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Biden, cazador de recompensas

Fuentes: Rebelión

Dadas las actuales circunstancias que se viven en la frontera ruso-ucraniana -circunstancias creadas por los Estados Unidos- ninguna jugada de Washington puede analizarse fuera de ese contexto y mucho menos el “oportuno” raid que el pasado jueves día 3 terminó con la vida del emir del Dáesh, Abu Ibrahim al-Hashimi al-Qurayshi, sindicado como el factótum del genocidio yazidí en Sinjar, en la región kurda de Irak, en la que murieron al menos 5.000 personas y con una recompensa por información que llevase a su muerte o captura de 10 millones de dólares.

Con este éxito, al fin el presidente Biden pudo demostrar a su pueblo que él también es capaz de matar, tras un largo año de acumular fracasos: Afganistán, Bielorrusia, Kazajistán, Malí, Burkina Faso y Ucrania, donde más allá de las bravuconadas sabe, él mejor que nadie, que de cruzar la línea de no retorno será responsable de un conflicto con ecos al fin del mundo.

Por eso, con la contundencia de un tentempié, poder anunciar la muerte del sucesor de Abubakar al-Bagahdadi, alias el Califa Ibrahim, aunque sin tanta espectacularidad, lo acerca a su antiguo jefe, Barack Obama -quien se cargó nada menos que a Osama bin Laden, el emir de al-Qaeda, en 2011, tras 10 años de inoperante acecho- y a su inmediato predecesor, Donald Trump, quien declaró, fiel a su modo con fanfarrias y ditirambos, tipo enfermo, depravado, perro, cobarde y llorón, entre otros elogios, la muerte de al-Bagdadí en 2019, gran amigo, según algunas fotografías, del extinto senador republicano John McCain (Ver: Al-Bagahdadi, el muerto oportuno).

Según se informó al-Qurayshi, iraquí de 45 años, del que se cree fue miembro del ejército de Sadam Hussein, fue sorprendido en un refugio en la ciudad de Atmeh, en la provincia de Idlib, al noreste de Siria a unos 50 kilómetros de la frontera con Turquía, y al verse rodeado de fuerzas norteamericanas se habría inmolado junto a varios familiares entre los que se incluían mujeres y niños.

El lugar del refugio ha llamado la atención de la inteligencia norteamericana, dado que en Atmeh opera el grupo Hay’at Tahrir al-Sham o HTS (Organización para la liberación del Levante) -tributario de al-Qaeda- que ha realizado operaciones contra células locales del Dáesh en la guerra manifiesta que libran las dos mayores organizaciones terroristas del mundo. Es interesante señalar que al-Bagahdadi el día de su muerte también fue localizado en la provincia de Idlib, en Barisha, a poco más de 20 kilómetros al sur de donde murió Qurayshi.

Durante su liderazgo al-Qurayshi no solo consiguió estabilizar a la organización tras las turbulencias de su nombramiento, ya que junto a al-Bagahdadi había muerto su segundo y heredero Abu al-Hasan al-Muhajir (Ver: Muerto el califa, viva el califa), por lo que surgió un ramillete de aspirantes al cargo, sino que también ha fortalecido sus frentes en el Sahel, donde el Dáesh para el Gran Sáhara se afianza y avanza en Malí, Níger y particularmente en Burkina Faso, desde donde se está filtrando a Costa de Marfil y Ghana, al tiempo que expande sus khatibas hacia África subsahariana: República Democrática del Congo y Mozambique, mientras con mucha fuerza sus combatientes en Afganistán, bajo las banderas del Dáesh Khorasan, han plantado cara a los mismísimos talibanes en su momento de mayor fortaleza tras la huida de los Estados Unidos, lo que le permite expandirse con más comodidad hacia Pakistán, Baluchistán e India. Mientras que tras años de derrotas parece estar remontando en Siria e Irak al tiempo que en Egipto, el presidente al-Sissi con su guerra sucia, conocida como operación Sinaí 2018, ha logrado al menos contenerlo, el Dáesh solo parece apagarse en Yemen, donde nunca ha podido afirmarse, ya que el capítulo de al-Qaeda para la península arábiga Ánsar al-Sharia en Yemen (AQAP) siempre ha sido una de sus khatibas más letales y en el sudeste asiático, donde tras el desgaste sufrido por el Frente Abu Sayyaf en la gran batalla de Marawi que se prolongó de mayo a noviembre de 2017, no ha logrado restablecerse.

La difusión de las imágenes oficiales del presidente Biden en la Sala de Situación, junto a varios de sus colaboradores que remiten con rotunda obviedad de las icónicas fotografías de Obama y su equipo siguiendo el asalto a la casa de Abbottabad (Pakistán), en la que asesinaron a bin Laden con la Operación Lanza de Neptuno realizada por un comando de los Navy SEALs, faena que Biden, entonces vicepresidente, había desaconsejado. La necesidad del actual presidente de mostrar una estampa ganadora subraya claramente su necesidad desesperante, en su hora más oscura, de un pequeño rayo de luz que lo ilumine.

