Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Introducción del editor de Tom Dispatch
En este, nuestro planeta unidireccional, es a veces difícil imaginar las cosas de alguna otra manera, pero tratemos por un momento. Imaginemos, por ejemplo que en los últimos años el director de los servicios de inteligencia iraníes hubiera supervisado un programa de «entregas extraordinarias» contra gente de la que se pensaba que estaba preparada a cometer actos de terror contra el régimen fundamentalista de ese país. Hablando prácticamente, esto significaba a menudo el secuestro de sospechosos – algunos bastante inocentes – en las calles de ciudades de Oriente Próximo o del sur de Asia y su transporte en secreto a Irán, a «sitios ocultos» establecidos en el extranjero, o a regímenes aliados conocidos por su práctica de la tortura.
Imaginemos que esos sospechosos, una vez que estaban en manos de sus agentes – ya que se declaró que las Convenciones de Ginebra no se aplicaban a ellos – eran torturados, abusados y a veces asesinados. Imaginemos que, para esto, el director, en una ceremonia pública con mucho barullo, haya sido condecorado con la Medalla de la Libertad de Ayatolá Jomeini, el máximo honor de ese país, y que después de retirarse honorablemente haya escrito sus memorias, un éxito de ventas, sobre sus años en el puesto. Imaginemos también, que para ayudar a los interrogadores iraníes, abogados cercanos al Supremo Líder Ali Jamenei hubieran reescrito la ley para que actos considerados hace tiempo por el mundo como tortura fueran redefinidos como que no lo eran, y que sobre esa base, se haya emitido instrucciones para hacer cosas como la asfixia simulada [waterboarding] de sospechosos, a pesar de que el régimen fundamentalista anunciaba regularmente que, sobre la base de sus propias definiciones, no aprobaba la tortura.
Si hubiera ocurrido un escenario semejante, sabemos lo que pensaríamos de gente semejante. Sabemos lo que dirían nuestros medios de gente semejante. Sabemos cuál sería la suerte que exigiríamos para gente semejante – que pagaran sus culpas. El actual régimen en Irán ha demostrado que es suficientemente capaz de cometer su propia serie de horrores y torturas. Sin embargo, la descripción mencionada, no podría ser confundida con la historia reciente de otra agencia que la CIA y los aparatos asociados al alcance de altos funcionarios y responsables del gobierno de Bush. Por cierto, George Tenet, director de la CIA desde 1997 hasta 2004, recibió la Medalla Presidencial de la Libertad, el máximo honor civil posible de EE.UU., de George W. Bush en diciembre de 2004, cuando gran parte de lo arriba mencionado ya era de conocimiento público (y ciertamente el presidente sabía mucho más). Tenet entonces escribió «At the Center of the Storm,» una memoria que fue un éxito de ventas, etc.
Ahora, hay un nuevo gobierno y ha decidido investigar los interrogatorios de la CIA – pero sólo aquellos actos de agentes de la Agencia (y sus contratistas privados) que fueron más allá del extremo del gobierno de Bush, más allá de los límites, de las definiciones retorcidas de ese gobierno sobre lo que no era tortura. Dejemos de lado el resto.
El día en el que la decisión llegó a los titulares, apenas se notó otra información: «EE.UU. dice que las ‘entregas’ continuarán, pero con más supervisión» de David Johnston en el New York Times, a pesar de que indicó que un programa – que ahora es tristemente célebre – de los años de Bush, será continuado en la era de Obama. En otras palabras, EE.UU. seguirá entregando presuntos terroristas a terceros países para ser encarcelados e interrogados (algo que Barack Obama criticó en su campaña presidencial,) sólo con «garantías diplomáticas» seguramente faltas de significado, de procedimientos sin tortura. (Johnston ni siquiera mencionó la parte del proceso relacionada con los secuestros.) Todavía espero que alguien pregunte: ¿Por qué entregar sospechosos a regímenes infames si no se espera que actúen como tales?
