1. En 1945, la URSS, que había entrado con sus tropas en Corea como consecuencia de sus acuerdos con Washington en el reparto de tareas de la ofensiva final de la Segunda Guerra Mundial, y que podría haber ocupado toda la península, detiene sus divisiones en el paralelo 38, punto de encuentro fijado con los […]
1. En 1945, la URSS, que había entrado con sus tropas en Corea como consecuencia de sus acuerdos con Washington en el reparto de tareas de la ofensiva final de la Segunda Guerra Mundial, y que podría haber ocupado toda la península, detiene sus divisiones en el paralelo 38, punto de encuentro fijado con los soldados norteamericanos para que el ejército japonés del sur de la península se rinda ante el alto mando estadounidense. Después, Moscú retira sus tropas, traspasando el control del norte de la península a Kim Il Sung, dirigente de la guerrilla comunista coreana que había combatido a los japoneses. En ese momento, Moscú defiende la independencia de una Corea unida. En el sur, la rendición japonesa trae una efímera república y, después, en agosto de 1948, la creación, por Washington, de una República de Corea. La respuesta de la resistencia instalada en el norte es la creación de la República Popular de Corea, que el gobierno norteamericano se niega a reconocer. La URSS ha retirado sus tropas del norte del país, pero Estados Unidos, incumpliendo los acuerdos con Moscú, mantiene sus soldados en el sur: hasta hoy. Washington cede el poder a Syngman Rhee, que establece una feroz dictadura y reprime sin contemplaciones a quienes exigen la reunificación con el Norte. De esa época procede la exigencia popular de retirada de las tropas norteamericanas de Corea del Sur.
La doctrina Truman de contención del comunismo y el inicio de la guerra fría, hacen el resto. Washington, ante la cercanía ideológica de Corea del Norte con la URSS, fortifica sus posiciones: las negociaciones entre Moscú y Washington sobre Corea se cierran con un fracaso y la división se consolida. La imposición de dos repúblicas es rechazada por Kim Il Sung y por la mayoría de las fuerzas políticas del sur del país. El deseo de reunificación, visto como una liberación de la parte del país ocupada por tropas extranjeras, que venía a suponer una continuación de facto de la ocupación japonesa, culmina el 25 de junio de 1950, cuando el ejército norcoreano atraviesa el paralelo 38. Seúl es liberada, y la población del sur muestra en las calles su apoyo a la acción. Sin embargo, Washington no acepta la reunificación, que contempla como la expansión del comunismo.
Así, Estados Unidos contraataca, atraviesa a su vez el paralelo 38, haciendo retroceder a los soldados norcoreanos, y llega casi hasta la frontera china. La propaganda norteamericana ha mantenido durante 50 años, y sigue haciéndolo, que su intervención fue defensiva, y que su ataque estaba bajo el mandato del Consejo de Seguridad de la ONU. Sin embargo, ocultan los detalles de la situación: sus tropas no se limitan a restablecer la frontera en el paralelo 38 sino que llegan casi hasta la frontera china, y el mandato de la ONU era fruto de sus malas artes diplomáticas. Cuando se inician las hostilidades en Corea, en 1950, es convocado el Consejo de Seguridad de la ONU, por iniciativa norteamericana, en un momento en que el representante soviético se encuentra ausente del Consejo: medio año antes, Moscú lo había abandonado como forma de protesta ante la ocupación del escaño reservado a China por el gobierno derrotado de Chiang Kai Cheh. Recuérdese que, en octubre de 1949, Mao Tse Tung había proclamado la República Popular China. Washington se negaba a que la nueva China ocupase el sitio en el Consejo de Seguridad que, con arreglo al derecho internacional, le correspondía al gobierno de Pekín. De hecho, Taiwan usurpará ese puesto durante años, con el beneplácito de Washington que, gracias a su derecho de veto, impide cualquier cambio.
