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Educación versus Felicidad

Fuentes: Rebelión

«Pero estamos en el tiempo de los saldos, de los despojos, de la felicidad canalla en un país de grandes rebajas sobre todo en lo referido al negocio del saber y la educación. Es la época de los mínimos: conocimientos mínimos, nivel mínimo, alumnos mínimos, esfuerzo mínimo, autoridad mínima… No hay que rasgarse las vestiduras; […]


«Pero estamos en el tiempo de los saldos, de los despojos, de la felicidad canalla en un país de grandes rebajas sobre todo en lo referido al negocio del saber y la educación. Es la época de los mínimos: conocimientos mínimos, nivel mínimo, alumnos mínimos, esfuerzo mínimo, autoridad mínima… No hay que rasgarse las vestiduras; conviene mirar al tendido y, con la sonrisa cínica de quien ya tiene un pie en el estribo, reflexionar, por ejemplo, sobre el informe ‘Juventud en España 2004’ y el ‘Informe PISA’ sobre la educación en Europa. En el primero se dice que los jóvenes españoles son los que manifiestan el grado de felicidad más alto de Europa y en el segundo aparecen con el índice más bajo de lectura y el más alto porcentaje de fracaso escolar.

Espero que estos jóvenes sigan siendo tan felices como imagino que lo son a estas horas de la madrugada observándolos en uno de esos escenarios de la noche convertido en campo de batalla; y que no lean, porque si lo hacen se pueden encontrar con un tal Jorge Luis Borges que dejó escrito: «He cometido el peor de los pecados, no he sido feliz». Lo que nos faltaba, la infelicidad no ya como error, que se podría corregir, sino como pecado que te lleva a la condenación eterna.»

La felicidad de las hienas

MIGUEL MARTÍN/FOTÓGRAFO


Sin duda, estas líneas movilizaron mi reflexión, por inquietud de madre, más que profesional. ¿Sería posible que me estuviera equivocando con la educación de mis hijos?

La gran herencia que mis padres me dejaron fue la educación, y la gran lección fue que una buena educación abre las puertas y asegura el futuro. Eran los tiempos en los que el desarrollo profesional nos preparaba para obtener mejores empleos, mejores salarios. Los tiempos en los que un título profesional, y más aún, un posgrado, eran la llave del éxito profesional y también económico. La experiencia de nuestros padres era que el primer empleo era difícil de conseguir, pero que la dedicación, la honestidad, la constancia, nos harían confiables a los ojos de nuestros empleadores, quienes valoraban la preparación, el tesón y la lealtad, elementos que ayudaban a los empleados a crecer en las empresas.

Entonces, la generación que se formó en las universidades en la década de los ochentas, se preparó con un espíritu competitivo, buscando las mejores opciones académicas que permitieran una más rápida y permanente inserción en el mercado laboral. Las instituciones académicas iniciaron una competencia feroz, ofreciendo los programas más vanguardistas, más novedosos y modernos, que estuvieran acordes a las demandas del mercado. Los profesionales surgidos de esa generación de estudiantes, creían que debían ser lo suficientemente adaptables a las necesidades del mercado. Y el mercado resolvería sus problemas y sería el camino al éxito profesional y económico. Ser eficiente era la clave.

Los programas académicos se volvieron eficientes para producir, como grandes fábricas, millones de seres que serían engranajes de esa gran maquinaria llamada mercado. Millones de seres que trabajarían en un mundo interconectado, amplio y con miles de posibilidades para mejorar sus condiciones laborales y sociales. Millones de seres diseñados para operar en el mercado y bajo sus reglas. En ese mismo mercado que prometía solucionar, de forma eficiente, todos los males de la humanidad y que daría a cada quien lo que se merecía, conforme a sus esfuerzos y habilidades, los nuevos profesionales trataban de insertarse y seguir fielmente las reglas de juego.

Esta visión de la educación eficiente al servicio del mercado, respondía a un plan globalizador, en dónde pocas empresas, que concentraban grandes capitales, expandían operaciones a lo largo del mundo, dejando poco espacio a empresas nacionales y menos competitivas para operar.

Lo cierto es que el mercado no cumplió con la promesa hecha a los estudiantes universitarios ochenteros, entre los que me incluyo, de que bastaba ser eficiente para que el mercado solucionara todos los problemas.

Los sistemas productivos se transformaron abruptamente, dejando fuera del mercado laboral una gran cantidad de profesionales, y curiosamente, los que entraron con más rapidez al desempleo eran los más calificados académicamente, por considerarlos sobrevalorados para ocupar las posiciones existentes.

