Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.
Hace diez meses, el 28 de diciembre de 2014, una ceremonia celebrada en Kabul marcó oficialmente la conclusión de la muy larga guerra de EEUU en Afganistán. El presidente Obama tachó ese día de «hito para nuestro país». Después de más de trece años, dijo, «nuestra misión de combate en Afganistán está terminando y la guerra más larga de la historia de EEUU está llegando a un final responsable».
Eso sucedió entonces. Pero otra cosa es lo que está sucediendo ahora. Entretanto, el 28 de septiembre de 2015, se produjo otro hito: los talibanes tomaron Kunduz, la capital de la provincia del mismo nombre en el norte de Afganistán, con una población de alrededor de 270.000 habitantes, la quinta ciudad más grande del país.
Unos cuantos invasores pudieron pasearse sin oposición alguna hasta el centro de la ciudad para levantar la bandera blanca de los talibanes. Otros fueron de puerta en puerta, buscando a las mujeres afganas que trabajaban para organizaciones de mujeres o para el gobierno. Saquearon hogares, oficinas y colegios, robaron coches y rompieron ordenadores. Destruyeron tres emisoras de radio que eran gestionadas por mujeres. Atacaron las oficinas de la organización promovida por mujeres estadounidenses Women for Afghan Women y quemaron hasta los cimientos el refugio que tienen para mujeres. Negaron las informaciones aparecidas en las cadenas de TV de Kabul de que habían violado a mujeres en los dormitorios de la universidad y en la prisión de mujeres, después amenazaron con matar a los periodistas que difundieran esas historias.
Llamaron a los teléfonos móviles de las mujeres perseguidas que habían escapado de la ciudad y les advirtieron que las matarían si regresaban. Al no estar seguras ya en Kunduz, esas mujeres sintieron que tampoco estaban a salvo en los lugares a los que habían huido. El Telegraph de Londres informó que «el duradero legado de la invasión talibán puede finalmente conseguir desmantelar toda la red de derechos de las mujeres urbanas».
Al día siguiente me llegó un correo de una mujer recientemente destinada en la Embajada de EEUU en Afganistán. Las normas de seguridad la mantenían confinada tras los muros del recinto de la embajada, dijo. Sin embargo, sabiendo que las mujeres afganas no están «seguras», está decidida a ayudarlas. Su plan, todavía en la etapa de intercambio de ideas, demanda «programas que enseñen a las mujeres a defenderse de una forma u otra», porque «la mejor forma de que las mujeres se sientan seguras es que sepan cómo mantenerse a salvo».
Pienso en todas mis valientes compañeras afganas que trabajan en organizaciones de mujeres, como las de Kunduz, cada día bajo amenaza de muerte. Pienso en las intrépidas mujeres afganas por todo el país -activistas, parlamentarias, doctoras, profesoras, dirigentes, policías, actrices, presentadoras de televisión, cantantes, locutoras de radio, periodistas, ministras del gobierno, funcionarias provinciales, candidatas a cargos públicos- que han sido asesinadas una tras otra en los últimos diez años por bandas de hombres armados que van en motocicletas o por una bomba adosada en los bajos de un coche, o por escuadrones enmascarados que las ahorcan o las matan con Kalashnikovs. Estos asesinatos han ido sucediéndose año tras año, sus nombres fueron recordados y la cifra de víctimas recogida por Human Rights Watch, mientras el gobierno afgano o las administraciones de Bush u Obama apenas pronunciaban una palabra de protesta o condolencia, y la policía afgana no arrestaba ni a un solo asesino. George W. Bush proclamó la archiconocida frase de que había «liberado» a las mujeres afganas. Catorce años después, con los talibanes de nuevo en escena, con Washington habiendo dilapidado miles de millones de dólares en el entrenamiento y armamento de cientos de miles de afganos para que defendieran su país, ¿no es hora ya de ofrecer a las mujeres afganas un curso sobre cómo defenderse a sí mismas?
El New York Times volvió a editar recientemente los mapas del Long War Journal, que ilustran los enclaves que los talibanes ocupan ahora no sólo en la ciudad de Kunduz sino por todo el territorio. Tuvieron que añadir alrededor de la quinta parte del paisaje afgano y se dijo que el movimiento «iba probablemente a controlar o a tener una fuerte influencia en la mitad del país». Según las Naciones Unidas, «la insurgencia talibán se ha extendido ahora por Afganistán mucho más que en cualquier otro momento desde 2001», cuando fueron expulsados del poder.
