Es cierto que en estos años la Iglesia perdió mucho poder político, social y cultural. Pero, en definitiva, incrementó extraordinariamente su autoritarismo y verticalismo interno, con su corrupción consiguiente.
Siguiendo con una síntesis de mi libro que con tal título acaba de publicar Editorial Catalonia, es importante resaltar que la pedofilia, además de su obvia connotación sexual, apunta a algo más de fondo: a un total y desenfrenado abuso de poder. Y cuando vemos que una institución lo ha encubierto, es que aquella está demostrando una corrupción y autoritarismo extremo. Es lo que ha pasado con la Iglesia Católica en los últimos 200 años. Es cierto que en estos años la Iglesia perdió mucho poder político, social y cultural. Pero, en definitiva, incrementó extraordinariamente su autoritarismo y verticalismo interno, con su corrupción consiguiente. Seguramente, como reacción defensiva frente a esa misma gran pérdida de poder en Occidente.
El hecho es que en el siglo XIX, Gregorio XVI (1831-1846) y Pío IX (1846-1878) acentuaron las condenas de todo “liberalismo” tanto hacia fuera como hacia dentro de la Iglesia. De este modo, Gregorio XVI condenó “el indiferentismo, o sea, aquella perversa teoría extendida por doquiera, merced a los engaños de los impíos, y que enseña que puede conseguirse la vida eterna en cualquiera religión, con tal que se amolde a la norma de lo recto y de lo honesto”; por lo que “los que no recolectan con Cristo, esparcen miserablemente, por lo cual perecerán infaliblemente los que no tengan fe católica y no la guarden íntegra y sin mancha” (Mirari Vos, 15 de agosto de 1832; en Iglesia Católica.- Colección de Encíclicas; Talleres Roetzler, Buenos Aires, 1946; pp. 42-3).
Además, Gregorio agregó que “de esta cenagosa fuente del indiferentismo mana aquella absurda y errónea sentencia o, mejor dicho, delirio, que afirma y defiende la libertad de conciencia. Este pestilente error se abre paso, escudado en la inmoderada libertad de opiniones que, para la confusión de las cosas sagradas y civiles, se extiende por todas partes, llegando la imprudencia de algunos a asegurar que de ella se sigue gran provecho para la causa de la religión” (Ibid.; p. 43).
Y concluyó que “debemos también tratar en este lugar de la libertad de imprenta, nunca suficientemente condenada, si se entiende por tal el derecho de dar a la luz pública toda clase de escritos, cuya libertad es por muchos deseada y promovida. Nos horrorizamos, venerables hermanos, al considerar que monstruos de doctrina, o mejor dicho, qué sinnúmero de errores nos rodea, diseminándose por todas partes, en innumerables libros, folletos y artículos que, si son insignificantes por su extensión, no lo son ciertamente por la malicia que encierran, y de todos ellos sale la maldición que vemos con honda pena esparcirse sobre la Tierra (…) Hay que luchar valientemente, dice nuestro predecesor Clemente XIII (1758-1769) de piadosa memoria; hay que luchar con todas nuestras fuerzas, según la gravedad del asunto, para exterminar la mortífera plaga de tales libros; pues siempre el error tendrá todavía donde cebarse mientras no perezcan en el fuego esos instrumentos de maldad” (Ibid.; pp. 43-4).
Posteriormente, Pío IX confirmó estas ideas a través de su encíclica Syllabus. Y convocó al Concilio Vaticano I en 1870 con la clara idea de darles un sello conciliar y, sobre todo, de estipular la “infalibilidad papal”. Para esto último efectuó enormes presiones incluyendo la colocación en el Indice de Libros Prohibidos de un libro del famoso teólogo alemán Ignaz von Döllinger (El Papa y el Concilio) que era contrario a dicha tesis. Finalmente, y pese a la total oposición de decenas de obispos, logró imponer aquello. Sin embargo, debido a la conquista de Roma por Garibaldi el Concilio no alcanzó a consagrar todas las posturas ultraconservadoras de Pío IX.
En todo caso, se produjo con el tiempo una curiosa y engañosa situación. Pío sólo pudo lograr una declaración de infalibilidad bastante restrictiva, sujeta a declaraciones papales ex cathedra sobre materias de fe y moral. De hecho, sólo ¡una vez (en 1950, estipulando Pío XII el dogma de la asunción de la Virgen) se ha ejercido desde 1870! No obstante, se introdujo en los católicos la idea de que generalmente el Papa era infalible, en lo que contribuyeron decisivamente las formulaciones mucho más amplias del Código de Derecho Canónico aprobado en 1917 y de la encíclica de Pío XII Humani generis de 1950.