Tristemente, las políticas de ajuste estructural de disminución del Estado y reinado del mercado dejaron un saldo de desempleo, exclusión y pobreza. La educación, como otra mercancía más que ofrecía el mercado, no logró formar personas, sino objetos, que de pronto, dejaron de ser útiles al sistema productivo y engrosaron las filas de los desempleados. La buena formación profesional, ofrecida por las eficientes instituciones académicas, la lealtad, la constancia y la honestidad, valores que nuestros padres creyeron únicos y suficientes para el triunfo profesional y económico, no eran valorados por las reglas del mercado. Hoy tenemos contratos de trabajo, por menos de tres meses, para evitar generar antigüedad, jóvenes profesionales explotados, profesionales maduros y con experiencia sin trabajo, porque no se les puede pagar lo que valen, y profesionales con nivel de doctorado desocupados. El mercado iba a ajustar todo.

El mundo es más amplio que ayer, el lugar de trabajo es el mundo. Pero estos profesionales se enfrentan al desarraigo por trabajar sin un lugar fijo; se enfrentan a la discriminación en los países a los que llegan a trabajar, a la soledad y a la dificultad de no poder generar las redes sociales, tan necesarias para poder hacerse de un entorno emocional satisfactorio, debido la necesidad de vivir trasladándose continuamente por razones laborales.

Los sistemas productivos no ofrecen estabilidad, ni salarios justos, ni permanencia, y por lo tanto, no permiten a quienes son parte de ellos planear su vida, comprometerse, ascender, decidir. Todo es efímero, como la tecnología y por lo tanto, como las reglas del mercado.

Entonces, se vuelva cuestionable la proposición de que una buena educación aseguraba el futuro.

¿Qué queremos para nuestros hijos?

Hoy que me enfrento, junto con ellos, al análisis de las opciones educativas, con la visión de educación como herramienta para asegurarse el futuro, siento un gran desasosiego. ¿Qué consejo es el mejor para ellos?

Mientras la educación sea otra mercancía más, un bien que se compra, se vende, se transforma de acuerdo a las necesidades del mercado y de las nuevas tendencias globales, nuestros profesionales serán productos que podrán ser desechados cuando dejen de servir, cuando las condiciones sean diferentes.

Mientras la educación no sea más que un modo de servir a las necesidades del mercado en lugar de un derecho elemental de las personas para permitirles su dignificación, su autovaloración, su autodeterminación, de poco servirán los consejos acerca de las opciones académicas.

Mientras el mercado decida y determine las soluciones eficientes, veo pocas posibilidades de que la educación sea un medio de ascenso social: cuanto menos educación, más oferta de mano de obra a bajo costo, baste conocer la cifras de trabajo infantil y en condiciones de esclavitud.

Los jóvenes españoles a los que se refiere el autor del artículo del epígrafe, podrán no alcanzar el mejor rendimiento en matemáticas, pero han recibido una educación que los hizo pensar, valorar, conocer sus derechos, saben de libertad y de respeto. La educación valiosa es la que nos ayuda a ser libres, la que nos compromete con los valores, la que no da todo por sabido, la que provoca reflexión, la que nos hace enardecer por las injusticias, la que nos impulsa a lograr mejores niveles de igualdad, la que incluye a todas y todos, la que nos hace más felices y más plenos como seres humanos y no como engranajes de una maquinaria que hoy nos necesita y mañana nos expulsa.

La educación por la que luchan muchas mujeres y hombres en el planeta es la que motiva a los individuos a construir un mundo mejor, dónde los niños juegan y no son explotados, dónde la comida es parte del día a día y no un hecho fortuito. La educación que quiero para mis hijos es aquella que los convierta en hombres de bien, con valores, con responsabilidades y compromisos, con empatía hacia los que menos tienen, con respeto a todas las condiciones de los seres humanos, sin discriminación, sin ausencias, sin represalias.

La educación debe permitir la movilidad social, la justicia, debe mantener las mentes abiertas para no aceptar lo que signifique la entrega de la dignidad, la que permita disminuir pobreza y enfermedades, y se evite al invisibilidad de la personas. Esa educación que les permitirá también ser felices por fin y evitar la condenación eterna.

«La tragedia del excluido cultural, en los casos más extremos, es que las víctimas de esta exclusión no son conscientes acerca de aquello que necesitan.»

Emilio Tenti Fanfani



Rosana Lecay es investigadora de la Fundación para la Cultura del Maestro A.C ([email protected] ; [email protected])