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Entrevista a Simone Pieranni, creador de la agencia de prensa China Files

“China es el principal inversor, productor y consumidor de energía renovable”

Fuentes: NUSO

Así cambió el gigante asiático su modelo productivo gracias a su paciente inversión en capital intelectual y científico.

En 1938, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos gastaba en conjunto alrededor de 0,075% de su PIB en investigación científica, una cantidad mínima. En 1944, el gobierno federal y los estados incrementaron ese porcentaje a casi 0,5%, una inversión siete veces mayor que se utilizó para desarrollar los sistemas de radar, la penicilina y la bomba atómica. En las dos décadas siguientes, los fondos federales para investigación y desarrollo se multiplicaron por 20 y se creó así la base pública de futuras innovaciones privadas en las áreas de los productos farmacéuticos modernos, de la microelectrónica, de los satélites, de internet y mucho más. Sin embargo, a principios del decenio de 1980, se inició un lento descenso: el gasto público en investigación y desarrollo pasó al 1,2% del PIB; en 2017 se había reducido a 0,6%. Hoy en día, si utilizamos como base el porcentaje del PIB dedicado a la investigación, nueve países superan a EE.UU.

Mientras tanto, explica el periodista italiano Simone Pieranni, a finales de la década de 1960 e inicios de la de 1970, del otro lado del Pacífico, la Revolución Cultural en China había sepultado la educación superior. Millones de estudiantes fueron enviados al campo a aprender las habilidades revolucionarias de los campesinos. Solo después de la muerte de Mao Zedong, cuando la dirección al mando de Deng Xiaoping se hizo cargo del país, comenzó a restaurarse el sistema escolar chino. Pieranni escribe: “El año 1989 marcó el punto de inflexión: tras la supresión de las protestas de estudiantes y trabajadores, la dirección china decidió consolidar la lealtad de los cuadros intelectuales a través de una atención que hasta entonces se había confiado sobre todo a las clases productivas, los trabajadores y, fundamentalmente, los campesinos. (…) Al reservar un papel central a la ciencia, terminó llevando al poder a los llamados tecnócratas en la primera parte de la década de 2000; por otro lado, puso a toda una generación de intelectuales, científicos y profesores universitarios bajo el control ideológico del Partido. Los resultados fueron sorprendentes: de 1990 a 2010, la matrícula china en la enseñanza superior se multiplicó por ocho y el número de graduados pasó de 300.000 a casi tres millones por año. Durante el mismo periodo, la participación de China en la matrícula total de la enseñanza superior aumentó de 6% a 17% del total mundial. (…) En 1990, el número de doctorados en EE.UU. era 20 veces mayor que en China. Solo dos décadas más tarde, China superó a EE.UU. en esa medición, con 29.000 nuevos doctores en 2010, en comparación con 25.000 en EE.UU.”

Hoy en día, seis universidades chinas se encuentran entre las 100 mejores del mundo, según la clasificación de Times Higher Education. Con este capital intelectual y científico pacientemente construido desde hace más de dos décadas, China ya no solo es el taller industrial del planeta –de hecho, parte de los segmentos productivos que ocupó en la división internacional del trabajo se trasladan a otros países de Asia y del Sur global–, sino que anhela ser el número uno tecnológico del capitalismo cognitivo, por supuesto siempre bajo la dirección vigilante del Partido Comunista. El nivel de inversión e innovación planificada de las empresas chinas y de sus padrinos políticos en ámbitos como la inteligencia artificial, el 5G, el big data, las tecnologías de reconocimiento facial o el potencial vertiginoso de la informática cuántica tiene dimensiones de ciencia ficción. Como tal, plantea interrogantes complejos sobre las interacciones y las posibles sinergias entre un sistema tecnológico futurista y un modelo político-civilizacional sui generis, que combina hiperdesarrollo y raíces milenarias.

Hace años que Simone Pieranni, corresponsal y especialista en China del diario de izquierda Il Manifesto y creador de la agencia de prensa China Files, explora este mundo donde, según él, se juega nuestro destino. Il nostro futuro si scrive in Cina [Nuestro futuro se escribe en China], afirma el subtítulo italiano de su libro Red Mirror, cuyo título se inspiró por supuesto en Black Mirror, la famosa serie de televisión británica que pone en escena los posibles horizontes distópicos del desarrollo de las tecnologías de la información y la comunicación (tic). En ocasión de la próxima publicación de su libro en español, Pieranni respondió a esta entrevista para Nueva Sociedad.

