Es verdad que los dirigentes y militantes del PCCh -cerca de 76 millones de personas- dicen ser comunistas, lo cual es ciertamente llamativo en los tiempos que corren. ¿Por qué insisten tanto en ello cuando, a simple vista, la realidad parece mostrar un particular empeño, por ejemplo, en el impulso a la liberalización económica y […]
Es verdad que los dirigentes y militantes del PCCh -cerca de 76 millones de personas- dicen ser comunistas, lo cual es ciertamente llamativo en los tiempos que corren. ¿Por qué insisten tanto en ello cuando, a simple vista, la realidad parece mostrar un particular empeño, por ejemplo, en el impulso a la liberalización económica y una desatención hilarante a las cuestiones sociales?
¿Es realmente creíble que, como dicen, el injusto tiempo actual es sólo un inevitable periodo de transición cuya culminación en forma de refundación de un socialismo adaptado a las circunstancias nacionales depende en exclusiva de que sea el PCCh quien conduzca el proceso? ¿O esto es sólo una coartada para seguir usufructuando el poder y beneficiarse de ello conteniendo protestas sociales que de otro modo podrían dispararse? ¿Tienen los dirigentes chinos necesidad de seguir autodenominándose comunistas?
Aunque pocos les creen, tanto dentro como fuera del país, insisten en el ritual. Hu Jintao y otros lo recuerdan a cada paso, mientras se promueven iniciativas de estudio del marxismo y desde las escuelas del Partido, el leninismo, el pensamiento de Mao Zedong, de Deng Xiaoping y de Jiang Zemin es objeto de reiteradas campañas para que no queden en el olvido, al tiempo que se insiste en erradicar todo dogmatismo y enaltecer la «adaptación»: «la verdad está en los hechos». Siendo así, los hechos son preocupantes… El 0,4% de la población acumula el 70% de la riqueza, aseguraba en octubre pasado Hu Xingdu, profesor de economía en el Instituto de Tecnología de Pekín. China es el país del mundo con más billonarios después de EEUU, según la revista Hurun. Su fortuna supera el PIB de Indonesia o de Bélgica ¿Cómo un auténtico PCCh en el gobierno puede expresar esa desafección tan llamativa frente a los más humildes y tanta complicidad con las grandes fortunas, muchos de ellos especuladores del sector inmobiliario o dueños de esas minas de carbón donde mueren obreros a cada paso en condiciones infrahumanas? ¿En verdad no hay otro camino que la asunción de un mercado de estas características y el agravamiento de las desigualdades para alcanzar el socialismo?
Por otra parte, el esmero represivo de toda disidencia política que reclame signos liberalizadores de signo occidental, en paralelo al control ejercido sobre quienes detentan cierto poder económico, se complementa con el dominio directo de los sectores estratégicos de mayor calado, con preeminencia absoluta de empresas estatales donde las estructuras del PCCh actúan de verdadera columna vertebral y cuyos dirigentes dependen del nombramiento (y cese) del PCCh. El sector privado, tan en boca de todos por su creciente contribución al PNB, está representado en más de un 90% por pequeñas y medianas empresas, en un escenario atomizado que, siguiendo la advertencia de Deng Xiaoping, nunca podrá configurarse como un todo integral que se conduzca como una nueva burguesía que dispute el poder al PCCh. Tras la decisión del gobierno, el pasado 13 de mayo, de abrir nuevos sectores a la inversión y presencia del sector privado, se espera una nueva oleada privatizadora, pero el PCCh defiende a ultranza su capacidad de gestión del desafío (en parte integrando a los nuevos ricos en sus filas). Por no citar al Ejército, más fiel al PCCh y su Comisión Militar Central que al propio Estado, ambos hoy totalmente confundidos.