Si China hubiera anunciado que iba a entregar uigures rebeldes capturados dentro del país a Uzbekistán, o si Myanmar dejara en claro que planifica el envío de disidentes secuestrados en Tailandia a Siria, pondríamos el grito en el cielo denunciando semejante conducta. Pero somos nosotros, y como señala Nick Turse, editor asociado de TomDispatch y autor del notable libro sobre el militarismo estadounidense «The Complex: How the Military Invades Our Everyday Lives,» nosotros somos la gran excepción. Si lo hacemos nosotros, no cuenta esencialmente – y tal vez, de modo más notable, nunca afecta nuestro afán por ocupar la cima de la autoridad moral y acusar a otros de actos aborrecibles. Desde luego, cuando alguien todavía quiere creer que sigue siendo la única superpotencia del planeta, naturalmente piensa que tiene permiso para hacer cosas semejantes, se excluye de la ecuación. Es evidentemente el equivalente global de la licencia para matar de James Bond, o la tarjeta para salir de prisión de Monopoly. Tom
De My Lai a Lockerbie
Disculpas, cólera y apatía
Nick Turse
Hace una semana, dos asesinos en masa volvieron a la conciencia pública cuando la cobertura noticiosa sobre sus historias se cruzó brevemente. Uno fue liberado de la prisión, y siguió proclamando su inocencia, y su liberación, así como los que le dieron la bienvenida en el aeropuerto, fueron vehementemente denunciados en EE.UU. El otro expresó su arrepentimiento, después de vivir 35 años en libertad en su propio país, y sólo unos pocos comentaron.
Cuando Abdel Baset al-Megrahi, el libio condenado en 2001 a 27 años de prisión por el atentado en 1988 contra el vuelo 103 de Pan Am sobre Lockerbie, Escocia, fue liberado de la cárcel por el gobierno escocés por «motivos humanitarios,» estalló una ola de furor. El 22 de agosto, ABC World News con Charles Gibson presentó un informe sobre la indignación por la liberación del libio. Fue transmitida poco antes de un informe sobre una disculpa presentada por William Calley, quien, como joven teniente, fue sentenciado a cadena perpetua en 1971 por la masacre de civiles en la aldea vietnamita de My Lai.
Después que al-Megrahi, quien estuvo ocho años en prisión, llegó a Libia donde fue recibido como un héroe, funcionarios en Washington expresaron su consternación. Para el secretario de prensa de la Casa Blanca, Robert Gibbs, fue «escandaloso y detestable;» para el presidente Barack Obama: «altamente reprobable.» Calley, quien admitió en el juicio que mató personalmente a civiles vietnamitas pero sirvió sólo tres años de arresto domiciliario después de una intervención del presidente Richard Nixon, fue ovacionado de pie en el Kiwanis Club de Greater Columbus, Georgia, EE.UU., la ciudad en la que vivió durante años después de la guerra. (Ahora reside en Atlanta.) Para él, no hubo una indignación semejante, y nadie, al parecer, pensó en pedir un comentario a Gibbs o al presidente, a pesar de la espeluznante confluencia de los dos hombres y sus destinos.
Parte de la diferencia en el trato tuvo que ver ciertamente con el paso del tiempo y el arrepentimiento de Calley, aunque con varias décadas de atraso, respecto a la infame masacre de más de 500 civiles. «No pasa un día sin que sienta remordimiento por lo que pasó ese día en My Lai,» dijo el veterano de Vietnam a su audiencia. «Siento remordimiento por los vietnamitas que fueron muertos, por sus familias, por los soldados estadounidenses involucrados y sus familias. Lo siento mucho.» Por su parte, al-Megrahi, que ahora muere de cáncer, aceptó que los parientes de las 270 víctimas del atentado de Lockerbie «sientan odio hacia mí. Es natural que se conduzcan así… Creen que soy culpable, lo que en realidad no soy. Un día la verdad no se mantendrá oculta como hoy. Tenemos un proverbio árabe: ‘La verdad nunca muere'».
Excepcionalismo estadounidense
Calley fue acusado por las muertes de más de 100 civiles y condenado por el asesinato de 22 en una aldea, mientras al-Megrahi fue condenado por el asesinato de 270 civiles a bordo de un avión. Casi todos, parece, consideraron perverso, escandaloso, o «brutal y cruel» que el gobierno escocés haya permitido que un asesino en masa condenado volviera a su patria donde fue recibido con los brazos abiertos. Nadie, al parecer, consideró extraño que otro asesino en masa haya vivido en libertad en su país durante tanto tiempo. Las familias de las víctimas de Lockerbie fueron ampliamente entrevistadas. Al aparecer la historia de Calley, al parecer ningún periodista estadounidense consideró que valía la pena molestarse en ir a ver a las familias de las víctimas de My Lai, y menos aún preguntarles lo que pensaban de la disculpa del oficial, libre hace tiempo, que había dirigido y tomado parte personalmente en el asesinato de sus seres queridos.