Aprovechando esa situación, Estados Unidos arranca una autorización del Consejo de Seguridad (los otros países con derecho a veto, Francia, Gran Bretaña y la China nacionalista de Chiang Kai Cheh son aliados suyos) que le permite presentar ante el mundo su ataque a Corea del Norte como una «misión de la ONU». De esa forma, la Unión Soviética no pudo utilizar su derecho de veto, y pese a que Moscú volvió al Consejo de Seguridad y exigió que fuese declarada nula la anterior decisión, puesto que no habían estado presentes todos los miembros permanentes del Consejo cuando fue adoptada, Washington mantuvo su posición, argumentando -en contradicción con la propia Carta de la ONU- que habían votado los países que se hallaban presentes. Una muestra de las trampas de leguleyo de Washington se constata en la calificación dada a sus propias tropas como «fuerzas de la ONU», en un intento de darle fuerza jurídica a su intervencionismo, dado que, en ese momento, 1950, las Naciones Unidas no habían llegado a ningún acuerdo que significase la dotación por parte de los países miembros de fuerzas militares para componer unidades propias bajo mando de la ONU. La propuesta norteamericana utilizó un ardid: hacer que la ONU «pidiese» a los Estados Unidos que le dejase utilizar sus tropas y su estructura militar en Corea para los planes de ataque. Recuérdese que algo parecido pretendió hacer Washington durante los preparativos de la reciente invasión de Iraq, aunque, en 2003, la resistencia del resto de los países con derecho a veto del Consejo de Seguridad le impidió contar con el aval de la ONU.
Tras el ataque norteamericano, Pekín, que veía las divisiones estadounidenses aproximarse a sus fronteras, interviene en ayuda de Pyongyang. Pese a lo que mantiene su propaganda, a los norteamericanos no les tembló el pulso en la guerra, e iniciaron una política que perseguía aterrorizar a la población. Todavía ignoramos las dimensiones de la matanza. Faltan investigaciones, pero no hay duda de que Corea, Vietnam, Iraq, o No Gun Ri, My Lay, Abu Graib, son eslabones de una misma política. Baste un ejemplo: a finales de julio de 1950, soldados del Séptimo de Caballería norteamericano disparan contra refugiados desarmados, en el puente de No Gun Ri: más de trescientas personas, entre ellas mujeres y niños, son asesinadas. Las consecuencias de la guerra, que dura tres años, son terribles: se calcula que murieron cuatro millones de personas. Cuando se detienen los enfrentamientos militares, la frontera se estabiliza de nuevo en el paralelo 38. Nunca se firmó el final de la guerra, ni existe un tratado de paz. El acoso norteamericano, que sigue manteniendo casi cuarenta mil soldados en Corea del Sur y más de cien mil soldados en la zona, continua hasta hoy, y su potente propaganda mantendrá la ficción para ingenuos de que mientras Corea del Norte era una dictadura comunista, Corea del Sur era una democracia, ocultando la realidad de una sanguinaria dictadura en Seúl cuyos sucesivos representantes son un ejemplo de ignominia: como Syngman Rhee o el general Chung Hee Park.
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2. La desaparición de la URSS, en 1991, cambia por completo el panorama estratégico mundial. Washington reelabora su doctrina militar y su visión estratégica del planeta; acaricia el objetivo de ocupar por completo el espacio anteriormente influido por Moscú, y juega incluso con la idea, sin reconocerlo abiertamente, de dividir la propia Rusia, heredera, en lo sustancial, del papel desempeñado por la URSS. La nueva Rusia capitalista tiene sus propios intereses, que no coinciden con Washington: el principal, la continuidad y la seguridad del propio país (aunque territorialmente disminuido), y de la propia cultura rusa, ante el riesgo de división alentada por Washington. Otras cuestiones se añaden al complejo tablero estratégico: el futuro de Asia central, la reorganización de Oriente Medio, el flujo petrolífero. Al mismo tiempo, Estados Unidos ocupa paulatinamente el espacio abandonado por Moscú en Europa oriental, el Cáucaso y en Asia central, y empieza a construir el cerco a China, mientras se embarca en la fantasmal «guerra contra el terrorismo», que oculta adecuadamente sus objetivos políticos estratégicos, enarbolando un estrafalario eje del mal, compuesto por Iraq, Irán y Corea del Norte, apto para consumo interno y para alimento de su propaganda servida al mundo. La artificial crisis nuclear de la península de Corea cobra sentido en esa nueva situación.
