En el tren nocturno que desde San Petersburgo me conduce de regreso a Moscú, atravesando la boscosa llanura que se extiende entre las dos capitales de la Rusia eterna, decido compartir con los lectores algunas reflexiones sobre los aspectos que me han parecido más llamativos en este país, durante unos días de visita privada en […]
En el tren nocturno que desde San Petersburgo me conduce de regreso a Moscú, atravesando la boscosa llanura que se extiende entre las dos capitales de la Rusia eterna, decido compartir con los lectores algunas reflexiones sobre los aspectos que me han parecido más llamativos en este país, durante unos días de visita privada en ambas ciudades.
Un empresario español, buen conocedor de Rusia, que la ha recorrido ampliamente y donde mantiene una segunda residencia, me comentaba estos días que la esencia del alma rusa consiste en convivir con el caos. (Ha desarrollado sus reflexiones sobre este país en un breve y enjundioso texto, de aconsejable lectura para quien decida visitarlo: Anselmo Santos, En Rusia todo es posible, Madrid 2003). Pronto el viajero toma contacto con el caos anunciado, que se manifiesta en varias formas. Por su condición de forastero, es muy probable que aparezca por vez primera al intentar una operación tan sencilla como tomar un taxi, esencial cuando se visita una ciudad y no se está familiarizado aún con las redes del transporte urbano. Existen taxis oficialmente identificados como tales, pero raras veces el taxista pondrá en marcha su taxímetro. Hasta las guías de turismo aconsejan convenir previamente con él el precio y el trayecto a recorrer. Sólo si hay acuerdo saldrá el viajero hacia el punto de destino.
Pero si este procedimiento pudiera parecer irregular, hay otro mucho más usado y aún menos ortodoxo: el taxi pirata. Se trata del automóvil de cualquier particular que en sus horas libres trabaja como taxista para ganar así unos rublos adicionales con los que redondear sus ingresos. Aunque las guías desaconsejan su empleo, es el sistema más común de los que no utilizan el transporte público.
Se ve con frecuencia en las calles a personas que, de pie sobre la calzada y cerca de la acera, encaran el tráfico rodado a la vez que extienden el brazo ligeramente separado del cuerpo; a veces exhiben unos billetes en la mano. Es una seña de significado universal. Enseguida algún coche privado se detendrá, se iniciará un breve diálogo y, si se alcanza el acuerdo, el pasajero entrará en él sin más demora.
A un ruso le parece normal alquilar los servicios de alguien a quien nada acredita para poder prestarlos y de cuyas condiciones como taxista nadie es responsable, y menos en caso de accidente: podría estar utilizando, incluso, un coche robado sin que el cliente lo pueda saber. ¿Cabe procedimiento más caótico para sustentar el servicio de taxis en una gran capital como es Moscú? El caso es que lo que al forastero parece absurdo es para el ruso habitual; funciona y cubre sus necesidades. Aunque los vehículos que prestan el servicio estén a menudo tan destartalados que no pasarían una ITV elemental, apesten a gasolina y las cubiertas de sus ruedas carezcan de cualquier relieve.
laro es que ningún propietario de un buen automóvil necesita, por lo general, dedicarlo al pirateo taxístico. Los coches de lujo que ruedan por las calles moscovitas o aparcan sobre la acera, frente a un casino, vigilados de cerca por guardias de seguridad, nos llevan a otro aspecto de la vida rusa actual: el ansia generalizada de lujo.
El lujo fascina al ruso que puede permitírselo. Una periodista de San Petersburgo definía así el lujo al que aspiran hoy tantos rusos: «Lo que se compra a un precio muchas veces superior a su valor real y que le hace a uno sentirse muy feliz. Le hace sentirse una persona especial»; y añadía: «La riqueza rusa es demasiado joven e impaciente para esperar a instalarse cómodamente en el lujo». Para el ruso de hoy, los objetos caros y deslumbrantes son signo externo de su solvencia personal. Sólo una quincena de años de economía de mercado no han calado aún en la sociedad. Si se es rico, hay que exhibir la riqueza. No se concibe no viajar en coches ostentosos y no mostrar abiertamente relojes enjoyados y espectaculares.
La periodista antes citada contaba que había estado con un conocido hombre de negocios francés, de larga y lujosa trayectoria social, que usaba un Smart porque lo aparcaba con más comodidad, vestía sin ostentación y opinaba así sobre el lujo: «Para mí, el lujo es el silencio y el tiempo libre; quizá, también, el caviar y el buen vino, pero nada de artículos caros ni nada de seguir la moda». La idea de lujo que la periodista pretendía transmitir a sus compatriotas era que éste consiste, sobre todo, en poder hacer y poder comprar sólo lo que en verdad se desea. Mucho tendrá que insistir en ello y poco probable es que lo consiga a corto plazo.
El lujo desorbitado nace, en gran parte, de la corrupción, el tercer aspecto a mencionar en este breve repaso de la actualidad rusa, que añade un perfil de inquietud y futuro oscuro a la sociedad de este país. Aunque Putin lo ha mencionado con preocupación en su último discurso sobre el estado de la nación, la corrupción subsiste rampante a todos los niveles y es asunto que preocupa a la mayoría de los analistas políticos. Los inversores extranjeros y las empresas multinacionales saben bien de la necesidad de «engrasar» los engranajes de una vieja y desmesurada