En 1.959 un hombre llamado Claude Eatherly, roto y desesperado, lleva ya seis años recluido en un hospital psiquiátrico de alta seguridad del Pentágono tratado por «trastornos edípicos y sentimiento de culpa». Internado y liberado muchas veces desde 1950, este hombre ha perdido toda esperanza, no sólo de reintegrarse a la vida normal de sus […]
En 1.959 un hombre llamado Claude Eatherly, roto y desesperado, lleva ya seis años recluido en un hospital psiquiátrico de alta seguridad del Pentágono tratado por «trastornos edípicos y sentimiento de culpa». Internado y liberado muchas veces desde 1950, este hombre ha perdido toda esperanza, no sólo de reintegrarse a la vida normal de sus contemporáneos, sino incluso -y mucho más grave- de comprender exactamente la hechura de su problema. En 1945, de regreso del frente, Eatherly había evitado los homenajes de sus conciudadanos y se había encerrado tímidamente en su casa, agitado por un malestar incomprensible que ni siquiera su mujer, que lo había esperado con impaciencia y recibido con alborozo, pudo soportar. En 1947, ya divorciado, sin lazos que lo vincularan al optimista ajetreo de su país, decide emigrar a Canadá, a donde lo acompaña su angustia y de donde regresa un año más tarde sin haber conseguido librarse ella. En 1950, Eatherly se declara vencido y alquila una habitación en un pequeño hotel de Nueva Orleans; ingiere varias cajas de somníferos, se tiende en la cama y por un momento siente el alivio de dejar atrás el tormento que lleva dentro. Salvado en el último momento, su inestabilidad mental alternará desde entonces las tentativas renovadas de suicidio con extrañas iniciativas de todo punto incomprensibles: manda una y otra vez, por ejemplo, cartas compungidas a Japón con algunos dólares incluidos en los sobres. A partir de 1953, emprende una singular carrera de delincuente. Eatherly, en efecto, entra en un comercio o en una farmacia armado de una pistola que luego se descubrirá de juguete, encañona al cajero y le conmina a depositar la recaudación en una bolsa de papel; luego sale tranquilamente, con una cierta parsimonia exhibicionista, deja la pistola y el botín en la puerta y se deja prender por la policía. Cada vez que hace una cosa así, es conducido al hospital militar de Waco, donde los psiquiatras describen muy científicamente su caso: «Paciente completamente enajenado de la realidad. Miedos, crecientes conflictos internos, pérdida de los sentimientos, ideas fijas».
Pero, ¿quién es este incurable perturbado de nombre Claude Eatherly? ¿Por qué las autoridades de los EEUU no lo tratan como a un vulgar ratero y lo meten en la cárcel? ¿Por qué este empeño en «curarlo»? Pues bien: Claude Eatherly era el piloto estadounidense que el 6 de agosto de 1945, después de analizar las condiciones atmosféricas sobre el cielo de Japón, escogió Hiroshima para que el Enola Gay, a los mandos del coronel Thibbets, arrojara la primera bomba atómica. Eatherly contempló desde el aire el hongo místico de la explosión y quizás se abandonó un instante al placer estético de esta catedral de humo; después, de vuelta a la base, supo que su acción había derretido a 200.000 japoneses en apenas cinco minutos. El coronel Thibetts, entrevistado más tarde por un periódico estadounidense, declaró: «No tengo remordimientos. Se me dijo -como se ordena a un soldado- que hiciese una cierta cosa y yo la hice. Y no me habléis del número de las personas muertas. Yo no quería que muriese nadie. Miremos de frente la realidad: cuando se combate, se combate para vencer, usando todos los medios a nuestra disposición. No me plantea el más mínimo problema moral: hice lo que se me había ordenado y en las mismas condiciones volvería a hacerlo». Thibbets fue homenajeado, felicitado, condecorado y sus compatriotas le hicieron sentirse orgulloso de su acción; era el «normal». Claude Eatherly, en cambio, se sintió mal; y como no se podía encarcelar a un héroe de guerra sin que el gobierno y la sociedad estadounidense se viesen obligados a enfrentarse a su propia responsabilidad, fue recluido en el hospital militar de Waco, de donde escapó en 1961 para desaparecer -¿a la manera quizás argentina o chilena?- sin dejar rastro. Fue recluido, es decir, no por haber matado a 200.000 personas en cinco minutos sino por no haber sido capaz de «superarlo». Mientras él solicitaba una y otra vez «la gracia del castigo», sus compatriotas le castigaban precisamente declarándolo irresponsable de sus actos; estaba loco: se sentía culpable.
En 1958 el filósofo alemán Gunther Anders, uno de los grandes teóricos del movimiento anti-nuclear, entró en contacto epistolar con el prisionero de Waco mediante una primera carta fechada el 3 de junio en la que el escritor explica a Eatherly hasta qué punto su incapacidad para «superar» las consecuencias de su acción era un motivo de consuelo para él y sus amigos, comprometidos como estaban en la tarea de sensibilizar al mundo frente a la amenaza cósmica del armamento atómico. Después, durante dos años el filósofo y el piloto mantendrían una relación cada vez más estrecha -incluido un fugaz encuentro en Mexico- que contribuyó sin duda a la rehabilitación personal de Eatherly, pero también, por eso mismo, al agravamiento de las presiones que sobre él ejercía el gobierno estadounidense. En todo caso y para lo que aquí nos interesa, los argumentos de Anders frente al desamparo del prisionero estaban orientados a demostrar que no era él, Claude Eatherly, responsable directo de la muerte de tantos miles de personas, el que estaba enfermo; la que estaba enferma era la sociedad que consideraba anómala, irregular, enfermiza, su sanísima reacción moral. A partir de las reflexiones recogidas en su obra fundamental, La obsolescencia del hombre, Anders insistía frente al desconsuelo de Eatherly en el «desnivel prometeico» en virtud del cual la desproporción entre lo que el hombre puede (técnicamente) hacer y lo que puede representarse, entre su capacidad de actuar, multiplicada ad infinitum por el nuevo medio tecnológico, y su capacidad para imaginar, tan limitada como hace un millón de años, inducía esta incapacidad ya normalizada para responder proporcionadamente a las inconmensurables consecuencias de nuestros actos: es casi imposible representarse la relación entre una ligerísima presión del dedo índice y la muerte, 5.000 metros más abajo, de 200.000 personas, como es asimismo imposible imaginar -medir concretamente- la textura dramática de esta cifra. Los hombres, engranados como ruedecillas en un nuevo contexto tecnológico en el que «podríamos vernos implicados en acciones cuyos efectos seríamos incapaces de prever y que, de poder preverlos, no podríamos aprobar», nos encontramos ante una nueva situación moral, sin precedentes en la historia, que nos obliga a revisar el concepto mismo de responsabilidad. En algún sentido, dice Anders, nos hemos vuelto inocentemente culpables. No tenemos suficiente imaginación para atar cabos, enlazar continuidades, desenredar los hilos que vinculan nuestros cuerpos a la destrucción de los cuerpos más distantes. Y sin imaginación el mundo está moral y políticamente condenado a perecer. El 13 de enero de 1961, Gunther Anders escribía una Carta abierta al presidente Kennedy en la que declaraba lo siguiente sobre el «caso Eatherly»:
«Cuando apelamos al aparato del que creemos ser meramente una pieza inconsciente y consideramos totalmente justificada la frase: «Nosotros sólo hicimos lo que hicieron los demás», cancelamos la libertad de la decisión moral y la libertad de la conciencia, convertimos la palabra «libre» de la expresión «el mundo libre» en el término más vacío e hipócrita. Temo que no hayamos sabido evitar este riesgo. La grandeza de Eatherly consiste precisamente en haber tenido la valentía de dar la vuelta al argumento, con lo que se ha sustraido a la perversión moral dominante. Eatherly proclama: aquello en lo que yo sólo he participado es también algo que yo he hecho; objeto de mi responsabilidad no son solamente mis actos individuales, sino todos «los actos en los que he participado»; la pregunta de nuestra conciencia no es solamente «¿Qué debemos hacer?», sino también: «¿En qué y hasta qué punto debemos participar?«. (…) Comportarse de forma irreprochable en la vida privada no es gran cosas, pues en esta esfera la costumbre suele sustituir a la conciencia. Es para enfrentarse al sutil terror de la participación para lo que se requiere una auténtica autonomía moral y un verdadero valor cívico. (…) Normalmente el aparato exime a todos -incluso a quienes lo dirigen y a sus propietarios- de toda responsabilidad, de modo que al final nadie asume responsabilidad alguna, y lo único que queda es la tierra carbonizada de las víctimas y la radiante buena conciencia de los necios» (pag. 187, Carta abierta al presidente Kennedy, 13 enero 1961).
