En 2014, los profesores Martin Gilens de Princeton University y Benjamin I. Page de la University of Northwestern analizaron datos de más de 20 años de procesos legislativos para responder una pregunta muy simple: “¿El gobierno representa a la gente?”.
En su exhaustivo estudio, encontraron que las leyes aprobadas en el Congreso de Estados Unidos ignoraban o iban en contra de la voluntad de la población ubicada en el 90 por ciento inferior en la escala de ingresos. En otras palabras, si en un tema político la gente fuera del 10 por ciento más rico estaba a favor de una opción, los legisladores aprobaban la ley que iba en contra de esta opinión. El mismo estudio identificó los sectores más influyentes y sus donaciones: Farmacéuticas 2,16 mil millones de dólares; Energía, 2,93; Defensa 1,26; Finanzas 3,29; Agronegocios 1,21; Comunicaciones 3,50… “Solo en los últimos cinco años, las 200 empresas políticamente más activas de Estados Unidos gastaron 5,8 mil millones de dólares para influir en nuestro gobierno mediante contactos y a través de donaciones a las campañas de los políticos. Esas mismas empresas obtuvieron 4,4 billones de los impuestos, lo que significa un retorno de 750 veces su inversión. Ellos invierten miles de millones para influir en el gobierno de Estados Unidos y a cambio nosotros les damos billones”.
Esta lógica no nace en Estados Unidos pero es aquí donde se desarrolla y se proyecta al resto del mundo. Bastará con considerar un solo ejemplo entre cientos. Al mismo tiempo que Washington endurecía el embargo y el discurso contra Cuba, los directivos de Disney enviaban a Henrry Kissinger a China para convencer al gobierno de darles un pase libre a su gigantesco mercado. Finalmente se llegó a un consenso: Disney iba a maximizar sus beneficios en China al tiempo que se comprometía a no producir algo que incomodase al gobierno comunista.
En la historia casi nada desaparece de un día para el otro, ni siquiera por una fulminante guerra mundial como la Segunda Guerra mundial o la conquista de las Américas contra las culturas y civilizaciones precolombinas. No por casualidad el auge de las corporaciones privadas surge al mismo tiempo que el sistema esclavista es abolido en las leyes. El 11 de marzo de 1889, el expresidente Rutherford Hayes ya denunciaba que el gobierno de Estados Unidos se había convertido en un instrumento de los millonarios y de las grandes corporaciones: “El dinero es poder. Es poder en el Congreso, en los Estados, en los ayuntamientos, en los tribunales, en las convenciones políticas, en la prensa, en las iglesias, en la educación—y la influencia del dinero es cada vez mayor (…) El problema radica en la gran riqueza y el poder en manos de unos pocos inescrupulosos que controlan los capitales. En el Congreso nacional y en las legislaturas estatales se aprueban cientos de leyes dictadas por el interés de estos hombres y en contra de los intereses de los trabajadores… Este no es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Es un gobierno de las corporaciones, por las corporaciones y para las corporaciones”. Luego advirtió:“La riqueza excesiva en manos de unos pocos significa pobreza extrema, ignorancia, vicio y miseria de unos muchos… Si el pueblo estuviese debidamente informado, si pudiese entender cuál es el problema, seguramente buscaría la solución… Una solución sería, por ejemplo, poder aprobar leyes que regulen el poder de las corporaciones, de sus propiedades… de los impuestos que pagan”.
A principios del siglo XX, durante el período que los historiadores llaman La era progresista (1896 a 1917, sobre todo por los nuevos movimientos sociales y antiimperialistas) no fueron los políticos progresistas sino los conservadores quienes se opusieron a la decisión de la Crote Suprema de reconocer a las corporaciones como personas de derecho. Casi al mismo tiempo se creaba uno de sus brazos públicos, la Reserva Federal, sin el control del pueblo.
Algunos conservadores consideraron este paso como una vuelta al feudalismo medieval. En realidad, no sólo estaban en lo cierto en sus efectos sino en sus orígenes: la misma palabra corpus deriva del latín cuerpo y, durante la Edad Media, varias asociaciones de intereses eran reconocidas como personas con derechos. Entre ellas la iglesia. Pero las nuevas corporaciones imperiales, como la británica East Indian Company, se convirtieron en empresas privadas con personería jurídica.
En el lapso de un siglo tendremos magnificas paradojas. En 1886 la Suprema Corte decidió que las corporaciones estaban amparadas en la enmienda 14 de la constitución que había reconocido pocos años antes que los negros también eran ciudadanos. Si los negros lo son, ¿por qué no las corporaciones? En 1917 se prohibió que las corporaciones donaran a las campañas políticas. No fue por sensibilidad democrática sino lo contrario. Su promotor fue el senador demócrata de Carolina del Sur Ben Tillman, un supremacista blanco, paramilitar, aficionado al linchamiento de negros libres y opositor al derecho de las mujeres a participar en las elecciones. Por entonces, los racistas estaban en desventaja económica con sus enemigos del norte industrializado. El actual juez ultraconservador negro, campeón de la lucha contra los derechos de gays y lesbianas en el siglo XXI, Clarence Thomas, se opuso a la ley Tillman por considerarla motivada por intereses contra las corporaciones que a principios del siglo XX, se creía, simpatizaban con la causa de los negros y reformistas. Pero en 1976 se reconoció que invertir dinero en política era parte de la “libertad de expresión” hasta que en 2010 la Corte Suprema abolió el límite de donaciones en base al mismo argumento.
Las leyes y los fallos de la Suprema Corte fueron en contra de la opinión pública, la que luego fue convencida post factum por la conocida propaganda de los “medios informativos”.
En la campaña electoral de 2012, el candidato republicano, el hombre de negocios Mitt Romney respondió a una crítica del público sobre derechos ciudadanos afirmando: “amigo, las corporaciones son personas también”. La ironía consiste en que esas corporaciones, reconocidas como personas, poseen más capitales que muchos países y, según las nuevas leyes aprobadas bajo la acción de sus propios lobbies, pueden demandar países soberanos mientras son protegidas con inmunidad de que los países las puedan demandar.
Por un lado son individuos con derechos y por el otro son Estados soberanos que deciden por encima de países endeudados donde tienen intereses económicos. En todos los casos son perfectas dictaduras trasnacionales.
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