La indiferencia absoluta ante el dolor ajeno ha reemplazado -sin mucho escándalo y/o vergüenza entre aquellos que lo presencian, aun en medio de la pandemia del Covid 19- la solidaridad o la empatía que debiera generarse entre la humanidad, ya sea que ésta se origine por causa de las distintas religiones que se profesen (caracterizadas e inspiradas, en apariencia, por el amor al prójimo), o por el tipo de educación recibida (donde destacarían la importancia y la necesidad de los valores éticos y morales). Esto se pone de manifiesto mayormente en el área económica, con un capitalismo neoliberal autocomplaciente, en búsqueda constante de mayores ganancias, cuyos apologistas consideran que la asistencia social prestada por el Estado es una traba dispendiosa que hace insostenible cualquier grado de crecimiento económico que se plantee.
A grandes rasgos, el mundo contemporáneo se encuentra saturado de opciones individualistas y/o individualizadas que merman la posibilidad real de alcanzar el bien común. Zigmunt Bauman en “Trabajo, consumismo y nuevos pobres” sentencia: “En otras épocas, la apología del trabajo como el más elevado de los deberes -condición ineludible para una vida honesta, garantía de la ley y el orden y solución al flagelo de la pobreza- coincidía con las necesidades de la industria, que buscaba el aumento de la mano de obra para incrementar su producción. Pero la industria de hoy, racionalizada, reducida, con mayores capitales y un conocimiento profundo de su negocio, considera que el aumento de la mano de obra limita la productividad. En abierto desafío a las ayer indiscutibles teorías del valor -enunciadas por Adam Smith, David Ricardo y Karl Marx-, el exceso de personal es visto como una maldición, y cualquier intento racionalizador (esto es, cualquier búsqueda de mayores ganancias con el capital invertido) se dirige, en primer lugar, hacia nuevos recortes en el número de empleados”. Tal situación convierte a los mercados en objeto prioritario de los gobiernos, indiferentemente de cuál sea su orientación político-ideológica, relegando el bienestar colectivo a un segundo plano, sometido en todo caso a los dividendos que obtendrían los dueños del capital (sea exógeno o endógeno).
Bajo tal perspectiva, no extrañaría que la conducta social e individual carezca de una moral de responsabilidad pública. Tal como se evidencia con el manejo imprudente del coronavirus que diezma millones de almas en todos los continentes, los desastres ecológicos, la niñez abandonada y esclavizada o la corrupción política, entre otros flagelos de los cuales todos tienen una opinión negativa pero que no los motiva suficientemente para generar una voluntad de acción conjunta en pro de su erradicación. Algo que se refleja en la industria del entretenimiento, la cual -aparte de traer ingentes cantidades de dinero a sus promotores- produce una transferencia ideológica a quienes está orientada, induciendo en éstos una sumisión dirigida que les hace resignarse ante las decisiones e intereses de las clases dominantes y el orden establecido y a desconfiar de sus propias potencialidades. Esto obliga a los seres humanos a proponerse una redefinición de los valores imperantes y la conjugación de iniciativas populares que propicien en todo momento el bienestar colectivo, la emancipación integral de cada uno (sin menoscabo de sus prójimos y de la naturaleza) y la instauración de un orden social, político y económico más justo. Sería una revolución de otro tipo, una más profunda y más humana en franca oposición a lo que habitualmente se concibe como lo políticamente “correcto”.