El acuerdo con Irán para que realice el proceso de enriquecimiento de uranio en otro país -en este caso Turquía- conseguido por el presidente brasileño Lula, con la colaboración de su par, el primer ministro turco Recep Tayyip Erdogan es un hecho de extraordinario alcance, cuyos significados seguramente serán mejor apreciados con el paso del […]
El acuerdo con Irán para que realice el proceso de enriquecimiento de uranio en otro país -en este caso Turquía- conseguido por el presidente brasileño Lula, con la colaboración de su par, el primer ministro turco Recep Tayyip Erdogan es un hecho de extraordinario alcance, cuyos significados seguramente serán mejor apreciados con el paso del tiempo.
Según los gobiernos de Brasil y Turquía, el acuerdo es estrictamente respetuoso de las gestiones hechas por la OIEA (Organización Internacional de Energía Atómica) ante el proyecto de desarrollo de energía nuclear por parte de Irán. Sin embargo, el gobierno de Estados Unidos ha lanzado una inmediata y poco disimulada acción para hacer fracasar el proyecto. Un par de días después de la concreción del acuerdo en Teherán, la canciller norteamericana Hillary Clinton anunció que ya existía un borrador de resolución del Consejo de Seguridad de la ONU disponiendo graves sanciones económicas al régimen iraní por supuesto incumplimiento de disposiciones internacionales. Lo más significativo del anuncio es que China y Rusia firmarían el borrador, con lo que, descontado el apoyo de Alemania, Francia y Gran Bretaña, el papel tendría el apoyo pleno del «grupo de los seis», cinco de cuyos miembros tienen derecho al veto en el Consejo de Seguridad (solamente Alemania no lo tiene).
Es muy ostensible, por la rapidez de la respuesta, que el exitoso operativo pergeñado por Lula tocó las fibras más sensibles del orden internacional y del liderazgo de Estados Unidos. Y está también muy claro que el problema central ha dejado de ser -si es que alguna vez lo fue- el peligro de la proliferación nuclear, sobre todo si es protagonizada por un régimen enemigo de Estados Unidos. Lo que se discute en estas horas es en manos de quién queda el poder de decisión sobre los puntos críticos de la agenda mundial. Se trata de quién decide, pero también de quién negocia y quién soluciona los problemas de esa agenda.
Brasil y Turquía solicitaron que la ONU no haga lugar a nuevas sanciones contra Irán y acepte el resultado de la negociación tripartita. El presidente brasileño ha optado por suprimir todo eufemismo: ha reconocido que su país quiere ser un actor global porque no está de acuerdo con la actual estructura y metodología decisoria de la ONU. En rigor no es el primer desafío de Lula al poder discrecional de Estados Unidos. Se recuerda muy bien el protagonismo asumido por Brasil después del golpe en Honduras contra el gobierno de Manuel Zelaya; llegó a asilar al presidente depuesto en la embajada brasileña en la capital de ese país.
Da la impresión de que estamos ante un importante crujido del orden internacional unipolar surgido de las cenizas de la guerra fría y la desaparición de la Unión Soviética. En ese sentido, es muy escasa la novedad que hasta ahora ha introducido la gestión de Barack Obama en la concepción norteamericana de ese orden mundial. El punto central y de la agenda estadounidense sigue siendo la «lucha contra el terrorismo global», su colocación en términos excluyentemente militares y la premisa sigue siendo que la forma de defender la seguridad de la principal potencia mundial es la amenaza sistemática de la agresión a países real o supuestamente «peligrosos». Se puede decir que hay una diferencia con la administración Bush y es el intento de hacerse acompañar en esa estrategia por un arco de aliados importantes, en lugar de imponer unilateralmente sus puntos de vista. Pero ese cambio debe pasar todavía la prueba de algún desacuerdo importante con China y Rusia. Por ahora, si se confirma el contenido y las firmas en el borrador sobre Irán, parece que la administración Obama ha convencido a esas dos potencias de que deben darle prioridad a la exclusión de Brasil como global player, en lugar de aliarse con él para contrapesar la hegemonía norteamericana. Pero esto dista de ser una historia cerrada.
Puede hablarse de crujido del orden mundial porque entramos en una lucha por la legitimidad de cada uno de los actores. En el punto que ocasiona la crisis presente, el problema es cuál es la estrategia más eficaz para evitar una eventual tendencia de Irán -u otros países emergentes- a desarrollar su poderío nuclear en la dirección de su uso con fines bélicos. Que la desarrollada por el clan Bush y provisoriamente continuada por Obama es un fracaso, es algo muy evidente. Está el antecedente de la guerra de destrucción de Irak realizada en nombre de la captura de arsenales de armas químicas que nunca existieron: la consecuencia más visible de esa criminal expedición fue la acentuación de la ingobernabilidad en la región, de la mano con el fortalecimiento de los sectores más reacios a cualquier negociación con Estados Unidos.
Finalmente, el terrorismo global no es, como lo dijera bien el analista italiano Danilo Zolo, otra cosa que «una respuesta estratégica a la hegemonía del mundo occidental» (La justicia de los vencedores, Edhasa, 2007). Cierto que es una estrategia sanguinaria y repudiable pero el operativo de desvinculación del fenómeno con la historia que llevan a cabo los publicistas del Departamento de Estado oculta la trama profunda en la que se inserta el terrorismo. Y como se falsea el contexto histórico de la reacción terrorista, la terapia con la que se lo enfrenta es fallida y contribuye al fortalecimiento de aquello que se dice querer combatir.
Es difícil, al mismo tiempo, separar estos impactantes acontecimientos de la crisis económica que recorre al mundo y hace estragos en estos días en algunos países europeos. El estancamiento de la Ronda de Doha para la liberalización comercial y los enormes obstáculos que, a pesar de buenas intenciones de ambas partes, deberá sortear la negociación entre la Unión Europea y el Mercosur son testimonio de la inviabilidad de un acuerdo en torno a reglas internacionales que tienden a perpetuar las desigualdades y las injusticias. El orden de la Posguerra Fría no es solamente una relación de fuerzas política y militar; es también un orden económico sostenido en un mito muy pobre, el de la autorregulación virtuosa de los mercados, que hoy está mostrando toda su explosividad social en regiones y países que constituían la gran vidriera de su éxito en tiempos no muy lejanos. No es realista la pretensión de sostener un orden militar ni un régimen económico internacional sobre la base de la amenaza y la extorsión. Lo primero debería ser asumir que ese orden debe ser cambiado. Que nada justifica que la ONU se siga rigiendo por los dictados de los acuerdos de Yalta y Postdam y que la suerte de sociedades enteras esté en manos de organismos creados en los lejanos tiempos de Bretton Woods y, para colmo, totalmente desvirtuados en sus funciones.
Si atamos correctamente los cabos, veremos que la Unasur tiene su lugar en este mapa. Que no es un «sello de goma» como lo presenta la derecha vernácula, en su clásica modalidad de sustraer el debate político y reemplazarlo con la anécdota trivial. Nuestro país parece hoy decidido a superar viejos enconos localistas y a fortalecer su sociedad estratégica con un Brasil ya definitivamente incorporado al club de los países mundialmente relevantes. El Mercosur, con todos sus retrasos, y la Unasur, en los primeros tramos de su institucionalización, son la ruta de nuestra inserción soberana en un mundo en pleno proceso de cambio.