Su libro empieza con un capítulo dedicado en gran parte a la “aplicación de aplicaciones” WeChat, que describe como “un nuevo pilar de la sociedad china”, un verdadero “ecosistema”. ¿Podría explicarnos qué es WeChat, qué función experimental o estratégica tiene en el desarrollo de China como potencia de alta tecnología y también por qué es un modelo en el que Facebook está interesado? Y a propósito, ¿qué porcentaje de los 1.400 millones de chinos posee un teléfono inteligente y cuál es el precio promedio de estos aparatos en relación con el salario mínimo y/o medio?

En 2019, 872 millones de personas se conectaron a internet a través de un teléfono inteligente. Un iPhone cuesta 439 dólares en China, pero los productos chinos, Huawei o Xiaomi, cuestan mucho menos. Aunque no hay cifras nacionales oficiales, y los salarios y los ingresos cambian mucho de una región a otra, las últimas estimaciones hablan de un ingreso medio de 12.000 dólares anuales, así que da una idea del costo relativo de estos teléfonos.

WeChat se puede utilizar para realizar cualquier actividad de la vida diaria. La última vez que estuve en China para recoger material para el libro, me impresionó mucho la nueva funcionalidad que permite dividir la cuenta en un restaurante, por ejemplo. Pero más allá de este aspecto más secundario, WeChat está involucrado en toda la vida social y pública de las personas, por lo que es realmente difícil prescindir de él. Recientemente WhatsApp lanzó en Brasil un proyecto piloto para permitir a los usuarios pagar mediante la aplicación, que es lo que hace WeChat. Esto se vincula con un modelo de negocio que consiste en ganar dinero con las transacciones, cosa que por el momento Facebook, Instagram y Whatsapp no hacen. Pero efectivamente, lo que también le interesa a Mark Zuckerberg es el aspecto “ecosistema”.

En China, WeChat es simplemente sinónimo de teléfono móvil. Imaginemos que encendemos el móvil, pulsamos en el Messenger y en lugar de la pantalla que conocemos ahora, encontramos una especie de página de inicio desde la que se accede a la mensajería, redes sociales, Instagram, cuentas bancarias, compras, reservas, etc. Eso es lo que fascina a Zuckerberg, que apunta a convertir Facebook en una especie de sistema operativo de aplicaciones: todos los otros sistemas tendrían que “correr” en el suyo, al igual que WeChat. Significa dinero, pero sobre todo una enorme riqueza de datos. Y precisamente, por razones a la vez tecnológicas, políticas y demográficas, China se está volviendo la gran potencia del big data.

Otro tema de tu libro es el desarrollo de las “ciudades inteligentes”, ¿de qué se trata exactamente?

Los proyectos de ciudades inteligentes abarcan todas las características de los varios sistemas de vigilancia y permiten a China resolver una serie de problemas, en primer lugar, el control de la población. Esto no es una completa novedad: las ciudades chinas siempre han sido construidas y desarrolladas para poder ser fácilmente controladas. Durante el maoísmo, se subdividían en distritos que correspondían a las categorías sociales, y tanto en los barrios obreros urbanos como en las aldeas, el sistema de control estaba asegurado por numerosas organizaciones formales e informales que dependían del PCCH.

Con la apertura económica de Deng Xiaoping, el boom urbanístico condujo a la creación de ciudades centradas en las gated communities, urbanizaciones cerradas, al igual que en varios países de Occidente. Ya se trataba de lugares hipercontrolados y “seguros”, pero ahora, con la “internet de las cosas”, la gestión informática del tráfico urbano y el control computarizado de la contaminación, entre otras innovaciones, se pasa a otra etapa de la evolución natural de este proceso: las ciudades inteligentes, precisamente.

Se supone que estas “ciudades inteligentes” tendrán un alto nivel de sostenibilidad ambiental. ¿Es una preocupación real y un modelo para el futuro, o solo una forma de greenwashing y de ostentación de virtud ecológica? ¿Qué dicen los planificadores chinos sobre los costos ambientales de tipo extractivista o las nuevas externalidades negativas de la producción de energía supuestamente “limpia” a gran escala?