Como para dramatizar las circunstancias descritas en el mapa, el Times informaba también de que los refuerzos del ejército nacional afgano (ENA) no podrían viajar inmediatamente desde sus cuarteles en la capital, Kabul, hacia Kunduz, porque en medio está la provincia de Bahlan, asimismo en manos de los talibanes en su mayor parte.
Durante meses, los talibanes habían ido capturando fragmentos de la provincia de Kunduz, sin embargo su ataque cogió al parecer por sorpresa a los defensores de la ciudad. Las fuerzas de seguridad afganas, alrededor de 7.000, se dispersaron o retiraron ante el avance de unos pocos cientos de combatientes talibanes. Mientras sus comandantes trataban de averiguar qué respuesta era conveniente dar, el general de división estadounidense Todd Semonite concluía su servicio como jefe de la misión estadounidense encargada de entrenar al ENA felicitando a sus oficiales en una ceremonia en la sede de Resolute Support [«Apoyo Decidido»] en Kabul.
«Habéis hecho excelentes progresos», les dijo, «en la programación presupuestaria, pagos, personal y sistemas de estructuras de fuerzas… mejorando la rendición de cuentas a la vez que conseguís reducciones en el presupuesto». Sabemos lo que el general dijo porque el mismo ejército estadounidense leyó orgullosamente su declaración ante la prensa, como si no hubiera un ejemplo más brillante de la inconsciencia estadounidense ante la situación del país que las fuerzas de EEUU llevan ocupando desde hace catorce años».
Retirando la retirada
Preocupada, le escribí a Mahbouba Seraj, una vieja amiga de Kabul con la que había trabajado muchos años, para preguntarle cómo estaba. Contestó de inmediato:
«Parece que estabas leyéndome la mente, que sentías mi desesperación. La situación aquí va de mal en peor. Nadie sabe cómo un grupo de 500 hombres pudieron entrar en una provincia que está protegida con una guarnición militar al completo -altos generales al mando de más de 7.000 soldados y policías- y hacer lo que hicieron en Kunduz. Quemaron, saquearon, violaron y asesinaron a la gente, y no hubo nadie que les parase. Este ataque, que nadie vio venir, es otro misterio de mala gestión, mala comunicación o de algo mucho más grande y más siniestro que todo eso.»
Esas oscuras imaginaciones invaden fácilmente tu mente cuando vives en la incertidumbre afgana, apaciguada por las aparentes buenas intenciones de los extranjeros mientras una infinidad de hechos malos se suceden a tu alrededor. Peor aún, bastante a menudo esas inquietudes aparentemente paranoicas resultan ser acertadas.
Tras la toma de Kunduz, el presidente Obama dijo que estaba «reconsiderando» la situación. En cuestión de días, anunció que las fuerzas de EEUU de 9.800 efectivos que aún permanecían en Afganistán -la fuerza que había planeado dejar este año en la mitad y reducir hasta mil soldados a finales de 2016- iba a permanecer allí, quizá hasta 2017, es decir, hasta que deje el cargo y las consecuencias de esta guerra de EEUU en Afganistán aterricen sobre los hombros de otro presidente. Lo que suceda como consecuencia de la «buena guerra» nunca terminada pero oficialmente concluida de Obama, alcanzará al segundo afortunado ganador consecutivo que heredará uno o más restos de guerras injustificables.
En el momento en que Obama hizo este segundo anuncio, los talibanes habían escapado de Kunduz. Quizá se hubieran retirado de inmediato, una vez demostrado que son ahora capaces de tomar una importante capital provincial guarnecida por el ejército nacional afgano. Sin embargo, optaron por quedarse allí quince días, lo suficiente para aterrorizar y asesinar a bastantes ciudadanos y dejar un impresión indeleble. Los afganos de cierta edad recordaban muy vívidamente en retrospectiva lo que habían soportado bajo el gobierno talibanes antes de la invasión estadounidense de 2001. Pudieron ver por sí mismos que los hombres a los que el expresidente Hamid Karzai se refería como sus «enojados hermanos» siguen aún muy enfadados, y que en todos los largos años que llevan esperando la inevitable partida de los estadounidenses, no han crecido un átomo en tolerancia. Una mujer que apenas consiguió escapar de Kunduz lo resumió de forma muy sencilla: «No han cambiado ni una pizca».