A esta falta de imaginación, que se traduce en la buena conciencia del coronel Thibbets o del irreprochable funcionario Eichmann, Gunther Anders la llama «agnosia», aunque en términos más familiares podríamos también denominarla «indiferencia selectiva»; es decir, una especie de sensibilidad minuciosa para lo pequeño y banal, de honradez diminuta para lo más cercano y trivial, y de insensibilidad ciega, absoluta, total, para lo verdaderamente decisivo. Un ejemplo de «agnosia» nos lo ofrece el propio presidente Truman, responsable de la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, al que una revista de su país, con ocasión de su 75 cumpleaños, preguntaba si se arrepentía de algo en su vida: «Me arrepiento», respondió Truman, «de no haberme casado antes». Otro ejemplo, éste más reciente e igualmente ignominioso, nos lo proporcionó por su parte la ex-ministra de Asuntos Exteriores del Estado español, Ana Palacios, durante la que fuera en el año 2004 su última visita al Bagdad ocupado. En traje de pionera colonial -con esa sumisión coqueta a los clichés en la que anida el más tranquilo desprecio de los otros- fue a visitar un hospital infantil cuya reconstrucción estaba financiando España, pero cuya destrucción había apoyado su gobierno; recorría las salas en las que se trataba con dinero español a niños de cuyas heridas o dolencias era precisamente responsable el gobierno español y de pronto, en una de las habitaciones, fijó una mirada severa en el techo, donde se veía… una pequeña grieta. Al día siguiente, algunos periódicos españoles reprodujeron con admiración la noticia de que esta mujer que había empujado las bombas cielo abajo con la mirada, siempre exigente y meticulosa, con insobornable honestidad de oficinista, había regañado al maestro de obras por su negligencia imperdonable. Indiferencia, pues, ante las ruinas y los escombros, pero sensibilidad extrema ante las grietas: podemos decir que esta enfermedad social que Anders describía a Eatherly para convencerlo de la salud superior que transportaba su tormento, era y sigue siendo -hoy quizás más que nunca- la nuestra.
Más allá de las inasibles corrientes de la complejidad económica de nuestro mundo -e instalada en su seno como su opacidad y su parásito-, la agnosia o, valga decir, la normalidad constituye el verdadero misterio y la más obstinada resistencia para el cambio social.
En 1933 un hombrecito que había sido pintor y al que una granada había herido en el frente de la Primera Guerra Mundial, fue nombrado canciller de Alemania por el presidente Hindemburg. Años más tarde, después de haber exterminado a gitanos, comunistas y judíos y de haber provocado una guerra que costó 60 millones de muertos (la tercera parte soviéticos) este hombrecito fue llamado «Hitler». No es que antes se llamara de otra forma, pero sin esta perpetración de catástrofes -como antes de ella- su nombre nos sonaría tan plano e inocente como «Gomez» o «Smith». En 1933 Hitler no era todavía «Hitler» e incluso los intelectuales alemanes que huyeron tempranamente al exilio se llevaron la sensación de un contratiempo provisional: «no durará más de un año». Si hoy nos parece que Hitler fue siempre «Hitler» es en virtud de eso que Aristóteles llamaba «entelequia» y que hoy nombraríamos quizás «virtualidad»; es decir, la operación mental mediante la cual tratamos retrospectivamente un objeto como si siempre hubiera sido aquello que llegará a ser. Eso es lo que hacen, por ejemplo, los malos biógrafos cuando investigan la infancia de Napoleón a partir de sus grandes conquistas europeas y ven manifestarse a «Napoleón» en pequeñas señales -ambición en el juego, hábitos alimenticios, lecturas de adolescencia- que pasaron desapercibidas y que nadie recordaría de no haberse convertido más tarde en «la Razón a caballo», según la descripción que hizo Hegel de él tras su irrupción en la ciudad de Jena. Nadie vio estas «señales» en el caso de Hitler, ni en 1933 ni en 1937 ni tampoco, probablemente, en 1940, cuando las potencias europeas, tras la política llamada de «apaciguamiento», reculaban impotentes ante el poderío militar del ejército nazi. Si Hitler es hoy «Hitler», si hoy Hitler fue siempre «Hitler», cifra de todo mal, es menos por las atrocidades que cometió que por el simple hecho -sin duda consolador- de que no venció. Pero no olvidemos que lo que hizo -desmantelamiento del orden jurídico internacional, invasión de países soberanos, desplazamiento y exterminio de población civil- lo hizo en tan sólo doce años, apenas un poco más de los al menos ocho años que George W. Bush se mantendrá en la presidencia de los EEUU.
