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La guerra sucia desde El Salvador hasta Irak

El hombre de Washington tras los brutales escuadrones de la muerte

Fuentes: The Guardian

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

En 2004, mientras la guerra de Irak iba de mal en peor, EE.UU. designó a un veterano de las guerras sucias de Centroamérica para ayudar a establecer una nueva fuerza para combatir la insurgencia. El resultado: centros secretos de detención, tortura y una espiral hacia la carnicería sectaria.

Un exclusivo campo de golf se encuentra al fondo de una espaciosa casa de dos pisos. Sobre el césped yace una manguera verde. Las persianas de tablillas grises de madera están cerradas. Y, como en las otras casas de lujo vacías en este conjunto residencial cerrado cerca de Bryan, Texas, nada se mueve.

El coronel retirado Jim Steele, cuyas condecoraciones militares incluyen la Estrella de Plata, la Medalla de Servicio Distinguido en la Defensa, cuatro Legiones de Mérito, tres Estrellas de Bronce y el Corazón Púrpura, no está en casa. Tampoco está en la sede de sus oficinas en Ginebra, donde aparece como director ejecutivo de Buchanan Renewables, una compañía energética. Los esfuerzos para localizarle en la oficina de su compañía en Monrovia son inútiles. Le dejamos mensajes. No hay respuesta.

Durante más de un año, The Guardian ha estado tratando de contactar con Steele, de 68 años, para preguntarle por su tarea durante la guerra de Irak como enviado personal del Secretario de Defensa de EE.UU. Donald Rumsfeld a los Comandos Especiales de la Policía de Irak: una temible fuerza paramilitar que mantuvo una red secreta de centros de detención en todo el país donde torturaban a los sospechosos de rebelarse contra la invasión dirigida por EE.UU., para extraerles información.

En el décimo aniversario de la invasión de Irak las afirmaciones sobre los vínculos estadounidenses con las unidades que acabaron acelerando la caída de Irak en la guerra civil presentaron la ocupación estadounidense bajo una luz nueva y aún más controvertida. La investigación fue provocada hace más de un año por millones de documentos militares de EE.UU. descargados en Internet y sus misteriosas referencias a soldados estadounidenses a los que se había ordenado que ignoraran la tortura. El soldado Bradley Manning, de 25 años, se enfrenta a una condena de 20 años, acusado de filtrar secretos militares.

La contribución de Steele fue esencial. Fue el personaje encubierto estadounidense tras la recolección de inteligencia por parte de las nuevas unidades de comando. El objetivo: parar en seco una naciente insurgencia suní sacando información a los detenidos.

Era un papel a la medida de Steele. El veterano se hizo famoso en El Salvador casi 20 años antes como jefe de un grupo estadounidense de consejeros de las fuerzas especiales que entrenaban y financiaban a los militares salvadoreños para combatir la insurgencia guerrillera del FNLM. Esas unidades gubernamentales se ganaron una temible reputación internacional por sus actividades como escuadrones de la muerte. La propia biografía de Steele describe su trabajo como «entrenamiento de la mejor fuerza de contrainsurgencia» en El Salvador.

Steele habló al con el doctor Max Manwaring, autor de El Salvador at War: An Oral History: «Cuando llegué aquí había una tendencia a concentrarse en indicadores técnicos… pero en una insurgencia hay que concentrarse en aspectos humanos. Eso significa que la gente hable contigo».

Pero el armamento de una parte del conflicto causado por EE.UU. aceleró la caída del país en una guerra civil en la que murieron 75.000 personas y un millón de personas más, de una población de 6 millones, se convirtieron en refugiados.

Celerino Castillo, agente especial sénior de la DEA (Administración de Represión de Drogas de EE.UU.) que trabajó junto a Steele en El Salvador, dice: «Primero oí que el coronel James Steele iba a Irak, pensé que iban a implementar lo que se conoce como la «Opción Salvador en Irak» y es exactamente lo que sucedió. Y me horroricé porque sabía las atrocidades que iban a ocurrir en Irk, ya que sabía que habían ocurrido en El Salvador».

En El Salvador Steele entró con David Petraeus. Petraeus, que entonces era un joven mayor, visitó El Salvador en 1986 y se dice que incluso vivió en la casa de Steele.

