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Adelanto editorial. Publican íntegra la conferencia 'El gobierno en el futuro' de 1970

El capitalismo y la democracia, en último extremo, son incompatibles

Fuentes: La Jornada

Noam Chomsky, una de las principales voces de la izquierda en Estados Unidos, ofreció en 1970 la conferencia El gobierno en el futuro, que ahora publica íntegra la editorial Anagrama. En esta conferencia, realizada en Nueva York, Chomsky (Filadelfia, 1928) reflexiona acerca de la posibilidad de transformar a la sociedad frente a lo que llamó […]

Noam Chomsky, una de las principales voces de la izquierda en Estados Unidos, ofreció en 1970 la conferencia El gobierno en el futuro, que ahora publica íntegra la editorial Anagrama. En esta conferencia, realizada en Nueva York, Chomsky (Filadelfia, 1928) reflexiona acerca de la posibilidad de transformar a la sociedad frente a lo que llamó «la barbarie contemporánea». Con autorización de la editorial, ofrecemos a nuestros lectores un adelanto de este texto.

Para terminar, permítanme que considere el tercero y el cuarto puntos de referencia que he mencionado al principio: bolchevismo -o socialismo de Estado- y el capitalismo de Estado. Como he intentado sugerir, tienen puntos en común, y, en algunos aspectos muy interesantes, difieren del ideal liberal clásico y de su posterior evolución hasta convertirse en el socialismo libertario. Dado que me ocupo de nuestra sociedad, permítanme que haga unas observaciones, bastante elementales, acerca del papel del Estado, de su probable evolución y de los supuestos ideológicos que acompañan a esos fenómenos y, a veces, los disfrazan. Para empezar, podemos distinguir dos sistemas de poder: el político y el económico. El primero lo constituyen, en principio, unos representantes que elige el pueblo para que decidan la política pública; el segundo, también en principio, es un sistema de poderes privados -un sistema de imperios privados- que están exentos del control del pueblo, excepto en aquellos aspectos remotos e indirectos en los que incluso una nobleza feudal o una dictadura totalitaria deben responder a la voluntad popular. Esa organización de la sociedad tiene varias consecuencias inmediatas. La primera es que, de una manera muy sutil, induce a gran parte de la población, sometida a decisiones arbitrarias tomadas desde arriba, a aceptar la mentalidad autoritaria. Y, en mi opinión, eso tiene un efecto muy profundo sobre el carácter general de nuestra cultura, que se manifiesta en la creencia de que hay que obedecer órdenes arbitrarias y plegarse a las decisiones de la autoridad. Y, también en mi opinión, uno de los hechos más notables y apasionantes de los últimos años ha sido la aparición de movimientos juveniles que se enfrentan a esas pautas de conducta autoritaria e incluso empiezan a resquebrajarlas.

La segunda consecuencia importante de esa organización de la sociedad es que el ámbito de las decisiones sujetas, en teoría, al menos, al control democrático popular es muy reducido. Por ejemplo, en principio, quedan excluidas legalmente de él las instituciones fundamentales de cualquier sociedad industrial avanzada, es decir, los sistemas comercial, industrial y financiero en su totalidad.

Y la tercera consecuencia importante es que, incluso dentro del reducido ámbito de las cuestiones que se hallan sometidas, en principio, a la toma de decisiones democrática, los centros privados de poder pueden ejercer, como bien sabemos, una influencia desproporcionadamente grande utilizando métodos que resultan obvios, como el control de los medios de comunicación o de las organizaciones políticas, o, de un modo más sencillo y directo, por el simple hecho de que, habitualmente, las figuras más destacadas del sistema parlamentario proceden de ellos. El reciente estudio realizado por Richard Barnet acerca de las cuatrocientas personas que han decidido las políticas del sistema nacional de seguridad estadounidense desde el final de la Segunda Guerra Mundial demuestra que la mayor parte de ellas «procedían de despachos de altos ejecutivos o bufetes de abogados situados en quince edificios -que se hallaban a tan poca distancia los unos de los otros que esas personas hubieran podido llamarse a gritos- repartidos por Nueva York, Washington, Detroit, Chicago y Boston». Y todos los demás estudios al respecto llegan a las mismas conclusiones.

En resumen, en el mejor de los casos el sistema democrático tiene un ámbito de actuación muy reducido en la democracia capitalista, e incluso dentro de ese ámbito tan reducido su funcionamiento se ve tremendamente obstaculizado por las concentraciones de poder privado y por la manera de pensar autoritarias y pasivas que inducen a adoptar las instituciones autocráticas, como las industrias. Aunque sea una perogrullada, hay que subrayar constantemente que el capitalismo y la democracia, en último extremo, son incompatibles. Creo que un estudio cuidadoso de la materia reforzará aun más esa conclusión. Tanto en el sistema político como en el industrial tienen lugar procesos de centralización del control. Por lo que al sistema político se refiere, en todos los sistemas parlamentarios, y el nuestro no es una excepción, el papel de las cámaras en la toma de decisiones políticas ha menguado desde la Segunda Guerra Mundial. En otras palabras, la importancia del poder ejecutivo ha ido aumentando en la misma medida en la que eran cada vez más significativas las funciones de planificación del Estado. Hace un par de años el Comité de las Fuerzas Armadas de la Cámara de Representantes describió el papel del Parlamento estadounidense como el de «un tío a veces gruñón, aunque en el fondo bondadoso, que se queja mientras da furiosas caladas a su pipa, pero que al final, como todo el mundo esperaba, cederá (…) y concederá el dinero que se le pide».

Un estudio cuidadoso de las decisiones civiles y militares tomadas desde la Segunda Guerra Mundial demuestra que esa descripción es, básicamente, correcta. Hace veinte años, el senador Vandenberg manifestó su preocupación ante la posibilidad de que el presidente de Estados Unidos pudiera convertirse «en el principal señor de la guerra del mundo». Eso ya ha ocurrido. Lo demuestra la decisión de iniciar la escalada militar en Vietnam, tomada en febrero de 1965 y que despreciaba cínicamente la voluntad expresada por el electorado. Ese incidente hace patente con toda claridad el papel del pueblo en la toma de decisiones acerca de la guerra y de la paz, así como acerca de las líneas principales de la política general; y también hace patente la irrelevancia de la política electoral a la hora de tomar decisiones de política nacional.