Sea cual sea la reacción oficial respecto a al-Megrahi, la ausencia de comentarios sobre Calley subraya una antigua aversión estadounidense a enfrentar lo que EE.UU. hizo a Vietnam y a su pueblo durante un guerra que terminó hace más de 30 años. Desde entonces un encubrimiento de un asesinato en masa tras el otro ha sido desentrañado y ha salido a la luz. Han incluido el asesinato masivo de civiles en la aldea Thanh Phong del delta del Mekong por el futuro senador Bob Kerrey y el equipo de SEALs [grupos de operaciones especiales de la Armada de EE.UU.] que él dirigió (denunciado por New York Times Magazine y CBS News en 2001); una larga serie de atrocidades (incluyendo asesinatos, torturas y mutilaciones) involucrando las muertes de cientos de no combatientes cometidas en gran parte en la provincia Quang Ngai (donde también está situada My Lai) por una unidad de elite de EE.UU., la Fuerza Tigre (denunciada por Toledo Blade en 2003); siete masacres, 78 otros ataques contra no combatientes, y 141 casos de tortura, entre otras atrocidades (denunciadas por Los Angeles Times en 2006); una masacre de civiles por Marines de EE.UU. en la aldea Le Bac de la provincia Quang Nam (denunciada en la revista In These Times en 2008); y la matanza de miles de vietnamitas en el delta del Mekong durante la Operación Speedy Express (denunciada en la revista The Nation, también en 2008). Durante la última década, se han estado acumulando horrores de Vietnam suprimidos hace tiempo, indicando no sólo que My Lai, por horrible e icónico que haya sido, no fue un incidente aislado, sino que muchos veteranos estadounidenses han vivido mucho tiempo con recuerdos que no son diferentes de los de William Calley.
Si uno recuerda lo que pasó realmente en My Lai, la disculpa de Calley, con un atraso de 40 años, no puede sino sonar vacía. Calley y algunos de los 100 soldados que asaltaron la aldea el 16 de marzo de 1968, no sólo masacraron a más de 500 civiles indefensos, sino también violaron brutalmente a mujeres y niñas, mutilaron horriblemente cuerpos, incendiaron casas, torturaron y mataron animales, contaminaron el suministro de agua, y arrasaron la aldea. Algunos de los civiles fueron muertos en sus refugios contra bombas, otros cuando trataban de abandonarlos. Mujeres con niños en los brazos fueron abatidas a tiros. Otras, reunidas, se abalanzaron sobre sus niños mientras eran acribilladas con fuego de fusiles automáticos. Niños, incluso bebés, fueron ejecutados a corta distancia. Muchos fueron matados salvajemente en una zanja de riego.
Por su parte en el baño de sangre, Calley fue condenado y sentenciado a cadena perpetua en trabajos forzados. Da la casualidad que pasó sólo tres días en una prisión militar antes de que interviniera el presidente Richard Nixon e hiciera que lo devolvieran a su «apartamento de soltero,» en el cual recibía regularmente visitas de una amiga, construía modelos de avión a gasolina y mantenía un pequeño zoológico de mascotas. A fines de 1974, Calley había recuperado la libertad. Después participó en el circuito de conferencias en universidades (ganando 2.000 dólares por cada presentación), se casó con la hija de un joyero en Columbus, Georgia, y trabajó en la joyería durante muchos años sin levantar revuelo entre los estadounidenses con los que vivía. Todo ese tiempo guardó silencio y, a pesar de tener amplia oportunidad, no se disculpó.
A pesar de todo, el tardío remordimiento de Calley muestra un sentido de responsabilidad que sus superiores – desde el comandante de su compañía, capitán Ernest Medina, a su comandante en jefe el presidente Lyndon Johnson – nunca tuvieron el carácter necesario para encarar. Recientemente, al considerar la vida y muerte del secretario de defensa de Johnson, Robert McNamara, quien repudió décadas después sus justificaciones para el conflicto del tiempo de la guerra («Estábamos equivocados, terriblemente equivocados.»), Jonathan Schell preguntó:
«¿Cuántas personalidades públicas de su importancia han expresado alguna vez su pesar por todos sus errores y locuras y crímenes? A medida que pasaban las décadas del Siglo XX, los montones de cadáveres se encumbraban, cada vez más alto, hacia los cielos, y ahora comienzan a apilarse de nuevo en el nuevo siglo, ¿pero cuántos de los que ocupan altos cargos, los que han hecho que esas cosas sucedan han dicho alguna vez: ‘Cometí un error’ o ‘estaba terriblemente equivocado’ o han derramado una lágrima por sus acciones? Sólo se me ocurre uno: Robert McNamara.»
