factores, entre los que destacan dos: la coyuntura geopolítica en Oriente Medio y la mala marcha de la economía.
Como no podía ser de otra forma, los saudíes no son ajenos al creciente sentimiento de rabia del mundo musulmán ante la política exterior de EEUU. Durante el reciente conflicto entre Israel y Líbano, en el que los Saud se alinearon con las tesis de Washington y Tel Aviv culpando a Hezbollah, el gobierno ha perdido muchos puntos a ojos de la opinión pública, tanto interior como exterior. De tal manera que Ryadh ha tenido que rectificar y condenar, tardía y vagamente, la «prepotencia» israelí. Palabras endebles ante el soplo de aire fresco que ha representado Nasrallah para la opinión publica musulmana, cansada de gobiernos hipócritas, colocando al régimen saudita en una posición comprometida. Los Saud tienen serias razones para temer el éxito de Hezbollah, ya que no solo les aparta de «la calle árabe», sino que da alas a la minoría chiíta del norte del país y a su tradicional rival en la región, Irán.
Ese divorcio entre gobierno y sociedad es lo que aprovecha Bin Laden para posicionar su ideología basada en la crítica acérrima a todo lo que representa occidente y al colaboracionismo de la casa de Al Saud. Y no se puede decir que las cosas le vayan muy mal. Con más frecuencia de la que se cree, se dan escaramuzas entre las fuerzas de seguridad y supuestos terroristas de Al Qaeda, denominados «la minoría desviada» por el discurso oficial. Las detenciones y torturas están a la orden del día, y al régimen cada vez le resulta más difícil controlar la situación.
Por otro lado, la débil economía, basada casi enteramente en el petróleo y dependiente de la mano de obra extranjera, empieza a hacer aguas en un país con una población creciente, joven y enormemente desempleada. Las desigualdades económicas son boyantes mientras el régimen, formado enteramente por miembros de la familia Saud, mantiene un férreo control sobre las riquezas derivadas del petróleo, catapultando al top 10 de la revista Forbes a varios de sus príncipes.
Para acallar las críticas, el gobierno preparó hace unos meses una bolsa de acciones petroleras para la ciudadanía en la que más de la mitad de la población invirtió sus ahorros. El asunto acabo en fraude general por la intervención de «sofisticados especuladores» que aprovecharon la situación para inflar los precios y retirarse en el ultimo momento, dejando a gran parte de la clase media sin ahorros y con un resquemor hacia las instituciones difícil de superar. Las autoridades religiosas no han tardado en reprender a los ciudadanos por «preocuparse del comercio y olvidarse de los rezos diarios», atribuyendo el derrumbe bursátil a un castigo divino.
Esto ha acabado empujando a muchos saudíes al trabajo, concepto hasta hace poco ampliamente desconocido. Las leyes laborales ahora contemplan la obligatoriedad de contratar a personal local en las empresas, en detrimento de los trabajadores extranjeros, que representan más de un tercio de la población, en un sistema parejo al de castas, donde los occidentales y los saudíes están en el nivel superior y los bangladeshis o ceilaneses en el inferior. «Llevo mas de 15 años aquí y no me puedo acostumbrar al trato de la gente» cuenta Mohammed, un sirio recepcionista de un lujoso hotel de Yeddah, «no es solo que te traten mal, sino que además si te quejas la policía se te lleva a la cárcel».
Un país incómodo, un futuro incierto
La legendaria hospitalidad árabe no abunda en el reino wahhabita, a menos que se venga a hacer grandes negocios. La visita, salvo por contratos o peregrinación (y con los movimientos limitados), esta estrictamente prohibida.
La actitud de los ciudadanos suele ser de desprecio por lo que no es local o musulmán, aunque esta aparente «austeridad» se derrumba ante el evidente fervor por todo lo material, así como por la actitud de los saudíes en el extranjero. En las principales capitales del mundo musulmán existen barrios enteros dedicados a la prostitución, al alcohol y las drogas para los turistas saudíes. En el estado español tenemos a Marbella, y el aeropuerto de Málaga programa vuelos directos a Ryadh y Yeddah.
Sin embargo, el futuro no pinta muy bien para el reino wahhabita. Los dos faros que han guiado a la nación, la religión y el petróleo, cuya combinación ha creado a una de las sociedades más autocomplacientes que existen, pueden acabar volviéndose en su contra.
El petróleo, considerado una bendición de Allah para la nación saudita, acabará por desaparecer llevándose con el todos los recursos económicos. Como comenta Aisa, un turco que llegó hace poco al país y ya sueña con regresar a su tierra «cuando se les acabe el petróleo van a tener que ponerse a trabajar, y no saben hacer nada, no tienen técnica ni conocimientos, y no quieren aprender», en alusión al hecho de que hasta en las facultades de ciencias más de un tercio de las asignaturas versen sobre religión, «en 10 o 20 años van a tener que volver con las cabras al desierto».
Por otro lado, la misma religión puede acabar siendo utilizada por los detractores del régimen para expulsar a los Saud, especialmente si los problemas continúan. No solo Bin Laden llama a la puerta, si no que al mundo islámico cada vez le es más difícil ver la legitimidad de los Saud como guardianes de Meca y Medina. Recientemente la familia Rashid, rival de la Saud y expulsada del reino en las guerras entre ambos, ha formado un partido de oposición en el extranjero, reclamando más democracia. Como decía siempre un amigo periodista de un país árabe: «el problema de Arabia Saudita se resume en dos palabras: ‘Al Saud'»
Ricard Boscar es colaborador del Gabinete Vasco de Análisis Internacional (GAIN)