Hasta el inicio de la década de los ochenta, el nivel medio de vida del norte del país era superior al del sur. Sin embargo, los años noventa del siglo XX fueron especialmente duros para Corea del Norte: a la desaparición de la URSS, y a la destrucción de las redes comerciales con los países socialistas, con la pérdida del ventajoso petróleo soviético, se añaden las terribles inundaciones de 1995 y 1996, que destruyen buena parte de la infraestructura agrícola, y, después, llega la dura sequía de 1997. La consecuencia fue una crisis alimentaria que forzó a Pyongyang a pedir asistencia internacional. A finales de 2004, la FAO informaba de que la cosecha de arroz norcoreana había sido la mejor de los diez últimos años, pero persistía el déficit alimentario. La terrible crisis, aún no resuelta, fue acompañada por alarmistas noticias, filtradas por organismos norteamericanos, que hablaban de millones de muertos en Corea del Norte y que preparaban psicológicamente al mundo para una posible intervención contra el país. A ello se añadía la ambigua referencia al peligro nuclear e, incluso, la afirmación de que Pyongyang posee la bomba atómica. La lógica de esa temeraria política es repetida con insistencia por Washington: sabe que, si esas informaciones adquieren verosimilitud, ¿quién osará mover un dedo por un régimen responsable de la muerte de millones de ciudadanos y que, además, es un peligro nuclear? Así, el enfrentamiento de los años cincuenta se repetía de nuevo, pero en un mundo radicalmente diferente.
Con la administración Clinton, la vieja tensión entre Washington y Pyongyang llega tan lejos que Estados Unidos está a punto de lanzar un ataque nuclear «controlado» contra Corea del Norte, en 1993. Pyongyang conoce, y teme, a su adversario: ahí están Hiroshima y Nagasaki, el precedente de MacCarthur reclamando el bombardeo atómico de China y también de Corea, y la crisis de 1962, con Cuba al fondo. La negociación se impone. Una misión norteamericana, dirigida por Jimmy Carter, prepara el terreno. En 1994, el gobierno Clinton llega a un acuerdo, negociado por Madeleine Albright, con Corea del Norte, que ambos países firman en Ginebra. El acuerdo contempla la suspensión del programa nuclear de Pyongyang (que es de uso civil, para la obtención de energía) a cambio del suministro de medio millón de toneladas de petróleo al año, y de la construcción de dos reactores nucleares de agua ligera, para sustituir los reactores de fabricación soviética. Es una razonable compensación por la pérdida de energía que supone para Pyongyang la paralización de las centrales de grafito soviéticas y su desmantelamiento final, después de que se hayan construido las dos centrales de agua ligera. Queda establecido en el convenio que la Agencia Internacional de la Energía Atómica (IAEA) controlará las instalaciones norcoreanas y el cumplimiento de los acuerdos. Al mismo tiempo, Washington garantiza a Corea del Norte que no la atacará ni utilizará contra ella armas nucleares. Pyongyang celebra el equitativo acuerdo, pero, en ese momento, aún ignora que tiene trampa. Estados Unidos se compromete, seguro de que, tras la desaparición de la URSS, el sistema norcoreano se hundirá, como ha ocurrido con otros países pocos años antes en la Europa oriental socialista. Washington no piensa cumplir el acuerdo, pero juega la partida como un consumado tahúr.
Los compromisos de Ginebra no son incumplidos por Pyongyang, sino por Washington, que deja en el olvido la construcción de los dos reactores de agua ligera (pese a que no iba a financiarlos), no suministra el petróleo prometido y congela las relaciones con Corea del Norte, al tiempo que se desdice de las garantías de no agresión que había ofrecido en Ginebra al gobierno de Pyongyang. Para Corea del Norte, se encienden todas las alarmas. Años después, altos responsables del Pentágono reconocen que esperaban el inmediato hundimiento de Corea del Norte. Sin embargo, no sucede así, y, ante el hecho consumado del incumplimiento de Estados Unidos, Pyongyang vuelve a impulsar su programa nuclear, que continúa siendo de uso civil, aunque Washington teme que pueda tener utilización militar. Pese a ello, el gobierno norcoreano cumple con su parte de los acuerdos, al menos hasta finales de 2002, y juega, además, como una baza negociadora, con la ambigüedad sobre sus intenciones. Tras varios años de tensión, en enero de 2003, Corea del Norte se retira del Tratado de No Proliferación nuclear. Aunque controvertida, esa decisión es un aldabonazo en la escena internacional y una lógica medida defensiva ante el acoso diplomático de Washington: tras la invasión de Afganistán y los evidentes preparativos para invadir Iraq, que se confirman dos meses después, Pyongyang teme ser el siguiente país en ser atacado.