Estado de ánimo afgano
Pocos días después, mi amiga Mahbouba me escribió de nuevo: «Por ahora», dijo, «la luz al final del túnel es el discurso del presidente Obama apoyando a los afganos y su decisión de mantener las tropas en Afganistán».
Como tantos afganos, un día se siente desesperada, al siguiente intenta encontrar un rayo de luz en la oscuridad. Ese zigzag esquizoide se ha convertido en un modo de vida para los acosados afganos como ella en este peculiar período «posterior» a la guerra de EEUU que no podía ganarse pero que no termina. En estos tiempos oscuros, se enfrenta a la creciente fuerza de los talibanes, a la intrusión de los seguidores del Estado Islámico de Iraq y Siria, a la aparición de nuevos grupos disidentes de partidarios afganos del ISIS, e incluso a la reaparición de los «restos de Al-Qaida». Sí, las mismas bandas que el presidente Obama nos aseguraba en 2014 que «nunca podrían establecer de nuevo un puerto seguro» en Afganistán.
Todas estas fuerzas, junto con el ENA, se disputan ahora el control de partes del país. Ese ejército, formado en gran parte por las fuerzas estadounidenses al asombroso precio de al menos 65.000 millones de dólares (ese coste ha sido declarado ahora información «clasificada») no es precisamente la asombrosa fuerza que se ha anunciado. John Sopko, el inspector general especial para Afganistán, informó al Congreso el pasado mes de marzo que el ejército de EEUU había «sobrestimado el tamaño del ejército y la policía afganos en un margen significativo». El ejército estadounidense no tiene forma de averiguar los «errores contables» ni el buen montón de personal «fantasma» ni el tamaño real de las fuerzas afganas. Además, esas fuerzas, bajo presión desde la pasada primavera de una feroz y constante ofensiva talibán, han ido sufriendo cada semana una «insostenible» media de 330 muertos y heridos (y una hemorragia desastrosa de 4.000 desertores al mes). Todavía necesitan el apoyo de las fuerzas estadounidenses, especialmente de las tropas de Operaciones Especiales, como esas que, el 3 de octubre, llevaron a cabo «erróneamente» múltiples ataques aéreos deliberados contra un hospital de la organización Médicos Sin Fronteras en Kunduz, provocando la mayor pérdida de vidas humanas (30 muertos, además de un gran número de heridos) que la organización humanitaria ha sufrido en sus 35 años en ese país.
Nada permanece constante en Afganistán. Incluso los desarrollos prometedores acaban nublándose. Sin embargo, mi amiga Mahbouba, cogida entre la esperanza y la desesperación, siempre intenta ver el panorama general, aunque cambie de forma ante sus ojos. Perteneciente a la familia real afgana, fue encarcelada en 1978 cuando era una joven licenciada universitaria, junto con su familia, por los comunistas afganos partidarios de los soviéticos que ayudaron a derrocar al primer presidente del país. Finalmente liberada, ella y su familia escaparon a EEUU justo antes de que el ejército soviético invadiera el país en 1979. Se convirtió en ciudadana estadounidense comprometida con la democracia estilo USA que encontró en aquel momento.
Después de que las bombas estadounidenses hicieran caer al gobierno talibán en 2001, volvió a Kabul para trabajar con la sociedad civil y las organizaciones de ayuda internacional por la democracia y las mujeres. Ayudó a las mujeres que había en el parlamento. Dirigió la Red de Mujeres Afganas. Se presentó ella misma al parlamento y no resultó elegida sólo porque, en la versión afgana de la democracia, la autocracia interviene a menudo. En su caso, los funcionarios electorales no entregaron, «por error», las papeletas que habrían permitido que su electorado votara.
Así era la nueva «democracia» afgana dirigida por los señores de la guerra escogidos por Washington. (Lección todavía no aprendida: Es un error pensar que los viejos compinches de combate de EEUU en sus distantes guerras van a comportarse en los altos cargos como George Washington). En este contexto surrealista, donde nada es lo que dice ser, Mahbouba ha estado trabajando durante los largos, largos años de la guerra y en medio de todo tipo de contratiempos.
