“¿Quién se preocupa de los hombres que condujeron los cereales del desayuno a través de las tormentas invernales? Qué irónico comprobar que en cuanto más han crecido los barcos en tamaño y trascendencia, menos espacio han llegado a ocupar en nuestra imaginación”. (Rose George).
A diario se habla de las virtudes de la revolución informática, virtual o digital. Se alaban sus logros en cuanto a comunicación, distracción y diversión. Se indica que es la transformación tecnológica más importante de todos los tiempos, que supera a las revoluciones neolítica (que originó la agricultura) e industrial (que consolidó al capitalismo) y trae unos beneficios nunca visto para la humanidad, incluyendo la pretendida sustitución de la naturaleza y hasta el acceso a la inmortalidad. Esos cantos de sirena, entonados por académicos, periodistas, divulgadores… nos hablan de un mundo posmaterial, de una sociedad de servicios, en la cual no existen trabajadores, en que el conocimiento y la información sustituyen a los objetos materiales, lo cual sería posible en el mundo virtual, ese orden paralelo de realidad aumentada.
Esta visión idealista del mundo contemporáneo desconoce la principal transformación que ha hecho posible la “revolución informática” y es su premisa indispensable: la revolución en el sistema de transporte de mercancías en las últimas décadas, con la invención del contenedor, y de rebote en los barcos que los portan a través del mundo. Esta es una infraestructura material y no virtual. Los contenedores (containers) llevan en su interior neveras, computadores, celulares, productos agrícolas, cosas gigantescas (partes de aviones, camiones, automóviles) y objetos diminutos (chips de computador).
Esta revolución material del transporte marítimo que ha generado la invención y difusión de los contenedores se complementa con los barcos petroleros, que llevan hidrocarburos través del mundo, desde las zonas de extracción hasta los grandes centros de consumo, el principal de todos los Estados Unidos. Sin ese petróleo, una sustancia material, no funcionaría el sistema informático del mundo, porque, en contra de la propaganda corporativa de Bill Gates y compañía, los computadores requieren grandes cantidades de materia y energía.
La transformación experimentada en el tráfico de mercancías a través de los océanos es la principal modificación comunicacional de nuestra época, sin la cual no sería posible que los computadores, celulares y otros cachivaches de la revolución microelectrónica llegaran a nuestras casas. Sin los grandes barcos no existiría la tal virtualidad de nuestra época, porque en esos barcos se transportan bienes alimenticios, vestidos, juguetes, productos de diversión, muebles, libros, cuadernos, bombillos, computadores, celulares… y, a su vez, su transporte se facilita por la invención del contenedor, una innovación más importante que el computador, aunque pocos lo mencionen, como si no existiera.
Importancia estratégica del proletariado flotante
Millones de mercancías son transportadas en los buques que se deslizan por los océanos y provienen principalmente de China, el taller del mundo. Los barcos no andan solos como si fueran buques fantasmas, necesitan de operarios que los accionen y los guíen a través del mar hacia puerto seguro. Estos operarios forman parte del proletariado flotante, al que también pertenecen los trabajadores de los buques petroleros y los marineros de los barcos de placer y descanso, los famosos cruceros. Es un proletariado flotante en varios sentidos: por el lugar donde trabajan, en artefactos que marchan encima del agua, donde literalmente flotan; por sus volátiles condiciones laborales, puesto que no tienen contratos permanentes sino por unos cuantos meses, durante el tiempo en se demora una travesía, a veces ni siquiera de ida y vuelta; porque están desprovistos de los derechos básicos que se le suelen reconocer formalmente a parte de los trabajadores en tierra. Estamos hablando de un proletariado porque lo único que tiene que vender son sus brazos, su fuerza de trabajo, a los dueños del capital marítimo flotante y con su trabajo excedente enriquece a capitalistas de los más diversos sectores de la actividad económica.