El Tratado de No Proliferación nuclear había sido firmado en 1968 y establecía el reconocimiento de la condición de potencia nuclear a los países que habían realizado pruebas nucleares, verificadas antes de enero de 1967, y que, entonces, coincidían con los miembros con derecho de veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, es decir, la Unión Soviética, Estados Unidos, China, Gran Bretaña y Francia. Establecía, también, que el resto de países del mundo renunciaban a tener, en el futuro, armamento atómico. La principal contrapartida para el resto de los países radicaba en que las cinco potencias atómicas se comprometían a iniciar una reducción paulatina de sus arsenales. Esa contrapartida nunca se cumplió a satisfacción de todos.
En 1972, se había firmado el Tratado de Limitación de armas estratégicas, SALT I, y el Tratado ABM sobre misiles antibalísticos. Pero, tras la desaparición de la URSS, el mundo había cambiado. Las iniciativas del gobierno de George W. Bush, como la retirada de Washington de los acuerdos ABM y los nuevos planes para consolidar el dominio nuclear estadounidense, junto con las evidentes tentaciones de militarización del espacio y de construcción de un escudo antimisiles, que rompen con la arquitectura de los acuerdos firmados con la URSS para la desnuclearización parcial del mundo, ponen sobre la mesa una evidencia: la violación del Tratado de No proliferación nuclear ha sido protagonizada por Estados Unidos y no por un pequeño país como Corea del Norte. Sin embargo, la confusión y las mentiras, ahogan la verdad.
Por otra parte, la existencia de armas nucleares norteamericanas en Corea del Sur y en los submarinos destinados en el océano Pacífico, son una constante espada de Damocles sobre Corea del Norte. En 1991, a consecuencia de los acuerdos de desnuclearización firmados por las dos Coreas, Estados Unidos aseguró haber retirado esas armas, pero Pyongyang sabe que pueden ser reinstaladas, de nuevo, en cualquier momento, con un peligro añadido: Estados Unidos mantiene la doctrina de no renunciar al uso, en primer término, de bombas nucleares, a diferencia de la Unión Soviética, que había proclamado solemnemente que, en caso de ser atacada, nunca utilizaría en primer lugar el armamento atómico. Por si faltaba algo en la compleja situación, Pyongyang sabe que los submarinos norteamericanos de Jinhae, en la parte meridional de Corea del Sur, están dotados, según todos los indicios, de armamento nuclear. Los acuerdos START-2 forzaron la retirada de las ojivas nucleares de los submarinos, pero, dos años después de que la Casa Blanca tomase esa decisión, el Pentágono volvió a introducir armamento atómico en los submarinos de la flota.
La doctrina nuclear norteamericana, recogida en la Nuclear Posture Review, de 1994, mantiene que, en el mundo actual, las armas nucleares han perdido importancia: de todas las potencias atómicas, China y Rusia no manifiestan propósitos militares agresivos, y Gran Bretaña y Francia son países aliados, al igual que Israel y Paquistán; por último, las relaciones con la India han mejorado notablemente. El análisis de los estrategas norteamericanos concluye que, para Estados Unidos, no hay riesgos previsibles de sufrir un ataque nuclear. Esa nueva situación permite reducir el arsenal nuclear. Sin embargo, mantienen alertas sobre la evolución del antiguo territorio soviético, y pretenden controlar el acceso de cualquier país del planeta a la tecnología nuclear, al tiempo que quieren seguir siendo la principal potencia nuclear del mundo. Pese a ello, durante la presidencia de Clinton, se contempla la posibilidad de utilizar armamento nuclear en situaciones de crisis, si la seguridad de las tropas norteamericanas lo requiere, lo que aumenta la discrecionalidad del gobierno estadounidense. Con Clinton, el aparente pragmatismo de la política norteamericana incluye una severa vigilancia sobre el mundo: fuera del club nuclear (los cinco grandes, más India y Paquistán, e Israel), Washington pretende que todos los países del mundo suscriban el Tratado de No Proliferación nuclear, renunciando a conseguir la bomba atómica y acepten todo tipo de inspecciones en su territorio. Las sospechas sobre Irán, Corea del Norte y algunos otros países, menos relevantes, como Libia, mantienen las alertas norteamericanas.
