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China tiene la palabra

Fuentes: Rebelión

La actual arquitectura del poder a nivel global es reflejo de una realidad en buena medida superada como consecuencia de los cambios registrados tras el final de la guerra fría y solo en parte a ella incorporados. La crisis mundial ofrece una oportunidad de reconstrucción cuyos sujetos se residencian tanto en la acción de movimientos […]

La actual arquitectura del poder a nivel global es reflejo de una realidad en buena medida superada como consecuencia de los cambios registrados tras el final de la guerra fría y solo en parte a ella incorporados. La crisis mundial ofrece una oportunidad de reconstrucción cuyos sujetos se residencian tanto en la acción de movimientos globales transgresores como en aquellos estados que podrían aspirar a establecer otros equilibrios. Ahora bien, ambos vectores parecen no confluir. Las posibilidades de asociar este discurso a una hipotética agenda de los BRICS, por ejemplo, parece limitada, tanto en función de sus circunstancias internas, que ofrecen serias dudas de su compromiso con principios y valores alternativos, como también del hipotético malogro de un crecimiento que, a la postre, sería conservador y dependiente de la maquinaria ideológica y económica de los países más ricos.

Tienen hoy las economías emergentes la posibilidad de incidir en la transformación del orden internacional, pero se conducen con tal timoratismo que más parecen renunciar a ella. Más aún: a juzgar por los resultados de las últimas cumbres de los BRICS y del G-20, parece primar la apuesta común por el fortalecimiento de unas instituciones tan cuestionadas como el FMI o el BM, antes que la puesta en marcha de alternativas distintas, basadas en otros paradigmas, que se siguen demorando. Ello se produce además en paralelo a la constatación de la congelación efectiva de los repartos pactados hace un par de años aun sin que pongan en duda el núcleo duro del poder mundial. Muy lejanos parecen ya los debates acerca del cuestionado futuro del patrón dólar, su posible sustitución por los derechos especiales de giro, e incluso la abolición del FMI, entre otros.

El momento actual de crisis es propicio a priori para establecer mecanismos alternativos basados en la implementación de caminos propios al desarrollo. Ese, a fin de cuentas, ha sido siempre el leit motiv de China y la justificación de sus excepcionalidades a lo largo de la historia. De no aprovecharlo y solo limitarse a intentar corregir las disfuncionalidades de las actuales instituciones a cambio de concesiones menores que no alteran la correlación de fuerzas de fondo, es evidente el riesgo de sucumbir como comparsa a la solidificación del poder de las economías más desarrolladas, posibilitando una nueva vuelta de tuerca que daría al traste con las expectativas de reconstrucción del orden global, en sintonía, quizás, con las aspiraciones de numerosos movimientos sociales.

Tanto China, como Rusia o Brasil, por ejemplo, han gesticulado en esa línea en los últimos años, pero sus acuerdos presentan un perfil muy limitado y carecen de vocación articuladora de nuevos liderazgos, limitándose al aprendizaje mutuo en un entorno preferentemente bilateral lo suficientemente moderado como para no irritar a sus competidores. La sintonía a la hora de defender los intereses de los países en desarrollo y la evolución ascendente de los intercambios económicos y comerciales desplazando a las viejas potencias a segundos y terceros puestos marcan, por el contrario, activos de gran alcance discursivo y fáctico a poco que se pongan manos a la obra.

La clave futura pasa por la actitud de China. Es verdad que China tiene ya bastante con lo suyo y que, tradicionalmente reacia a portar bandera alguna, la ausencia de vocación mesiánica juega a la contra. Sus problemas internos son muchos y no precisamente leves. Pero se equivoca si considera que su tamaño le inmuniza frente al exterior brindando capacidades añadidas de blindaje. Por el contrario, las presiones irán en aumento y a ellas solo podrá responder de forma eficaz desembarazándose de las dependencias que le someten y atan en corto y complementando su inserción global con la edificación de alternativas superadoras que reflejen los cambios experimentados en la balanza de poder mundial.

No basta con presentar las exigencias cívicas del mundo rico como manifestaciones de una crisis ajena que justifica la hipotética idoneidad de su sistema frente a los agujeros negros de las sociedades desarrolladas. Es el momento de tender puentes para sentar las bases de otro orden, con otro discurso y otras instituciones, por interés nacional y por responsabilidad global. Salvo que, en efecto, el círculo ya se haya cerrado y finalmente China, con hueco propio en proceso de configuración, se haya sumado al directorio desde la distancia ofreciendo a cambio garantías de no interferencia ni vocación transgresora. Pudiera ser.

La dinámica y composición del G-20 explicita el reconocimiento del indispensable concurso de los países emergentes para salir de la crisis. Tras siete cumbres sucesivas, parece que todos se han olvidado de que necesitamos algo más que distribuir la deuda de unos y otros. Es el momento de poner alternativas sobre la mesa, pero no asoma nada nuevo, más allá de los reiterados esfuerzos capitalizadores de lo viejo. Solo algunos están en condiciones de hacerlo. China tiene la palabra.

Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.