En la última Asamblea General de las Naciones Unidas, celebrada el 22 de septiembre, el presidente Xi Jinping anunció que China quiere alcanzar la “neutralidad de carbono” (cero emisiones) para 2060, o sea un equilibrio entre las emisiones y la absorción de dióxido de carbono. Un “compromiso histórico” que ayudará a todo el planeta a reducir las emisiones y a emprender un camino energético verdaderamente alternativo. Según los especialistas, significaría bajar la temperatura global entre 0,2 °c y 0,3 °c. Pero hay algunas contradicciones: hoy en día, China consume la mitad del carbón del mundo. Además, sigue construyendo nuevas centrales eléctricas de carbón y quema mucho carbón en sus fábricas de acero y cemento (siendo el principal productor mundial de estos materiales). Luego, hay un aspecto no secundario relacionado con los estilos de vida: China es el principal mercado automovilístico del mundo y el primer país en términos de importación de petróleo.

Misión imposible, ¿entonces? No, según los expertos, porque la economía china tiene muchos aspectos y facetas: junto con su dependencia del carbón, es también un líder mundial en tecnologías “limpias” que podrían hacer factibles los planes –por cierto, muy ambiciosos– de Xi. De hecho, China es el principal inversor, productor y consumidor de energía renovable. De cada tres paneles solares en el mundo, uno está hecho en ese país. La misma proporción vale para las turbinas eólicas. En los proyectos de ciudades inteligentes, pero también en muchas metrópolis chinas, 98% del transporte público ya es eléctrico, al igual que 99% de los ciclomotores y los scooters. Además, China es líder mundial en la producción de baterías para alimentar vehículos eléctricos y almacenar energía renovable en las redes eléctricas.

Las ciudades inteligentes chinas podrían albergar a decenas de millones de personas en un futuro próximo, pero nunca acogerán a toda la población de un país tan inmenso. ¿Sobre la base de qué criterios se hará el acceso a estas ciudades y la selección de sus habitantes?

Esto queda por descubrir. Está claro que habrá una selección a través de los precios de la vivienda y del costo de la vida en general. También podría haber una regulación a través del sistema de crédito social, o sea el puntaje computarizado de la reputación, del comportamiento social y de confiabilidad de los ciudadanos. Cuando hablan de ciudades inteligentes, las autoridades piensan sobre todo en la clase media. Se trata no solo de nuevos sistemas de planificación urbana, sino también de auténticos nuevos modelos de ciudadanía. Solo los más ricos podrán vivir en ciudades inteligentes, pero entre los ricos solo tendrán acceso a ellas los que tengan mejor “puntaje”.

¿Qué expresa la obsesión por la seguridad y la vigilancia de los espacios urbanos en un país en el que usted mismo afirma que el nivel de crimen y agresión contra las personas es mucho menor que en muchos países occidentales o del Sur global? ¿Es solo un pretexto para el control político de la población, o hay otras explicaciones sociopsicológicas o antropológicas?

El mantra del liderazgo chino es “mantener la estabilidad”, todo está regido por esta necesidad. Los proyectos científicos de ingeniería de sistemas nacidos en la década de 1960, cuando Qian Xuesen, el padre del sistema de misiles chino, introdujo la cibernética en China, tenían como objetivo crear un sistema capaz de ser programado, modificado y, en algunos casos, “previsto”. Control de la población, seguridad y productividad van todos en la misma dirección, y como sostenía Michel Foucault, son una condición imprescindible del desarrollo capitalista. No quiero decir con esto que los chinos estén dispuestos a dejarse domesticar completamente por estos procesos, porque no es así, pero ciertamente hay menos barreras a la invasión tecnológica de la vida cotidiana. Cuando se empezó a utilizar el reconocimiento facial para prácticamente todo (seguridad, salud, actividades bancarias, etc.), casi todo el mundo lo aceptó sin pestañear. Más bien había cierto entusiasmo por una innovación que demostraba el progreso tecnológico chino. Eso se vincula también con algunas concepciones filosóficas antiguamente arraigadas en China que impiden la formación de barreras éticas al impacto de la tecnología en la vida cotidiana. Mientras que en Occidente siempre hemos separado lo humano de lo técnico (religión y ciencia por ejemplo), los chinos han concebido una especie de “cosmotecnia” como la llama el filósofo Yuk Hui, los dos elementos han existido siempre juntos. Hui se refiere a los ritos confucianos: los objetos (la tekné como la llamaríamos en Occidente) son tan parte del proceso ritual como los propios ritos. Todo esto permite que China avance mucho más rápido que nuestras sociedades en este terreno.