¿Cuánto miente la verdad?

Las siempre inobjetables argumentaciones del Departamento de Estado, una vez más, están siendo contrastadas con la realidad. Según los primeros comunicados oficiales, la operación que terminó con la vida de al-Qurayshi fue planificada específicamente para proteger la vida de civiles, como sucede absolutamente siempre en las operaciones norteamericanas, si no que lo digan los miles de muertos inocentes de Siria, Irak, Afganistán Pakistán o Somalia, que pasaron a engrosar el largo listado de daños colaterales. El último de estos grandes crímenes en nombre de la libertad y la democracia lo perpetraron los Estados Unidos en Afganistán cuando intentaban vengar el atentado del Dáesh Khorasan que mató a unos quince efectivos norteamericanos junto a un centenar de personas en el aeropuerto de Kabul en los días posteriores a la debacle de agosto. Tras ser localizado un vehículo cargado de explosivos un dron atacó el transporte donde en realidad viajaba una familia, en el hecho murieron al menos diez personas, de ellas entre cinco y seis niños.

Más allá de las aclaraciones del Departamento de Estado acerca de la gran cantidad de víctimas inocentes que ha provocado la operación, las que serán achacadas al propio emir, al preferir detonarse antes de caer prisionero, la Casa Blanca ha precisado en cuatro civiles y cinco milicianos el número de bajas, mientras que Los Cascos Blancos y grupos de defensa civil sirios han denunciado que ya son al menos 13 las personas que han muerto, entre ellas seis niños y cuatro mujeres.

Para algunos analistas políticos, más allá del acierto de la eliminación del emir del Dáesh, que se ha convertido en la primera cucarda que pude lucir Biden en sus casi 380 días de mandato, los desafíos por delante y los fracasos por detrás obligan a no ser nada optimistas para esta presidencia, ya que los peligros más extremos a los que están sometidos los norteamericanos no son los terroristas pseudoislámicos, sino la pandemia que no ha podido contener más allá del cambio radical que realizó frente a las políticas de Trump y los problemas económicos agravados justamente por el COVID-19, que ha producido una inédita escalada inflacionaria.

Más allá de que en algunas declaraciones de Washington se ha dicho que la muerte de al-Qurayshi era un golpe catastrófico para su organización, quienes conocen las estructuras del terrorismo wahabita, saben que el proceso de sucesión está mucho más aceitado de lo que sus enemigos desearían. Tras la muerte de Osama bin Laden lo continuó Ayman al-Zawahiri, quien a más de 11 años en el poder nadie ha logrado conocer su ubicación y sigue rigiendo la organización nacida al calor de la guerra antisoviética de Afganistán con un poder que siguen intacto más allá del cisma de 2013, cuando se escinde el grupo que hoy conforma el Dáesh, división que no se puede achacar al cambio de emir, sino a las ambiciones patológicas de al-Bagahdadi, quien dio al nuevo grupo una impronta absolutamente diferente a al-Qaeda. Incluso los propios talibanes han debido vivir, tras la muerte de su fundador el mullah Omar en un hospital pakistaní en 2013, la baja de su sucesor el mullah Akhtar Massur en 2016, remplazado por Haibatullah Akhundzada, quien guió junto al mullah Abdul Ghani Baradar al Emirato Islámico de Afganistán a la más gloriosa de sus victorias. Tampoco han tenido mayores cismas las muertes de emires como Mohammed Yusuf en 2009, fundador de Boko Haram, sucedido por Abubakar Shekau, quien se inmoló en mayo del 2021 y quien llevaría a la organización nigeriana al éxtasis del terrorismo y tendría su cisma recién en 2016, cuando justamente el hijo de Yusuf, Abu Musab al-Barnawi, muerto en octubre del año pasado, partiría a la organización fundando el ISWAP (Estado Islámico en África Occidental).

Si bien el Dáesh todavía no ha confirmado la muerte de su líder, se cree que ya que había sido capturado por fuerzas norteamericanas en Irak durante el 2008, se cuenta con suficiente material genético para confirmar su identidad con los restos hallados en Idlib.

Según fuentes norteamericanas el emir muerto durante su detención en la prisión de Bucca, la misma en la que estuvo detenido al-Bagahdadi, colaboró con los norteamericanos aportando información para la detención y muerte de varios de sus rivales dentro de la otrora organización Estado Islámico de Irak, entre los que se incluye al segundo en el mando de esa organización Abu Qaswarah.

Tras la muerte de Abu Ibrahim al-Hashimi al-Qurayshi, hacia el interior de la organización terrorista los mecanismos de la sucesión de la Shura (consejo) ya se deben haber activado para poder continuar su camino, nunca lejanos a los intereses norteamericanos.

Guadi Calvo es escritor y periodista argentino. Analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asia Central. En Facebook: https://www.facebook.com/lineainternacionalGC.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.