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Creación revolucionaria y cerveza helada

Fuentes: Rebelión

  Dijo en una ocasión Oscar Wilde y se ha citado con frecuencia: «Todo arte es bastante inútil». Hace sólo unos días Paul Auster lo recordaba aquí en Oviedo, al recibir el premio Príncipe de Asturias, si bien Auster privaba a la frase del «bastante» y decía sólo «el arte es inútil». Después de leer […]


 

Dijo en una ocasión Oscar Wilde y se ha citado con frecuencia: «Todo arte es bastante inútil». Hace sólo unos días Paul Auster lo recordaba aquí en Oviedo, al recibir el premio Príncipe de Asturias, si bien Auster privaba a la frase del «bastante» y decía sólo «el arte es inútil». Después de leer su discurso pensé: suena bonito lo de la inutilidad, pero que hay que podérsela permitir. O, si no, hay que pensar que la realidad, la que tenemos, no da escalofríos; hay que echar un vistazo a lo que nos rodea y decidir que es más o menos lo normal: esta mezcla de cines, barrios masacrados, ascensores, opresión, cerveza helada, terror en el trabajo, paseos, agotamiento de los recursos, bueno, todo eso sería más o menos lo normal.

Una vez decidido, es sencillo afirmar, cito, que «el valor del arte reside en su misma inutilidad» y a continuación preguntarse, como hizo Auster, como han hecho miles de artistas: «Pero ¿qué tiene de malo la inutilidad?». Digo esto sin apenas ironía. A mí también me gusta hablar del encanto de lo inútil. Aunque pienso que si un hombre se está ahogando y ve pasar cerca a varios músicos de los cuales ninguno se tira al agua ni le arroja una cuerda o un trozo de madera sino que entre todos se ponen a tocar para él un cuarteto maravillosamente inútil, pienso que a ese hombre no le cabría ninguna duda acerca de qué es lo que tiene de malo la inutilidad.

La cuestión es que el mundo no se está ahogando todo el rato. En cierto modo sí, en cierto modo sabemos que ahora mismo la cantidad de sufrimiento evitable que hay en el mundo es muy superior a la cantidad de cualquier otra cosa, hay más sufrimiento evitable que petróleo, más que cerveza helada y más, seguramente, que agua de mar. Sin embargo, ocurre que la vida de las personas, la nuestra, es limitada y sucesiva y necesita pausas. Nadie puede dejar de dormir, y tampoco nadie puede estar continuamente achicando el sufrimiento evitable. Así que paseamos, bebemos cerveza helada y, un buen día, leemos una novela o escuchamos una canción de amor, sólo de amor, y necesitamos esa canción.

Entonces, ¿qué podemos hacer quienes pensamos que la realidad da escalofríos y que es preciso revolucionarla, y pensamos que la inutilidad es un lujo? A primera vista parece que estaríamos condenados, y condenadas, a que nos conviertan en aguafiestas: mira, con lo bonito que había sido ese discurso ahora vienen a recordarme que ni siquiera puedo cantar una inútil canción de amor. Pero eso es una trampa. Porque sabemos que la vida es sucesiva, y cada noche se duerme. Y sabemos que debe haber un espacio para lo inútil, si bien preferimos ajustarnos a la precisión de Wilde: lo bastante pero no del todo inútil, pues algunas canciones de amor acompañan y hacen la vida más llevadera. Sabemos que debe haber un espacio para lo que no es siempre y por completo revolucionario. Simplemente, pensamos también que ese espacio no debe ser inmenso. No mientras la realidad siga dándonos escalofríos. Y como no debe ser inmenso pensamos, por ejemplo, que entre las más de doscientas páginas de una novela puede, y a veces es muy conveniente que haya sitio para otras cosas además de la inutilidad. Así como también pensamos que, a menudo, la inutilidad ha sido un mero pretexto para que el artista diga a los dueños del orden imperante lo que estos quieren oír y lo que a estos les interesa que oigan los demás, pero esa es otra historia.