Pero mientras Petraeus ascendía a la cima, la carrera de Steele sufrió un golpe inesperado por su implicación en el affaire «Irán-Contra». Como piloto de helicóptero, con licencia para volar jets, dirigía el aeropuerto desde el cual los consejeros estadounidenses transferían ilegalmente armas a las guerrillas derechistas de la Contra en Nicaragua. Aunque la investigación que tuvo lugar en el Congreso acabó con las ambiciones militares de Steele, se ganó la admiración del entonces congresista Dick Cheney quien participaba en el comité y admiraba los esfuerzos de Steele para combatir a los izquierdistas en Nicaragua y El Salvador.

A finales de 1989, Cheney estuvo a cargo de la invasión estadounidense de Panamá para derrocar a su antiguo hijo predilecto, el general Manuel Noriega. Cheney escogió a Steele para que se hiciera cargo de la organización de una nueva fuerza policial en Panamá y fuera el principal contacto entre el nuevo gobierno y los militares de EE.UU.

Todd Greentree, quien trabajó en la embajada de EE.UU. en El Salvador y conocía a Steele, no se sorprendió de la forma en éste volvió a aparecer en otras zonas de conflicto. «No en vano se llamaba ‘guerra sucia’; de modo que no es ninguna sorpresa ver a individuos vinculados con ese tipo de guerra y que conocen sus pros y sus contras, reaparezcan en diferentes puntos en conflictos similares», dice.

Una generación después, y al otro lado del mundo, la guerra de EE.UU. en Irak iba de mal en peor. Era 2004, los neoconservadores habían desmantelado el aparato del partido baasista y eso fomentó la anarquía. Un levantamiento, sobre todo suní, estaba ganando terreno y causaba grandes problemas en Faluya y Mosul. Hubo una violenta reacción contra la ocupación por EE.UU. que costaba más de 50 vidas estadounidenses al mes en 2004.

El ejército de EE.UU. se engrentaba a una insurgencia guerrillera no convencional en un país del que sabía poco. Ya se hablaba en Washington DC de la utilización de la opción salvadoreña en Irak y el hombre que podía encabezar esa estrategia ya se encontraba en el lugar.

Poco después de la invasión de marzo de 2003, Jim Steele se encontraba en Bagdad como uno de los más importantes «consultores» de la Casa Blanca, enviando informes a Rumsfeld. Sus memorandos eran tan apreciados que Rumsfeld los transmitía a George Bush y a Cheney. Rumsfeld hablaba de él en términos elogiosos. «Ayer tuvimos una discusión con el general Petraeus y hoy recibí una información de un hombre llamado Steele que ha estado allí trabajando con las fuerzas de seguridad y a decir verdad ha hecho un maravilloso trabajo como civil».

En junio de 2004 Petraeus llegó a Bagdad con instrucciones de entrenar a una nueva fuerza policial iraquí que hiciera hincapié en la contrainsurgencia. Steele y el coronel en activo James Coffman presentaron a Petraeus un pequeño grupo endurecido de comandos policiales, muchos de ellos supervivientes del antiguo régimen, incluido el general Adnan Thabit, que fue condenado a muerte por un complot fracasado contra Sadam y le salvó la invasión estadounidense. Thabit, seleccionado por los estadounidenses para dirigir los Comandos Especiales de la Policía, estableció una estrecha relación con los nuevos consejeros. «Se convirtieron en amigos míos. Mis consejeros, James Steele y el coronel Coffman, eran de las fuerzas especiales, de modo que aproveché su experiencia… pero la persona principal con la que solía tener contacto era David Petraeus».

Con Steele y Coffman como sus hombres de primera línea, Petraeus comenzó a canalizar dólares de un fondo multimillonario hacia lo que se convertiría en Comandos Especiales de la Policía. Según la Oficina de Contabilidad del Gobierno de EE.UU., recibieron una parte de un fondo de 8.200 millones de dólares pagados por el contribuyente estadounidense. La suma exacta que recibieron es confidencial.