Escribe ahora sobre la catastrófica toma de Kunduz: «Ha acabado ya convirtiéndose en tan sólo otro problema burocrático: otro indicador de que algo va mal. El gobierno ha puesto de nuevo en marcha un ‘comité de investigación‘ con dos hombres al frente, uno que representa al presidente [Ashraf Ghani] y otro al presidente ejecutivo del país [Abdullah Abdullah]». Esa duplicación burocrática es el resultado de lo que Mahbouba llama «el legado de las dos cabezas: este gobierno dividido con sus disparatadas políticas que se quedan en nada y paralizan el país». Ese contencioso y desigual acuerdo para compartir el poder fue improvisado hace apenas un año cuando el secretario de Estado John Kerry resolvió una implacable campaña presidencial entre los dos hombres inventando una nueva entidad: «el gobierno de unidad nacional», algo desconocido para la constitución afgana.
Ahora, como tantos políticos y miembros de think-tank en Washington, los dos altos funcionarios de esta administración semifuncional de dos cabezas made in USA están tratando de aclarar qué paso en Kunduz, o de asignar a otros para que lo hagan. Es posible, pues, que hayan nombrado a otro comité para que descubra, en todo caso, que debería o podría hacerse. Pero como muchos afganos observan, cuando a un comité se le encargan cuestiones de peso, nunca aparece nada.
Mientras tanto, afganas como Mahbouba Seraj continúan haciendo cuanto pueden en terribles circunstancias, a la vez que se preocupan por de dónde puede llegar la próxima catástrofe. En las últimas cuatro décadas han pasado por un golpe de Estado que derrocó al último rey; tres asesinatos presidenciales (uno republicano y dos comunistas); una invasión soviética que lanzó una guerra por poderes de la CIA durante diez años (junto con saudíes y pakistaníes) y que regaló su propio «Vietnam» a la Unión Soviética; una ruinosa y letal guerra civil de tres años entre las múltiples facciones de viejos aliados de EEUU, los muyahaidines, después de que los soviéticos acabaran derrotados; la tortura, castración, ejecución y ahorcamiento público (por los talibanes) de Najibullah, el presidente que los rusos habían dejado en su lugar (y que ahora está recuperando popularidad post-mortem); la asfixia de cinco años de gobierno talibán; una invasión liderada por EEUU que devolvió a toda una corrupta galería de criminales de guerra al poder, empezando una guerra de catorce años, ahora finalizada a nivel oficial pero no donde debería: en Afganistán. Con razón la gente de ese país está siempre esperando que la próxima bota de combate les caiga encima.
Desde esa perspectiva, Mahbouba escribe: «Occidente perdió Afganistán y lo sabe. Lo que les interesa justo ahora es una política de contención, un esfuerzo para mantener todos los problemas, fracasos, crisis y enfrentamientos internos dentro de las fronteras de este país porque el mundo no puede permitirse que se derramen hacia afuera».
«Mira, por ejemplo, cómo está aumentando el pánico en Uzbekistán, un país que no tiene ejército propio y que está muy ansioso, quizá aterrado, de que lo que está sucediendo cruce sus fronteras con Afganistán. Todo el mundo sabe que uno de los ególatras y hombres fuertes del mundo puede decidirse a ‘ayudar’ y ‘proteger’ a los uzbecos».
Si tenemos en cuenta los recientes acontecimientos en Siria, es una vez más escalofriantemente posible imaginar el espectro de las fuerzas rusas materializándose, como en 1979, a través del río Amu Daria en la frontera norte afgana. Pensar en ello es perderse en los sombríos recuerdos y la terrible guerra por poderes que siguió: el ejército rojo enfrentándose a los variopintos muyahaidines, los devotos religiosos «combatientes de la libertad» de Ronald Reagan, armados y dirigidos por EEUU, Arabia Saudí y el equivalente pakistaní de la CIA, el ISI. Lamentablemente, tantas décadas después, todavía vivimos con las secuelas de aquella guerra, y gracias a la desafortunada y descabellada «construcción de la nación» de EEUU de los años posteriores al 11-S, los afganos no han podido nunca sacudirse el «liderazgo» militar y político de los envejecidos señores de la guerra compinches de Washington, que aún siguen aferrados al árbol del dinero.
Una viñeta de Patrick Chappate capta muy bien lo que debería haberse llamado, aunque ya no sea posible, los últimos días de la segunda guerra afgana de EEUU: siguiendo unas señales de tráfico que indican el camino a la «retirada de Afganistán», soldados estadounidenses en un vehículo blindado van conduciendo en círculo dando vueltas y vueltas y vueltas.
