El fallecimiento de Boris Yeltsin trae de nuevo a la memoria capítulos muy deplorables de la reciente historia de Rusia. Yeltsin fue un gobernante corrupto, incapaz y beodo. La Unión Soviética estaba necesitada de reformas, era una gran potencia que debía sacudirse el partido omnímodo, la ineficiente burocracia y el paralizante centralismo económico. Gorbachev […]
El fallecimiento de Boris Yeltsin trae de nuevo a la memoria capítulos muy deplorables de la reciente historia de Rusia. Yeltsin fue un gobernante corrupto, incapaz y beodo. La Unión Soviética estaba necesitada de reformas, era una gran potencia que debía sacudirse el partido omnímodo, la ineficiente burocracia y el paralizante centralismo económico. Gorbachev emprendió torpemente las reformas y Yeltsin prefirió sacrificar la nación a sus ambiciones personales y procedió a una torva conspiración que disolvió la URSS.
Yeltsin fue acusado de cinco grandes crímenes contra la nación: la salvaje e innecesaria guerra colonial contra los separatistas en Chechenia, la disolución de la Unión Soviética en 1991, el golpe de Estado contra el Parlamento en 1993, el deterioro de las fuerzas armadas y la descomposición progresiva de la economía rusa hasta dejar en andrajos a un país otrora poderoso.
La política económica seguida durante su régimen entregó el país a las mafias o a podridos dirigentes. Cuando el parlamento se volvió en su contra Yeltsin no vaciló en disolverlo a cañonazos y apresar a los dirigentes de la oposición, lo cual demostró que el advenimiento de la democracia en Rusia era un espejismo de construcción propagandística. Yeltsin fue un gobernante visceral, que maniobró para proteger sus ambiciones ante todo.
Durante su mandato, Tatiana Dyachenko, la hija de Yeltsin, fue la eminencia gris de la corrupción en el Kremlin. Contrató a una firma suiza para que hiciera una remodelación del palacio de los zares y cobró jugosas comisiones por ello. Le entregaron tarjetas de crédito con ilimitados fondos. Abrió en el extranjero una docena de cuentas de la familia Yeltsin por unos quince millones de dólares. Yeltsin no fue menos podrido. Durante un viaje a Jerusalén, los reporteros informaron su arribo con un séquito de 180 personas, un tercio de ellos agentes de seguridad y además médicos, enfermeras, cocineros y criados. Además llevan tres limosinas Zil blindadas, tres toneladas de equipos de comunicación y una tonelada de productos alimenticios rusos de alta calidad.
Yeltsin, quien había sido miembro del todopoderoso Buró Político en tiempos de Brezhnev, y alcalde de Moscú, donde demostró una transitoria energía y eficiencia, fue expulsado de sus cargos dirigentes en el Partido, en tiempos de Gorbachov. Hizo una gira por los Estados Unidos donde dejó anonadados a a sus anfitriones por los excesos de su vida privada, incluidos numerosas visitas a burdeles y un arraigado alcoholismo, y propició un colaboracionismo incondicional con Estados Unidos.
Las elecciones que llevaron al poder a Yeltsin fueron un ejemplo de ingerencismo, manipulación y embaucamiento. Washington tembló ante la posibilidad de que una derrota de Yeltsin propiciaría el renacimiento de la Unión Soviética. No se escatimaron recursos para ayudarlo: los anuncios pasados en la televisión a su favor fueron preparados por Video International, una filial de la estadounidense Bains & Co. y de la Boston Consulting Group. La televisión rusa fue acaparada por la imagen de Yeltsin, no se permitió a ningún otro candidato que utilizara el poderoso medio en su campaña. Los asesores estadounidenses le aconsejaron que bailara rock and roll para dar esa imagen de modernidad que el pueblo ruso tanto apetecía.
Una vez instalado Yeltsin firmemente en el poder, se pasó de la reglamentación abrumadora del estalinismo a la más caótica de las anarquías, de la planificación absoluta se dio un salto al capitalismo salvaje. El envilecimiento de la antigua élite del partido se desplazó ahora a los especuladores y a una nueva mafia. Una capa de improvisados empresarios asumió la conducción de la economía.
Moscú se convirtió en un híbrido de muchas ciudades: el Chicago criminal de los años 20, el Berlín políticamente inestable de los 30, la Casablanca de las intrigas internacionales de los 40, el Saigón de los excesos orgiásticos de los 60. Moscú perdió su pompa estatal, su sentido de misión histórica y eso fue sustituido por una especie de esquizofrenia colectiva. Asolada por plagas de niños gitanos y viejas campesinas que solicitaban limosna, en los hoteles de cinco estrellas los nuevos empresarios cenaban con champán y langosta, y se desplazan en Mercedes; proliferaron los casinos de juego.
La redistribución de la propiedad se realizó con diligencia. Se privatizó el 71% de los pequeños negocios; o sea, más de 85 000 empresas pasaron a manos particulares. Anatoly Chubais, a quien se promovió, en un momento, a viceprimer ministro, fue el más grande manipulador del Kremlin. Occidente lo vio como el gran arquitecto de la transición hacia la economía de mercado. Según la revista británica The Economist, fue el organizador de la mayor transferencia de propiedad a manos privadas en la historia de las relaciones económicas.
Bajo la guía de Yeltsin se logró estructurar el 85% de la economía rusa en compañías capitalistas después de haber transferido 120 000 empresas estatales a firmas particulares. Descapitalizó el Estado, vendió propiedades de un valor inmenso por un monto irrisorio, favoreció a compañías foráneas y a mafias internas y destruyó la acumulación de riqueza de varias generaciones del pueblo ruso. Esa fue la desastrosa obra de Boris Yeltsin.