Buscando procedimientos contra nuestra normal falta de imaginación, alguna vez he comenzado una charla leyendo una breve cronología de los años 30 en Alemania (el incendio del Reichstag, la quema de libros, la disolución de los partidos, el abandono de la Sociedad de Naciones, la anexión del Sarre, las leyes de Nuremberg, el bombardeo de Guernica, la anexión de Austria y de los Sudetes, las primeras deportaciones a Dachau, la noche de Cristal, la invasión de Polonia), cronología que inmediatamente he prolongado con la lectura muy rápida, un poco acezante, de un dosier de noticias de los últimos tres años, con el 11-S como punto de arranque (la Patriot Act, las leyes antiterroristas en todo el mundo, los empleos perdidos, las empresas quebradas, la invasión de Afganistán, las movilizaciones, los golpes de Estado, la intervención en Filipinas, en Colombia, en Nepal, el campo de concentración de Guantánamo, la ocupación de Iraq). El efecto es relampagueante: despojados de su inmediatez ansiolítica, liberados de esa magia periodística que nos presenta como igualmente divertida una boda principesca y una matanza, convertidos de alguna manera ya en pasado, estos acontecimientos desnudos y encadenados nos hacen pensar quizás que estamos viviendo una catástrofe. Pero, ¿es que no estamos viviendo una catástrofe? Estamos viviendo una catástrofe. Y entonces, ¿por qué no nos damos cuenta? ¿Por qué nos parecen tan ominosos, tan siniestros, tan irrepetibles, los acontecimientos de 1935 y tan normales, tan candorosos, los del 2004? Insistamos una vez más: también era normal el horror de 1935 en 1935. Al encadenar los acontecimientos de esta manera los despojamos de aquello que nos permite soportarlos: todo ese cálido cimiento antropológico, ese juego material de relaciones, ese relleno mundano que amortigua su pugnacidad y redondea su filo. Entre asalto y asalto los judíos de 1935 compartían la comida, hablaban de bodas y adulterios y comentaban las últimas noticias: «qué tiempos tan malos», y cada vez que se decían esto unos a otros, con un vaso de te entre las manos, se sentían seguros y casi invulnerables. Hoy sabemos lo que significaron para Europa esos años; retrospectivamente cada uno de esos momentos está preñado de la tragedia que estallaría más tarde y nos parece, por tanto, que el dramatismo de aquella época es incomparable con el de la nuestra. Pero entonces, como ya hemos dicho, Hitler no era todavía Hitler sino un hombre al que la mayor parte de la población alemana -incluidos algunos intelectuales señeros, como Jünger o Heidegger- apoyaban. La filósofa francesa Simone Weil, una excepción, describía a su regreso de Alemania en 1933 la indiferencia de comunistas, socialistas y sindicatos, que no se apercibían de nada; y comparaba, como hacemos con los EEUU hoy que hemos vuelto a sumergirnos ásperamente en la historia, el Tercer Reich con el Imperio Romano. No darse cuenta sino demasiado tarde forma parte del hecho de que los hombres no vivimos entre las causas sino entre las cosas, erguidas en el espacio, claras y tranquilizadoras incluso los grises días de lluvia: edificios que se mantienen más o menos en pie, periódicos, una manzana sobre la mesa, cuerpos familiares que se repiten a nuestro alrededor. No darse cuenta sino demasiado tarde forma parte del hecho de que los hombres no vivimos en la Historia sino en la sociedad; no experimentamos cotidianamente -salvo en los malos sueños- las leyes de lo que nos falta sino los medios materiales, por precarios o escasos que sean, de lo que aún tenemos o todavía no nos han quitado. Y allí, alrededor del fuego, en torno a la frágil mesa mal calzada, por encima de un mínimo de calor y un mínimo de alimento, poder comentar en voz alta y en compañía lo malos que son los tiempos nos produce más placer que dolor la maldad misma de los tiempos.
Así que en principio hay algo que compartimos con los alemanes de 1933: como ellos, nosotros también comentamos «qué tiempos tan malos» y nos sentimos seguros cada vez que lo hacemos. Se me va a permitir que utilice un «nosotros» retórico para referirme sobre todo a las poblaciones de eso que ha dado en llamarse engañosamente Occidente para designar, con independencia de la geografía, la zona aleatoriamente ventajosa y necesariamente criminal de la cartografía económica del capitalismo. Como el resto del mundo, también los occidentales, entre los que me cuento, somos prisioneros de esta dulce ley social; pero como occidentales que somos nos cuesta un particular trabajo representarnos todo el horror de las noticias del 2004 por motivos históricos muy concretos. Durante los últimos sesenta años los occidentales hemos podido exportar la violencia al resto del mundo, junto con nuestras chucherías y nuestros valores, manteniendo un orden casi exquisito, e incluso algunas libertades, en el interior de nuestros mercados fortalezas. Pero esto se ha debido, en realidad, no sólo a la hegemonía económica y militar de Europa y de EEUU; se ha debido, sobre todo, a un enorme, teatral, cotidiano acto de propaganda. Las libertades políticas y las garantías sociales, esa combinación maravillosa y fragilísima que se bautizó con la rúbrica de Estado del Bienestar, fueron en realidad concesiones hechas a las poblaciones europeas contra la Unión Soviética. La prueba es que en EEUU ese Estado del Bienestar nunca hizo falta y que, apenas colapsado el bloque del Este, las más agresivas políticas neoliberales lo han desmantelado en toda Europa en apenas diez años, derribando de un soplo algunas conquistas elementales que se había tardado dos siglos en alcanzar. Ese acto de propaganda ha consistido básicamente en un mito fundador, legitimado de un modo irreductible en la presunta victoria sobre el fascismo (cuyo mérito siempre sustraemos a la Unión Soviética y sus 20 millones de muertos), en virtud del cual, tras esa victoria, todo ha sido paz, libertad y democracia en el mundo; tras esa victoria nuestros Estados de Derecho monopolizaron toda violencia y toda justicia, de manera que cualquier alternativa o resistencia quedaba inmediatamente deslegitimada como injusta y criminal. Este mito pretende que no ha pasado nada en sesenta años, que nuestro mundo es libre e inocente, que encarna valores superiores y una historia de superior moralidad, y que hay que defenderse de elementos alógenos, sin ninguna relación con nosotros, a los que jamás hemos tocado ni ofendido, procedentes del espacio exterior, como los aerolitos y los virus; elementos inasimilables, universales del Mal, contra los que hay que defender a veces la democracia que tan duramente hemos conquistado en sacrificada lucha contra el fascismo. Este mito se ve afianzado cotidianamente por procedimientos de manipulación hasta tal punto incorporados a la espontaneidad de nuestra percepción que ni siquiera entramos a considerarlos. Pienso ahora, por ejemplo, en la celebración todos los años -todos los días- del llamado día de la Memoria o día del Holocausto y cómo se utiliza -en España, en Italia, en Alemania, e imagino que igualmente en Latinoamérica- no para alertar sobre las carnicerías presentes sino, al contrario, para eximirse una vez más de toda responsabilidad, proclamar en voz alta la propia inocencia y localizar todas las amenazas en un futuro indeterminado y, en cualquier caso, en una cultura que no es la nuestra. Mientras los EEUU bombardean Faluya convirtiéndolo en el enésimo Guernica de la última centuria, mientras los israelíes arrancan olivos y disparan sobre los colegiales, nosotros vamos a comprar comida para nuestro gato, ayudamos a hacer los deberes a nuestros niños y nos creemos buenos. No, hacemos algo peor: recordamos el Holacausto. Hay que recordar, se nos dice, para que no vuelva a ocurrir, como si lo único que pudiera ocurrir en este mundo, lo único que debiéramos temer, es que los nazis vuelvan a exterminar a seis millones de judíos. Como si después de esta atrocidad no hubiera pasado nada; como si por debajo de esta atrocidad no pasara nada. Hay que recordar -se nos insiste- para que no vuelva a ocurrir, creando así la ilusión de que en estos últimos sesenta años no ha ocurrido nada de lo que tengamos que dolernos o acusarnos. Pero al día siguiente del fin de la Segunda Guerra Mundial, empezaron o siguieron decenas de guerras en todo el mundo: La 1ª guerra árabo-israelí -que áun continua- en 1948, Corea en 1950, inmediatamente la intervención francesa en Indochina, Vietnam, Laos y Camboya, el millón de muertos de Argelia en 1960, las guerras de liberación en Africa y después las cuarenta guerras civiles, las masacres sin cuento en Latinoamérica con sus dictaduras sangrientas financiadas y apoyadas por EEUU… una catarata de horrores, en fin, en medio de la cual nosotros los europeos nos habríamos mantenido virginales, sin tacha, con las manos y la conciencia limpia, en esta nuestra aireada y simpática azotea en la que, sesenta años más tarde, estaríamos amenazados de nuevo, ahora desde el exterior… por el «terrorismo internacional».