La llegada del gobierno de George W. Bush, en 2001, y su equipo de neoconservadores extremistas, complica todavía más la situación, con una sucesión de amenazas a Corea del Norte. Esas amenazas no son una broma, a la vista del grotesco eje del mal que Bush enarbola como compendio de los males del mundo y como objetivo de sus ataques diplomáticos y militares. Así, por ejemplo, el 9 de abril de 2003, tras la entrada de los blindados norteamericanos en Bagdad, John Bolton, secretario de Estado adjunto norteamericano, declara a los medios de comunicación internacionales que «el fin de Corea del Norte es nuestra política». Washington considera que la creación de una crisis artificial en Corea conviene a sus intereses, por dos razones: limita las voces que reclaman, en Corea del Sur y Japón, la retirada de las fuerzas norteamericanas de la zona, y, al mismo tiempo, fuerza a sus gobiernos a mantener los acuerdos con Estados Unidos, ante la hipotética amenaza norcoreana. También, impidiendo la normalización política y el deshielo en la península coreana, Washington cierra el paso a la llegada de crudo ruso a Corea del Sur y a Japón, a través del territorio norcoreano, dificultando así el crecimiento económico de una zona en la que tanto China como Japón tienen importantes intereses. Washington sigue atentamente las discretas negociaciones en curso para crear un Área de Libre Comercio para toda Asia oriental, que englobaría a China, Japón, Corea y los diez países miembros de la ANSEA (Asociación de Naciones del Sudeste Asiático), en la región del mundo de más rápido crecimiento económico, que ve como un peligro para sus intereses estratégicos.
A comienzos de 2002, Bush plantea ante el Congreso de Representantes una revisión de la doctrina de utilización del armamento atómico; en ella, se contempla la posibilidad de usar bombas nucleares contra China, Rusia, Irán, Iraq, Corea del Norte, Siria y Libia.
Mientras, Washington ha seguido desarrollando las armas nucleares tácticas y trabajando en el diseño de pequeñas bombas nucleares aptas para ser utilizadas de forma controlada. La revisión de la doctrina nuclear, presentada por Donald Rumsfeld, introduce un elemento novedoso: si durante la guerra fría el armamento atómico siempre había sido considerado como el último recurso en caso de enfrentamiento militar (la famosa disuasión), ahora se mantiene que las bombas nucleares pueden ser utilizadas en conflictos regionales. De ahí, el énfasis puesto en la destrucción de supuestas fortificaciones subterráneas de los enemigos de Washington. Fuentes de los servicios secretos norteamericanos filtran en esos meses a la prensa la existencia de «cientos, tal vez entre mil y dos mil» búnkers subterráneos en todo el mundo: estaban preparando a la opinión pública para que la industria de guerra norteamericana, íntimamente ligada al equipo de Bush, iniciara la fabricación de pequeñas bombas nucleares tácticas, supuestamente capaces de destruir esos búnkers.
El espantajo de las armas químicas y bacteriológicas que pueden ser utilizadas por países enemigos para atacar a las tropas norteamericanas, y que ya fue utilizado en la propaganda de guerra contra Iraq, juega un papel determinante: los más duros neoconservadores son partidarios de la utilización de esas armas nucleares, y mantienen que la única respuesta posible ante un ataque con armas químicas o biológicas son esas pequeñas bombas atómicas. Durante la gestación de la crisis iraquí, que culmina con la invasión del país en marzo de 2003, los responsables norteamericanos reiteran en diferentes ocasiones que «no excluyen la utilización de toda su fuerza». De hecho, se estaba abandonando la tradicional posición estratégica que no contemplaba el ataque con armamento atómico a países que careciesen de él, lo que, en la práctica, limitaba la posibilidad de ataques a Rusia, como heredera de la URSS, y a China, puesto que el resto de potencias nucleares no eran hostiles a Washington.
La crisis coreana sigue sin resolverse. En los primeros días de febrero de 2003, Estados Unidos destaca 24 bombarderos cerca de Corea del Norte. A finales de ese mes, Nicholas Kristof, premio Pulitzer, escribía en The New York Times que el Pentágono trabajaba en un proyecto secreto para atacar los reactores nucleares de Corea del Norte. Kristof, con fuentes en el Departamento de Defensa norteamericano, daba cuenta de planes para utilizar misiles Crucero, bombardeos masivos e incluso armas nucleares tácticas. Según Kristof, el peligro surgía porque el gobierno Bush no estaba interesado en resolver la crisis por vía diplomática. En ese mes de febrero de 2003, Roh Moo-hyun se había convertido en presidente de Corea del Sur. Roh, partidario de la normalización de relaciones con Pyongyang, no era el candidato preferido de Washington. Mientras la CIA filtra que Corea del Norte tiene misiles, que pueden llevar cargas nucleares, para alcanzar a Estados Unidos, y Bush declara al respecto, enfáticamente, que «deja abiertas todas las opciones». China y Rusia hacen pública una declaración conjunta en la que se muestran seguras de que Pyongyang no pretende desarrollar armas nucleares y piden a Washington que vuelva a la negociación.