Carnicería en el delta del Mekong
Unas pocas semanas después de la muerte de McNamara, también falleció Julian Ewell, un alto general del ejército quien ocupó dos importantes puestos de comando en Vietnam. Durante años, el espectro de la atrocidad había rondado a su alrededor, pero sólo entre una comunidad selecta de veteranos e historiadores de la Guerra de Vietnam. En 1971, Kevin Buckley y Alex Shimkin de la revista Newsweek, realizaron una amplia investigación del logro máximo de Ewell, una operación de seis meses en el delta del Mekong con el código Speedy Express, y encontraron evidencia de una matanza generalizada de civiles. «El horror fue peor que My Lai,» dijo a Buckley un funcionario estadounidense. «Pero… las víctimas civiles ocurrían de a poco y fueron acumuladas durante un período prolongado. Y la mayoría de ellas fueron causadas desde el aire y de noche. También, fueron aprobadas por la insistencia del comando en altos recuentos de cuerpos.»
A medida que se difundía la noticia del inminente artículo en Newsweek, John Paul Vann, teniente coronel en retiro del ejército que entonces era el tercer estadounidense por su poder en servicio en Vietnam, y su adjunto, el coronel David Farnham, se reunieron en Washington con el jefe de Estado Mayor del Ejército, general William Westmoreland. En esa reunión, Vann dijo a Westmoreland que los soldados de Ewell habían matado sin motivo a civiles a fin de aumentar el recuento de cuerpos – la cantidad de enemigos muertos que servía como indicador primordial de éxito en el terreno – para impulsar así la reputación y la carrera del general. Según Farnham, Vann dijo que Speedy Express fue, en efecto, «muchos My Lais.»
Un encubrimiento al nivel del Pentágono y el deseo de Newsweek de no molestar al gobierno de Nixon después de las revelaciones de My Lai, llevaron a que fueran ocultados los resultados completos de la meticulosa investigación de Buckley y Shimkin. La publicación de una versión fuertemente truncada de su artículo permitió que el Pentágono sobrellevara la cobertura sin verse obligado a llamar a una investigación oficial en gran escala del tipo que siguió a la revelación pública de la masacre de My Lai. Recién el año pasado apareció parte del reportaje suprimido por Newsweek, así como nueva evidencia de la matanza y del encubrimiento, en un artículo mío en The Nation y sólo después de la muerte de Ewell fue mencionado en el Washington Post que un informe secreto oficial del Ejército, ordenado como reacción a la investigación de Buckley y Shimkin, concluyó:
«Aunque parece no haber manera de determinar la cantidad precisa de víctimas civiles incurridas por las fuerzas de EE.UU. durante la Operación Speedy Express, parecería que el número de víctimas fue en realidad sustancial, y que se puede construir un caso bastante sólido para mostrar que las víctimas civiles pueden haber llegado a varios miles (entre 5.000 y 7.000).»
Un año después de la publicación del artículo eviscerado de Buckley y Shimkin, Ewell se retiró del ejército. El coronel Farnham pensó que el general fue prematuramente excluido por continuos temores de un escándalo dentro del ejército. Si fuera verdad, fue el único acto que se aproximara a una censura oficial que aparentemente llegó a vivir, mucho menos castigo que el impuesto a al-Megrahi, o incluso a Calley. Pero Ewell fue responsable de las muertes de muchos más civiles. Sobra decir que la matanza de civiles de Ewell nunca obtuvo una cobertura televisiva de importancia, ni hubo algún presidente de EE.UU. que expresara su indignación, o que afectara sus prestaciones militares, para no hablar de su posibilidad de pasar tiempo con su familia. En los hechos, en octubre, después de un servicio conmemorativo, Julian Ewell será enterrado con plenos honores militares en el Cementerio Nacional de Arlington.
Cadena de comando
En sus recientes observaciones, William Calley subrayó que estaba siguiendo órdenes en My Lai, un punto en el que nunca ha titubeado. La investigación del ejército de My Lai involucró a 45 miembros de la compañía de Medina, incluido Calley, sospechosos de atrocidades. En una segunda investigación, 30 individuos fueron examinados por encubrir lo que sucedió en la aldea por «omisiones o encargos.» Veintiocho de ellos eran oficiales, dos de ellos generales, y en conjunto estuvieron acusados de 224 ofensas. Calley, sin embargo, fue la única persona condenada por una ofensa en conexión con My Lai. Incluso él evadió todo castigo considerable por sus crímenes.
