Traducido para Rebelión y Tlaxcala por Gorka Larrabeiti
A la salida de la terminal del aeropuerto de Kabul, un gran cartel en la plaza acogía al viajero. Avisaba que en el territorio afgano hay diseminados unos 10 millones de minas y mostraba el dibujo de algunos artefactos.
«Welcome to Kabul» . Era el único cartel dibujado en toda la ciudad, pues los talibán prohibían rígidamente toda forma de reproducción de imágenes. En su lugar hoy impera el anuncio de un jabón cualquiera, con la cara sonriente y maquillada de una chica guapa. El cartel de las minas ha desaparecido, pero las minas no. La cara sonriente de la chica guapa del anuncio es uno de los pocos rostros de mujer que se pueden ver, y es que, al adentrarse en la carretera que conduce al centro de la ciudad, difuminados por la niebla de polvo que levanta el viento, van apareciendo los bultos de los burkas de siempre. Hundida en el ruido continuo de bocinas producido por un tráfico anárquico de vehículos descacharrados y de furgonetas con los distintivos de los cientos de organizaciones internacionales que se han dejado caer por aquí, la Kabul «liberada» sigue enseñando las ruinas de siempre. Ya no se ven los turbantes negros de los milicianos talibán, sino los cascos de acero de los soldados del nuevo ejército afgano; los «kalashnikov» son los de siempre en los infinitos controles que estrangulan las calles de la ciudad.
La piel de los civiles
Los militares americanos tan solo se entrevén encerrados en los vehículos blindados de los convoyes que recorren las carreteras a toda velocidad. Tienen órdenes de no pararse ni siquiera en caso de accidente o de atropello; no deben poner en peligro su seguridad; la de los demás no es la prioridad. Nabi, de 30 años, pelo oscuro y ojos vivísimos en un rostro magro sombreado por un velo de barba, se encontraba en la zona donde, el 29 de mayo pasado, el enésimo accidente provocado por un convoy blindado estadounidense desencadenó una revuelta de la población. Piedras contra el camión blindado y como respuesta balas, proyectiles de alta velocidad, de ésos que, al penetrar en el cuerpo, destrozan los huesos. A Nabi uno de esos proyectiles le ha dejado la cadera hecha cisco. Ahora está ingresado en el hospital de Emergency, tumbado en una cama con una barra de hierro desde la pierna hasta el pecho que permite a los enfermeros girarlo y curar la llaga que tiene en vez de la nalga izquierda. Ese 29 de mayo, llegaron 70 personas al hospital, todas ellas con heridas de proyectiles de alta velocidad; siete murieron casi inmediatamente. Nabi habla con un hilo de voz: «Los estadounidenses dicen que han venido aquí a ayudarnos, entonces ¿por qué nos disparan?». Será por el tono de voz imperceptible, pero en su pregunta no se advierte rabia sino más bien una resignación antigua.
Víctimas de guerra
Fue una bomba, la del pasado 5 de julio, que explotó cerca del Ministerio de Justicia, la que arrancó la pierna izquierda de Mohamed Amin, de 33 años, padre de 6 hijos, también ingresado en el hospital de Emergency. Los médicos están intentando por todos los medios salvarle la otra. Amin vendía fruta y verdura con su karachi (carrito): «Estaba envolviendo verduras para un cliente -cuenta- cuando me pareció que alguien ponía un paquete debajo de mi karachi; después no recuerdo nada más que una fuerte explosión». Ronda por el hospital un diablillo, se llama Sami y tiene 9 años, se divierte dando puñetazos de repente a los pacientes en tracción, les pega con su mano buena, pues la otra está cubierta de vendas. Sami recogió del suelo «un objeto pequeño y oscuro»: así describe la mina que le explotó en la mano arrancándole tres dedos. Cuando termina el día de visita y su madre se va, Sami se pone triste y entonces necesita mimos. La nuca de Sami está devastada por una quemadura: un accidente doméstico provocado por una cocina rudimentaria de keroseno. En el cuerpo de niño de Sami están escritos los signos de la historia eterna de Afganistán: la miseria que no termina, la guerra que continúa. El rostro sonriente y maquillado de la chica guapa del anuncio de jabón cerca del aeropuerto es el único fútil signo de cambio en la Kabul de siempre.
Texto original en italiano tomado de: http://www.peacereporter.net/dettaglio_articolo.php?idc=0&idart=5801.