¿Por qué comunistas? Podría ser, simplemente, porque es verdad y se lo creen. O no se lo creen pero les viene de perlas para estar en la cresta de la ola y prolongar la legitimidad derivada de un proyecto que hoy parece deambular por sus antípodas. Podría ocurrir también que el reconocer lo contrario equivaliera a «perder la cara», circunstancia culturalmente poco admisible incluso en esta China abrumada por los signos de la modernidad pero donde la hipotética contradicción sigue resolviéndose por la mera coexistencia de los contrarios. Por último, si dejan de ser comunistas muchas cosas en la China actual perderían sentido, entre otras, el discurso que asegura su hegemonía política indiscutible, so pena de conceptuarse como un absolutismo más equiparable a cualquier dictadura sin matices.
¿Forma parte todo ello de una mera coartada para lograr la complicidad de Occidente en términos tecnológicos y financieros a fin de asegurar, primer objetivo, su desarrollo? No dejar de ser sintomático que en el orden exterior la animadversión de multinacionales y poderes constituidos frente al PCCh brille por su ausencia. Ello a pesar de que en casi todo el mundo la palabra comunista tiene una connotación negativa. Las disputas, cuando existen, son de naturaleza pragmática o estratégica, pero en ningún caso ideológica.
¿Criptocapitalistas o criptocomunistas? Stalin decía que los comunistas chinos eran como los rábanos: rojos por fuera y blancos por dentro. Su razón de ser principal siempre ha sido el nacionalismo, credo inevitable para lograr el resurgimiento de la China arrodillada por las cañoneras occidentales en el siglo XIX, y tan presente en la liquidación del poder imperial como en la China maoísta disfrazado de lucha ideológica contra el comunismo soviético. La fraternidad internacionalista no fue suficiente. Tanto el Gran Salto Adelante como la Revolución Cultural expresaban, entre otras cosas, esa sensibilidad que hoy reviste la denominación de reforma y apertura.
Ese proyecto, la revitalización de la gran nación china, exige un alto grado de cohesión que sólo puede garantizar una fuerza política esencialmente monolítica (con sensibilidades y divisiones que apenas trasciendan) que ejerce el poder en exclusiva y con capacidad para emitir mensajes que refuercen su condición de garante de la estabilidad. No obstante, ese proyecto escora cada día más hacia la transmutación del PCCh en un nuevo poder de signo confuciano, articulado en torno a las bondades tradicionales del mandarinato, administradores honestos y virtuosos (lo que también explicaría parcialmente la importancia de la lucha contra la corrupción) cuyo objetivo es enriquecer la nación y garantizar la armonía social, pero en ningún caso alumbrar un nuevo orden emancipador. A la postre, en esa base radica la fluidez del entendimiento que hoy acerca posiciones como las defendidas en su día por fuerzas antaño tan antagónicas como el PCCh y el Kuomintang (KMT), desideologizados pese a tanta liturgia de signo aparentemente contrario y ambos contagiados por el pragmatismo que invita a la «reconstrucción de la nación». Las negativas a una liberalización, del signo que sea, no se sustentan en un proyecto ideológico de clase sino nacional.
Más ficción que realidad, la subsistencia del ideario comunista es el argumento ideal para mantener el poder del partido único y reafirmar su legitimidad histórica, valiéndose de una hipotética continuidad respecto al proyecto de un Mao Zedong cuyas proclamas están totalmente ausentes del discurso y acciones del actual PCCh, en su mayoría y en su práctica, confucianas entre líneas.
El PCCh es hoy un aparato de poder que todo lo ocupa, pero vacío de otro sentido ideológico que no sea el nacionalismo. Las loas al socialismo y la reivindicación del marxismo que proclama Hu Jintao desde las tribunas conmemorativas se quedan en un brindis al sol con fecha de caducidad. Valga de ejemplo que ya en las útimas celebraciones del 60 aniversario de la RPCh, el retrato que presidía la ceremonia no era el de Mao (incorporado al desfile con el Deng, Jiang Zemin o Hu Jintao) sino el de Sun Yat-sen, el fundador de esa primera China republicana que el año próximo cumplirá su primer centenario.
Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China y autor, entre otros, de «Mercado y control político en China».
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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