Aunque se desperdició una oportunidad durante la era de Vietnam, la disculpa de Calley y la reacción ante la liberación de al-Megrahi ofrecen otra oportunidad para un poco de introspección en EE.UU. Al considerar el remordimiento de Calley, tardío después de décadas, los estadounidenses podrían preguntar por qué existe un doble rasero cuando se trata de la indignación oficial ante el asesinato en masa. También podría valer la pena preguntar por qué algunos individuos, como un ex oficial de inteligencia libio o, en casos excepcionales, un oficial de infantería de baja graduación de EE.UU., tienen que soportar tanta culpa por grandes crímenes cuya responsabilidad obviamente procedía de mucho más arriba; y por qué oficiales que están arriba en la cadena de comando, y administradores de guerras – en Washington o Trípoli – escapan al castigo por la sangre de civiles en sus manos. Por desgracia, es casi seguro que esa oportunidad también será desperdiciada.
Del mismo modo, es poco probable que los estadounidenses consideren seriamente cómo es posible que tantos hayan vivido junto a Calley durante tanto tiempo, sin buscar justicia – como sería algo natural en otros sitios en el caso de un crimen igualmente horrible cometido por un oficial al servicio de una potencia hostil. Sin embargo él, y otros oficiales estadounidenses desde Donald Reh (implicado en las muertes de 19 civiles – sobre todo mujeres y niños – durante una masacre de febrero de 1968) hasta Bob Kerrey han continuado sus vidas sin siquiera ser juzgados por una corte marcial, para no hablar de cumplir una condena como lo hizo al-Megrahi.
Inmediatamente después de la declaración de remordimiento de Calley, no fue un periodista de los medios estadounidenses, sino de Agence France Presse (AFP) quien pensó en comprobar cuál era la reacción de los sobrevivientes vietnamitas o los parientes de los masacrados en My Lai. Cuando un periodista de AFP habló con Pham Thanh Cong, cuya madre y hermanos fueron muertos en la masacre de My Lai (y que ahora dirige un pequeño museo en la aldea) y le preguntó lo que pensaba de la disculpa de Calley, respondió: «Tal vez ahora se ha arrepentido por sus crímenes y sus errores cometidos hace más de 40 años.» Tal vez.
Hoy en día, algunos de los cómplices de Calley, la mayoría de sujetos anónimos que perpetraron sus propios horrores en el Sudeste de Asia y nunca enfrentaron un poco de justicia por sus crímenes, viven sus vidas en ciudades y suburbios estadounidenses. (Otros, que cometieron ofensas impunes en la Guerra Global contra el Terror, siguen en servicio activo.) Como resultado, la indignación por lo que sucedió con el único hombre condenado por el acto terrorista contra el vuelo 103 de Pan Am sobre Lockerbie, Escocia, suena demasiado a hueco.
La negativa a exigir un rendimiento de cuentas honesto por el sufrimiento que EE.UU. causó al pueblo vietnamita y su disposición a ignorar la amplia evidencia de matanzas generalizadas siguen siendo un legado duradero de la Guerra de Vietnam. Lo mismo sucede con el deseo de reducir toda discusión de las atrocidades de EE.UU. en el Sudeste Asiático a la masacre en My Lai, y que William Carey cargue con su peso – no sólo por sus crímenes sino por todos los crímenes de EE.UU. en ese país. Y seguirá siendo así hasta que el pueblo de EE.UU. haga lo que no ha hecho su dirigencia militar y civil durante más de 40 años: tomar la responsabilidad por la desventura que EE.UU. infligió en el Sudeste Asiático.
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Nick Turse es editor asociado y reciente ganador de un Premio Ridenhour por Distinción en Reportajes, así como un Premio James Aronson de Periodismo por la Justicia Social. Ha escrito para Los Angeles Times, San Francisco Chronicle, Adbusters, the Nation, y regularmente para Tomdispatch.com. Una edición en rústica de su primer libro: «The Complex: How the Military Invades Our Everyday Lives,» una exploración del nuevo complejo militar-corporativo en EE.UU., ha sido recientemente publicada. Su sitio en la red es: Nick Turse.com
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