Temor al futuro
Por el momento, según informa Mahbouba desde Kabul: «Hay una intensa nube de desconfianza e incertidumbre colgando sobre este país. Nadie cree ya en nadie. Los rumores y las teorías de la conspiración se expanden por doquier, unidos al temor al futuro y a lo desconocido. Los jóvenes afganos, la mayor parte de los que están bien formados y llenos de energía y ambición, están saliendo en masa del país cada día. No hay trabajo aquí para ellos. No hay futuro. Los más pobres no pueden conseguir ni una comida sencilla para alimentar a sus familias».
Los muchachos y hombres afganos se fueron hace mucho tiempo a Pakistán o Irán buscando trabajo, pero ahora están emprendiendo un viaje de miles de kilómetros con Europa como objetivo final, uniéndose al incalculable número de sirios e iraquíes en una emigración desesperada en un volumen que no hemos visto nunca. El pasado año, 58.500 afganos consiguieron asilo en Europa. En los primeros siete meses de este año, 77.700 se pusieron en camino hacia Turquía o Europa y solicitaron asilo. En octubre, la cifra se había elevado hasta los 120.000. En estos momentos, decenas de miles más arriesgan su vida para salir de la tierra que Washington «ha construido».
Mientras otra generación de potenciales líderes afganos huye de la que fue en otra época una hermosa ciudad (la tercera emigración masiva de fuga de cerebros desde la década de 1980), el viejo Kabul desaparece de la vista, empequeñecida por nuevos y gigantescos proyectos de construcción: torres de cristal de oficinas, manzana tras manzana de adornadas casas palaciegas, enormes palacios para celebrar resplandecientes bodas en neón multicolor. Ahí está la prueba de que, en el curso de una guerra inacabable, algunos hombres bien conectados se han vuelto veloz y extremadamente ricos. Y la ya inmensa brecha entre ricos y pobres, extrema durante los años de Karzai, sigue ensanchándose, al igual que la desconfianza de la gente en su gobierno «democráticamente elegido». Al menos en estos asuntos, los afganos astutos siguen estrechamente el ejemplo del 1% de sus homólogos estadounidenses.
El gobierno de dos cabezas parece como si todo esto no fuera con él. De hecho, los afganos afirman ahora que han dejado completamente a un lado todas sus promesas de antes de las elecciones de combatir la corrupción rampante en el país. La gente hace bromas con que el presidente Ghani, que escribió en coautoría un libro llamado Fixing Failed States [Arreglando Estados fallidos] debería trabajar en sus memorias y titularlas, eso dicen los guasones, Gobierno fallido. Los afganos que hace algún tiempo vieron cómo el presidente Hamid Karzai no era más que » el alcalde de Kabul «, jugando un papel secundario frente al embajador estadounidense Zalmay Khalilzad, temen ahora que el presidente Ghani establezca una relación similar con el comandante de las fuerzas de EEUU y de la coalición, el general estadounidense John Campbell.
Dicen también que Ghani ha reunido a su alrededor un grupo de hombres que trabajan para sus propios objetivos y les importa una higa su país. Eso, desde luego, no es nada nuevo en la vida política afgana, pero después de las grandes esperanzas que el nuevo gobierno generó sólo hace un año, la desilusión se siente como una caída en el abismo. Está claro que donde florece el egoísmo y la corrupción, los hombres justos y enojados se levantarán. Como todos los afganos saben, así es como los talibanes se impusieron por vez primera.
Mahbouba ponía fin a su última misiva de esta forma: «No hay nada seguro aquí. Pero una cosa puedo decirte: Afganistán necesita dirigentes que se merezcan a su pueblo. Nuestros soldados, que están perdiendo la vida por todo este país, nunca abandonarían sus deberes si tuvieran buenos comandantes y dirigentes honestos. Nuestros jóvenes nunca abandonarían su país si esos ancianos les dejaran paso. Es una desgracia que estemos sufriendo tanto con todos estos malos dirigentes a los que no hemos elegido. No son muchos, pero se desarrollan como un cáncer por esta tierra».
Ann Jones lleva trabajando periódicamente desde 2002 con organizaciones de mujeres en Afganistán. Es colaboradora habitual de TomDispatch y autora de Kabul in Winter: Life Without Peace in Afghanistan y, más recientemente, de They Were Soldiers: How the Wounded Return from America’s Wars — the Untold Story . Actualmente es socia del Charles Warren Center for Studies in American History en la Universidad de Harvard.
Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/176065/tomgram%3A_ann_jones%2C_the_never-ending_war/#more