La Unión Europea no ha sido la fuerza catalizadora del proceso
La normalización de relaciones entre las repúblicas de Armenia y Turquía ha sido saludada desde diversos medios enfatizando las dificultades de última hora, que eran las de esperar. La diáspora armenia ve cómo se le dobla esa palanca de poder que podía utilizar en los países de acogida: el recuerdo del genocidio de 1915. Pero el Gobierno de Erevan también sabe que no puede desairar así como así a una diáspora que cuenta con más miembros que ciudadanos tiene la República, y una fuerza económica y política nada desdeñable.
En cuanto a Turquía, la derecha y ultraderecha nacionalistas se echan las manos a la cabeza ante la «traición» del Gobierno islamista. Harían cualquier cosa para hundir a Erdogan, y es de esperar que intenten sabotear la solución al nudo gordiano chipriota, el último gran problema internacional que le queda a Ankara para cumplir con las condiciones de Bruselas. Sin embargo, el Gobierno islamista moderado no ha parado de afianzarse, batiendo a la oposición en su propio terreno. Y cumpliendo de paso con las condiciones impuestas por la UE en política exterior: una de ellas, la regularización de las relaciones con Armenia y la apertura de la frontera.
Pero lo importante aquí es la visión de conjunto. Hace solo dos años, por estas mismas fechas, en Europa se consideraba utópica la reanudación de las relaciones turco-armenias. Hoy no solo se han restablecido, sino que parece que de paso se está cerca de resolver el contencioso del Alto Karabaj entre Armenia y Azerbaiyán, un asunto aún más espinoso, que parte de una guerra entre ambos países entre 1991 y 1994.
Ahí ha sucedido algo: demasiados cambios en muy poco tiempo. Por el camino, un rosario de contactos secretos entre turcos, armenios y azerís y una extraña guerra, la de Georgia contra Rusia, cuyas causas no están ni mucho menos claras.
¿Dónde ha estado el hilo conductor de esta historia? A pesar de la solemne presencia de Solana en el acto de apretón de manos final entre los ministros de Exteriores Davutoglu y Nalbandian, la Unión Europea no ha sido la fuerza catalizadora del proceso. Ni siquiera a través de la Asociación Oriental, puesta en marcha el pasado mes de mayo en Praga e impulsada por Angela Merkel. Eso está en sus comienzos, y en el Cáucaso todo va mucho más rápido.
La respuesta parece estar en la acción conjunta de Turquía y Rusia, que de una manera u otra se han puesto de acuerdo en relación al Cáucaso, área de influencia común. Punto central ha sido la ruptura del aislamiento de Armenia, hasta ahora satélite ruso. A su vez, y gracias a las presiones de Moscú, Erevan cederá en Nagorno-Karabaj, con lo cual Azerbaiyán mantendrá un trato más relajado con Rusia. Todo ello ha sido posible a partir de que Georgia, vencida en la guerra del 2008, ha quedado estratégicamente fuera de juego. Deberemos esperar novedades en toda la zona. Armenia entrará en el recorrido de los gasoductos y oleoductos, y también de ejes de comunicación. Con ello se evitará un camino más largo y complicado por Georgia. Así, el negocio de los hidrocarburos y su transporte quedará más concentrado en manos de rusos, azerís y turcos, con la posible incorporación de iranís.
Reordenamiento general
En todo ese juego, Turquía se está erigiendo como árbitro frente a las pretensiones europeas en la zona. Y así gana bazas en su camino hacia la UE. Pero hay algo que queda por ajustar en el puzle: la cuestión kurda. La solución, a gusto de Ankara, está en camino: la normalización de relaciones con Armenia posiblemente llevará a las pertinentes reclamaciones de propiedades de los expulsados en 1915 de Anatolia oriental. Hoy, todo eso pertenece a la población local, mayoritariamente kurda. De ahí que la solución del problema que busca Erdogan pase por la defensa del status quo a cambio de una renovada fidelidad política kurda. A no dudar, en el Cáucaso sur se está operando un verdadero reordenamiento general, y todos buscan matar sus respectivos pájaros de un solo tiro.
Francisco Veiga. Profesor de Historia Contemporánea (UAB) y autor de El desequilibrio como orden (2009).