La flota mercante mundial cuenta con 120 mil buques, y la marina mercante de alta mar y de gran calado está compuesta por 55 mil embarcaciones, que tienen un total de 1 millón doscientos mil marineros. Seis mil de esos buques llevan contenedores y uno solo de ellos tiene una capacidad que impresiona: puede transportar 15 mil contenedores, en los cuales en un solo viaje puede llevar 746 millones de plátanos, o sea, uno para cada europeo. Si esos contenedores se pusieran en fila alcanzarían once mil millas de extensión, casi la circunferencia de la tierra, si se apilaran uno encima de otro alcanzarían 25 mil kilómetros de altura, algo así como 7500 torres Eiffel y si esos contenedores fuesen descargados para ser llevados en camiones, la fila del tráfico sería de 100 kilómetros.
Los propietarios de los barcos son preferentemente europeos o japoneses, pero sus trabajadores son de Filipinas, Bangladesh, China, Indonesia… Estos desempeñan los más diversos papeles: cocinan, limpian camarotes, manejan la sala de máquinas, reparan y arreglan desperfectos. Están sometidos a terribles condiciones laborales, que poco han cambiado en los últimos cinco siglos, porque el mar es un lugar salvaje por sus peligros naturales y porque allí no opera ninguna legislación, y menos laboral. Burlar cualquier disposición se facilita porque existe un engranaje de ilegalidad consentido en el comercio marítimo, en el que se combinan el Estado de la bandera del barco, el Estado del puerto, el Estado de origen de los marineros y el Estado en que está registrada la empresa. En estas condiciones, cuando un proletario flotante quiere reclamar, como dice Rose George, “a quién se dirige, si ha sido contratado por una agencia de mano de obra en Manila, en un barco de propiedad estadounidense, con bandera panameña y contratado por un chipriota en aguas internacionales”.
El transporte marítimo es muy barato, y eso es lo que explica en gran parte las irracionalidades ambientales y laborales del comercio mundial como cuando se despachan de Escocia toneladas de bacalao para que sea procesado en China y luego retornan a Escocia para ser vendidas, tras haber recorrido miles de kilómetros de ida y vuelta.
Del total de 1.200.000 proletarios del mar, 400 mil son filipinos, los que tienen la doble ventaja de “ser baratos y hablar inglés”. El trabajo es duro y agobiante, se realiza en difíciles condiciones sanitarias, climáticas y laborales. La tasa de mortalidad de los marinos es 10 veces superior a la de los trabajadores de tierra. Entre los accidentes más frecuentes están caerse por las pasarelas, ser espichados entre el barco y el muelle, ser lanzados por el oleaje contra la maquinaria de acero, o ahogarse. Los contratos suelen ser por el período en que el marinero permanece en el barco durante un viaje específico, y excepcionalmente llegan a los 11 meses como tiempo máximo, luego de lo cual son sustituidos los marineros por otro contingente de trabajadores. Cada mes son reemplazados 200 mil de ellos por un contingente similar, pasan a la reserva laboral, esperando que sean llamados para un próximo viaje. A menudo los contratos son de cinco o seis meses y el trabajador vuelve a ser enganchado varios meses después de su anterior empleo.
Las cadenas globales que se han establecido en la economía mundial mediante las cuales se interconectan los cinco continentes, solo pueden funcionar con los grandes buques llenos de contenedores y los grandes barcos petroleros. Esas cadenas globales de suministros funcionan las 24 horas durante los 365 días del año de manera ininterrumpida o, por lo menos, así fue hasta que se expandió el coronavirus en los primeros meses del 2020.
Allí se trabaja día y noche, siete días a la semana, sin jornada establecida, en una especie de régimen de semi-esclavitud laboral, hasta el punto de que los marineros dicen que son asalariados de una prisión flotante, lo cual no se diferencia mucho de las “ataúdes flotantes” que fueron los barcos-prisiones de España o Inglaterra durante 400 años.
