Cuando, en el año 2000, se acordaron en la ONU los «objetivos del milenio», todos los países del planeta adquirieron un compromiso trascendental: se pretendía conseguir, en un plazo de quince años, en 2015, erradicar la pobreza y el hambre: en aquel momento, hace una década, se calculaba que casi mil millones de personas pasaban […]
Cuando, en el año 2000, se acordaron en la ONU los «objetivos del milenio», todos los países del planeta adquirieron un compromiso trascendental: se pretendía conseguir, en un plazo de quince años, en 2015, erradicar la pobreza y el hambre: en aquel momento, hace una década, se calculaba que casi mil millones de personas pasaban hambre cada día, y que treinta mil niños perecían diariamente por enfermedades relacionadas con una deficiente alimentación y falta de atención sanitaria (es decir, casi once millones de niños morían cada año). Mil doscientos millones de personas se veían condenadas a vivir con menos de un dólar diario.
También, se acordó avanzar en la atención a la maternidad, porque más de medio millón de mujeres morían a consecuencia de complicaciones durante la gestación y el parto, sobre todo en los países más pobres. Se suscribieron, además, otros objetivos: desde la «sostenibilidad ambiental», pasando por la consecución de la igualdad entre hombre y mujeres, el impulso de medidas para asegurar el desarrollo de los países pobres, hasta la implantación de la enseñanza primaria universal que hiciese posible la alfabetización de los más de ciento treinta millones de jóvenes analfabetos que viven en el mundo. Era un programa posible, que debía cumplirse en un período de tiempo razonable, máxime cuando hacía años que, desde los principales centros de poder económico del mundo, se hablaba de que pronto llegarían los «dividendos de la paz», los supuestos beneficios tras las largas décadas de guerra fría.
Como suele ocurrir, las grandilocuentes promesas de los dirigentes de los principales países capitalistas eran apenas humo, propaganda, mentiras urdidas para consumo de la población… mientras se disponían a diseñar un nuevo modelo de explotación capitalista en el mundo que asegurase la sumisión de todos los países de la Tierra al dictado de Washington y del pequeño grupo de países occidentales que participan en lo sustancial de la misma trayectoria de rapiña. Diez años después, apenas se ha avanzado en los «objetivos del milenio»: novecientos cincuenta millones de personas pasan hambre y, según los cálculos más bajos, más de ocho millones de niños mueren anualmente por enfermedades relacionadas con la desnutrición o directamente por hambre, cifra que otras fuentes aumentan. Enfermedades como la malaria matan a más de un millón de personas al año, según las cifras más bajas de los cálculos de las agencias internacionales. En los primeros años del siglo XXI se calculaba que unas ocho mil personas morían diariamente a causa del sida (que fue una de las causas apadrinadas por Bush para limitar la mortandad en África), y hoy, pese a los avances, el balance sigue siendo muy preocupante. De hecho, el examen provisional de los logros conseguidos hasta ahora, a cinco años del 2015, revela el fracaso de los acuerdos de Nueva York.
Según la Alianza Española contra la pobreza, que agrupa a más de ochocientas organizaciones de todo tipo, las personas que viven en condiciones de pobreza extrema en el mundo han aumentado hasta alcanzar la cifra de mil cuatrocientos millones. El desempleo ha aumentado en muchas regiones del mundo. En Europa, el continente opulento, ochenta millones de personas viven en situación de pobreza extrema y exclusión social. Desde el estallido de la crisis económica, trescientos millones de personas han ingresado las filas de la pobreza, pero el 1 por ciento de la población mundial tiene la mitad de la riqueza del planeta y el 20 por ciento más rico consume el 80 por ciento de los recursos. Sólo en armamento, el mundo gasta en un día lo mismo que la FAO, la agencia de la ONU para la agricultura y la alimentación, gasta en una década: algo funciona mal en este mundo. Y no hay que mirar muy lejos para concluir que un sistema capitalista que esquilma los recursos naturales, destroza la vida y condena a la pobreza a buena parte de la humanidad es el responsable de la situación de emergencia que vivimos.