Esta ilusión de vivir fuera de la historia, de que en Europa no pasaba nada y no podía pasar nada, de que en 1945 habíamos dejado definitivamente atrás una fase penosa del progreso humano a la que no se podía retornar, ha estado reforzada por un instrumento tecnológico de vital importancia: la televisión. Desde los años sesenta Europa ha vivido a este lado de la pantalla, del lado de la televisión en el que no pasaba nada, del lado de la televisión desde el cual se veían pasar las cosas -la caravana de las desdichas ajenas sobre un fondo de música crepuscular- a una distancia inalcanzable. Hemos sido unos mirones durante cincuenta años y esta facultad de mirar, allí donde el resto del universo era mirado, estudiado y despreciado; esta depredación visual mediante la cual, además de las riquezas y las vidas, hemos saqueado ininterrumpidamente también las imágenes de nuestras víctimas; este permanente vaciar de existencia el dolor de los otros a través de la mirada ha ido acompañado siempre de la sensación de invulnerabilidad, de la convicción de una superioridad a cubierto de toda asechanza y todo daño. La televisión, desengañémonos, nunca ha servido para acercarnos al sufrimiento ajeno ni para que subroguemos con la imaginación el destino de los otros. Esta es una de sus paradojas: la televisión nos acerca la lejanía, afirmando al mismo tiempo su lejanía; no nos acerca las cosas lejanas: es que nos acerca la lejanía misma de las cosas que no nos pueden alcanzar. Nos acerca el hecho de que están lejos, manteniéndolas en su distancia inofensiva. A través de su pantalla vemos desde muy cerca, por así decirlo, cuán lejos, cuán remoto, cuán distante está todo: todo eso -es decir- que a nosotros nunca podrá ocurrirnos. La mayor parte de las cosas no nos conciernen, es verdad, porque no somos conscientes de ellas; con la televisión somos conscientes, por el contrario, de que las cosas no nos conciernen. La televisión, paradójicamente, asegura así, mediante su llamarada de imágenes, la falta de imaginación de los espectadores, su incapacidad agnósica para representarse moral y políticamente las conexiones de este mundo y, más concretamente, las largas mechas que, saliendo de nuestras casas, van a hacer estallar barriles de pólvora a miles de quilómetros de distancia. La televisión «divierte» o «distrae» en su sentido etimológico más exacto: arrastra hacia otra parte, voltea la mirada, vierte nuestro espíritu fuera de los carriles de la realidad, nos descarrila. La Venezuela bolivariana, que en abril del 2002 resistió algo casi más irresistible que una invasión de marines, que fue capaz de sobreponerse a un golpe de estado mediático, a un pronunciamiento hipnótico -no a la suplantación criminal de su presidente sino, más allá, a la suplantación criminal de la realidad misma- sabe muy bien hasta qué punto estas palabras del viejo Indro Montanelli, dirigidas contra Berlusconi, pueden aplicarse a cualquier país del mundo: «Hoy, para instaurar un régimen dictatorial, ya no es necesaria una Marcha sobre Roma ni un incendio del Reichstag ni un asalto al palacio de Invierno. Bastan los llamados medios de comunicación de masas; y sobre todos ellos, soberana e irresistible, la televisión».
«Creo que la inmoralidad o la culpa hoy en día», declaraba el mencionado Gunther Anders en una entrevista de 1979, «no consisten en la sensualidad ni en la infidelidad ni en la improbidad ni en la relajación de las costumbres, ni siquiera en la explotación sino en la falta de imaginación». Indiferencia ante los escombros y las ruinas y sensibilidad ante las grietas, hemos dicho, es la marca de esa agnosia occidental que pierde concienzudamente la conciencia, pero también de esa impasibilidad milenaria que constituye la normalidad humana, bajo gobiernos y culturas diferentes, desde hace un millón de años. Hay, por así decirlo, una normalidad «normal» y una normalidad canallesca, dependiendo del lado del mundo desde el que despleguemos nuestra indiferencia. La falta de imaginación es el derecho de los pobres, de los explotados, de los bombardeados, de los que bajan la cabeza hacia el arado o hacia el martillo, de los arrodillados por el trabajo, de los empujados a un rincón, de los que tienen hambre, de los desheredados del planeta; en una palabra, de las víctimas, a las que podemos perdonar su incapacidad para representarse la ley de lo que les falta o de lo que les han quitado, ocupados como están en gestionar sobre un hilo lo que todavía poseen. Esos tienen ya bastante con cerrar su grieta, una y otra vez, todas las mañanas. En su Sobre la historia natural de la destrucción, el escritor alemán W.G. Sebald describe algunas escenas inquietantes y al mismo tiempo hermosas de la actividad aparentemente irracional de hombres y mujeres -culpables quizás de su ceguera política, pero ahora ellos mismos víctimas de la guerra- entre las ruinas de las ciudades alemanas devastadas por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial: la taquillera del cine enteramente destruido por una bomba que barre y barre los escombros con la esperanza de poder abrir «para la sesión de las dos»; la familia que toma el te un poco hierática en el único balcón intacto de un edificio derruido; la actividad concienzuda de una mujer que limpia los cristales de una casa solitaria en un desierto de ruinas. El propio Sebald, que escribe su libro para desenterrar este esfuerzo de amnesia colectiva, reconoce que esta inercia de normalidad en un mundo disparatado y patas arriba constituye el último asidero de la «salud mental». Por mi parte, añadiría que esta normalidad, esta falta de imaginación en medio del fuego, puede llamarse a veces incluso «dignidad». Yo mismo he visto en Bagdad, la mañana misma de la invasión estadounidense, a una cuadrilla de obreros levantar ladrillo a ladrillo una casa, sin importarles que esa misma noche un B-52 fuese a echársela abajo; o a un hombre lavar su viejo coche abollado silbando una canción; o a una mujer preparándose para una boda que con toda seguridad había de suspenderse. He visto también a encargadas de guarderías, en los terribles campos de refugiados palestinos del Líbano, enseñar a los niños la geografía de un país al que probablemente nunca podrán volver; o cocinar con esmero, reparar una mesa, coser una bandera, abrir y cerrar una tienda -y a veces reír y jugar a las cartas y beberse un café- sin cielo sobre la cabeza y con apenas dos pulgadas de tierra bajo los pies. Bien mirado, esta normalidad obstinada de los que sufren, esta falta de imaginación que lleva a millones de hombres y mujeres avasallados a cerrar sin descanso la pequeña grieta mientras las paredes se vienen abajo, es algo así como una declaración de independencia frente al poder que los avasalla: podrás matarme -parece decir el gesto diminuto, la cotidianeidad empedernida- pero no podrás cambiar mis costumbres.
