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«Autoconstrucción»

Fuentes: El Periódico de Aragón

Se dice que el problema de la vivienda viene del excesivo protagonismo que se le ha permitido tener en tal asunto al mercado. Yo más bien creo que los responsables son la legión de expertos que intervienen organizando y gestionando las ciudades. Esos especialistas no sólo se ocupan de la distribución del asfalto, las zonas […]

Se dice que el problema de la vivienda viene del excesivo protagonismo que se le ha permitido tener en tal asunto al mercado. Yo más bien creo que los responsables son la legión de expertos que intervienen organizando y gestionando las ciudades. Esos especialistas no sólo se ocupan de la distribución del asfalto, las zonas verdes y los bloques de hormigón, sino de por dónde deben ir o venir las gentes y que cualidades simbólicas ha de tener su ciudad.

El interés por construir y ordenar buenas ciudades nace tras la Revolución Industrial, cuando las grandes urbes europeas comenzaron a crecer en términos casi exponenciales. A principios del siglo XX, después de bastante experiencia experta acumulada, aparecen hasta «escuelas» que entienden la planificación de modos muy diferentes. Así, por ejemplo, mientras Le Corbusier apuesta por las grandes concentraciones, Lloyd Wright prefiere la dispersión. Hoy, los estilos de planificación a los que se abandonan nuestros gobernantes son más variados. Muchos de ellos, por ejemplo, más que por el cuerpo o forma de la ciudad se interesan por su alma.

En efecto, a la par que las construcciones se expanden y los centros se degradan, ciertos intelectuales de lo urbano suelen sentir nostalgia por lo que dicho centro fue, se sienten embargados por un irrefrenable deseo de regresar a los orígenes, se empeñan en preservar cuanto de interesante crean que queda y proceden a protegerlo y rehabilitarlo expulsando a sus pobladores. Este es sólo uno de los modos que utilizan los expertos para producir el aura de la ciudad. A menudo suele convivir con otros, más prosaicos, en los que las marcas, mensajes y logotipos de grandes corporaciones se convierten en sus más importantes símbolos. Aunque también puede ocurrir que la producción de cualidades espirituales tenga que ver con encargos de edificios, puentes, etc. a conocidos arquitectos o ingenieros.

Afortunadamente, esta lógica oficial o institucional no da cuenta de toda la subjetividad de la ciudad. Hay que tener en cuenta que las urbes surgidas entre los siglos XII y XIV en Europa no se construyeron con ningún objetivo. Simplemente ocurrieron. Esta capacidad de autoorganización todavía está presente. Está impulsada por la gente. Con su ir y venir por las aceras crean auténticas comunicaciones de banda ancha por las que fluye la información que más útil resulta a sus paseantes. También este nivel cotidiano o molecular es el responsable de la improvisación de espacios de encuentro, cotilleo y juego. Los grafitis, las firmas, las pintadas y distintas clases de mensajes escritos en las paredes son modos de estetizar ese habitar. Todo ello da a la ciudad una clase de alma que nada tiene que ver con la que fabrican los expertos.

La gente no sólo es creativa a la hora de dar cualidad y afecto a la ciudad. También lo es para afrontar el problema de la vivienda. Villa El Salvador, por ejemplo, es un suburbio de Lima que se creó en 1971 de un modo rápido y desordenado, pero que hoy, gracias al esfuerzo de autogestión de sus pobladores ha logrado satisfacer sus necesidades más básicas y ofrecer un buen nivel de vida. Esta autoconstrucción no sólo se ha practicado fuera de Europa. En Tessin (Suiza), el arquitecto Walter Segal la ha fomentado diseñando estructuras y proponiendo materiales fáciles de obtener. También se ha preocupado de que cada familia construya según su ritmo o capacidad y de que los niños y mayores puedan ayudar en lo que desean.

Aunque pueda parecer que este urbanismo sea una extravagancia, en realidad tiene una larga y dilatada historia. En los años 20 y 30 del siglo XX, mientras las clases populares inglesas construían sus propias casas utilizando material de derribo, el arquitecto italiano De Carlo reflexionaba sobre ello incubando lo que luego se llamaría «arquitectura comunitaria». Más tarde, en los años 50, un admirador suyo, el británico Turner, comprobó que en las favelas brasileñas, las colonias mexicanas y los ranchos venezolanos sucedía lo mismo. El arquitecto inglés propuso que la Administración facilitara esa autoorganización ayudando a obtener materiales y servicios especializados, proporcionando infraestructuras, legalizando los asentamientos, etc. En los años 80, este tipo de arquitectura recibió el inesperado respaldo del Thatcherismo. En Liverpool, por ejemplo, su ayuntamiento no sólo sugirió que los inquilinos participaran en los proyectos sino que se les dio el control absoluto. Los arquitectos que colaboraron con esas experiencias formaron el Grupo de Arquitectura Comunitaria del Real Instituto de Arquitectos Británicos.

Una experiencia similar es la que viene impulsando desde hace un tiempo el incombustible Sánchez Gordillo en Marinaleda. Primero ha expropiado y municipalizado miles de metros en los alrededores del municipio. Luego lo ha cedido gratuitamente, junto con los materiales que se logra obtener por convenio con la Junta de Andalucía, al autoconstructor. También le proporcionan varios albañiles para que dirijan las obras. Hasta el proyecto técnico de las viviendas (en el que colaboran activamente los propios interesados) es financiado por el ayuntamiento. Finalmente, el autoconstructor, reunido en asamblea, decide colectivamente el precio de lo que va a pagar por toda esa ayuda al mes. Por este método se han construido más de 350 viviendas en un pueblo que no tiene más de 3.000 habitantes. Cada casa dispone de 3 habitaciones, cuarto de baño y un patio de 100 metros cuadrados adaptado para futuras ampliaciones. Para las últimas viviendas se ha fijado una cuota de 15 euros al mes.

Marinaleda, Liverpool, Turner, Villa El Salvador, etc., demuestran que los expertos podrían ponerse al servicio de la capacidad de autoorganización de los pobladores de las ciudades. El problema es que prefieren otra clase de compañías. Da igual. Para la ciudad, considerada globalmente, no son tan importantes. La gente, en cambio, sí que es imprescindible