A propósito de las ciudades inteligentes, usted mencionó los sistemas de crédito social. Hay muchas fantasías distópicas al respecto en Occidente, y algunos observadores de China, como el sociólogo francés Jean-Louis Rocca, piensan que son exageraciones orientalistas y afirman que los sistemas de crédito social y de puntaje de la reputación y del comportamiento, por el momento, son más bien experimentales, locales, sectoriales y no están interconectados. Rocca dice que la gran mayoría de los chinos a los que ha interrogado para su investigación no lo ven como un factor importante en su vida cotidiana y están sorprendidos por la importancia que se le da al tema en Occidente. ¿Qué opina?

Sí, estoy bastante de acuerdo. De hecho, estos sistemas tal como existen ahora no suscitan problemas particulares, al igual que sistemas similares que se encuentran en Occidente. El sistema de crédito social nació con una doble función: se trata de una forma de regulación del ecosistema económico que concierne a las empresas por un lado, y a las personas por otro lado. No existe todavía un sistema unificado y nacional de crédito social, sino muchos experimentos. En resumen, se trata de asignar un puntaje a cada persona en función de su confiabilidad en términos administrativos, penales y cívicos. Por supuesto, en un Estado de partido único, los criterios para juzgar a una persona pueden multiplicarse y llegar a ser mucho más problemáticos. Pero por el momento, aunque existen también en China atisbos de reflexión sobre la protección de la privacidad y el uso de los datos, la idea del crédito social está aceptada porque la población china lo percibe como un sistema realmente capaz de garantizar una mayor seguridad y armonía social. Para nosotros, por supuesto, parece inquietante, pero si pensamos en todas las veces en que somos evaluados y calificamos a los demás con sistemas de clasificación, no estamos tan lejos del modelo chino. Por el momento, en Occidente, nos evaluamos entre ciudadanos; en China, es un proceso que viene de arriba.

Como decía, es un sistema inquietante en perspectiva. En términos más generales, dado que la principal preocupación del PCCH es mantener la estabilidad, hay una voluntad de crear un entorno lo más “confiable” posible, poblado por empresas y personas igualmente “confiables”. Para la calificación de las empresas, este tipo de sistema existe también en Estados Unidos, se llama fico. Para las personas, no estamos todavía en estos niveles, pero algunos sistemas de rating o de calificación occidentales (para pedir un crédito o alquilar una vivienda, por ejemplo) no están tan alejados de los experimentos chinos. Claro que este tipo de sistema es más impresionante en el contexto político, tecnológico y demográfico chino. En resumen: Beijing pretende crear en un futuro próximo un sistema nacional único, que por el momento no existe, capaz de evaluar la confiabilidad de las personas en función de sus comportamientos administrativos, penales o cívicos; estos comportamientos pueden llevar a una persona a perder o ganar puntos. Por el momento, el verdadero problema es la desproporción entre “delito” y sanción: si no pago una multa, por ejemplo, corro el riesgo de no poder desplazarme, porque me bloquean automáticamente la posibilidad de comprar billetes de tren o de avión.

Sin embargo, en términos de control social integral facilitado por las tecnologías de avanzada, existe el “laboratorio” de Xinjiang, donde parecería que se está llevando a cabo una experimentación sin precedentes históricos con el control y la disciplina de la población uigur, juzgada como desobediente o peligrosa.

En Xinjiang hay una combinación de todos los elementos del arsenal tecnológico chino, una gama de aplicaciones, cámaras de reconocimiento facial y varios modelos predictivos, con formas de represión más tradicionales, como prisiones y campos de reeducación. Además del control tecnológico, miles de personas trabajan para este sistema de represión contra la población musulmana de lengua túrquica de esta provincia, como lo demuestran las recientes filtraciones de documentos internos del PCCH. Cientos de miles de personas han estado encerradas en campos de reeducación sólo por ser juzgadas sospechosas. Como siempre, China experimenta incluso las cosas más horribles, para ver después cómo limitarlas o ampliarlas. Pese a los testimonios de muchos perseguidos que han podido escapar, Beijing niega que se esté llevando este tipo de represión en Xinjiang y afirma que la región se ha enriquecido en los últimos años. Lo que es cierto, pero eso no cambia en nada la ferocidad de esta política represiva.

Ahora bien, en términos de control social, no todo es tecnología y consenso neoconfucianista. Usted menciona también los “ojos vigilantes” de la población misma y las formas de control capilar a través de las organizaciones de base, herencia maoísta, pero no solamente. En apariencia, los comités barriales han jugado un rol muy importante en la pandemia, por ejemplo.