Pero, ¿y del otro lado? ¿Y en el lado del mundo -una clase social más que un hemisferio- del que procedo? ¿Donde los aviones no sobrevuelan nuestras casas ni el hambre se arrastra entre nuestras piernas, donde hay dos coches por familia y tres televisores por casa, donde los yogures caducan en el frigorífico y los perros van al psiquiatra, donde se viaja al extranjero dos veces al año y se vuela todos los días a través de la red hasta el dormitorio de un desconocido de las antípodas? ¿Tenemos ahí derecho a la normalidad? En esta economía salvaje que decide la distribución de los campos al mismo tiempo que nuestra posición en ellos, la libertad es también una celda; los privilegios, las ventajas, los chaparrones de mercancías son también una prisión. Pero en esta prisión no tenemos ya derecho a no ver; no tenemos derecho a ser normales. No tenemos derecho, desde luego, a moralizar. La normalidad del así llamado Occidente no es una declaración de independencia sino una declaración de guerra al resto del mundo. Nuestra falta de imaginación borra permanentemente el pasillo que une las dos vidas -una diurna y otra nocturna- de cada uno de nosotros. Pienso en el oficial nazi de Roma cittá aperta de Rossellini, pasando a través de una delgada puerta del cuartucho donde acaba de torturar al resistente a la sala caldeada y elegante donde sus compañeros beben cognac, juegan al ajedrez y leen a Kant. Pienso en esos jóvenes israelíes que van en autobús a matar palestinos en Cisjordania y vueven a tiempo, como de un trabajo de oficina, para cenar en el restaurante chino, bailar en la discoteca y discutir con sus amigos sobre la legalización de las drogas o la eutanasia. Pienso con un estremecimiento -sin una puerta de separación, sin un autobús de distancia- en esa Sabrina Harman, con su sonrisa angelical, fotografiada sobre el rostro sin vida del prisionero iraquí al que acaba de matar en Abu Gharaib. Pienso asimismo en ese partido de futbol que, en 1944, se organizó en el campo de concentración de Auschwitz, mientras los hornos crematorios humeaban, entre un equipo de miembros de las SS y otro de prisioneros del Sonderkommando y del que el filósofo italiano Giorgio Agamben nos dice lo siguiente:
«A algunos este partido les podrá parecer quizás una breve pausa de humanidad en medio de un horror infinito. Pero para mí, como para los testigos, este partido, este momento de normalidad, es el verdadero horror del campo. Podemos pensar tal vez que las matanzas masivas han terminado, aunque se repitan aquí y allá, no demasiado lejos de nosotros. Pero ese partido no ha acabado nunca, es como si todavía durase sin haberse interrumpido nunca. Representa la cifra perfecta y eterna de la «zona gris», que no entiende de tiempo y está en todas partes. De ahí procede la angustia y la vergüenza de los supervivientes (…), mas es también nuestra vergüenza, la de quienes no hemos conocido los campos y que, sin embargo, asistimos, no se sabe cómo, a aquel partido, que se repite en cada uno de los partidos de nuestros estadios, en cada transmisión televisiva, en todas las formas de normalidad cotidiana. Si no llegamos a comprender este partido, si no logramos que termine, no habrá nunca esperanza».
El oficial nazi, el joven israelí, la soldado estadounidense, el partido de Auschwitz, constituyen sólo la expresión límite, la metáfora encarnizada de lo que es, en realidad, la normalidad cotidiana del occidente capitalista; revelan la estructura de esa normalidad en la que elegir un refresco, leer un periódico, mostrarse ingenioso o sentirse bueno implican un rutinario, tranquilo y destructivo desprecio por el otro. En los años 30 a esto se le llamaba nihilismo y no sé por qué hoy habríamos de llamarlo de otro modo, siendo como es -el nihilismo- la enfermedad antropológica del capitalismo.
Nuestra falta de imaginación vota; acaba de hacerlo en Estados Unidos. Hacia el 420 a. de C., Cleón propuso ante la asamblea democrática de los atenienses pasar a cuchillo a todos los habitantes varones de Mitilene y esclavizar a sus mujeres y a sus hijos. A los atenienses les pareció «lo más conveniente» para su Imperio (to simphorion en griego) aprobar esta propuesta. Pues bien: 57 millones de estadounidenses normales votaron el pasado 2 de noviembre a favor del bombardeo y devastaciòn de Faluya, aprobaron los 100.000 muertos civiles que, según la revista The Lancet, ha ocasionado ya la invasión de Iraq y felicitaron a su presidente por haber violado y destrozado el orden jurídico internacional, invadido y ocupado dos países en cuatro años y desplazado, torurado y asesinado a millones de personas. Se desliza un papelito en una ranura, como se apoya el dedo sobre un botón, y 5.000 metros más abajo o 10.000 km. más al sur una ciudad salta en pedazos.
Porque esta incapacidad para representarse las consecuencias de nuestras acciones -la inocente culpabilidad de la que hablaba Anders- no es solamente el tributo a una tecnología que bombardea desde el aire y por la ventana; es, sobre todo, la regla interna de una economía de guerra. Es ahí donde tenemos que revisar nuestro viejo concepto de responsabilidad y enfrentarnos a la evidencia de que somos responsables no sólo de aquello que hacemos sino también de aquello «en lo que participamos». Nuestra normalidad es el dedo permanentemente apoyado sobre el botón; nuestra falta de imaginación vota ininterrumpidamente; cada vez que cambiamos de teléfono móvil, cada vez que nos comemos un pollo, cada vez que elegimos nuestro refresco, estamos votando, como en el plebiscito de Mitilene, la destrucción y la muerte de miles de personas en el Congo, en Tailandia o en Palestina.
Estamos volviendo muy deprisa -pongamos- al año 1.935 o quizás más tarde, a 1.940. Pero en esta «versión globalizada de los años 30» -como escribe acertadamente mi amigo John Brown- no sólo nos falta un Ejército Rojo que oponer al imperialismo: nos faltan también esos intelectuales que, tras un primer instante de somnolencia, se alinearon enseguida contra el fascismo. En un mundo incapaz de representarse las consecuencias de sus acciones, los intelectuales tienen la obligación de establecer esas representaciones -de hacer visibles las conexiones; en un mundo incapaz de imaginar, los intelectuales tienen la obligación de proteger y mantener encendida la imaginación. Mucho me temo que la mayor parte de las voces comprometidas en esta tarea -un puñadito de aceros desperdigados por todo el planeta- se han reunido en estos días en la Venezuela bolivariana. El resto, una legión de periodistas, analistas, ensayistas, novelistas, expertos y conferenciantes- han optado por el colaboracionismo, como Jünger y Heidegger en la Alemania nazi. Su incapacidad para imaginar, fruto de la cobardía o del interés, es tanto más culpable cuantos más recursos tienen para separar las hebras y más altavoces para lanzarse al espacio.