A principios de marzo, cazas norcoreanos interceptan un avión de reconocimiento norteamericano que sobrevolaba su territorio. La tensión se reduce gracias a la intervención china, que consigue el reinicio de conversaciones en Pekín entre Washington y Pyongyang, aunque en medio de nuevas mentiras y amenazas: Estados Unidos acusa a Corea del Norte de complicidad con el tráfico de heroína y hace circular en medios diplomáticos, como medida de presión, que podría tener un plan para bombardear la central nuclear norcoreana de Yongbyon. La intoxicación más grave es el supuesto reconocimiento de Pyongyang de que tiene la bomba atómica, noticia que llega de fuentes norteamericanas, sin ser confirmada por Corea del Norte. Sorprendentemente, y pese a la alarma que crea Washington, Bush rechaza firmar un pacto de no agresión con Pyongyang, ofrecido insistentemente por el gobierno norcoreano. Washington estaba dejando al descubierto sus mentiras.
A mediados de noviembre de 2003, Donald Rumsfeld visita Seúl. En su agenda está el envío de soldados surcoreanos a Iraq (el gobierno de Roh Moo-hyun se niega a enviar más de tres mil militares, y su envío ha generado múltiples manifestaciones de protesta en el país) y la nueva organización y despliegue de las Fuerzas Estadounidenses en Corea (USFK). Pero las alarmas se suceden, todas con intencionalidad política. Ya en diciembre de 2002, el Pentágono había informado de la supuesta intención de Corea del Norte de ¡vender misiles a Al Qaeda! Es una intoxicación más, útil para la guerra de nervios, pero disparatada: Washington sabe perfectamente que Pyongyang nunca cometería un error tan grueso, absurdo, además, desde cualquier perpectiva estratégica. Por su parte, Colin Powell declara la conveniencia de «estrangular económicamente» a Corea del Norte, lo que casa mal con su supuesta preocupación por el hambre de la población norcoreana, y las presiones norteamericanas ante la OIEA se suceden, para forzar la condena de Pyongyang. No les detienen las mentiras: recuérdese que el propio Cheney, y Rumsfeld, hablaron de que el menesteroso ejército iraquí de Sadam Hussein era el cuarto ejército más poderoso del mundo. A todo ello, se añaden las informaciones sobre millones de muertos a consecuencia del hambre, que, aunque falsas y servidas por la CNN al mundo, aprovechan la realidad de una gravísima crisis agrícola, y preparan el terreno para una posible acción militar humanitaria, porque, en esa lógica: ¿quién iba a condenar la caída de un régimen autoritario que condena al hambre y a la muerte a sus ciudadanos?
El 25 de octubre de 2004, el presidente chino, Hu Jintao, y el primer ministro, Wen Jiabao, así como el ministro de asuntos exteriores, Li Zhaoxing, se encuentran con Colin Powell, en Pekín. Powell había estado antes en Japón, y, después, visita Corea del Sur. Entre otros asuntos, Powell aborda la crisis nuclear coreana, y, para conseguir que China se aproxime al punto de vista norteamericano, declara públicamente el apoyo norteamericano a la idea de «una sola China». Pekín mantiene que el estímulo a la independencia de Taiwan supone uno de los mayores riesgos para la paz en esa zona de Asia. Pekín quiere desactivar el enfrentamiento entre Pyongyang y Washington e insiste en las negociaciones entre las partes. El mismo día del encuentro entre Wen Jiabao y Powell, el periódico Minju Joson, de Corea del Norte, denuncia las maniobras navales en la bahía de Tokio, dirigidas por fuerzas norteamericanas, previstas para el día siguiente, 26 de octubre, como un evidente acto de acoso militar, mientras Powell, como concesión a Pekín y ante los endebles argumentos norteamericanos para no hacerlo, declara públicamente que Estados Unidos quiere reanudar las conversaciones a seis bandas en Pekín sobre la cuestión nuclear coreana.