Con el casi ilimitado acceso de Petraeus a dinero y armas y la experiencia en el terreno de la contrainsurgencia de Steele, el escenario estaba preparado para que los comandos emergieran como una fuerza aterradora. Un elemento adicional completó el cuadro. EE.UU. había prohibido el acceso de miembros de las violentas milicias chiíes, como la Brigada Badr y el Ejército Mahdi, a las fuerzas de seguridad, pero al llegar el verano de 2004 levantó la prohibición.

Miembros de milicias chiíes de todo el país llegaron «en masa» a Bagdad para unirse a los nuevos comandos. Eran hombres ansiosos de combatir a los suníes: muchos buscaban venganza por décadas de brutal régimen de Sadam, apoyado por los suníes, y una posibilidad de tomar represalias contra los violentos insurgentes y el terror indiscriminado de al Qaida.

Petraeus y Steele desencadenaron esa fuerza local contra la población suní, así como contra los insurgentes, sus adeptos y cualquiera que tuviera la mala idea de interponerse. Fue una contrainsurgencia clásica. Tal vez desencadenó el letal genio sectario. Las consecuencias para la sociedad iraquí fueron catastróficas. En el clímax de la guerra civil, dos años después, aparecían 3.000 cuerpos al mes en las calles de Irak, muchos de ellos víctimas civiles inocentes de la guerra sectaria.

Pero fueron las acciones de los comandos en los centros de detención las que suscitan las preguntas más inquietantes para sus patrocinadores estadounidenses. Desesperados por conseguir información, los comandos establecieron una red de centros secretos de detención a los que llevaban a los insurgentes para sacarles la información.

Los comandos utilizaban los métodos más brutales para obligar a hablar a los detenidos. No existe evidencia de que Steele o Coffman participaran en las sesiones de tortura, pero el general Muntadher al Samari, exgeneral del ejército iraquí que trabajó con EE.UU. después de la invasión para reconstruir la fuerza policial, afirma que sabían exactamente lo que estaba sucediendo y suministraban a los comandos listas de personas a las que debían arrestar. Dice que trató de detener la tortura pero que fracasó y huyó del país.

«Estábamos almorzando con el coronel Steele y el coronel Coffman, se abrió la puerta y el capitán Jabr estaba allí torturando a un prisionero. Él [la víctima] estaba colgado cabeza abajo y Steele se levantó y simplemente cerró la puerta. No dijo nada, para él era algo normal.»

Dice que había entre 13 y 14 prisiones secretas en Bagdad bajo control del Ministerio del Interior y utilizadas por los Comandos Especiales de la Policía. Afirma que Steele y Coffman tenían acceso a todas esas prisiones y que visitó una en Bagdad con ambos.

«Eran secretas, nunca declaradas. Pero los mandamases estadounidenses y la dirigencia iraquí lo sabían todo sobre esas prisiones. Las cosas que ocurrían en ellas: perforaciones, asesinatos, tortura. La peor forma de tortura que he visto en mi vida».

Según un soldado del 69 Regimiento Blindado desplegado en Samarra en 2005, que no quiere identificarse, «Era como los nazis… como la Gestapo, básicamente. Ellos [los comandos] torturaban esencialmente a cualquiera que les pareciera sospechoso, cualquiera que supiera algo, que formara parte de la insurgencia simplemente la apoyara, y la gente lo sabía».

The Guardian entrevistó a seis víctimas de la tortura como parte de esta investigación. Un hombre, que dice que estuvo detenido durante 20 días, dijo: «No se podía dormir. Desde la puesta del sol, comenzaban a torturarme a mí y a los demás prisioneros

«Querían confesiones. Decían: ‘Confiesa lo que has hecho’. Cuando decías: ‘No he hecho nada. ¿Queréis que confiese algo que no he hecho?’, decían ‘Sí, así lo hacemos. Los estadounidenses nos dijeron que llevemos la mayor cantidad posible de detenidos para mantenerlos atemorizados'».

«No confesé nada, aunque me torturaron y me arrancaron las uñas de los pies».

Neil Smith, un médico de 20 años que trabajaba en Samarra, recuerda lo que decían soldados rasos en la cantina. «Lo que se sabía perfectamente en nuestro batallón, definitivamente en nuestro pelotón, era que eran bastante violentos en sus interrogatorios. Golpeaban a la gente, les daban choques eléctricos, los apuñalaban, no sé qué más… suena como cosas bastante horribles. Si enviabas a un tipo lo iban a torturar y tal vez a violar o lo que fuera, humillado y deshumanizado por comandos especiales a fin de obtener cualquier información que desearan».