Las declaraciones de los gobernantes del capitalismo son mera retórica vacía, mentiras urdidas para seguir ganando un tiempo que los pobres no tienen, porque no pueden esperar. La agenda oficial de los gobiernos e incluso de grandes empresas multinacionales habla de la «ayuda al desarrollo» para terminar con la pobreza, y hasta se organizan congresos, festejos, campañas publicitarias que se convierten en el ornato imprescindible para halagar la vanidad de los poderosos del mundo y velar su hipocresía. Incluso, en la reciente Asamblea General de la ONU, Sarkozy y Rodríguez Zapatero lanzaron la propuesta de establecer una tasa del 0,05 sobre el valor de las transacciones financieras internacionales, que supondría unos ingresos de cuarenta mil millones de dólares al año para luchar contra la pobreza. Debería establecerse una tasa que gravase los movimientos especulativos de dinero, pero eso no van a hacerlo quienes se han rendido a las exigencias de los mercados financieros y de los banqueros. Porque, además, no hay una intención real de regular los mercados financieros, de acabar con los paraísos fiscales, y de controlar a las instituciones financieras. Tampoco de acabar con la pobreza, a la vista de las decisiones reales que toman esos gobernantes: casi ningún país rico cumple con sus compromisos de aportar el 0,7% de la Renta Nacional Bruta (tampoco España, aunque, en cambio, sí dispone de recursos para gastarlos en Afganistán, en ayuda de Estados Unidos, en una criminal guerra colonial).
El capitalismo profundiza en la crisis, condena a la pobreza a buena parte de la población mundial y amenaza con arruinar el equilibrio ecológico de un planeta que está dando serios motivos de alarma, desde el cambio climático hasta la deforestación progresiva y la desertización de extensos territorios. Mientras, este sistema injusto e ineficaz cabalga el tigre de la irresponsabilidad y la ceguera, de las guerras coloniales, del chantaje a los países en desarrollo, vierte veneno en el mundo, alienta la codicia de empresarios sin escrúpulos que mientras exigen subvenciones al Estado con una mano, empujan con la otra a millones de personas al desempleo y a la marginación social. Porque hay una relación directa entre el egoísmo de los más ricos y la desesperación y la muerte de miles de personas, y esa afirmación no es un recurso alarmista de bolchevique para despertar el corazón dormido de tanto ciudadano bienpensante: el PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo) ha calculado que un descenso del tres por ciento en el producto interior bruto de los países en desarrollo, comporta entre 47 y 120 niños muertos adicionales por cada mil recién nacidos.
Los países ricos que se comprometieron en el 2000 a cumplir los «objetivos del milenio» a través de la ayuda y la cooperación, a reducir la deuda que aplasta a los más pobres, y a trabajar para instaurar en el mundo un sistema comercial más justo para los más desfavorecidos, siguen teniendo una grave responsabilidad. Pero, pese a las promesas y las declaraciones solemnes, apenas se ha hecho nada, y el estallido de la crisis, causada por los mismos poderes que ahora imponen condiciones, ha llevado a los gobiernos, con excusas y mentiras diversas, a ayudar a las entidades financieras y al empresariado con sumas millonarias: hay que recordar que para salvar al sector financiero, ahogado por la codicia y por sus propios excesos, los gobiernos del mundo han aportado tres billones de dólares, aumentado así la deuda pública de los países… deuda que ahora están empezando a pagar millones de trabajadores que ven sus salarios reducidos, sus derechos limitados, su vejez y sus pensiones comprometidas. En este año 2010, por ejemplo, en Cataluña, y en otras zonas de España, se pasará de un 20 por ciento de ciudadanos que viven por debajo del umbral de pobreza, al 25 por ciento.
El nuevo capitalismo del siglo XXI ofrece un mañana de hambre y pobreza, de exclusión social, de privaciones y de pérdida progresiva de derechos sociales, mientras Obama y Sarkozy, Merkel, Cameron y Berlusconi, Rodríguez Zapatero y Papandreu afirman que trabajan para garantizarlos, por lo que no es extraño que los ciudadanos crean que estamos en manos de embusteros y ladrones, de charlatanes de feria, de gobernantes que despojan a los más pobres de parte de los bienes que les corresponden (por la vía de nuevos impuestos, hipotecas abusivas, deuda pública que pagarán los ciudadanos más pobres, reducciones salariales) para transferir esa riqueza a los empresarios y financieros que han causado la mayor crisis económica de las últimas décadas. La pobreza en el mundo no será combatida por quienes dedican todos sus esfuerzos para favorecer a los más ricos a costa de aumentar la pobreza de todos los demás.
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