Sigo ahora con otra cita de Anders, también de 1.979, resumen de toda una vida de lucha contra la barbarie: «Yo diría que soy un «conservador ontológico», pues lo que importa hoy en día es, ante todo, conservar el mundo, no importa cómo sea este mundo; y sólo después veremos si lo podemos mejorar. Hay aquella célebre sentencia de Marx: «Los filósofos sólo han interpretado el mundo de diferentes maneras; de lo que se trata es de cambiarlo». Eso ya no es suficiente. Hoy día no basta con cambiar el mundo; lo que importa ante todo es conservarlo. Luego lo querremos cambiar, y mucho, incluso de manera revolucionaria. Pero primero hemos de conservarlo, en un sentido auténtico, en un sentido que no admitiría ninguno de los hombres que se llaman a sí mismos conservadores». Nos hemos reunido estos días en la Venezuela bolivariana en defensa de la Humanidad y, dicho con toda franqueza, el enunciado mismo de la convocatoria, en su ambición un poco grandilocuente, podría hacer sospechar al no avisado una de esas trampas detrás de las que se esconden, tras haber asestado el golpe, los asesinos de este mundo: todos somos hombres por igual. La Historia nos ha acostumbrado a que la Humanidad nombre en realidad los límites de la propia tribu, fuera de la cual los extraños, a poco indefensos que estén, pueden ser impunemente exterminados como inhumanos, infrahumanos o contrahumanos (los contrahechos de la universalidad particular). Se nos dice: el Hombre ha puesto el pie en la luna, mientras la mayor parte de los hombres no ha puesto jamás el pie fuera de su país. Se nos dice: el Hombre ha llegado a Marte, mientras 500 millones de personas tratan de llegar, muriendo muchos de ellos en el intento, a Europa, Australia o EEUU en busca de una vida digna y mientras otros 1.500 millones tienen que llegar al final de la jornada con un dólar pelado. Se nos dice: el Hombre ha descubierto los antibióticos y las vacunas, mientras que cada diez segundos muere una persona por tuberculosis o sarampión o disentería. Se nos dice: el Hombre ha dominado la Naturaleza mientras 1.200 millones de personas no tienen siquiera acceso a agua potable. Se nos dice: el Hombre es capaz de correr los cien metros en 8 segundos, mientras el mundo se llena de cojos, inválidos y mutilados y 2.000 millones de hombres vacilan sobre sus piernas, aquejados de anemia. Se nos dice: el Hombre puede volar, mientras los hombres se arrastran; el Hombre sabe clonar, mientras los hombres mueren en la cuna; el Hombre ha descifrado el genoma, mientras los hombres apenas saben leer. Y aunque estadísticamente sea mucho más Hombre el que muere de hambre, por enfermedades curables o por la violencia, el que no tiene ni teléfono ni luz ni agua, el que duerme en la calle o sufre esclavitud, jamás oíremos decir a un político, un periodista o un filósofo: «La Humanidad pisa una mina en Vietnam» o «La Humanidad es machacada en Faluya» o «La Humanidad cojea» o «La Humanidad se prostituye»; ni siquiera, más trivialmente, «La Humanidad boicotea los Juegos Olímpicos». Y esto sencillamente porque la Humanidad no puede ser africana ni árabe ni indígena; y esto sencillamente porque la Humanidad viene hoy definida, como en otro tiempo en los límites de la raza o de la tribu, en los límites del mercado, fuera del cual el cuerpo mismo ofende, como prescindible o amenazador, y allí sólo puede ser objeto de humanitarismo, como los perros que no muerden, o ser exterminado como «terrorista», si es que el animal no se somete.
Los mismos que roban el agua, la tierra, el tiempo, la vida, el valor, la fuerza, el viento, nos han robado también los nombres. Pero si no es esta abstracción que vuela, explora planetas y compra en Carrefour o en Continente, ¿qué diablos es la Humanidad? ¿Y por qué habría que defenderla?
Confesaré que, al leer la convocatoria de estas jornadas (Encuentro en Defensa de la Humanidad), tuve la sensación -el perfume casi de un cajón cerrado en un viejo desván- de que se nos estaba pidiendo, y nosotros aceptábamos de buen grado, el esfuerzo de defender un trasto antiguo, un trapo viejo, un aparato ya en desuso. Es como si en lugar de en Defensa de la Humanidad, hubiésemos acudido aquí en Defensa del Sombrero de Copa o en Defensa de la Carretilla o en Defensa del Disco de Vinilo o en Defensa del Orinal, obstinados en aferrarnos a un anterior estadio del progreso, a una fase ya superada de la evolución. Al hombre nos lo hemos pasado, lo hemos adelantado sin darnos cuenta. Algo de esto hay, sin duda, y si he vuelto a citar a Anders, es porque creo con él que la Humanidad es algo que hemos dejado ya un poco atrás, algo hacia lo que hace falta retroceder, algo que tenemos en algún sentido que restablecer, y que por eso mismo la lucha contra el imperialismo es simultaneamente la lucha por la supervivencia y la lucha por la supervivencia no puede ser sino una lucha revolucionariamente conservadora -mientras los «conservadores» de Washington se lanzan hacia adelante destruyéndolo todo a sus espaldas.
La Humanidad no es un Sujeto ni una Virtud ni una Naturaleza; es una zona o un grado o, si se prefiere, una estación, un pasaje muy frágil entre la nada y el todo, entre el cero y el infinito, según ese principio que los antropólogos han localizado, como mínimo material común a todas las culturas de la tierra, en la actividad normal de los «indígenas» sobre las grietas: «poco es bastante, mucho ya es insuficiente». El Hombre, por así decirlo, es «poco»: una razón limitada, una imaginación limitada, un cuerpo limitado, una individualidad limitada. Y hay, por tanto, dos formas de acabar con él: una eliminando la razón, la imaginación, el cuerpo y la individualidad; la otra, eliminando el límite mismo. El capitalismo es sobre todo un exceso; es el primer orden económico-social de la historia cuya naturaleza misma -la reproducción ampliada y sin fin de su propia existencia- entraña la presión simultánea sobre los dos términos, al mismo tiempo contra los cuerpos, la razón, la imaginación, la individualidad y contra los límites. Es el único orden económico-social de la historia que pone permanentemente a los hombres a él sometidos (en una división que es a un tiempo geográfica y de clase) por debajo y por encima del Hombre, el único que barre toda la zona central confinando a los «indígenas», de uno y otro lado, en lo infrahumano o en lo sobrehumano. Por eso, nuestra victoria sobre el capitalismo y la restauración de la Humanidad se manifestará como un acto, al mismo tiempo, de re-apropiación y de austeridad. Unos tendrán que ascender hasta lo «bastante», los otros tendrán que descender desde lo «insuficiente».
El capitalismo, en su nueva fase imperialista, en su nuevo contexto tecnológico, amenaza a la Humanidad -esa jaula de grillos que luego habrá que mejorar- como especie y como forma.