Ahora vive en Detroit y es un cristiano renacido. Habló con The Guardian porque dijo que ahora considera un deber religioso declarar públicamente lo que vio. «No pienso que la gente en casa, en EE.UU., haya tenido la menor idea de lo que hacían los soldados estadounidenses allí, la tortura y ese tipo de cosas».

A través de Facebook, Twitter y medios sociales The Guardian logró contactar con tres soldados que confirmaron que entregaban detenidos a los comandos especiales para que los torturasen, pero ninguno, excepto Smith, estuvo dispuesto a que lo fotografiaran.

«Si detenemos a alguien y se lo entregamos al al Ministro del Interior le colgarán de los testículos, le electrocutarán, le golpearán, le violarán con una botella de  botella de Coca Cola o algo parecido», dijo uno de ellos.

Abandonó el ejército en septiembre de 2006. Ahora, con 28 años, trabaja con refugiados del mundo árabe en Detroit, enseñando inglés a recién llegados, incluidos iraquíes.

«Supongo que es mi manera de decir que lo siento», dijo.

Cuando The Guardian/BBC Arabic plantearon preguntas a Petraeus sobre la tortura y su relación con Steele recibieron en respuesta una declaración de un funcionario proóximo al general en la que decía: «El historial del general (retirado) Petraeus, que incluye instrucciones a sus propios soldados… refleja su clara oposición a cualquier forma de tortura».

«El coronel (retirado) Steele fue uno de miles de consejeros de las unidades iraquíes que trabajaban en el área de la policía iraquí. No había una frecuencia establecida de las reuniones del coronel Steele con el general Petraeus, aunque el general Petraeus lo vio en numerosas ocasiones durante el establecimiento y los despliegues iniciales de la policía especial en los que el coronel Steele jugó un papel significativo».

Pero Peter Maass, que entonces informaba en el New York Times y entrevistó a ambos, recuerda de manera diferente la relación entre ellos: «Hable con los dos, uno sobre otro, y quedó muy claro que estaban muy cercanos en términos de su relación de comando y también en cuanto a sus planteamientos e ideología sobre lo que había que hacer. Todos sabían que era el hombre de Petraeus. Incluso el propio Steele se definía como hombre de Petraeus».

Maass y el fotógrafo Gilles Peress obtuvieron una audiencia singular con Steele en una biblioteca convertida en centro de detención en Samarra. «Lo que oí fue a prisioneros gritando toda la noche», dijo Peress. «Uno sabe cuándo un joven capitán estadounidense dice a sus soldados, no se acerquen, no se acerquen a esto».

Dos hombres de Samarra que estuvieron encarcelados en la biblioteca hablaron con el equipo de investigación de The Guardian. «Nos ataban a un asador o nos colgaban del techo por las manos y nuestros hombros se descoyuntaban», nos dijo uno de ellos. El segundo dijo: «Me aplicaron electricidad. Me colgaron del techo. Tiraban de mis orejas con tenazas, me pateaban en la cabeza, me preguntaban por mi mujer, diciendo que la llevarían al mismo lugar».

Según Maass en una entrevista para la investigación: «El centro de interrogación era el único sitio de la mini zona verde de Samarra que no me permitieron visitar. Sin embargo, un día, Jim Steele me dijo: ‘hey, acabamos de capturar a un yihadista saudí, ¿Quere entrevistarlo?'»

«No me llevaron al área principal, a la sala principal, aunque de reojo pude ver que allí había muchos prisioneros con las manos atadas a la espalda, me condujeron a una oficina lateral a la habían llevado al saudí y había sangre real que corría por el lado del escritorio.

Peress se hace cargo de la historia: «Estábamos en una pieza de la biblioteca entrevistando a Steele, miré por ahí y vi sangre por todas partes. Él (Steele) oyó el grito del otro tipo al que torturaban mientras hablamos, había manchas de sangre en la esquina del escritorio frente a él».