Hoy no quiero hablar de la batalla artística sino sólo del campo donde tiene lugar. Como es sabido, en los enfrentamientos suele obtener la victoria aquel que elige el campo de batalla. Y aunque la mayoría de las veces quien puede elegirlo el ejército más poderoso, en otras ocasiones las guerrillas, o los ejércitos más débiles, han logrado esquivar la atracción del campo de batalla que proponía el enemigo y llevarle al suyo. En la pequeña batalla de la creación artística podría hacerse lo mismo, como decía, con el concepto de arte inútil: durante mucho tiempo ha parecido que nuestras únicas opciones eran: o bien reivindicar un arte constantemente útil o bien aceptar su plena inutilidad y renunciar, por tanto, a la capacidad del arte para sembrar conciencias. Propongo en cambio que dejemos de luchar en su terreno y vayamos a un espacio en donde casi todo sea posible. Que no nos hagan renunciar a la mitad del cuadrado por ellos elegida; seremos nosotros y nosotras quienes digamos si es la mitad o un cuarto o quizá todo el cuadrado lo que nos importa.

Hace unos días en un artículo de prensa se criticaba a un libro porque incurría en los tópicos de la corrección política, por ejemplo, cito «los fascistas son muy malos y los pobres sufren mucho». Comprendo el canon estético de donde procede la crítica, en cierto modo lo comparto, creo que los tópicos suelen dar lugar a una imaginación reblandecida y creo que las simplificaciones y el maniqueísmo en poco o nada ayudan a comprender el mundo. Sin embargo, observo la evolución de la literatura y veo que el miedo a contrariar ese canon estético está dando lugar a productos patéticos. ¿Ha de hablarse acaso, para no incurrir en el tópico, de que el fascismo no es tan malo? ¿Ha de idealizarse la pobreza diciendo que hace a quien la padece sabio, alegre, simpático, y le otorga mayor potencia sexual? Porque lo cierto es que esto ocurre con frecuencia. Y cuando ocurre tiene, como sabemos, menor castigo que lo anterior en la estética y por tanto la ideología dominantes. De tal manera que autores de izquierdas, o revolucionarios, o simplemente críticos, terminan contradiciendo lo que sus ojos ven por miedo a incurrir en el tópico. Por un miedo legítimo a no incurrir en la ramplonería y en lo pueril y por un miedo, no tan legítimo, a contrariar a los dueños del orden, terminan disculpando el fascismo o mitificando el sexo y la alegría del pobre tal como hacían, y tal vez hacen aún, amplios sectores de la Iglesia Católica. O bien directamente se escapan, abandonan la posibilidad de tratar ciertos temas en la literatura y se enclaustran en lo exótico, lo visceral, lo exclusivamente familiar, cualquier cosa que esté lejos de la dialéctica política. Pero es posible, y si no tendremos que luchar para que lo sea, ser justo sin ser maniqueo, ser complejo sin ser cobarde, ser apasionado sin ser pueril.

Dijo también Paul Auster: «La novela es una colaboración a partes iguales entre el escritor y el lector, y constituye el único lugar del mundo donde dos extraños pueden encontrarse en condiciones de absoluta intimidad». La novela revolucionaria, en cambio, no puede permitirse hablar únicamente a la intimidad del individuo aislado, y habla también al individuo en tanto miembro de una colectividad siquiera potencialmente revolucionaria. Pero es que tampoco la novela instalada o convencional se dirige sólo al individuo aislado. Cada lector íntimo y aislado lee la misma novela que muchos otros lectores, hecho que trae consigo el sentido de pertenencia a la comunidad lectora de esa novela y otorga al arte cierta capacidad de cohesión. De manera que una vez más, y para terminar, se trata de no aceptar la dicotomía. La creación revolucionaria, igual que, lo quiera o no, la creación instalada y convencional, se dirige al individuo como individuo y al mismo tiempo se dirige al individuo como miembro de una comunidad. Lo que ocurre es que, en el primer caso, se trata de una comunidad conforme con su propio destino, mientras que en el segundo se trata de dos cosas al mismo tiempo: una comunidad conforme con los paseos o la cerveza helada, pero inconforme, y a veces en conflicto, con la opresión y el miedo. Muchas gracias.

* Intervención de Belén Gopegui en el II Seminario Internacional por el Progreso del Mundo: La Humanidad frente al Imperialismo. Red en Defensa de la Humanidad. Del 25 al 28 de octubre de 2006 en Oviedo.