No podemos decir «La Humanidad ha llegado hasta Marte» sin engañarnos, pero sí podemos decir tajantemente: «la Humanidad se muere de hambre». Los hombres se mueren de hambre en Sudán, en Etiopía, en Bangladesh, en las favelas de Brasil y en las chabolas de Haití; pero también se mueren de hambre en Madrid, en París, en Nueva York, en las grandes superficies comerciales de Londres y en los restaurantes de lujo de Los Angeles. Se mueren de hambre los pobres y se mueren de hambre los ricos. Unos quieren comer algo y otros quieren comer más. Pero todos nos morimos de hambre. El capitalismo no es, como pretenden sus economistas, un régimen de intercambio generalizado sino un sistema de destrucción generalizada; consiste en una guerra ininterrumpida al mismo tiempo contra los hombres y contra las cosas. A la guerra contra los hombres la llaman trabajo, a la guerra contra las cosas la llaman mercado; y lo que llamamos convencionalmente «guerra» -con sus bombardeos, sus incendios, sus víctimas mutiladas y sus escombros- no es más que una forma rutinaria de ajustar el trabajo y el mercado. El capitalismo es una estructura de hambre, el hambre como estructura, la maldición griega de tener que producir infinitamente, a velocidad creciente, para la destrucción, la necesidad de arrojar a la hoguera, cada vez más deprisa y en mayor número, todas las cosas del mundo. La falta de límites del capitalismo -por encima de la razón limitada, de la imaginación también limitada y del cuerpo frágil- devora la tierra, los bosques, el agua, los minerales, los animales, las catedrales, las montañas y las ciudades sin interrupción. Su falta de límites no contempla el carácter finito de la tierra, la irreductible resistencia exterior sobre la que trabaja. Su falta de límites, además, no contempla la diferencia entre una gavilla de trigo y una bomba de racimo, entre un libro y una bomba atómica, medios por igual de su reproducción, y exige la destrucción de todos sus medios sin distinción, aunque con ello destruya la condición misma de todos los fines. Por eso el capitalismo constituye, ante todo, una amenaza a la Humanidad como especie. Abandonado a su dinámica interna, regulado sólo por sus propias contradicciones, conduce a su propia destrucción, sí, pero no al socialismo, como pretendía el optimismo decimonónico, sino al apocalipsis.
Pero el capitalismo también constituye una amenaza a la Humanidad como forma; es decir, como cultura, como derecho, como política y como moral. Según he insitido muchas veces, aquello que han tenido en común todas las culturas de la tierra desde el neolítico -las más benignas y las más represoras- ha sido el cuidado que han puesto en mantener separados, aun si convencionalmente, distintos órdenes de existencia. Hay, es decir, tres tipos de objetos o tres formas de tratar un objeto: tenemos las «cosas de comer» -o consumptibilis, los objetos propiamente de consumo-; las «cosas de usar» -o fungibilis-, y las «cosas de mirar» o «maravillas» -las mirabilia latinas, las cosas dignas de ser miradas. Mediante las cosas de comer subvenimos una y otra vez a la necesidad de reproducir nuestra vida estrictamente biológica contra la existencia de esas criaturas muy provisionales, muy blandas, alimenticias, que aparecen y desaparecen de nuestro horizonte, marcadas por la velocidad y la inmanencia, como puros medios de la reproducción natural: es el circuito, el círculo, el ciclo cerrado y sin fin de la Naturaleza. Mediante las «cosas de usar», los instrumentos y sus productos, reproducimos más bien un «mundo», un ámbito de objetos estables, más o menos duraderos, cuya lenta pero inexorable decadencia, que combatimos sin descanso, funda ya el espacio de un reconocimiento mutuo entre los hombres por encima de la necesidad natural. Mediante las «cosas de mirar» o «maravillas» -ciertas piedras, ciertas palabras, ciertos colores- apartadas convencionalmente del circuito rápido de la vida y de la espiral lenta del uso, declaradas al mismo tiempo incomestibles e inútiles, se abre esa distancia que permite al hombre medir, y no sólo calcular, y establecer, al menos virtualmente, un espacio común, una memoria colectiva, el lugar del juicio y del contrato. Las «cosas de comer» sirven para mantener la vida; las «cosas de usar» sirven para mantener la sociedad; las «cosas de mirar» sirven para mantener el «mundo». El juego mismo de la cultura humana ha consistido básicamente en esta división y en la posibilidad, por tanto, de abordar un objeto desde al menos tres puntos de vista diferentes (como comida, como herramienta, como monumento). Pues bien, el capitalismo es el primer orden económico-social de la historia que ha borrado la frontera entre estos tres órdenes, que no distingue entre objetos de consumo, fungibles y maravillas, y que trata todas las cosas por igual, sin hacer ninguna diferencia, las manzanas y los corderos, las mesas, las casas, los ordenadores, los libros, los cuadros, el oro y el cuerpo, las patatas, las catedrales, las imágenes -las cosas naturales, las instrumentales y hasta las solamente pensadas– como «cosas de comer», como puros comestibles; es decir, como mondos medios para la reproducción de la vida. El capitalismo, es decir, sumerge ininterrumpidamente la cultura en la biología, la antropología en la naturaleza y la sociedad construida en su seno -en los países llamados paradójicamente avanzados- es cada vez más una sociedad de puros comensales, de hambre libre desatada sobre el mundo: una plaga de langostas que no se detendrá mientras pueda comerse todavía una torre o un paraguas. El capitalismo dedica todo su tiempo a fabricar su propia comida y a comérsela y, si es sobrehumano porque se cree inmortal, es prehumano porque es animal: una sociedad, en fin, de pura subsistencia.
Los objetos del mundo se pueden clasificar también de otra manera. Podemos decir que existen «bienes universales», «bienes generales» y «bienes colectivos». Los bienes universales son aquellos de los que basta con que haya un ejemplar para que nos sintamos satisfechos: las estrellas, el mar, el Taj Mahal, los ritos de un pueblo, la belleza de un cuerpo, el color verde, el Guernica de Picasso o incluso San Francisco y el Che Guevara, a los que no podemos imitar pero cuya existencia irrepetible sentimos que ha mejorado un poco nuestra vida. Sobre este tipo de bienes, como su propio nombre indica, nadie tiene ningún derecho: el único sol en el cielo es un sol para todos, incluso para los ciegos. Los bienes generales, en cambio, son aquéllos que es al mismo tiempo posible y necesario generalizar, aquellos que no basta con que los haya sino que es necesario que los usemos, aquellos bienes de los que tiene que haber tantos ejemplares como seres humanos. Nos basta con que haya una Orión en el cielo; pero no nos basta con que haya un trozo de pan en el castillo del Príncipe. Todas estas cosas nos es indispensable apropiárnoslas individualmente: el pan, la vivienda, los instrumentos de curación y, a medida que la tecnología ha ido introduciendo nuevos bienes generalizables, también la electricidad, el agua corriente o la lectura. Los bienes generales -de los que cada uno de nosotros debe disfrutar- ciñen el ámbito propio del derecho: todos tenemos derecho no sólo a pan sino también a una lámpara y a un libro y es suficiente con que una sola persona esté privada de estos bienes para que la Humanidad -su sentido de la justicia y de la universalidad- ya no esté satisfecha. Finalmente tenemos el orden de los «bienes colectivos», es decir, aquellos bienes que, al contrario que los universales -la luna o las ruinas de Yaxilán- son imprescindibles para la reproducción individual de la vida, pero cuyo uso no se puede generalizar sin atentar precisamente contra nuestros derechos sobre los universales y sobre los generales: la tierra, los medios de producción o, por ejemplo, el automóvil. El automóvil no puede constituir un derecho individual -a igual título que el pan o la vivienda- porque su generalización destruiría ese bien universal, condición de todos los otros bienes: la Tierra misma. Si cada familia china no puede tener el mismo número de automóviles que una familia estadounidense sin amenazar la existencia del planeta, la posesión individual de un automóvil en EEUU deviene sencillamente inmoral. El automóvil debe ser, pues, un bien colectivo o, si se quiere, público; y nuestro derecho en este caso nunca será el derecho sobre el objeto sino sobre sus ventajas.