Parálisis del comercio mundial y abandono del proletariado flotante
Entre las vicisitudes de la vida laboral de los marinos se encuentra el tipo de contratos, efímeros y fugaces como las tormentas, en donde el futuro es incierto, dado que el comercio marítimo está cubierto por un manto de opacidad, ausencia de regulaciones e impunidad, más ostensible que el de los paraísos fiscales. Sus dueños se ocultan bajo lo que se denomina en la jerga marítima “el pabellón de conveniencia”, lo que quiere decir que el barco ondea una bandera que no guarda ninguna relación con sus propietarios, ni con lo que transporta, ni con sus trabajadores. Hay casos tragicómicos de barcos que están registrados en países que no tienen mar, como Mongolia. Esta condición posibilita que a la hora de algún problema laboral no haya a quien reclamarle ni en mar ni en tierra y suele suceder que cuando la empresa relacionada con un barco quiebra los marinos queden abandonados a su propia suerte en pleno mar, esperando durante meses unos salarios que nunca les pagan. Entre 2004 y 2018 se documentaron 400 hechos en que fueron abandonados 5000 proletarios del mar en las embarcaciones.
Esto se facilita porque el 90% de los marinos no tiene ninguna comunicación con tierra, pues no tiene acceso a internet y los teléfonos móviles no funcionan en alta mar. Como en los viejos tiempos, estos barcos son “tierra de nadie” y lo que sucede en el mar se queda allí: puede morir alguien y ser lanzado a las aguas y las pocas mujeres que trabajan en los barcos soportan abusos e incluso son violadas.
Los marineros son cruciales en la cadena productiva mundial, pero esa importancia es inversamente proporcional a su reconocimiento, en tierra y en mar. Son unos trabajadores invisibles, juegan el mismo papel que las mujeres en el trabajo doméstico, cuya labor nunca es reconocida como parte fundamental de la reproducción de la economía capitalista. Los marineros desempeñan el trabajo doméstico del capitalismo mundializado, en las trastiendas flotantes (que son como las casas en tierra), donde nadie los ve, ni los siente, como si no existieran. Son tan invisibles como las mujeres y sin su labor no existiría el sistema mundo-capitalista, tal y como hoy lo conocemos, puesto que a través de los mares se distribuye el 90% de los productos que circulan en el comercio mundial. En forma prosaica, si examinamos los productos que usamos, prácticamente todos ellos han pasado por el mar y vienen de muy lejos: el computador, el celular, el televisor, los asientos de los buses, el yogurt del desayuno, el filete de pescado que ocasionalmente se almuerza, el libro que alguien lee, el juguete que disfruta un niño, la ropa que se lleva puesta, el té que se consume en la tarde, el combustible que acciona el automóvil o el bus en que nos desplazamos, las frutas de una deliciosa ensalada… Lo paradójico estriba en que nadie sabe ni se preocupa por averiguar el recorrido de esas mercancías y, sobre todo, por indagar qué trabajadores han hecho posible que esas mercancías recorran miles de kilómetros. Esos trabajadores invisibles son los marinos y no los vemos porque sufrimos una “ceguera marítima”, que nos impide ver lo que sucede en los grandes buques en los mares del mundo, donde muchos seres humanos laboran de día y noche, y su trabajo hace posible que las mercancías que atraviesan los océanos lleguen a nuestras manos.
Por esta circunstancia, hoy, a un año del desencadenamiento de la pandemia de coronavirus, pocos saben que miles de marineros se encuentran atrapados en el mar o en los puertos, donde llevan un año prisioneros en jaulas flotantes.
Apenas se expandió el coronavirus como una pandemia mundial, uno de los primeros afectados fue el transporte marítimo que sufrió una brusca interrupción, incluyendo a los barcos de placer (los cruceros), aunque no se paralizó en la misma forma el movimiento de buques petroleros. De la noche a la mañana quedaron bloqueados miles de barcos, con sus tripulantes a bordo. Esto sucede en diversos mares del mundo: en la isla de Fiyi, en el pacífico, mil marinos llevan atrapados más de un año; en Egipto, Canadá y otros lugares acontece lo mismo; en Estados Unidos están atascados 60 mil marinos a bordo de 90 barcos. Uno de los hechos más dramáticos sucedió en Beirut, cuando un barco petrolero fue abandonado con 13 marineros a bordo, que se salvaron de milagro cuando se presentó una pavorosa explosión en agosto. Esos marineros se encontraban atascados sin salario, ni agua, ni comida. Aparte del confinamiento forzoso, en 2020 hubo 49 casos en que los marineros fueron abandonados a su propia suerte cerca a algún puerto.