Maass dice: «Y mientras tenía lugar esa entrevista con el saudí, y Jim Steele también estaba en la pieza, oímos esos gritos terribles, alguien gritando Alá, Alá, Alá. Pero no era una especie de éxtasis religioso o algo parecido, sino gritos de dolor y terror».

Uno de los supervivientes de la tortura recuerda que Adnan Thabit «entró a la biblioteca y dijo al capitán Dorade y al capitán Ali que fueran prudentes con los prisioneros. No descoyunten sus hombros. El motivo era que había que haceles intervenciones quirúrgicas cuando salían de la biblioteca».

El general Muntadher huyó después de que asesinaran a dos colegas cercanos tras convocarlos al ministerio y se hallaran sus cuerpos en un vertedero. Se fue de Irak a Jordania. En menos de un mes, dice, Steele se pudo en contacto con él. Steele estaba ansioso por encontrarlo y sugirió que fuera al hotel de lujo Sheraton de Amman donde residía Steele. Se encontraron en el vestíbulo a las 8 de la tarde y Steele estuvo hablando con él durante casi dos horas.

«Me preguntaba por las prisiones. Me sorprendieron sus preguntas y le recordé que eran las mismas prisiones en las que los dos solíamos trabajar. Le recordé que una vez, cuando abrió la puerta, el coronel Jabr estaba torturando a uno de los prisioneros y él no hizo nada. Steele dijo: ‘Pero recuerdo que regañé al oficial’. Y le dije: ‘No, no lo hizo, no regañó al oficial. Ni siquiera dijo al general Adnan Thabit que ese oficial estaba cometiendo abusos de los derechos humanos con esos prisioneros’. Y guardó silencio. No hizo ningún comentario ni respondió. Me sorprendió.»

Según el general Muntadher: «Quería saber específicamente si tenía alguna información sobre él, James Steele. ¿Tenía pruebas contra él? Fotografías, documentos: cosas que demostraran que hizo cosas en Irak; cosas cuya revelación le preocupaba. Era el propósito de su visita.

«Estoy dispuesto a enfrentarme al tribunal internacional y jurar que altos oficiales como James Steele presenciaron crímenes contra los derechos humanos en Irak. No impedían que sucedieran y no castigaron a los perpetradores».

Steele, el hombre sigue siendo un enigma. Abandonó Irak en septiembre de 2005 y desde entonces se ha dedicado a negocioa energéticos con el grupo de compañías del petrolero texano Robert Mosbacher. Hasta ahora ha permanecido donde le gustar estar, lejos de la atención de los medios. Si no fuera porque Bradley Manning filtró millones de documentos militares de EE.UU. a Wikileaks, que revelaron los presuntos abusos de EE.UU. en Irak, podría haberlo logrado. Las secuencias e imágenes de su persona son escasas. Un videoclip de solo 12 segundos aparece en una investigación de una hora en la televisión sobre su trabajo. Muestra a Steele, entonces un veterano de 58 años en Irak, dudando, incómodo cuando ve que pasa una cámara.

Se aleja del lente, mira preocupado de reojo y luego se aparta de la vista.

Vídeo:

Una investigación de 15 meses de The Guardian y BBC Arabic revela que el coronel estadounidense retirado James Steele, veterano de las guerras por encargo de EE.UU. en El Salvador y Nicaragua, jugó un rol clave en el entrenamiento y supervisión de comandos especiales de la policía que dirigieron una red de centros de tortura en Irak. Otro veterano de las fuerzas especiales, el coronel James Coffman, trabajó con Steele y dependía directamente del general David Petraeus, a quien enviaron a Irak para organizar los servicios de seguridad iraquíes.

Entrevista completa en vídeo: http://www.guardian.co.uk/world/video/2013/mar/06/james-steele-america-iraq-video

Equipo de investigación: Mona Mahmood, Maggie O’Kane, Chavala Madlena, Teresa Smith, Ben Ferguson, Patrick Farrelly, Guy Grandjean, Josh Strauss, Roisin Glynn, Irene Baqué, Marcus Morgan, Jake Zervudachi y Joshua Boswell

Fuente: http://www.guardian.co.uk/world/2013/mar/06/el-salvador-iraq-police-squads-washington

rCR