Hay acontecimientos que quedan registrados para siempre en nuestra memoria. Lo mismo sucede en la historia de los pueblos. La población asiática alcanzada por los tsunamis la mañana del domingo 26 de diciembre nunca podrá olvidar esa catástrofe. Una tragedia que, al contrario de otros hechos, no exige distanciamiento para alcanzar la fuerza del mito. […]
Hay acontecimientos que quedan registrados para siempre en nuestra memoria. Lo mismo sucede en la historia de los pueblos. La población asiática alcanzada por los tsunamis la mañana del domingo 26 de diciembre nunca podrá olvidar esa catástrofe.
Una tragedia que, al contrario de otros hechos, no exige distanciamiento para alcanzar la fuerza del mito. De tal modo nos sorprendió y llegó en proporciones tan descomunales que nos hacen recordar los fenómenos bíblicos. Pues no hay más que acudir a la comparación cuando se piensa en el bebé malayo, de apenas 20 días, salvado por encontrarse dormido en un colchón que flotó sobre las olas gigantes. ¿No fue así como se salvó Moisés de las aguas del Nilo? O la madre australiana Jillian Searle que, forzada por la presión de las aguas, se vio obligada a escoger uno de los dos hijos que llevaba en los brazos. En una decisión cruelmente salomónica escogió al menor, Blake, de dos años, soltando de la mano al mayor, Lachie, de cinco años. Felizmente el niño se salvó, aunque no supiera nadar, por haberse agarrado a una puerta sobre la cual fue encontrado remando.
Ninguno de nosotros, a tantos kilómetros de distancia, puede imaginar la profundidad de la tragedia que consumió la vida de más de 120.000 personas, como si Neptuno, airado, hubiera tomado prestada la lengua del tamanduá para devorar hormigas.
Las olas gigantes que cerraron con luto el 2004 tienen las dimensiones y el significado de un diluvio. Tal vez algo semejante haya ocurrido en tiempos remotos, cuando una gran llena de los ríos Tigris y Éufrates devastó aldeas y campos. La fe identificó allí la ira de Dios y, al mismo tiempo, su misericordia. Noé y sus animales preservados en el arca son una señal de que para Dios siempre es posible comenzar de nuevo.
Nuestra mentalidad secularizada no atribuye al maremoto gigante ninguna señal de Dios. Hoy sabemos que Él no quiere el mal de sus hijos ni se complace en castigar sino en perdonar. Sin embargo, vale la advertencia del presidente Lula al referirse a esos hechos: «la Tierra parece vengarse de los estragos que le hemos infligido». Estamos recogiendo los frutos podridos de las semillas que plantamos: el lucro desmedido, la polución atmosférica, la contaminación de los mares,
la tala de los bosques, etc. Con la Tierra no hay término medio: si le damos vida, ella nos devuelve vida; de lo contrario sobreviene la muerte.
Ahora nos queda dejar el frágil capullo en que nos resguardamos y, en una gran movilización solidaria, socorrer a los sobrevivientes y a las regiones devastadas. No con gestos demagógicos, como el del presidente Bush, que inicialmente apenas donó 35 millones de dólares, cuantía irrisoria para la dimensión de la tragedia. Como declaró en Washington un senador demócrata, Bush destinó a las víctimas menos de lo que gasta antes del café de la mañana en un día en Iraq. Después, ante la presión mundial, el presidente norteamericano multiplicó esa cantidad por diez.
Terrible la lógica ésa que induce a gastar en la muerte y ahorrar en la vida. Algo anda muy equivocado. Y no sólo pasa con nuestro planeta, que da señales de un desequilibrio para el que no hay terapia. La única salida es la conciencia de que cada uno de nosotros es el nuevo Noé, responsable de la preservación del medio ambiente y, desde nuestra arca, debemos ser capaces de mirar en el horizonte el vuelo de la paloma que trae en el pico un ramo de olivo.
Traducción de José Luis Burguet.