A lo largo de la historia de la Humanidad, concebida como lucha de clases, lo normal ha sido que los bienes generales y los bienes colectivos se hayan convertido en bienes privados, que unos pocos se hayan apoderado al mismo tiempo de los medios de producción y de los productos, en detrimento de la mayor parte de la población. Pero el capitalismo ha ido un paso más allá y, en virtud de su propia estructura de hambre, ha comenzado a privatizar también los bienes universales, refugio mismo de la cultura y fuente de resistencia del indigenismo humano. Eso que llamamos «globalización», en efecto, consiste básicamente en la expansión de la forma mercancía -o, lo que es lo mismo, de la guerra contra las cosas- hasta los límites mismos del universo: no sólo ya los medios de producción, la tierra y el dinero mismo, sino las semillas, el color verde, las imágenes, los nombres, las tradiciones, el sonido, el gesto de un dedo, la memoria de los pueblos, las catedrales, el teorema de Pitágoras, la mirada misma; todo el conjunto de lo existente o, más aún, las condiciones mismas de lo existente -criaturas naturales, manufacturadas o sencillamente imaginadas- se han deslizado fuera del espacio público, como constitución impersonal del mundo de los vivos, y se han convertido en el único tipo de bien que el sentido común no reconoce: un bien privado.
Allí donde se ha borrado la diferencia entre cosas de comer, cosas de usar y cosas de mirar; allí donde se ha extinguido definitivamente la separación entre bienes universales, bienes generales y bienes colectivos, la humanidad como forma está amenazada. Restaurar la cultura es restaurar la primera diferencia; restaurar la política es restaurar al mismo tiempo la segunda separación. El capitalismo consiste de hecho en una permanente disolución de todas las diferencias: entre producir y destruir, entre medir y calcular, entre guerra y paz, entre verdad y mentira, entre estado de Derecho y estado de Excepción. En estas condiciones, bajo este régimen de catástrofe permanente, sometidos a la velocidad creciente del hambre y de la guerra, no sólo no puede haber cultura ni política: tampoco moral ni derecho alguno. Creo que no es posible exagerar los peligros: en un mundo sin cultura, sin moral, sin política y sin derecho -el más primitivo y prehumano de la historia-, pero con armas de destrucción masiva de altísima tecnología -el más avanzado y sobrehumano- los motivos de inquietud están asegurados y la normalidad prohibida.
Acabo enseguida. Defender a la Humanidad, ese acto al mismo tiempo de reapropiación y de austeridad que no podemos ya demorar, exige el abandono de al menos cuatro ilusiones particularmente arraigadas en las conciencias de los izquierdistas europeos, moldeados como estamos, a cubierto de bombardeos e invasiones desde hace sesenta años, en los privilegios del mercado, con su sucesión velocísima de juguetes nuevos y momentos históricos. La primera tiene que ver con la idea, muy propia de nuestra civilización, de que los europeos tenemos por nacimiento el derecho a asistir -a través de la televisión, naturalmente- al espectáculo de la Parusía o del Apocalipsis, incluidos según contrato en el programa de nuestra generación. Medimos los acontecimientos según el tiempo breve de las mercancías, que es también el tiempo cinematográfico de Hollywood, y queremos no sólo un desenlace feliz -o al menos heroico- sino que además se produzca en dos horas. Por eso los izquierdistas europeos nos movilizamos muy rápidamente, con mucha imaginación y mucho entusiasmo -como en las manifestaciones de antes de la guerra contra Iraq-, pero también nos cansamos enseguida, cada vez que descubrimos que la modestia de nuestras conquistas no es proporcional a nuestra autoestima y que la película se prolonga más allá de los formatos a los que estamos acostumbrados. Los cubanos, los venezolanos, los palestinos, saben que la lucha, que comenzó con Espartaco, puede durar varias -muchas- generaciones.
La segunda ilusión es la de que los pueblos siempre vencen. Basta leer a Tito Livio y contar los muertos; o leer a Bartolomé de las Casas y contar los muertos; o leer a Galeano y contar los muertos; o sencillamente leer los periódicos y contar los muertos. No hay ninguna ley histórica, ninguna providencia hollywoodesca, ni siquiera una sola evidencia, que garantice eso. Los cubanos, los venezolanos, los palestinos -y tantos y tantos otros pueblos del mundo- nos enseñan que nadie puede luchar en nuestro lugar y que sólo vencen los pueblos que no se rinden.
La tercera ilusión, en el aura de la anterior, es que los malvados siempre acaban pagando sus crímenes. Lo normal es más bien lo contrario y, si queremos que rindan cuentas ante la justicia o, mejor aún, si queremos impedir sus crímenes, debemos organizarnos colectivamente, a nivel mundial, y pararles los pies.
La cuarta y última ilusión es la de que, llegados a un cierto punto, las cosas ya no pueden empeorar, de manera que alcanzar un cierto grado de desesperación casi nos tranquiliza, como una promesa de inminente mejoría. Las cosas siempre pueden empeorar, especialmente para los que estamos mejor. Como lo demuestra la situación en Palestina o en Iraq, o la reciente victoria electoral de Bush, nunca nada va tan mal que no pueda ir un poco peor. No debemos descansar en el deterioro extremo de las cosas; debemos evitar que se deterioren un poco más.
«Llámese cobardía a esa esperanza», dice el título en castellano de uno de los últimos libros de Gunther Anders. Dejemos a un lado la esperanza si es que acogernos a ella sirve para que renunciemos a un gesto o para que aplacemos una acción.
A los que venimos de fuera y tratamos de no perder al menos la imaginación, creo que la Venezuela bolivariana en la que pronuncio estas palabras nos instruye en la paciencia de los que han sufrido mucho, en la resistencia de los que ya han ganado algo, en el valor de quienes podrían perderlo todo y en el realismo de quienes saben que, para que no empeoren las cosas, hay que hacerlas cada día mejor. Sólo aquí, como en la Cuba en la que me apoyo o en ese Iraq que conocí la víspera de la invasión, uno parece poder aceptar sin vergüenza el derecho a una cierta normalidad, incluso o precisamente en medio de la lucha, y se intuye con alivio que es por primera vez legítimo -en los límites de este mundo adverso- comer, beber, fumar, silbar, componer un verso, estrechar un cuerpo y sentirse, a veces, moderadamente bueno. Les doy las gracias por su hospitalidad y por sus enseñanzas.