Sí, en la historia de China desde 1949 hasta el presente, el PCCH ha movilizado repetidamente a los órganos estatales, las administraciones y la población para optimizar las respuestas en casos de emergencia y crisis repentinas, esos “cisnes negros” sobre los que alertó Xi Jinping en un discurso hace unos meses. La respuesta a la epidemia de SARS en 2003 y al terremoto de Sichuan en mayo de 2008 son ejemplos de lo que el Partido entiende por “movilización”, considerada fundamental para lo que se denomina “éxito de la reconstrucción”. Una crisis o una emergencia pueden crear mecanismos empujados desde arriba capaces de poner al Partido en el centro de la escena social en China, como motor y equilibrador de situaciones complicadas, y también con una voluntad de mitigar y hacernos olvidar las deficiencias iniciales de la maquinaria político-administrativa.

De hecho, como recuerda Li Zhiyu, la noción de “movilización” (dongyuan) es un concepto fundamental en la política china contemporánea. El término “indica el uso de un sistema ideológico por un partido o un régimen político para alentar u obligar a los miembros de la sociedad a participar en determinados objetivos políticos, económicos o sociales a fin de lograr un nivel intenso de centralización y de despliegue de recursos materiales y humanos”. Se ha visto este despliegue con la crisis del coronavirus. A pesar del –grave– retraso con el que China comenzó a tratar el covid-19 y su propagación, la población china pareció dispuesta a apoyar las decisiones que venían de arriba. Hubo lecturas de temperatura en todas partes, especialmente en las entradas del metro, limpieza constante del transporte público allí donde no fue suspendido. Cada ciudad hizo lo suyo: en algunos lugares se han reducido las horas de trabajo de los supermercados o centros comerciales para evitar el riesgo de contagio, en otros –especialmente en los pueblos rurales–, todos trataron de ayudar como pudieron al personal médico encargado de ir de casa en casa para tomar la fiebre e informar sobre posibles casos de contagio. Con la parálisis de los transportes públicos, muchas personas se han puesto a disposición de los hospitales para llevar materiales de un lugar a otro, dedicando a ello a veces el día entero. Incluso mucha gente que decía que temía el contagio sintió la necesidad de ayudar.

Lo que parece describir es una especie de capitalismo de vigilancia bajo el control del Partido-Estado, con una forma sui generis de sinergia público-privada y un nivel relativamente alto de aceptación social, que tiene incluso profundas raíces históricas en términos de la cultura del “buen gobierno” y las expectativas de los gobernados. ¿Es así?

Sí, exactamente, y la pandemia lo ha demostrado combinando alta tecnología con movilización de masas. En esta ocasión, la potencia de las aplicaciones chinas dedicadas al control estricto de los movimientos de la población, y a menudo acusadas de no ser más que un dispositivo de seguridad y el punto de anclaje de futuras ciudades inteligentes hipervigiladas, ha sido presentada por el gobierno y los operadores privados chinos como un servicio público imprescindible en una situación de emergencia. La agencia Reuters escribió que el coronavirus “sacó de la sombra” el sistema de vigilancia chino. En realidad, se podría decir más bien que el virus permitió un uso ad hoc de herramientas que los chinos están acostumbrados a usar o a “padecer” cada día. De hecho, nos enfrentamos a la primera emergencia sanitaria en la era de la inteligencia artificial, y aunque en medio de una situación dramática y complicada, una vez más, China señaló el camino.

En este sentido, podría decirse que la pandemia ha sido un estímulo y un incentivo para la aceleración y la ampliación de los sistemas de alta tecnología aplicados a la administración sanitaria, demográfica, educativa, policial, etc.

En la China del coronavirus hay nuevas posibilidades para las empresas de alta tecnología. Ahora mismo, aunque nunca lo confesarán, tienen una oportunidad única de maximizar la principal materia prima de sus innovaciones: más datos, muchos más datos. El miedo al contagio y a la enfermedad ha hecho que la ya de por sí débil resistencia a la invasión de la privacidad haya quedado definitivamente enterrada.

Se pueden citar varios ejemplos. La empresa de reconocimiento facial Megvii ha declarado que ha desarrollado “una nueva forma de identificar y localizar a las personas con fiebre, gracias al apoyo del Ministerio de Industria y Ciencia”. Su nuevo sistema de medición de la temperatura utiliza datos del cuerpo y del rostro para identificar a las personas, y ya se está probando en un distrito de Beijing. También Baidu, el principal motor de búsqueda chino, anunció que su laboratorio de inteligencia artificial habría creado un dispositivo similar. La compañía de cámaras de vigilancia Zhejiang Dahua anunció hace poco que “puede detectar la fiebre con cámaras de infrarrojos con una precisión de 0,3 °c”, lo que puede ser muy útil en lugares muy concurridos, como los trenes. Se trata de empresas privadas que, apoyadas por el Estado, desarrollan nuevos productos “intrusivos” (pero también considerados como muy útiles por la población). Estas empresas pueden entonces comercializar en el exterior sus innovaciones perfeccionadas gracias a la posibilidad de acceder a esta enorme cantidad de datos, posibilidad garantizada y controlada por el Estado.