Un total de 400 mil marinos, algo así como la población de una ciudad de tamaño medio como Manizales, permanecen atrapados en sus barcos. Algunos llevan un año y medio encerrados, porque habían iniciado sus labores seis meses antes de que comenzará la pandemia. Ante las cuarentenas, confinamientos y medidas preventivas contra la covid-19 los hombres de mar son vistos como un peligroso foco de contagio, máxime que la mayor parte de ellos después de concluida su labor en los barcos deben regresar en avión a sus países de origen, a menudo a miles de kilómetros de distancia. Sufren su propio confinamiento, apretujados en pequeños espacios, lo que aumenta los riesgos para su salud, e incluso se les niega cualquier tratamiento médico normal en los puertos cercanos. Muchos marineros han enfermado, otros han muerto y algunos se han suicidado.
Miles de marineros se ven afectados por la parálisis, porque forman parte de las tripulaciones de reemplazo, están atrapados en sus casas, sin poder viajar a los puertos en donde debían sustituir a sus agotados compañeros, y sin ningún ingreso. La parálisis no ha sido total, sino que otros buques han estado funcionando durante la pandemia, transportando alimentos, medicamentes y diversos bienes en todo el mundo.
Los marineros llevan meses separados de sus familiares y seres queridos, no ven a sus hijos desde entonces y en algunos casos han sido padres sin poder ayudar a sus esposas ni contemplar a sus hijos recién nacidos. Para completar, se encuentran en países distintos a los suyos, sorteando condiciones más hostiles que las habituales, debido a los miedos que se generalizan entre los habitantes de las ciudades-puertos porque los marineros puedan traer y difundir la Covid-19.
Los marineros soportan en plena pandemia estrés generalizado, agotamiento físico y mental, problemas psicológicos, sentimiento de abandono y soledad, tras meses de incertidumbre y sin perspectivas de que la situación vaya a mejorar en el futuro inmediato, ante el segundo brote del contagio y el previsible tercero que se espera en las próximas semanas.
Si a la cifra de 400 mil marinos abandonados en los barcos se le agrega la del personal de sustitución, se tiene un total de 800 mil desempleados, que corresponden al 70% del total de personal ocupado, cifra que muestra la magnitud del impacto de la Covid-19 entre el proletariado flotante.
El encerramiento de los marineros en lugar de aminorar el impacto del coronavirus lo agrava, porque dadas las condiciones de hacinamiento los barcos no cuentan con protocolos efectivos de bioseguridad y un solo marinero enfermo puede contaminar a decenas de compañeros y ante eso el resultado es una mortandad generalizada, sin la más mínima ayuda ni cuidado. Es la muerte para un ser humano en la más terrible de las condiciones, en completo aislamiento y sin que nadie, ningún familiar o amigo, pueda acompañarlo en su último momento y ni siquiera tenga derecho a un entierro medianamente digno y normal. En ese momento el barco se convierte en un ataúd flotante.
Para darse cuenta de quiénes ganan y quiénes pierden con la pandemia, debe recordarse que Jeff Bezos, el multimillonario dueño de Amazon que tanto se ha enriquecido en esta coyuntura, sustenta gran parte de su negocio en el transporte de los grandes barcos, mientras que miles de marinos no tienen salario, ni alimentación y se encuentran prisioneros en jaulas flotantes. Los que continúan trabajando en las duras condiciones de la pandemia transportan los suministros de Amazon a través de los océanos del mundo, siendo su esfuerzo laboral una de las fuentes de la riqueza de que tanto presume el dueño de esa empresa. Esa es la explotación acentuada del proletariado flotante, que genera fabulosas ganancias a capitalistas tipo Jeff Bezos, y dicha explotación se complementa con el sufrimiento que soportan miles de marinos abandonados que viven en carne propia una agobiante cuarentena que parece no tener fin. En ese sentido, los proletarios flotantes son los palestinos de mar abierto.
Para seguir estudiando:
Rose George, Noventa por ciento de todo. La industria invisible que te viste, te llena el depósito de gasolina y pone comida en tu plato, Capitán Swing, Madrid, 2014.
Publicado en Periferia (Medellín), No. 164, febrero de 2021.