Luego, León XIII (1878-1903) comenzó una persecución contra los teólogos “modernistas” que llevó a su extremo Pío X (1903-1914) el cual expulsó todos los académicos de universidades católicas sospechosos de heterodoxia, varios de los cuales fueron excomulgados o puestos en el Indice de Libros Prohibidos. Pío, además, estableció una suerte de policía secreta al interior de la Iglesia (“Cofradía de Pío”) con espías al interior de cada diócesis que reportaban a Roma toda opinión “sospechosa” de clérigos y laicos católicos, incluyendo a obispos y cardenales.
Y llegó a decir: “La Iglesia es por su propia naturaleza una sociedad desigual: Comprende dos categorías de personas, los pastores y el rebaño. Sólo la jerarquía actúa y controla (…) El deber de la multitud es someterse a ser gobernada y a ejecutar con espíritu sumiso las órdenes de quienes están al control” (Eamon Duffy.- Santos & Pecadores. História dos Papas; Cosac & Naify, Sao Paulo, 1998; pp. 248-9).
Con Benedicto XV (1914-1922) hubo un “respiro”, pero Pío XI (1922-1939) volvió a acentuar el autoritarismo, marginando a los cardenales como cuerpo, “no convocándolos a ningún consistorio” (Duffy; p. 263). Además, en 1928 prohibió la organización católica Los Amigos de Israel, que pretendió acabar con el atávico antisemitismo católico y que estaba conformada por miles de sacerdotes, centenares de obispos y numerosos cardenales y laicos. Y el mismo año, a través de su encíclica Mortalium animos desechó completamente el incipiente movimiento ecuménico.
Asimismo, desarrolló una política de concordatos con nuevos y antiguos Estados que le concedieran a la Iglesia el máximo de beneficios posibles; y en los casos de Estados con mayoría católica, logró establecer una total exclusividad del Papa en la designación de los obispos.
Luego, Pío XII (1939-1958) “llevó al colmo la casi mítica exaltación del papado monárquico y continuó centralizando el poder en la Curia a expensas de los obispos” (Thomas Bokenkotter.- A Concise History of the Catholic Church; Doubleday, New York, 1990; p. 353). A su vez, los obispos “fueron ignorados por el Papa y humillados por los departamentos (de la Curia)” (Carlo Falconi.- The Popes in the Twentieth Century. From Pious X to John XXIII; Little Brown and Company, Boston, 1967; p. 286). Y “respecto de los sacerdotes Pío XII ni siquiera llevó a cabo las reformas de los estudios eclesiásticos en que sus predecesores se habían interesado” (Ibid.).
Y con la encíclica Humani generis condenó toda heterodoxia e impulsó la expulsión de las universidades de los más notables teólogos de la época que serían los precursores del Concilio Vaticano II. Además, continuó rechazando el ecumenismo y prohibió en 1954 la experiencia de los sacerdotes obreros franceses. Consecuentemente, canonizó en 1954 a Pío X…
Gran excepción fue, sin duda, Juan XXIII (1958-1963) quien en su corto pontificado cambió todo lo que pudo (siempre con la fuerte resistencia de la Curia) de la Iglesia y, sobre todo, convocó para ello a un nuevo concilio. Sin embargo, en mitad del concilio falleció y su sucesor, Pablo VI (1963-1978) volvió crecientemente al autoritarismo y conservadurismo. De este modo, las estructuras de la Iglesia siguieron tan autoritarias y machistas como siempre.
Y la muy positiva culminación de una doctrina social promotora de la democracia y los derechos humanos; y crítica del individualismo económico y las injusticias sociales, quedó –como ya lo estaba- en el papel. No sólo en cuanto a que no se aplicó internamente, sino que tampoco se tradujo en la enseñanza escolar ni en las parroquias católicas ni en la liturgia, permaneciendo las encíclicas sociales como “artículos de exportación”…
Y, como es sabido, lamentablemente Juan Pablo II (1978-2004), junto con su prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (y más tarde Benedicto XVI), Joseph Ratzinger, llevaron el autoritarismo eclesiástico a un nuevo extremo. De este modo, “más de 600 teólogos perdieron su derecho a enseñar en las universidades y academias católicas y no pudieron seguir publicando con permiso eclesiástico. A muchos de ellos, famosos doctores y catedráticos, se les impusieron castigos humillantes, como permanecer en silencio por largos períodos o volver a clases para períodos de ‘reeducación’” (Alvaro Ramis.- Ideas peligrosas; en La Nación; 28-3-2007). Entre los afectados destacan Hans Küng, Leonardo Boff, Jon Sobrino, Edward Schillebeeckx, Anthony de Mello, Ivonne Gebara y Marciano Vidal.
Es en este contexto de extremo autoritarismo y soberbia que pueden comprenderse en alguna medida las insólitas actitudes de encubrimiento y “defensas corporativas” desarrolladas por el Vaticano y la generalidad de los obispos y superiores de congregaciones respecto de miles de sacerdotes y religiosos que con sus execrables delitos pederastas dejaron decenas de miles de menores víctimas y una Iglesia virtual y tristemente devastada.
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