ambién las tecnologías de reconocimiento facial han progresado. SenseTime, uno de los principales operadores en este ámbito, afirma ahora ser capaz de identificar incluso a las personas que llevan máscaras. Es un aspecto muy importante, porque en China, además del teléfono inteligente, el reconocimiento facial sirve para muchas cosas: pagar, reservar, hacer trámites en un banco o en las oficinas públicas. Con el uso masivo de máscaras, las tecnologías existentes habían dado señales de imperfección (que fueron subrayadas irónicamente en las mismas redes sociales chinas por personas que no pudieron entrar en su propia casa por llevar una máscara, por ejemplo).

Podemos citar también el uso de drones para avisar a la gente de que tiene que usar máscara (hay un vídeo en el que se ve a una anciana de Mongolia Interior que fue visitada por un dron); los robots utilizados dentro de los hospitales para efectuar el control de plagas, la entrega de comidas o la limpieza en las áreas utilizadas para los pacientes infectados con coronavirus; los asistentes de voz que piden información a las personas en su casa, almacenan datos y sugieren un tratamiento o una hospitalización inmediata. En cinco minutos, los asistentes de voz chinos son capaces de hacer 200 llamadas, aliviando el trabajo de los hospitales. Con tecnologías como el reconocimiento de la voz y la comprensión semántica, los robots son capaces de comprender con precisión los lenguajes humanos, obtener información básica y dar respuestas. Existen también perspectivas de poder desarrollar nuevos productos y tratamientos farmacéuticos gracias a la inteligencia artificial y las plataformas de intercambio de macrodatos, aunque en el caso del coronavirus, en la comunidad científica hay bastante unanimidad en subrayar que la vacuna o la cura definitiva no están a la vuelta de la esquina.

Por último, está el aspecto relacionado con las conferencias virtuales y el aprendizaje electrónico, en el que China lleva invirtiendo hace tiempo. Recientemente, debido al cierre de escuelas y oficinas durante la pandemia, ha sido objeto de una atención y experimentación renovadas. En las escuelas, se usaron softwares ya existentes que permiten conectar a varios alumnos al mismo tiempo, proporcionando al profesor todos los datos necesarios, incluidos algunos grabados por cámaras sobre el nivel de atención demostrada por el alumno durante la clase.

Toca concluir que distopía y utopía son difíciles de desenredar en el caso chino. Usted cita al gran autor de ciencia ficción Liu Cixin cuando dice: “Cada época impone cadenas invisibles a quienes la viven. La única oportunidad que nos queda es bailar entre nuestras cadenas”. Usted también escribe que, para los ciudadanos de las democracias liberales de tipo europeo, habrá un momento en que solo tendrán la oportunidad de dejar sus datos personales al Estado chino o a las empresas estadounidenses. En este escenario, ¿qué espacio nos queda para “bailar entre las cadenas”, y qué espacio les queda a los propios chinos? ¿Existen posibilidades de resistencia, o tal vez contradicciones internas de naturaleza lógica o material dentro de los propios sistemas de control?

Para Occidente, pienso en Europa, es necesario adoptar una política común y única sobre el big data. En mi opinión, los macrodatos deben ser gestionados como un bien común, es decir, de forma transparente y por la colectividad, de lo contrario Europa seguirá siendo un campo de batalla entre Estados Unidos y China. Para los chinos, no lo sé, dependerá de ellos. Como observador externo, creo que estas cuestiones pueden convertirse en fuente de conflicto, incluso político, solo en el momento en que el pacto social que todavía rige el país –te enriqueces, pero renuncias a ciertos derechos– empiece a tambalearse. En el quinto plenario del PCCH que acaba de terminar, se decidió que China invertirá aún más en tecnología y desarrollo del mercado interno. Lo que hay que observar por el momento, creo, es la dinámica de la clase media china: 400 millones de personas que son las que sustentan este mercado interno y apoyan a los dirigentes del país.

Fuente: https://ctxt.es/es/20210101/Politica/34724/china-red-mirror-futuro-wechat-datos-simone-pieranni.htm?s=09