Sin embargo, Powell reconoce que las diferencias impiden acordar fecha para su reanudación. En realidad, está reclamando al gobierno norcoreano la paralización de sus reactores sin nada a cambio. La hostilidad norteamericana hacia Pyongyang es evidente, y los responsables chinos piden a Estados Unidos que adopte una postura más flexible. Pocos días después, la diplomacia secreta reúne a representantes de Corea del Sur, Estados Unidos y Rusia, en Seúl, cita que Washington contempla con el propósito de presionar a Corea del Norte. La reunión congrega a James Kelly, subsecretario de Colin Powell, al que acompaña en la gira, al viceministro de exteriores de Corea del sur, Lee Soo-hyuck, y al vicecanciller ruso, Alexander Alekseiev. Hay que recordar que, hasta hoy, se han celebrado tres rondas entre los seis países (las dos Coreas, Japón, China, Rusia y Estados Unidos) que participan en las negociaciones, pero la cuarta permanece sin convocarse. El propio Jimmy Carter había declarado que las bases de un acuerdo eran sencillas: el abandono del programa nuclear norcoreano y la garantía oficial de los Estados Unidos de que no atacará a Corea del Norte. Las propuestas de Pyongyang van también en ese sentido, con la preocupación añadida por tener acceso a energía suficiente.
En junio de 2004, una propuesta presentada por Edward Kennedy para limitar el desarrollo de bombas nucleares tácticas fue derrotada en el Senado norteamericano. El gobierno Bush pretende desarrollarlas, mientras el Pentágono estudia su utilidad para destruir fortificaciones y bunkers subterráneos. A principios de enero de 2005, Seúl anuncia una reducción de su ejército, que pasaría de 690.000 soldados a 650.000. Seúl, inmersa en las negociaciones para la reducción de tropas norteamericanas en su territorio, que se habían iniciado en 2003, quiere pasar de 37.000 soldados estadounidenses a 25.000, a principios de 2009. Opta también por la negociación con Pygongyang. Pero no parece que sea esa la política por la que se inclina Washington: no deja de ser revelador que acuse a Pyongyang por abandonar el Tratado de No Proliferación nuclear y le parezca legítima su decisión de abandonar el Tratado ABM y, en general, la ruptura de los acuerdos de desarme asumidos en las negociaciones con la URSS.
Ahora, todo depende del nuevo gobierno Bush, aunque sus delirios sobre supuestas amenazas terroristas, el recurso a la intoxicación y la inclinación al uso de la fuerza no son tranquilizadores. A mediados de enero de 2005, informaciones filtradas por el FBI, levantaban sospechas sobre China: hablaban de la supuesta preparación de una bomba nuclear sucia para atacar Boston, en una acción preparada por trece ciudadanos chinos, que fueron detenidos, y «forzaron» la apertura de una investigación por parte del Departamento de Justicia. En ese amenazador escenario, y ante la constatación de que el nuevo gobierno Bush, y su secretaria de Estado, Condoleezza Rice, optan por el enfrentamiento (Rice, sin ambigüedad, declara que hay que «acabar con las tiranías», en una explícita alusión a Corea del Norte), Pyongyang mueve ficha. A mediados de febrero, el ministerio de Exteriores norcoreano publica un comunicado renunciando a continuar las negociaciones, a la vista de la evidente hostilidad norteamericana. Corea del Norte afirma, también, que han fabricado armas nucleares para «autodefendernos ante la amenaza estadounidense». Tres meses antes, el propio presidente surcoreano, Roh Moo-hyun, reconocía que Pyongyang tenía «algo de razón» cuando afirmaba que necesitaba armas nucleares para defenderse. Y el único país que amenaza abiertamente a Corea del Norte son los Estados Unidos.
El historiador norteamericano Paul Kennedy citaba recientemente la «grotesca agresividad de Corea del Norte» hablando de los retos a los que se enfrenta su país. Hablaba de oídas: Curt Weldon, que encabezaba la delegación del Congreso de Representantes norteamericano que ha visitado Corea del Norte a principios de este año, ha confirmado que Pyongyang está dispuesto a reanudar las negociaciones. Tanto China como Rusia, así como Japón y Corea del Sur, optan por desactivar la crisis nuclear, y apoyan, con diversos matices, la idea de que Washington suscriba un acuerdo de no agresión a Corea del Norte. Pero Corea, el país de la mañana tranquila, sigue viéndose acechada por la guerra.